Hoy en día, disponemos de pocas palabras que gocen de tanto prestigio como «imaginación». Tener imaginación, ofrecer soluciones imaginativas o pretender llevar la imaginación al poder son expresiones o propósitos que provocan una respuesta positiva casi inmediata en quien las escucha. Hay palabras que brillan más que otras, ciertamente, aunque no siempre es fácil distinguir el cristal del diamante. La imaginación parece oponerse a la tradición anquilosada, a la rutina y al aburrimiento, y se asocia estrechamente a otros valores tan apreciados como la inteligencia, la creatividad o, incluso, el tan cacareado «emprendimiento». Sin embargo, la imaginación no se sustrae al destino de otras muchas voces que, al igual que esas piedras golpeadas una y mil veces por el oleaje, se van desgastando hasta convertirse en estereotipos un tanto decepcionantes. Su suerte es similar a la de esas monedas antiguas a las que el óxido y el roce de tantas manos han borrado efigies e inscripciones, y ahora nos resultan casi indescifrables. Es por ello que, en ocasiones, nos vemos obligados a inventar palabras nuevas. El problema es que hemos perdido los cuños originales (o la pericia para grabarlos), y las que hacemos nos salen quizá nítidas, pero con muy poco relieve.
Como sucede con otras grandes palabras puestas en bocas pequeñas (amor, libertad, amistad, igualdad…), la palabra imaginación ha ido perdiendo una parte importante de su relieve original; y más particularmente, su filo como herramienta de conocimiento. Al menos eso es lo que sospechamos tras la lectura de este apasionante libro de Gary Lachman, El conocimiento perdido de la imaginación (Lost Knowledge of the Imagination, 2017), traducido admirablemente por Isabel Margelí, y que viene a sumarse a otros interesantes títulos del autor también publicados por Atalanta: Rudolf Steiner. Introducción a su vida y obra (2012) y Una historia secreta de la consciencia (2016). Siguiendo la estela de otros grandes pensadores y escritores como Pascal, Goethe, Jung, Barfield o Corbin, Lachman reivindica una acción más profunda y trascendente en el ejercicio de esta poderosa herramienta de nuestra psique. Una vía de conocimiento nada nueva, desde luego, aunque sí olvidada, que tiene su propia lógica (no cartesiana) y hunde sus raíces en los estratos más profundos de lo humano. La imaginación, tal como la entiende Lachman («facultad de captar realidades que no están inmediatamente presentes», según Colin Wilson), no es ningún motor de la fantasía, y menos todavía un vehículo para la evasión (salvo que pretendamos evadirnos viajando al mismo corazón de las cosas). La función de la imaginación no debe ser la de apartarnos de la realidad, sino la de ahondar en su interior, o incluso participar en su creación. Hablamos de un mundo en el que estamos llamados a ser actores.
El conocimiento perdido de la imaginación es un texto de gran atractivo y sugerencia, de placentera lectura, escrito con una claridad admirable y un evidente propósito pedagógico. Lachman inicia su singladura trazando una breve historia de las dos dimensiones que cabe distinguir en el conocimiento humano. De un lado, la vía racional, desarrollada sobre todo a partir del siglo XVII, y que se identifica comúnmente con la ciencia. Es un saber que se fundamenta en la observación externa de los fenómenos y en el «reino de la cantidad». Esta primera vía nos ha garantizado un valioso dominio sobre la naturaleza, pero también ha propiciado importantes pérdidas. No solo ha provocado un grave deterioro en los ecosistemas mundiales, sino que también ha dejado a la deriva nuestra mente. Relegados a representar un papel insignificante y casual en el cosmos, la angustia existencial se ha convertido en un signo característico de nuestra cultura. Pero su mayor peligro actual es el cientifismo; esto es, la aplicación indiscriminada de su método de aproximación a todos los dominios del conocimiento. Ya en una época temprana, la unilateralidad de dicha visión despertó recelos entre sus propios impulsores, como lo evidencia la postura especialísima de Blaise Pascal (1623-1662), que distinguió ya dos tipos de conocimiento llamados a complementarse: el esprit géométrique y el esprit de finesse; extremos que parecen corresponderse, en opinión de Iain McGilchrist, con la diferente manera de actuar de los dos hemisferios cerebrales. Junto a esta vía científica del conocimiento podemos rastrear otra rama alternativa del saber: un «conocimiento repudiado» compuesto por una heterogénea colección de enseñanzas y pensamientos diversos, entre los que cabe incluir el esoterismo, el misticismo y otras filosofías de la consciencia. Una suma de conocimientos que a partir de la Edad Moderna fue casi literalmente «arrojada al cubo de la basura». Por contra, el pensamiento de Pitágoras representa, según Lachman, el inicio de una deseable posición de equilibrio entre las dos vías de conocimiento. No se trata, evidentemente, de retroceder a posiciones irracionales o del pasado, sino de buscar una síntesis más saludable.
Siguiendo los pasos de Owen Barfield, la indagación sobre el origen del lenguaje adquiere un peso importante en el argumentario de Lachman. El lenguaje metafórico (mítico) del hombre primitivo (equivalente al que ahora consideramos poético, pero entonces inconsciente) testimoniaría una manera de ver el mundo diferente a la nuestra, que evolucionó, juntamente con el propio lenguaje, hacia lo objetivo/denotativo. Este proceso ha restado riqueza a nuestra manera de percibir la realidad, pues hemos perdido la capacidad para penetrar en su interior. Se nos ha cerrado así el acceso a un conocimiento más participativo. La segunda figura importante estudiada por Lachman en su libro es la de Goethe, sobre todo la del Goethe científico, el de los estudios botánicos y la teoría de los colores. Su pensamiento, analizado en el contexto de la fenomenología y de la posterior Naturphilosophie germánica, encarna una posición de compromiso entre las dos vías de conocimiento; es decir, la defensa de un tipo de saber hecho a nuestra medida, validado por su utilidad en la esfera de lo humano: «odio aquello que se limita a instruirme sin aumentar o fortalecer mi actividad» (Goethe). La verdad se encontraría en un punto intermedio entre el mundo externo y nuestra propia mente que lo percibe y vivifica.
Pero la imaginación no es solo una herramienta para el conocimiento de la naturaleza y del mundo que nos circunda, sino también de nuestro propio interior. En su descenso a las profundidades de la psique humana, Lachman toma como guía y mentor a Carl Jung, del que evoca sus visiones premonitorias de la Gran Guerra. El carácter autónomo de una parte de nuestra mente y la exploración de la «psique objetiva» (así como el fenómeno de la sincronicidad, tratado en el último capítulo) son conceptos y procedimientos junguianos revisitados por Lachman, que los relaciona con las propuestas de otros célebres «visionarios» precedentes, como Paracelso o Swedenborg. Un lugar importante en este capítulo lo ocupa la figura de Henry Corbin, cuyas investigaciones en torno al filósofo persa Suhrawardi (s. XII) y la teoría hermenéutica oriental del ta’wil (empleada por el filósofo francés, fuera de su contexto original coránico, como método para revelar la interioridad de los fenómenos) son extensa y meridianamente explicadas por Lachman. También su creencia en un mundus imaginalis dotado de una realidad propia y estratificado en niveles graduales de espiritualidad. Es interesante la comparación que establece Lachman entre ciertos aspectos del pensamiento de Suhrawardi y de Swedenborg, como son el paralelismo observable entre el denominado estado hipnagógico (estado de consciencia propio de la transición del sueño a la vigilia y viceversa) y la imaginación activa; o entre la «doctrina de las correspondencias» (que relaciona el mundo natural y el espiritual) y el ta’wil. Además, el ejercicio de esta imaginación trascendente requiere de un aprendizaje, y es precisamente Henry Corbin quien propone unas pautas para acceder a ese «continente perdido» del mundo imaginal. Unos procedimientos de acercamiento que, en el pensamiento de Corbin, cumplen las «filosofías de la luz» orientales. Con la teoría, evidentemente, no basta, y es preciso acogerse a una praxis que nos facilite emprender con garantías de éxito ese «camino de vuelta al hogar» que atraviesa una «pluralidad de universos dispuestos en orden ascendente». El castillo de las siete moradas de Teresa de Ávila no se recorre leyendo su libro.
Los peligros de la imaginación cuando sigue una senda equivocada dan pie a otro interesante capítulo. Apoyándose en figuras como Erich Kahler, William Barrett o Kathleen Raine, Lachman extiende una mirada muy crítica (y seguramente polémica) sobre el arte moderno. Barómetro de la nueva situación, Lachman cree reconocer en su pérdida de forma, en su deriva hacia lo grotesto y gratuito un reflejo del agotamiento de los símbolos, de su capacidad para servir a la imaginatio vera (Paracelso). Una señal de alarma disparada por la existencia de un «arte sobrevalorado y grosero […] que se expone en las galerías y los museos y genera enormes ingresos en las subastas». Lachman rastrea esta pérdida de belleza propia del mundo contemporáneo incluso en los realities que lideran las audiencias de las televisiones en todo el mundo. Cerrando de alguna manera el círculo que iniciaba en los primeros capítulos de su libro, Lachman retorna al lenguaje poético, analizando la raíz neoplatónica de artistas como Yeats, Blake o Coleridge. En el disfrute de la belleza el alma se reconoce a sí misma, pues las artes «ponen ante nosotros imágenes que nos hablan de nuestro hogar perdido». Es preciso, pues, encauzar la imaginación, orientarla de manera conveniente, para que cumpla con los requisitos exigibles a una imaginatio vera, y no se pierda en la maraña de las fantasías grotescas, malsanas o intrascendentes. El sueño de la razón puede producir monstruos.
Reseña de Manuel Fernández Labrada
Precisamente estoy leyendo estos días «Historia de la imaginación» de Juan Arnau, un ensayo que intenta demostrar que la imaginación es una forma de conocimiento tan válida como la razón sistemática. Saludos.
¡Estupenda lectura! Incluso en su nivel más elemental, una valiosa ayuda (la imaginación) para sobrellevar los días que corren. Cordiales saludos.