Muerto de risa, de Francisco Hermoso de Mendoza

Unos años antes de escribir su monumental Madame Bovary, Flaubert había asegurado que nunca haría «acto de presencia» en el mundo literario si no era «armado de pies a cabeza». El desprecio y la desconfianza que el autor de Rouen experimentaba por los críticos literarios, así como su tenaz voluntad de documentar y pulir sus obras hasta conferirles la dureza del diamante quizás nos ayuden a comprender mejor sus precauciones. Seguramente pensaba que al escritor novel le convenía presentarse en sociedad con una novela bien forjada, que minimizara en lo posible esos primeros disparos de la crítica que resultan tan dolorosos ―incluso letales― cuando no se posee algún tipo de coraza. Leyendo esta primera novela de Francisco Hermoso de Mendoza, Muerto de risa, me rondaba todo el rato por la cabeza esa significativa frase de Flaubert, aunque sin recordar muy bien dónde la había leído (resultó que en el libro de Barnes). No me cabía la menor duda de que Muerto de risa era un texto notablemente sólido, guarnecido con las numerosas lecturas y saberes de su autor («lector voraz», según propia confesión), que había velado armas desempeñando labores de crítica literaria en una de las mejores bitácoras digitales, Devaneos. La aparición de la novela había sido, pues, una sorpresa solo a medias. Tras tanto reseñar libros, tras tanto mezclarse a diario con obras y autores, Hermoso de Mendoza había contraído, al fin, el temible y esperado morbo; es decir, le había sobrevenido esa peligrosa inclinación a escribir ficciones que algunos padecemos (o dicho de otra manera: entregar el corazón y las ilusiones a esa mala puta ―la literatura española― de la que nos prevenía Hemingway). Tamaña osadía no impide, claro está, que Muerto de risa sea un libro de innegable densidad y empeño narrativo, una muy apreciable primera novela a la que el autor ha tenido el acierto de añadir una historia real, la de Marcial: un duro pero reconfortante memorial de vida dotado de mucho interés y carga humana, que redondea y complementa las tribulaciones de un lector en pandemia como Eugenio, capaz de morirse por un simple ataque de risa.

Muerto de risa tiene en la figura de Eugenio a un protagonista marcado por la paradoja, que lloró sin descanso durante sus primeros días de vida, pero que ahora, en la madurez, corre el peligro de morirse riendo. Se inicia la novela, pues, bajo unos condicionantes a priori dramáticos: los que determina un personaje principal desahuciado por una afección del corazón, para el que una risa descontrolada podría resultar mortal, y que para colmo de males tiene noticia de su enfermedad en el contexto de una pandemia que dificulta sus movimientos. Estas circunstancias, objetivamente adversas, no le añaden un especial tono negativo o pesimista a la narración. Eugenio parece entretenerse muy bien con sus divagaciones literarias y culturales, pertrechado además con una suerte de filosofía estoica que lo consuela de la amenaza que pende a todas horas sobre su cabeza («todos estamos igualmente amenazados»). Tomarse la vida a risa es, al menos desde Demócrito, una de las estrategias más inteligentes para enfrentarse a una realidad hostil, incluso cuando se corre el riesgo de morir por su causa (¡peor sería hacerlo de pena!). Un primer valor observable en Muerto de risa estriba precisamente en que el autor ha sabido aunar un pronunciado humorismo y ligereza de tratamiento con una notable densidad de discurso, propiciada por algunos juegos narrativos, pero sobre todo por el acusado perfil metaliterario de las reflexiones de Eugenio, en las que abundan no solo las citas o las alusiones a libros y lecturas, sino también valoraciones sobre el fenómeno de la escritura, que se extienden a la música y a las artes plásticas (Kandinsky, de manera singular). A este respecto, resulta especialmente feliz el capítulo décimo, en el que unos versos de Bolaño o unas líneas de Arlt bastan para dinamitar ese burgués rincón de escritor: tópico ―no sé si fetichista o narcisista― del que a tantos les gusta servirse y mostrar en las redes (con las estanterías, bien cargadas de libros, detrás). El discurso metaliterario también se combina, en ocasiones, con el juego experimental, como podemos apreciar en esa larga nómina de escritores suicidas que, en una especie de damnatio memoriae tipográfica, se han tachado ellos mismos de la lista, confiriendo una fúnebre solemnidad a las meditaciones de Eugenio. Todo este rico y variado componente metaliterario convierte a Muerto de risa en una novela de considerable espesor, que exige una lectura más bien detenida, y en la que todos los elementos (incluidos los que en una primera instancia no parecen significativos) cumplen su función en el conjunto.

Uno de los recursos narrativos más llamativos de Muerto de risa es el frecuente cambio de narrador. Hermoso de Mendoza no teme mudar de caballo, por así decir, cuando lo accidentado del terreno que debe transitar lo aconseja como preferible. Ya en el capítulo quinto veremos a Eugenio tomar las riendas de la novela, bajo la excusa de que el autor está enfermo, para así narrar en primera persona sus peripecias. A partir de ese momento, modulada por las voces alternantes de Personaje y Autor (un juego al que el lector deberá irse acostumbrando), la novela avanza en el entorno del pasado confinamiento, detalle que le confiere, en ocasiones, un aire cercano al del célebre Viaje alrededor de mi habitación, de Xavier de Maistre. Los objetos personales de toda índole que albergaba el gabinete del militar arrestado, y que tan jugosos recuerdos le provocaban, no pueden competir, parece evidente, con las montañas de conservas y alimentos que confiesa haber acumulado Eugenio, cuya imaginación se decantará por las especulaciones de índole literaria y artística, como también, aunque en menor medida, por los apuntes gastronómicos, los discos, las películas y las series de televisión (o incluso los sueños, propios y ajenos, como luego veremos). Porque otro elemento importante de esta primera parte de la novela lo compone la crónica cotidiana, dotada de un valor testimonial muy apreciable, nada forzado ni cargante, casi siempre punteado por la ironía y el humor (como el referido a los delirios preparacionistas que provoca la pandemia), como si lo artificial y contradictorio de nuestra existencia diaria constituyera una especie de cebo irresistible para esa risa mortal que tanto teme el protagonista. Cuando la risa es síntoma de lucidez, nada tiene de extraño que las consecuencias puedan ser fatales.

Pero la novela no es tan solo reflexión literaria, juego narrativo o pandemia. También tiene un contenido anclado en una realidad muy diferente. Recurriendo a la figura del sueño importado (una experiencia onírica interceptada por el protagonista en el transcurso de su confinamiento), la segunda parte da paso a un nuevo protagonista, Marcial, y a un universo de experiencias radicalmente opuestas. A través de unos sueños que no sabe bien de dónde le vienen (una filiación familiar compartida, aunque no declarada, parece justificarlo), Eugenio se convierte en narrador de las andanzas de Marcial: un personaje cuya experiencia de guerra y exilio principia a la temprana edad de diecisiete años, con su alistamiento en el bando republicano durante la Guerra Civil. Una historia que se continúa en los campos de concentración y ciudades francesas, donde las extremas penurias de los refugiados y los bombardeos sobre la población civil añaden a la novela unas páginas de singular dureza y actualidad. Las agotadoras jornadas de trabajo que padece Marcial en la Francia ocupada por los alemanes, siempre corriendo el riesgo de ser arrestado, deportado o fusilado, así como los obstáculos que debe vencer para formalizar una relación familiar ofrecen una imagen nada complaciente de la vida. Eugenio y Marcial representan, pues, dos existencias antitéticas. Mientras Eugenio vegeta, aislado por la pandemia, en su mundo de vivencias culturales, Marcial se entrega a una vorágine de acción y sacrificio que se extiende por varios países, siempre privado de un hogar que pueda considerar propio o definitivo. La difícil conciliación de estos dos extremos, la coherencia y unidad de la novela, en suma, se alcanza mediante una doble vía. De un lado, por la menguante relevancia del personaje de Eugenio, que va disminuyendo de peso narrativo hasta terminar fagocitado por la voz de Marcial. Del otro, por la manera en que las experiencias oníricas van transformando paulatinamente el discurso y lecturas de Eugenio, que se despierta de sus sueños cada vez más imbuido de la personalidad de Marcial, hasta el punto de cederle finalmente el testigo de narrador. Con el relato de su vida, Marcial quedará redimido del olvido, a la vez que su ejemplo representará para Eugenio un saludable baño de realidad: una importante lección ética que aportará lucidez a su final. Es en ese momento cuando comprendemos mejor una de las citas que abrían el libro: vivimos para la posteridad; o al menos, con la esperanza puesta en una posteridad que nos haga justicia.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«Abrir los ojos es un nacimiento, volver a la vida con fórceps de un pasado del que Eugenio no quiere regresar. El contraste es muy fuerte. Marcial, con la mitad de sus años ha vivido el doble, o el triple que él. Es difícil no obstante saber en qué consiste vivir una vida, y cuando rara vez intenta explicárselo a sí mismo, le viene en mientes las palabras de San Agustín sobre el tiempo. Todos sabemos bien qué es una vida. La teoría la conocemos. Luego, darle forma a todo ese amasijo de tiempo, es harina de otro costal. Sentir lástima por Marcial sería sentir lástima por sí mismo, y la compasión está desterrada de su léxico emocional desde su más áspera infancia. Marcial llevado al límite, nacido durante la mal llamada gripe española, guerreando en una guerra fratricida, sufriendo el exilio, los campos de concentración, la posguerra, la segunda guerra mundial. Un mundo hecho de ruido y de furia. Rebañando también algo de amor. Transmitiendo los genes. Cumpliendo con su país, cumpliendo como soldado, cumpliendo como esposo, cumpliendo como padre, cumpliendo, cumpliendo…»

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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6 respuestas a Muerto de risa, de Francisco Hermoso de Mendoza

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  3. palimp dijo:

    Un libro excelente.

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  4. afrendes dijo:

    Por la reseña me hago una idea de la novela como de Gómez de la Serna

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