El libro de los monstruos, de Juan Rodolfo Wilcock

Cubierta-Libro-de-los-monstruosCualquier lector sabe que los monstruos tienen una larga tradición literaria, que gozan de una envidiable ejecutoria de nobleza como personajes de ficción. La galería es infinita. Polifemo y Medusa, Escila y Caribdis, el Minotauro y las Sirenas… son solo algunos de sus más asentados representantes. Pero los monstruos no solo viven en los relatos mitológicos de la cultura grecolatina, en el Gilgamesh o en el libro del Apocalipsis. También perduran en las leyendas y novelas medievales, en los relatos folclóricos, en los bestiarios y libros de prodigios, en las crónicas de viaje a países exóticos, en las cartas de navegación de mares desconocidos… Lejos de olvidarlo, el mundo moderno, con todo su racionalismo, convirtió al monstruo en protagonista de sus más insignes ficciones, como el engendro de Frankenstein, Mr Hyde o Gregorio Samsa. En los últimos tiempos, cuando quedan ya pocas especies animales por descubrir (al menos, de tamaño considerable), y la superficie entera de la tierra se expone fácilmente a nuestra mirada, la monstruosidad ha ido ganando rasgos humanos, y su deformidad se ha refugiado en el interior. Es por ello que ahora necesitamos de la metáfora para ponerla en evidencia. Si la monstruosidad puede ser signo de una enfermedad del alma, el género parece condenado a perpetuarse.

En esa estela de monstruos genuinamente humanos podemos encuadrar los que nos ofrece este exquisito volumen que acaba de publicar Atalanta: El libro de los monstruos (Il libro dei mostri, 1978), obra del escritor argentino, afincado en Italia, Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978). Un tratado de la monstruosidad cotidiana cuyo primer axioma es que la deformidad física no es nunca gratuita, sino que traduce a la esfera de lo visible una anormalidad que late en el nivel más oculto (algo parecido a lo de Dorian Gray). Con el concurso de sus fábulas, Juan Rodolfo Wilcock nos transfiere, pues, una terrible herramienta: unas gafas mágicas que nos permiten mirar en el interior de las personas y descubrir lo que en realidad se oculta bajo el barniz de las apariencias. Los «sepulcros blanqueados» parece que, a fin de cuentas, son una realidad muy actual; y lo que vemos por debajo puede no gustarnos demasiado. Traducido admirablemente por Ernesto Montequin y agudamente preludiado por Luis Chitarroni, El libro de los monstruos recoge un total de sesenta y dos minificciones, predominantemente descriptivas (aunque no faltan en ellas algunos poemas y diálogos breves), de un par de páginas la mayoría, cada una con su correspondiente monstruosidad como protagonista. Todos los textos son independientes, aunque guardan entre sí una estrecha afinidad, que se inicia por el nombre inventado que los encabeza, y donde ya comienza el juego conceptual, más o menos evidente. Esta conformación invariable confiere al libro cierto aspecto de atlas zoológico, donde cada bicho disfruta de su ficha correspondiente. La sombra de La transformación de Kafka planea, de manera inevitable, sobre una parte considerable del libro (ese joven convertido en cochinilla de humedad, Fermo Zeschi, es un guiño evidente al autor alemán), pues muchas de las monstruosidades imaginadas por Wilcock no son congénitas ni heredadas, sino adquiridas mediante una metamorfosis. Esto nos retrotrae también, por supuesto, a la obra de Ovidio, donde la transformación la inducía generalmente un dios, ya fuera como castigo o como premio. En el libro de Wilcock, por contra, la causa solo puede atribuirse a la propia sociedad, a los papeles inicuos que nos obliga a representar tantas veces; de ahí quizás la obstinación del autor en señalar la profesión de cada monstruito. Ciertamente, es la sociedad la que nos convierte en maniquís de plástico, en hombres-árbol que solo ven televisión, en novios que son puro espejismo, en ceniceros impotentes que traman imposibles venganzas… La vigilia de la razón produce también sus propios monstruos, quizás los peores. Ni siquiera el mundo de la cultura se libra de los suyos (los que mejor conocía el autor), tan repugnantes como un crítico literario que es amasijo de gusanos, un austrolopiteco experto en semiótica estructuralista, un candidato a Premio Nobel con la papada sembrada de arañas y garrapatas, un cantautor con cerebro de mosquito… Pero la monstruosidad es universal, y parece extenderse a todo el abanico social: filósofos, modelos, religiosos, abogados, mecánicos, médicos, psicoanalistas… No hace falta leer muchas páginas de El libro de los monstruos para descubrir que tenemos entre las manos un texto feroz: el cuaderno de campo de un misántropo que se complace en descubrir detalles monstruosos en todos los repliegues de la sociedad, y donde el humor negro, en ocasiones macabro, convive con una afilada ironía (como la que impregna ese exquisito Doctor Arrigo Ploz). En cualquier caso, ninguna fealdad nos impedirá disfrutar de la portentosa imaginación del autor. ¡No se equivocaba tanto Ambroise Paré cuando daba como quinta causa de la monstruosidad a la imaginación! Al fin y al cabo, la cosa va de monstruos, y hay mucho de placentero en ver a los molinos de viento convirtiéndose en gigantes, por muy terroríficos que sean.

Leyendo el libro de Wilcock, resulta casi inevitable recordar el bestiario de su amigo Borges, el Libro de los seres imaginarios. Pero las diferencias son grandes. Con todo lo terribles que puedan parecer algunos monstruos evocados por el autor de El Aleph, los de Wilcock son infinitamente peores: su humanidad y su anclaje en lo cotidiano aumentan el horror que nos inspiran. Algo similar a lo que sucede cuando ojeamos el famoso libro de Ambroise Paré, Des monstres et prodiges (1573), donde las láminas más desagradables son las que muestran la deformidad humana. El monstruo comienza a asustarnos de verdad cuando adquiere las cualidades de una superficie pulimentada (quizás por ello, el primer texto del libro, Anastomos, lo protagoniza un ser recubierto enteramente por espejos). Los textos de Wilcock son, a este respecto, insuperables: nada menos que sesenta y dos espejos en los que mirarnos y descubrirnos, en los que exorcizar, quizás, al monstruo que todos llevamos dentro. Porque Medusa no fue vencida por la espada de Perseo, sino por su escudo, que la obligó a mirarse en su metálica superficie. Ojalá, lector, no te reconozcas en ninguno de ellos (aunque pueda ser el comienzo de tu curación). No descubras que todos los monstruos son el mismo monstruo. No descubras que ese único monstruo eres tú.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Pero esa delgadez que en las mariposas es una virtud consagrada a explicar y difundir los más logrados dibujos de la mano de la naturaleza, en Mesto es todo lo contrario de una virtud, ya que está destinada a poner en evidencia, como sobre el papel, la forma absurda de ese monstruo soberanamente estrafalario que es el hombre. Es verdad, como todos los mamíferos tiene dos ojos, una nariz, una boca y también cuatro miembros, pero los mismos elementos forman algo tan repugnante y anómalo que parece servir sólo para mostrar, y con cuánta crudeza, aquellas características de las cuales todos los demás mamíferos ―a decir verdad, todos los demás seres vivientes― están afortunadamente exentos: la estupidez, la maldad, la codicia, en suma, las cualidades humanas más notorias. Todo eso, en dos dimensiones, se vuelve aún más evidente; ni siquiera una barba tupida o un enorme sombrero de piel de castor lograrían disfrazarlo, y por eso Mesto Copio, pobrecito, resulta en su chatura repugnante: porque más que un hombre es la imagen del hombre, desastrosa veleidad de una naturaleza que en cuanto al resto no carece de gusto» (Mesto Copio, traducción de Ernesto Montequin).

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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2 respuestas a El libro de los monstruos, de Juan Rodolfo Wilcock

  1. Libros de Cíbola dijo:

    ¡Magnífico! Yo leí «La sinagoga de los iconoclastas» hace tiempo, también un libro delirante de este autor extraño. Este me lo apunto para leerlo lo antes posible. Saludos.

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