Los motivos que nos pueden llevar a escoger un libro de lectura son casi infinitos (algunos, más confesables que otros). En el caso particular de esta novela de Edith Wharton (1862-1937), La piedra de toque, me bastó con leer la información suministrada por la editorial para decidirme a comprarla. El argumento que se resumía en la contraportada me recordaba al de una de mis novelas más admiradas, Los papeles de Aspern, del insigne Henry James, gran amigo de la escritora. Dicen que todos los caminos conducen a Roma, por lo que cualquier vía para alcanzar una lectura gratificante —incluida la curiosidad maliciosa— me parece más que legítima. Una vez leída, debo declarar infundada cualquier duda sobre la originalidad de La piedra de toque, una novelita estupenda a la que solo deberemos conceder el crédito de asumir que la correspondencia privada de una novelista tan exquisita como Margaret Aubyn pueda desatar un éxito fulgurante entre el público más común. Traducida admirablemente por Laura Naranjo Gutiérrez para Contraseña editorial, La piedra de toque nos brinda una nueva oportunidad para acercarnos a esta aclamada y excepcional escritora estadounidense. No hay una sola página en toda la novela que no nos deslumbre por su inteligencia, por la ingeniosa ironía con la que su autora subraya el sinsentido de algunas relaciones amorosas, por el sutil análisis psicológico de unos personajes perdidos en un complejo laberinto ético y emocional.
En un primer momento, el argumento de La piedra de toque (The Touchstone, 1900) puede parecernos algo así como una variante de Los Papeles de Aspern (1888). En ambas novelas se explora el problema de la privacidad del artista; es decir, el dilema existente entre el derecho a salvaguardar la propia intimidad y la exigencia social de divulgar aquello que la fama ha convertido en monument historique: un leit-motiv frecuente en la narrativa de Henry James, que siempre se decanta por respetarla a ultranza. En La piedra de toque también tenemos un valioso y codiciado legado literario: las cartas íntimas de una famosa escritora fenecida, Margaret Aubyn. Su depositario es Stephen Glennard, el protagonista de la novela, que se enfrenta a la irresistible tentación de venderlas para poder casarse con su prometida. Si el anónimo protagonista de Los Papeles de Aspern estaba a punto de «venderse» personalmente a cambio de poseer los codiciados documentos del eximio poeta, Glennard, en La piedra de toque, venderá la correspondencia de su antigua amiga para sentar las bases económicas de su relación con Alexa Trent. El fuego en el que la despechada Tita Bordereau quema el legado de Aspern es, de alguna manera, el mismo que arde en la chimenea de Glennard; el cual, antes de decidirse a vender las cartas a un editor, valora durante unos instantes la posibilidad de destruirlas. La novela de Wharton continúa, pues, allí donde se interrumpe la de su colega James, ofreciéndonos la posibilidad de conocer las terribles consecuencias que entraña exponer a la frívola curiosidad del público una parte dolorosa de nuestra intimidad (las cartas de Margaret Aubyn, aparte de estar maravillosamente escritas, tienen la cualidad añadida de poner en evidencia la asimetría de una relación en la que Glennard jugó el papel de «villano»). Asistiremos, pues, al suplicio de Glennard, golpeado de manera inmisericorde por la descomunal acogida que merecen los dos volúmenes en que se ha materializado su infamia: un éxito editorial que se extiende a su círculo social más inmediato y no le deja casi ni respirar. Es tan grande el temor de Glennard a verse descubierto (o a sincerarse con su mujer) que por momentos casi nos cae simpático, y echamos de menos alguna voz que lo defienda. Desempolvar viejas cartas, como desenterrar antiguos tesoros, suele traer aparejado alguna maldición.
Obtenidos por Glennard los esperados réditos —una situación económica saneada y un matrimonio feliz—, su reto será cómo administrar la pesada carga de las cartas sin que comprometan fatalmente ese nuevo estatus por el que ha vendido su alma. Al fin y al cabo, una villanía no deja de serlo por muy justificada que esté. Y no se trata solo del temor a ser descubierto. Tanto Barton Flamel, el amigo —con apellido de alquimista— que le ha ayudado a fraguar la operación, como la propia Margaret Aubyn, desde el otro mundo, parecen concertados en arruinar su venturosa relación con Alexa Trent, tejiendo, al menos en la alterada imaginación del protagonista, unos extraños triángulos amorosos. Pero, como muchas ignominias que se cometen por amor, el camino de la redención no permanecerá cerrado durante mucho tiempo al pecador arrepentido. La infamia puede convertirse en la piedra de toque que pone en evidencia la solidez de una relación (en la que la figura de Alexa Trent brilla como el oro), o incluso en el catalizador que propicia un avance moral. Las cartas de la pobre novelista lograrán a la postre mejorar a su desganado corresponsal, ¡pero en beneficio de otra!
Reseña de Manuel Fernández Labrada
Caro Manuel, buen día!
Cuando teremos el gusto de leer un nuevo livro de tus manos?
Saludos
Me temo que habrá que esperar un poco, querido Ricardo. ¡No suele depender del autor! Pero te agradezco mucho que muestres tu interés. Grande abraço!