Cuando Flaubert, en el transcurso de su viaje a Egipto, logró ascender a lo alto de la pirámide de Keops, y se deleitaba ya en la contemplación de las sublimes vistas del Nilo, se llevó la sorpresa de descubrir, clavada en el suelo, la tarjeta de visita de un frotteur de Rouen. El suceso, recogido por Julian Barnes en su célebre libro, poco tendría hoy de anecdótico, cuando estamos acostumbrados a encontrar los parajes más bucólicos sembrados de basura, y las firmas de los patrocinadores deportivos amenazan con inscribirse en el mismo rostro de la luna. La broma sufrida por el escritor francés (presumiblemente preparada por su compañero de viaje, Maxime du Camp) sería en nuestros días casi inconcebible; o cuando menos, vería muy mermada su carga irónica, y difícilmente aparecería recogida en ningún cuaderno de viaje. Cumbres famosas colmadas de desperdicios, aristas transformadas en colas de autobús, paredones acribillados de hierros, senderos señalizados al menor detalle… Parece que le hemos perdido el respeto a la montaña.
Y sin embargo, el hombre siempre se acercó a las cumbres con veneración. Lugar de residencia de los dioses, espacios para el retiro, territorios donde se producen los milagros y las apariciones… Los propios Gigantes, para ascender al Olimpo, se vieron obligados a amontonar el Osa sobre el Pelión. Nosotros, en cambio, desearíamos conquistarlo en media jornada y con el menor equipaje posible. No obstante, alguna virtud especial debe de quedarle todavía a las montañas, algún significado primitivo que explique el apasionado interés que despiertan en muchos de nosotros (el montañismo quizás sea su más moderna forma de culto: una «liturgia» a la que no le faltan ni siquiera sus «víctimas»). Es verdad que corren tiempos muy diferentes, y que los valores que debemos defender ahora son los del respeto a las minorías étnicas que las pueblan, a los ecosistemas de sus laderas y cumbres, a los animales perseguidos que las habitan: una nueva relación con la naturaleza que va más allá del mero deporte, el negocio o las prisas.
No es otra cosa lo que defiende Pablo Batalla Cueto en su nuevo libro, La virtud en la montaña (Trea, 2019), donde reivindica, con mucha razón, un «alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista». No es la suya una nota aislada, pero sí clara y poderosa en ese nuevo himno a la montaña que se está escribiendo. De manera similar a como ha sucedido con la Antártida, hemos dejado de considerar a la montaña un lugar inhóspito y peligroso, y ya la saludamos como último baluarte en la defensa de un planeta amenazado. Ese amor universal a la montaña, esa invencible atracción que sienten hondamente arraigada en su interior hombres y mujeres tan diversos es lo que la convierte en piedra de toque de la condición humana; y quizás por ello, en el espejo en el que Pablo Batalla va a mostrarnos muchos de los grandes fallos de nuestra modernidad. La virtud en la montaña es un libro valiente y combativo, muy documentado y puesto al día, ameno y cercano al lector, escrito desde el conocimiento que aporta la práctica del montañismo, el saber humanista y el compromiso social. Bien hace Pablo Batalla en reclamar un alpinismo alejado de las prisas, del consumismo materialista y del individualismo a ultranza.
Inicia su trabajo el autor deplorando la decadencia de los clubs de montaña tradicionales, un declive que contrasta con el éxito creciente de las carreras y escaladas relámpago a cimas famosas, donde la paciente preparación física, la programación cuidadosa y el magisterio del guía experimentado se sacrifican en la persecución del éxito inmediato o llamativo. Las mediáticas proezas de corredores como Kilian Jornet, u otros deportes de riesgo como el wing-suit, representan para Pablo Batalla Cueto la vía equivocada. En ellos se cifra ese individualismo desaforado que infecta a nuestra sociedad: una fantasía de la autonomía personal que favorecen las nuevas tecnologías. La obsesión por la velocidad que viven muchos deportes de competición, la imperiosa necesidad de batir sin cesar nuevas marcas son un reflejo de nuestra cosmovisión actual, sedienta de «fútiles hazañas» que no comprometen a nada. Se traslada así al terreno deportivo, supuestamente de ocio, la tiranía del reloj; es decir, nuestra sujeción a ese tiempo uniforme y reglado que nos impone la civilización actual, y que nos insta a conseguir todas las cosas al instante, para luego desecharlas con igual rapidez. Contra todo esto, Pablo Batalla defiende un peregrinar sin prisas ni metas, respetuoso con el entorno: una actividad que compromete tanto al cuerpo como a la mente, que se condensa en el disfrute del puro acontecer, del silencio y de la observación atenta; esa meditación trascendente que pone al caminante en contacto con lo mejor de sí mismo y le inspira los pensamientos e ideas más felices. Buena muestra de ello son los bellos intermezzi que jalonan el libro, desahogos líricos del autor en el ejercicio de su afición.
Pero como toda montaña de importancia, el libro de Pablo Batalla presenta también vertientes opuestas; y leída su «cara norte», la de mayor filo crítico, nos queda todavía la otra, quizás más cálida y amable: aquella donde se recogen las semblanzas de algunos hombres y mujeres que han sabido entender la montaña mejor que nadie. Un elenco de «vidas ejemplares» cuya relación con las cumbres no se limita a la gesta deportiva y aventurera (con todo lo legítima que pueda ser). Hablamos de gentes que han dado algo valioso a la humanidad, ya sea defendiendo la naturaleza (John Muir), transmutándola en valores artísticos (Carlos de Häes), científicos y literarios (Casiano de Prado, Ruskin), o bien entregándose al estudio etnográfico y a la defensa de las minorías (Alberto María de Agostini). La montaña, sin duda, puede sacar lo mejor de nosotros mismos. Incluso en figuras tan específicamente montañeras como George Mallory o Reinhold Messner, el autor ha sabido destacar su legado más perdurable. No faltan tampoco en La virtud en la montaña informaciones curiosas, como el capítulo dedicado a los pinitos montañeros del Che (su obsesión por conquistar el Popocatépetl), o una comprometida defensa del feminismo en la montaña, con el estudio de algunas pioneras del alpinismo.
Cierra el libro un interesante capítulo, La gran poda, donde el autor retoma su visión crítica de la realidad contemporánea. Al igual que en otros dominios, también en la montaña se hace perceptible el abandono de la visión humanista, de la concepción armónica del hombre en beneficio del utilitarismo; el desprecio de los límites como consecuencia de una ideología ultraliberal que no respeta casi nada. Pero el libro de Pablo Batalla, no obstante el agudo filo de su crítica, también deja abierto un resquicio a la esperanza. Esos maratones por el desierto que pasan junto a la miseria sin tan siquiera verla no son la única realidad. También se corren pruebas solidarias en el Sáhara, y Las Cholitas Escaladoras reivindican sus derechos de igualdad ascendiendo a las cumbres de su región. Y además están los paseantes y montañeros modestos e ilustrados, a los que libros como La virtud en la montaña animarán a perseverar en su afición, sin prisas y sin ruidos, sujetos al único reto de disfrutar sin dejar huella alguna de su paso. Y es que la lección que nos imparte la naturaleza no es otra que la de la lentitud y el trabajo callado.
Reseña de Manuel Fernández Labrada