Aseguraba Tales de Mileto que no hay nada tan veloz como el pensamiento, que discurre libremente por todas partes (así lo refiere Diógenes Laercio). El filósofo presocrático aludía, claro está, a la propiedad que tiene la imaginación para desplazarse a cualquier lugar conocido, y no tanto a la velocidad del proceso mental en sí, al que la ciencia moderna ha impuesto límites más modestos. En cualquier caso, sea más o menos rápido, el pensamiento puede dar una o mil vueltas, y sin necesidad de detenerse es capaz de ralentizar la acción del sujeto hasta extremos preocupantes. «La decisión desfallece bajo la pálida sombra del pensamiento», decía Hamlet, pues no siempre resulta fácil armonizar acción y reflexión. Así lo veremos en Palacio mental (Pre-Textos, 2022), una original y sugerente nouvelle que transcurre casi por entero en la mente de un detective enfrentado a un caso de asesinato. Su autor, Guillaume Contré (1979), es un literato de origen francés que escribe también en nuestra lengua, y que tiene en su haber otra breve e interesante novela: Sensatez (Pre-Textos, 2019). Quizás no sea ocioso informar al lector de que la expresión «palacio mental» denomina una antigua herramienta de memorización, atribuida a Simónides de Ceos, que nos facilita recordar listas de nombres u objetos según los vamos alojando ordenadamente en las diferentes estancias que componen un palacio mental imaginario. Si el título de la novela aludiera a este procedimiento mnemotécnico, le añadiría un matiz irónico a las tortuosas especulaciones de su protagonista. Porque el problema de estas habitaciones palaciegas de la mente humana es que casi siempre están amuebladas en exceso; tan llenas de espejos, cortinajes y cachivaches diversos que resulta casi imposible alojar nada nuevo. Y menos aún transitarlas con rapidez.
Palacio mental tiene como protagonista a un detective anónimo que desde el primer momento se manifiesta lastrado por un pensamiento que avanza a duras penas, que afirma para luego negar, que propone para enseguida rechazar, como si entre el sí y el no se abriera una difícil senda que condujera hacia la verdad. Un personaje para el que los objetos que amueblan la escena del crimen, tanto los que deben ser investigados como sus propias herramientas de sabueso (un cuerpo yacente, una mancha, la lupa, una huella dactilar, su pipa, un cuchillo) son como islotes diseminados en un océano de posibilidades en el que se ve obligado a navegar en zigzag, auxiliado por la bitácora de una mente que se enfrenta a la realidad como si fuera un puzle falto de piezas. El resultado para el lector es que el tiempo narrativo parece congelarse, mientras que los personajes ―el detective protagonista, su ayudante Silbano o el cabo Gutiérrez que custodia la puerta― semejan estar separados por una enorme distancia, como si cada uno de ellos participara de su propio y particular horizonte de sucesos. Una lentitud como de cámara lenta que distorsiona incluso el lenguaje, hasta el punto de que las escasas palabras proferidas por el ayudante semejan para el detective una extraña jerga «húngara» o, peor aún, el ruido de unas «cañerías averiadas». Palacio mental alumbra, pues, un texto en el que reflexión y acción se ven disociadas hasta el extremo, tal como si la suspensión de la segunda fuera requisito ineludible para ahondar con éxito en la primera.
Desde la primera frase de esta sugestiva novela nos vemos sumergidos en una neblina de incertidumbres y posibilidades, acompañando la mente de un detective que discurre dificultosamente, como si tanteara el suelo con un bastón, saltando de certeza en certeza con mil precauciones. Todo es preciso ponerlo en tela de juicio, comenzando por la realidad del propio asesinato; ¡y hasta buscar tabaco de pipa en el bolsillo de la gabardina puede convertirse en una verdadera aventura del pensamiento! Asistiremos a un angustiado ir y venir de la mente que tan solo expresa alivio en algunos destellos, apenas insinuados, de ironía y humor, como esa reiterada alusión a los ruidos intestinales del detective, tan significativos o más que la confusa dicción de su ayudante Silbano. Este atormentado discurrir provoca en el detective el anhelo de una herramienta de conocimiento más intuitiva y directa, que le condujera hasta la verdad dando menos rodeos. Una añoranza que se formula a través de dos figuras recurrentes en el texto: el olfato de los perros y la sensibilidad de los invidentes (cómo no recordar ese ambiguo relato de Wells, En el país de los ciegos). Todo ello para evitar el tormento de una mente viciada que le impide avanzar, ralentizada como un ordenador infectado por un virus que lo obligara a dar miles de vueltas para ultimar la más sencilla de las operaciones.
Surtido de un impecable attrezzo de armas, pistas, cuerpos yacentes, huellas, lupas y pipas, Palacio mental avanza como la parodia del género negro en el que parece, de entrada, encuadrarse. ¿Qué pensar de un detective que no se atreve a tocar el arma del crimen porque está manchada de sangre (y no porque tema borrar posibles huellas), que tarda seis páginas en ver el cadáver y necesita más de treinta para descubrir el martillo que yace junto al cuerpo? Pero quizás no tenga sentido seguir comparando Palacio mental con una novela policíaca. Tal vez tampoco sea, en propiedad, una parodia. Este Hamlet de los detectives ―al que no escatimamos conceder una materia gris tan privilegiada como la de Sherlock Holmes― simplemente no aplica su inteligencia en la dirección que mandan los cánones del género. Prefiere aventurarla tras la pista de conceptos filosóficos abstrusos, más escurridizos que los propios delincuentes: el tiempo, la vida y la muerte, las certezas, el progreso…; de tal suerte que lo que queda más en evidencia es el funcionamiento de la propia mente que indaga. A la manera de ese travieso Diablo Cojuelo que imaginó Vélez de Guevara, Guillaume Contré destapa el cerebro de su personaje para mostrarnos un palacio mental transformado en un laberinto («vericueto») de indecisiones y dudas que se superponen y retroalimentan como espejos enfrentados.
Desde un punto de vista formal, el rasgo más llamativo de Palacio mental es su renuncia a los tradicionales elementos estructuradores del relato, como capítulos o párrafos. No es, desde luego, un procedimiento insólito en la narrativa contemporánea (Lisboa song, de José Vidal Valincourt, sería otro logrado ejemplo de novela esculpida en un único párrafo). La mente trabaja sin capítulos ni párrafos; y es la mente, su funcionamiento, lo que se pretende descubrir aquí. Tallada, pues, en un único bloque narrativo, Palacio mental puede acogerse sin complejos a ese reducido club de obras «hechas de una sola pieza» que Henry James señalaba como especialmente inmunes al «hostigamiento» de la crítica. Palacio mental tiene, ciertamente, la consistencia que le granjea su apariencia monolítica, a la que no le falta el dinamismo que le otorga un hábil trabajo con las palabras, frases, obsesiones y gestos que la componen, y que muy bien podría tener su referente en el discurso musical, a la manera de una especie de melodía infinita, sin apreciables cadencias, que nunca descansara en su infatigable proceso de repetición, variación, recapitulación y desarrollo de motivos y frases. Una labor cuidadosa a la que probablemente no sea ajena la propia biografía de Guillaume Contré, que además de escritor, traductor y crítico literario se nos revela artista sonoro: compositor de música electroacústica, en concreto.
Guillaume Contré ha sabido armar, en definitiva, un complejo artefacto literario, dotado de un ritmo hipnótico y un gran poder de sugerencia. Un discurso musical que culmina en un virtuoso y surrealista stretto de motivos —verdadera pièce de résistence de la novela— provocado por una aceleración del pensamiento del detective, cuya mente (aquejada de una súbita fuga de ideas) gira y gira —incluso levita— en un vertiginoso remolino final de polvo y formas. Algo así como si un torbellino lo arrancara del suelo para trasladarlo a un Mundo de Oz donde las baldosas amarillas son el puzle completo de las piedras que le permiten cruzar el río de la incertidumbre y caminar hacia el ansiado país de la objetividad. Una suerte de iluminación que por un instante le permite vislumbrar lo que se oculta al otro lado del límite, de esa «pared infranqueable» con la que nos hemos venido estrellando desde la primera página del libro (o desde el primer minuto de la Historia). Cosas de la especie. O quizás no.
Reseña de Manuel Fernández Labrada
Esta reseña también ha sido publicada en El Cuaderno