Hay libros que nos seducen al primer golpe de vista, antes incluso de que entreabramos sus páginas. Un título sugerente, el prestigio de su autor, la belleza de la edición o un supuesto sexto sentido que poseamos los lectores pueden contribuir a justificarlo. Un magnífico ejemplo de que esta aparente frivolidad de criterio no se salda siempre con un desengaño lo tenemos en este exquisito volumen de Owen Barfield, El arpa y la cámara, que acaba de publicar Atalanta (traducido por María Tabuyo y Agustín López) en su serie Imaginatio vera, y que reúne todas las cualidades anunciadas anteriormente. Filósofo, ensayista y escritor británico, Owen Barfield (1898-1997) fue el fundador de los denominados inklings, grupo de pensadores cristianos asociados a la Universidad de Oxford. Muy influido por las teorías del teósofo austríaco Rudolf Steiner, Barfield fue amigo de C.S. Lewis e influyó a su vez en autores como Tolkien o T.S. Eliot. En nuestras latitudes, Owen Barfield es conocido sobre todo por su libro Salvar las apariencias. Un estudio sobre idolatría (1957; Atalanta, 2015), donde indaga la evolución de las palabras en paralelo con el desarrollo de una consciencia originariamente copartícipe con su entorno. El arpa y la cámara (The Rediscovery of Meaning, and Other Essays, 1977) reúne seis ensayos breves de diferente data, pero llamados todos a reivindicar el derecho del hombre actual a ocuparse de magnitudes del pensamiento tan orilladas por el materialismo como el sentido de la vida, el organicismo o la espiritualidad. La cercanía al lector que traslucen los textos (en su origen conferencias) no excluye la complejidad y sutileza que cabe esperar de un discurso que pretende poner en tela de juicio, de manera solvente, las anteojeras positivistas que han reducido nuestra mirada en las dos últimas centurias.
En el primer ensayo, El redescubrimiento del sentido, Barfield señala como una de las grandes carencias del munto actual la falta de sentido, plasmada en la siguiente paradoja: cuanto más controlamos el medio físico, más amenazados nos sentimos. La pregunta acerca del sentido de la vida ya inquietó hondamente a Tolstoi; y aunque Wittgenstein la asimiló a aquellas que se responden eliminándolas («sinsentidos disfrazados»), el común de los mortales (los que, parafraseando a Jünger, no habitan ninguna «cámara del tesoro») parece necesitar de un sentido que guíe sus modestas existencias. Según Barfield, esta carencia de sentido tiene su origen en el desarrollo de la filosofía positivista, exacerbada en las dos últimas centurias. La precaria convivencia entre verdades físicas y espirituales que se mantenía, mal que bien, desde el Renacimiento desemboca finalmente en un materialismo dogmático que nos niega la licitud para hablar de cualquier entidad superior al encadenamiento de causas y efectos (los juicios morales, por ejemplo, al no tener referente externo, se reducen a una mera valoración subjetiva). La reflexión sobre el papel testimonial del lenguaje resulta para Barfield muy pertinente a este respecto, pues fue la herramienta que permitió al hombre salir de su identificación inconsciente con el entorno. No nacimos como espectadores que asisten a su toma de consciencia como si se tratara de una obra de teatro. Nacimos de una identidad completa —así lo testimonia el lenguaje— en la que poco a poco fuimos deslindando el aquí y el allá, el yo y el otro. Perdiendo la parte vivencial de nuestra experiencia, la sustituimos por una observación minuciosa y fría que nos ha permitido manipular con éxito nuestro entorno. Se pregunta el autor si es aún posible, sin renunciar a las indudables ventajas de nuestro progreso científico, recuperar algo de esa unión perdida con la naturaleza. Quitarnos por algún rato las gafas positivistas y dejar que nuestra mirada descanse en un punto más alejado. En cualquier caso, la dificultad se prevee enorme. El «desgarro» que supondría abandonar esas coordenadas positivistas sería parangonable, asegura Barfield, al experimentado con la pérdida del paraguas aristotélico. A la luz de todo esto, no sorprende demasiado que el ensayo finalice con una evocación de la obra de Goethe, figura emblemática de un momento de nuestra historia en que poesía y ciencia aún podían habitar bajo un mismo techo.
El arpa y la cámara es un imaginativo ensayo que se abre con una estimulante disertación sobre el arpa eólica, un instrumento musical ideado por Athanasius Kircher hacia mediados del siglo XVII (Phonurgia nova, 1673). Símbolo para los poetas románticos de la inspiración, este sencillo instrumento de cuerda, abierto a todos los vientos, es emblema de una comunión participativa que no se queda en la superficie de las cosas. Frente al arpa eólica, Barfield opone la cámara oscura, imagen a su vez de la reducción positivista con la que nos enfrentamos a la realidad. Recuerda Barfield la relación existente entre la cámara oscura y el interés renacentista por la reproducción fidedigna de la perspectiva, momento histórico en que comenzó a emplearse como una útil herramienta de dibujo para reducir la tridimensionalidad del paisaje. La visión reduccionista que representa este artilugio óptico (descrito, en sus rudimentos, ya por Aristóteles, aunque rescatado en la enciclopédica obra de Kircher) se continúa en lo que Barfield denomina la «secuencia de la cámara»: la linterna mágica y la fotografía, el cine y la televisión. Reflexiona Barfield en cómo la fotografía mató el principio aristotélico de la mímesis en la pintura, con la que competiría en la consecución de ese valor concreto. También analiza el uso metafórico del concepto de proyección en el mundo moderno, derivado de la linterna mágica y sus secuencias, cine y televisión; un uso metafórico omnipresente que evidencia nuestra manera predominante de relacionarnos con el entorno. En contra de todo esto, y continuando con la alegoría, Barfield asegura que el hombre primitivo no era, en cuanto ser consciente, una cámara oscura, sino una arpa eólica. Si el arpa eólica golpeada por el viento es el simbolo o la imagen del mito golpeando los cerebros individuales, figuradamente podríamos afirmar que la cámara oscura comenzó a existir desde el momento en que la signatura (aportación individual al mito, según teminología de Leslie Fiedler) se añadió al arquetipo mítico; es decir, desde el momento en que la poesía se introdujo en lo puramente mítico y comenzó la reducción. Este destino inevitable de nuestra consciencia debe consumarse, según el autor, con un matrimonio entre ambos principios.
El siguiente texto, Sueño, mito y doble visión filosófica, es una interesante disquisición acerca de diversos conceptos relacionados con la consciencia, tanto en lo relativo a la especie (mito) como al individuo (sueño). La consciencia ordinaria, la que poseemos cuando estamos despiertos, se opondría a la extraordinaria de cuando permanecemos dormidos, ya estemos soñando o no. De la misma manera que el individuo toma consciencia del sueño durante el paso de la consciencia extraordinaria a la ordinaria, es decir, cuando empieza a despertar, el mito se plasmaría en un paso equivalente de toma de consciencia pero a nivel de la especie. Como sucede en el proceso evolutivo, donde la filogenia de la especie se recapitula en la ontogenia del individuo (fenómeno observado por Haeckel, 1866), el mito se proyecta sobre el sueño. A diferencia de las filosofías orientales, que buscan el vaciamiento de la mente, una aconsciencia liberadora, nuestras señas de identidad occidentales parecen llamarnos a protagonizar esa doble visión filosófica anunciada en el título del ensayo, fraguada por la acumulación de las dos consciencias, la ordinaria y la extraordinaria, y que se manifiesta además, más allá del mito y del sueño, en la visión poética y la metáfora.
En el siguiente ensayo, Materia, imaginación y espíritu, Barfield intenta deslindar los conceptos de materialismo y espiritualidad en el contexto actual, así como su interpenetración, solo indagable a través de la imaginación. La materia es para Barfield aquello de lo que somos conscientes:
El espíritu, por el contrario, no es aquello que se percibe, sino aquello que es. No es lo que percibimos, sino lo que somos.
La imaginación es para Barfield el único puente que permite al hombre salvar esa brecha entre materia y espíritu que lo divide. Ese arco iris que une los dos dominios se manifiesta no solo cuando contemplamos a otro ser humano, donde reconocemos la misma materia y espíritu que nos conforman, sino que también es posible tenderlo en nuestra observación del mundo de la naturaleza. Así se manifestó en una parte importante del pensamiento romántico europeo, entre los siglos XVIII y XIX. Según Barfield, el espíritu depende de la materia para su expresión, no para su ser; y así, cuanto más profundizamos en la zona espiritual de otro individuo, más accesorio nos resulta su parte corporal. Si dos humanos se perciben mutuamente a través de la expresión de su materia corporal, nada impediría tras la muerte de uno de ellos algún tipo de comunicación, aunque solo podría llegarnos desde «dentro». Hablaríamos de una comunicación que se establece con el otro lado de la brecha y donde ya no puede actuar la expresión. Confesada su creencia en la vida más allá de la muerte (entendida como la «transición a un tipo de vida nuevo y más diferente»), Barfield finaliza su ensayo advirtiendo del peligro que conlleva identificar espiritualidad con fenómenos paranormales.
En Ciencia y cualidad se hace muy patente la huella del teósofo Rudolf Steiner, ampliamente citado y glosado. Barfield inicia su ensayo exponiendo cómo la ciencia, en su desarrollo, ha ido relegando paulatinamente las cualidades primarias de la materia (las supuestamente objetivas) al rango de secundarias (correspondientes al ser que las percibe), hasta el punto de que solo reconoce como objetos legítimos de su estudio los procesos microscópicos y submicroscópicos. Siguiendo a Steiner, Barfield considera que el descubrimiento más trascendente de la ciencia moderna ha sido precisamente la constatación de que las cualidades incognoscibles son parte de nuestro yo (originando, de alguna manera, un antropocentrismo de nuevo cuño: un mundo esencialmente cualitativo representado desde nuestra perspectiva); más que su propio acopio de conocimientos, que solo avanzan en una dirección «estrictamente limitada». De ahí deduce Barfield que no se puede separar la evolución de nuestra consciencia de la de la naturaleza. Habla así de una «evolución de la condición antropocéntrica». Tras diferenciar los conceptos de organicismo y mecanicismo, y criticar los límites de la ciencia en su análisis de la vida como mero mecanismo, Barfield subraya la importancia de no caer en el extremo opuesto, olvidando que tanto la naturaleza como el hombre son también, en parte, mecanismos. Se impone la necesidad de encontrar una postura de compromiso entre ambos opuestos.
Finalmente, El significado de la palabra «literal» es un sutil y complejo análisis de la literalidad del lenguaje, y más concretamente, de las palabras. Una cuestión cardinal en el pensamiento de Barfield, que también asoma en otros ensayos, pero que en este adquiere todo su protagonismo. Siguiendo la terminología del crítico inglés I. A. Richards (fundador del New Criticism), que distinguía en las palabras el vehículo (valor literal) del tenor (valor añadido), Barfield se pregunta si es posible que las palabras nacieran solo como referencias al mundo real, y que luego adquirieran valores concomitantes o sustituyentes relativos al mundo interior o abstracto. La palabra escrúpulo (del latín, scrupulus), por ejemplo, en un primer momento designaría una pequeña piedra (como la que se nos puede colar en el zapato), y solo después adquiriría su tenor moral. Finalmente, en el paso del latín al castellano, se olvidaría el valor literal original de la palabra, solo al alcance de eruditos y etimologistas. Alcanzaríamos así una literalidad consumada, en la que se ha perdido el valor vehicular (lo contrario, la pérdida del tenor, tambien es posible: «corazón», en un libro de anatomía). Flanqueado, pues, dicho proceso por dos posibles literalidades, la naciente y la consumada, Barfield rechaza la primera de ellas por imposible. Consciencia y simbolización son maniobras del espíritu simultáneas y correlativas, al menos en un mundo primitivo donde no era posible ese juego metafórico al que ahora, con un lenguaje ya desarrollado, somos tan aficionados. La única literalidad posible es la consumada:
… el uso literal y discursivo del lenguaje es la manera en que el hablante lo usa, ya sea por inconsciencia o por ignorancia deliberada de esa relación real y figurada entre el hombre y su entorno, de donde nacieron las palabras que usa y sin la cual nunca podrían haber nacido.
Como los anteriores ensayos, también este parece ofrecernos, más que soluciones, incentivos para pensar. ¿El valor testimonial del lenguaje es su única pertinencia en las cuestiones debatidas? ¿El predominio de la comunicación audiovisual, los decrecientes hábitos de lectura o las limitaciones que imponen las redes sociales tienen algo que decir al respecto? ¿Y esa prolongación de la «secuencia de la cámara» que constituye hoy en día la denominada realidad aumentada o virtual? ¿Nos ayudan a caminar en la dirección adecuada? La respuesta parece obvia.
Reseña de Manuel Fernández Labrada
Esta colección de ensayos de Atalanta es rara pero magnífica. Saludos.
Son lecturas nada comunes, desde luego. Densas pero muy estimulantes e imaginativas. Un saludo.