Nubes flotantes ya envejecidas, de Can Xue

Algo tiene la realidad que en ocasiones nos resulta decepcionante o incómoda. Quizás por ello el artista no se conforma casi nunca con efectuar su mero retrato, y prefiere enriquecerla o superarla de alguna manera. Esta elaboración de la realidad es siempre legítima, sobre todo si alcanza sus fines mediante la excelencia artística y no pretende enmascarar ninguna verdad. Muchas veces se trata simplemente de embellecerla, de resaltar sus rasgos más amables o positivos. Pero también es posible seguir un camino opuesto, el que pasa por exagerar las notas repulsivas. Tal sucede en Nubes flotantes ya envejecidas (1986), de Can Xue (1953), una novela que aspira a ser el retrato de una sociedad en descomposición, de una comunidad afectada por un deterioro que alcanza hasta las últimas fibras de su tejido social: la deprimente pintura de unas relaciones humanas sumidas en un terrible infierno en el que cada individuo actúa como víctima y verdugo a la par. No cabe duda de que en la inmisericorde mirada que la autora dirige a sus personajes se ha cargado mucho las tintas, aunque no porque se pretenda en modo alguno falsear la realidad. Esa fealdad humana en la que tanto parece complacerse Can Xue actúa no solo como un revulsivo, sino también como símbolo de una verdad más general. Una novela, en suma, más realista que la realidad misma.

Can Xue (seudónimo de Deng Xiaohua) es una de las voces más destacadas de la literatura china actual, autora de una importante obra narrativa, de corte experimental y vanguardista, en la que destaca su gran novela La frontera (2008), también traducida y publicada en nuestro país por Hermida Editores. Nubes flotantes ya envejecidas (1986) es uno de sus primeros y más reconocidos textos. Una novela que logra involucrar al lector en una historia en la que suceden pocas cosas, pero en la que se nos desvelan, de manera cíclica y perfectamente dosificada, los relieves de la alterada personalidad de sus protagonistas. Breves miradas retrospectivas, a modo de flashback, nos revelan también sucesos significativos de sus biografías, importantes para comprender el origen de las variadas patologías que los aquejan. Unos personajes que, no obstante su mezquindad y locura, nos contagian algo del voyerismo extremado que padecen, de tal manera que nos resultará muy difícil abandonar el libro antes de su final; es decir, renunciar a esa mirada que los desnuda ante nuestros propios ojos. Por lo demás, Nubes flotantes ya envejecidas es una novela que, en virtud de su particular elaboración literaria, nunca resulta demasiado desagradable o hiriente para el lector. Tanto el tono hiperbólico de la narración como las escenas surrealistas que la conforman, trufadas de diálogos inconexos, flujos de conciencia y transiciones abruptas nos permiten distanciarnos del sufrimiento de sus personajes.

Nubes flotantes ya envejecidas es además una novela rica en contrastes. Por un lado, el existente entre la inequívoca mirada que la narradora dirige a sus personajes y situaciones ―descritos con una singular dureza―, y la sutil atmósfera simbólica en la que envuelve su discurso narrativo, que difícilmente podríamos descifrar si no contáramos con la espléndida anotación de su traductor, Blas Piñero. Por otro lado, la aguda sensibilidad a los olores que manifiestan muchos de los personajes parece compadecerse poco con su grosería y suciedad, que se sustancia en los reiterados gestos soeces que ejecutan a cada momento (eructar, ventosear, gargajear, hurgarse los dientes, orinar en lugares públicos…), que la autora subraya mediante un variado muestrario de onomatopeyas, un recurso del que se vale con frecuencia y que en ocasiones añade una pincelada cómica a las escenas. La suciedad corporal de los personajes, símbolo de una sociedad corrompida, se extiende a todo cuanto los rodea, desde su propio vestuario o la casa en que viven a las calles que transitan. Las numerosas flores que aparecen de manera reiterada en el texto (moral blanco, osmanto, trompeta del diablo, adelfa o crisantemo) cumplen también una importante función simbólica, hasta el punto de que los nombres femeninos de algunos personajes tienen connotaciones florales. La circunstancia de que estos hombres y mujeres, inmersos en un medio físico tan degradado, se sientan ofendidos por los olores florales, incluso por sus más apreciadas fragancias, significa la alteración que sufre el entorno social y familiar en el que viven: una especie de mundo al revés.

Dos familias vecinas encuadran a los principales personajes de la novela. Por un lado, la formada por el Viejo Kuang y su mujer Xu Ruhua; por otro, la que integran Geng Shanwu, su esposa Mu Lan y la hija de ambos, Fengjun. A la falta de comunicación que media entre ellos, a su destructiva manera de relacionarse, se añaden una serie de pulsiones patológicas que los caracterizan (aunque no en exclusiva). Así, el Viejo Kuang vive obsesionado por conservar la salud, que considera garantizada gracias a su desmedida ingesta de habas. Su mujer, Xu Ruhua, se pasa el día esparciendo insecticida en el hogar, aun reconociendo que le resulta muy nocivo. Su vecino Geng Shanwu utiliza como almohada, durante el descanso nocturno, dos ladrillos que bien pudieran servirle, llegado el caso, como arma defensiva… No parece necesario insistir en el carácter autodestructivo de estas manías. Los dos matrimonios cuentan además con sus respectivos suegros y suegras, personajes no convivientes de los que ni tan siquiera se nos facilita el nombre, pero que contribuyen eficazmente, con sus fugaces y demoledoras intervenciones, a oscurecer el panorama familiar. La suegra de Mu Lan es una anciana extremadamente autoritaria y grosera, amiga de sembrar cizaña entre los esposos, que atormenta a su nuera mediante esquelas anónimas en las que le dicta normas de conducta. El suegro del Viejo Kuang no solo es un cleptómano empedernido, sino también el mayor voyerista de la novela. El hecho de que la generación de los mayores supere en vileza a la más joven (contradiciendo la valoración positiva de la ancianidad que defiende el confucianismo) me parece que abunda en esa imagen de mundo al revés que caracteriza al medio social en que viven.

Pero la principal lacra que sufren los personajes de Nubes flotantes ya envejecidas, y que se expande más allá de su círculo familiar, es la de su voyerismo extremado: un verdadero leitmotiv que impregna a la novela de principio a fin. Su contexto histórico, el asfixiante clima de delaciones que caracterizó a la Revolución Cultural China (1966-76), no aparece explicitado, sin embargo, en parte alguna del texto, y solo podremos deducirlo gracias a la anotación de Blas Piñero, que nos descifra la compleja simbología de la novela. En el sinsentido que define las atormentadas existencias de los personajes de Nubes flotantes, el espionaje que se infligen mutuamente ni tan siquiera tiene la justificación de obedecer a una consigna política. Se ha convertido en el reflejo patológico de un proceso más amplio y general. Una novela, pues, en cierto sentido hermética, sobre todo en lo que respecta a su trasfondo político. Alejada de todo análisis o crítica macroscópica de la sociedad, a Can Xue le ha bastado con dirigir la mirada a sus componentes menores para detectar la enfermedad que padece, liberando a su crítica de esa reducción simplista que debilita a tantas otras en exceso explícitas. Trasciende así la novela el estrecho marco de su momento histórico, adquiriendo una universalidad que la hace válida para referirse a cualquier sociedad, pasada o futura, que no haya sabido salvaguardar la dignidad de los seres humanos que la integran.

Este patológico afán por husmear las vidas ajenas opera fundamentalmente a través de dos instrumentos, la ventana y el espejo, que a fuerza de repetirse se erigen en símbolos del voyerismo. Si la palabra ventana muchas veces puede connotar un significado positivo de luminosidad o apertura, en la novela de Can Xue aparece degradada a simple herramienta de espionaje. Algo similar sucede con el espejo, que ni tan siquiera deviene en símbolo narcisista, pues la mirada de los personajes apunta invariablemente a los demás. Se pierde así el valor positivo del espejo como medio de introspección. La única excepción sería ese neurasténico observarse a sí mismo que padecen algunos personajes, como Xu Ruhua, obsesionada por la decrepitud de su cuerpo y sus perennes disfunciones digestivas. Una consecuencia inevitable de este patológico voyerismo es una desconfianza generalizada hacia los demás. El miedo a ser espiados que comparten todos los personajes favorece a su vez el desarrollo de otras fobias, como la agorafobia (temor a los espacios abiertos) que padece Mu Lan, la psicosis paranoica del Viejo Kuang o la entomofobia (miedo a los insectos) que sufren Gen Shanwu y Xu Ruhua: afecciones todas muy extendidas durante la Revolución Cultural, según nos documenta el traductor.

Los sueños son otro motivo recurrente en la novela. La frustración que sufren sus personajes, consecuencia de las relaciones anómalas que mantienen, se canaliza con frecuencia a través de sus experiencias oníricas (en ocasiones compartidas), que actúan como válvula de escape de sus temores y deseos reprimidos, aunque sin dejar por ello de provocarles una intensa angustia. Es el caso del sueño de Geng Shanwu con la tortuga: un sueño que remite ―según la simbología china― al deseo sexual que experimenta por su vecina Xu Ruhua, con la que mantiene una relación ilícita no menos decepcionante que todas las demás. Unos sueños que contribuyen a la consecución del clima surrealista que se respira en la novela, pero cuyo carácter trastornado nunca supera, curiosamente, al de muchas escenas y comportamientos de vigilia. Una repulsiva y omnipresente fauna de ratas y sabandijas diversas (arañas, escarabajos, polillas, chinches, hormigas, moscas, pulgas…) añade su particular pincelada siniestra a muchas de las escenas y sueños. Con todos estos elementos, reales o soñados, la novela avanza inmersa en un implacable y acelerado crescendo de tensión, que alcanza su apogeo surrealista en su tercera y última parte, en la que brilla singularmente la alucinada prosa de Can Xue, y que culmina en un espeluznante paroxismo de muerte y horror.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también ha sido publicada en El Cuaderno

«Cuando alargaba la cabeza a través de la ventana, descubría que en otras dos ventanas más del edificio había también cabezas asomándose al exterior tal y como hacía la suya. Luego se volvía y miraba la oficina y todo aquello que la componía. Para su sorpresa, veía a sus compañeros de pie, con las manos cruzadas a la espalda y sus rostros pegados a la ventana. Parecían meditar ensimismados sobre algo. Entonces él, con gesto endiablado, se dirigía al pasillo y se ponía a fisgonear lo que hacía el resto de sus compañeros a través de las grietas de las paredes. Los rostros que asomaban por las ventanas del edificio le parecían a Geng Shanwu particularmente serios. Algunos de ellos se paseaban por la oficina y se veían muy preocupados.»
«Tres años atrás, la suegra de Xu Ruhua vio un grillo en el piso, y desde ese día el Viejo Kuang se vio obligado por ella a comprar insecticidas de todo tipo. Ella les pedía que echaran por todas partes un par de veces al día. Pero el insecticida tenía el efecto contrario del esperado. Cuanto más lo echaba sobre el grillo, más grande se hacía el insecto. La madre culpó a su hijo de haber comprado un insecticida de mala calidad y le pidió que echara dosis más grandes. La anciana, en realidad, se volvía loca cuando sus órdenes no daban buen resultado
 «El viejo Kuang quería plantar delante del piso una parra para que diese uvas, y detrás instalar un invernadero para cultivar flores, pero nada de eso llegó a realizarse porque los grillos invadieron el lugar y lo asolaron. Con el paso del tiempo, horrorizado, descubrió que su mujer era una rata. Ella, parsimoniosamente, roía y roía cualquier cosa que llegaba a su boca, y se oí el ñac, ñac…, ñac, ñac… de los mordiscos. Xu Ruhua había hincado sus dientes en cada uno de los muebles de la casa. Había marcas de ellos en todos, y una noche, mientras dormía, el Viejo Kuang sintió que algo le pinchaba en la nuca. Se llevó la mano para ver lo que era y descubrió que tenía sangre.»
(Traducción de Blas Piñero Martínez)

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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