Un pequeño demonio, de Fiódor Sologub

Casi tanto mérito como dar a conocer una obra inédita lo tiene el devolver su integridad a un texto ya publicado, sobre todo si no carece de interés y la restitución se fragua en una traducción cuidadosa y elegante. Es el caso de Un pequeño demonio (Melkij bes, 1907), de Fiódor Sologub (1863-1927), una novela de singular atractivo que acaba de publicar Mármara Ediciones, y que según nos explica su traductor, Manuel Abella, solo contaba con versiones imperfectas e incompletas a nuestra lengua (como la de Calpe, El trasgo, de 1920). La editorial madrileña nos acerca así un afamado clásico de la narrativa rusa de la Edad de plata: una novela satírica, ambientada en una pequeña ciudad de provincias, que tiene como protagonista a un profesor de instituto ―Ardalión Borísich Peredónov― obsesionado por obtener, a cualquier precio, el nombramiento de inspector. Es tal la vileza del microcosmos social representado en sus páginas, que a Sologub le pareció necesario subrayar en su prólogo la fidelidad de su pintura: la imagen de un espejo que «no tiene ni la más mínima curvatura» y donde «lo monstruoso y lo bello se reflejan en él con igual precisión». De la misma manera que algunos cocineros saben preparar un plato exquisito a partir de un pez venenoso, Sologub logra deleitarnos con el espectáculo de la mezquindad y la estupidez generalizadas. Poco importa que el ámbito sea reducido y los personajes de escaso relieve. Sologub escribe una novela que nos atrapa desde la primera página, que nos incita a ser como esos biólogos que observan fascinados, a través del ocular de su microscopio, las cruentas luchas que se libran en una miserable gota de agua enfangada.

Si hay un personaje al que cuadra a la perfección la etiqueta de antihéroe es a Perodónov, el protagonista de la novela, compendio de casi todos los defectos morales imaginables: egoísmo, violencia, xenofobia, suspicacia, avaricia, cobardía, necedad, grosería… Esto no le impide considerarse un galán irresistible: un excelente partido al que todas las mujeres desean como marido (en este punto no se equivoca mucho, dado el pobre papel que les toca representar a muchas féminas de la novela, presionadas por sus familiares para que logren un casamiento ventajoso). Como cabía esperar de un individuo semejante, su desempeño en la tarea docente se caracteriza por un desviado concepto de la autoridad y la disciplina, que ejerce con especial ensañamiento sobre los alumnos más humildes, tanto dentro como fuera del instituto, llegando al extremo de presentarse en sus casas para acusarlos y provocar su castigo. Esta faceta de la personalidad de Peredónov, aunque no constituye el núcleo de la narración, está plasmada de manera muy convincente. Sologub fue profesor durante algunos años, e incluso aspiró también ―con éxito― a una plaza de inspector. El segundo personaje en importancia de la novela es Varvara, la amante de Perodónov, con el que convive bajo la falsa etiqueta de prima segunda. El principal deseo de Varvara es regularizar su situación, que todo el mundo conoce y utiliza para herirla. A tal fin, hace valer ante su remiso amante la influencia de la princesa Volchánskaya, su antigua patrona, que se ha declarado dispuesta a favorecer las aspiraciones de Perodónov si se casa con su protegida. Al igual que Perodónov, Varvara es retratada por Sologub con una tremenda ferocidad, y no solo en lo que atañe a su moral: «su cuerpo era hermoso, como el de una bella ninfa al que se hubiera adherido, en virtud de algún tipo de conjuro ignominioso, la cabeza de una ramera decrépita».

La trama de Un pequeño demonio se desarrolla en una reducida y anónima población donde todo el mundo se conoce y se trata (salvo cuando están enemistados y no se hablan, como puntualiza el autor). Sobre este asfixiante escenario el autor despliega un variopinto muestrario de tipos humanos, a los que presenta y da vida con una admirable destreza. Si la lectura de los primeros capítulos nos anima a sospechar que la mezquindad es universal, pronto descubrimos que no todos los personajes son iguales, aunque el nivel medio de su infamia se mantenga siempre muy elevado. Las simpatías del autor se extienden, sobre todo, a las criaturas más desfavorecidas. Es el caso de la joven Marta, a la que su protectora Vérshina desea casar con Peredónov para librarse de ella; o las hermanas de Rutílov, amenazadas de soltería por su carácter independiente y poco convencional. También la criada de Perodónov, Klavdia, recibe una mirada compasiva del autor, que da cuenta de las burlas y engaños miserables que sufre en la casa donde trabaja. Con algunas excepciones, los restantes personajes destacan solo por sus notas negativas. Así sucede con Volodin, el mejor amigo de Peredónov, que se revela en todos sus actos y opiniones como un perfecto imbécil («era un hombre joven, que en el rostro y en los gestos revelaba un sorprendente parecido con un carnero»). Otros personajes como Grúshina, Prepolovénska o la casera Yershova son descritos, al igual que la pareja protagonista, con una extremada crueldad. Pero lo más descorazonador del capital humano con que cuenta la novela es su generalizada falta de conciencia moral, como se evidencia en la percepción que tiene Varvara de su amante maltratador, Perodónov: un «joven apuesto» que «no le resultaba ni ridículo ni repulsivo», y cuyas «conductas más necias se le antojaban aceptables».

En A puerta cerrada, escribía Sartre que «el infierno son los otros», aludiendo a la capacidad que tenemos los seres humanos para infligir dolor a nuestros semejantes con una simple mirada. Una valoración pesimista que bien podría figurar como lema de este «infierno» de provincias orquestado por Sologub, al que no le falta ni tan siquiera su demonio particular: esa traviesa y pequeña «sabandija grisácea» que da título al libro y que se complace en torturar a Perodónov con sus mudas y fugaces apariciones. Y lo más terrible de todo es que Peredónov no se sorprenda lo más mínimo al descubrirlo por vez primera (una reacción comparable a la que suscita la terrorífica alucinación del monje negro en la famosa novelita de Chéjov), y se limite a verlo como otro paisano más de los muchos que le fastidian. Un pequeño demonio es, en suma, la crónica de una progresiva enajenación mental, donde la aparición del siniestro bichejo ―primer testimonio inequívoco del trastorno de Perodónov― señala el camino hacia el desastre. Pronto veremos a Perodónov entregado a todo tipo de comportamientos absurdos o ridículos, como poner denuncias a todo el mundo, agujerear los ojos a las figuras de los naipes (cree que lo vigilan) o llevar el gato al peluquero para que lo rape al cero, entre otras. Hay momentos en que la novela parece escrita por un psiquiatra, más que por un profesor. Varvara, que al principio toma las manifestaciones de locura de su amante como rasgos de carácter o síntomas de borrachera, termina burlándose de él y estimulando malvadamente sus temores paranoicos. Habiendo logrado al fin casarse (tras falsificar cartas de la princesa), Varvara se muestra dispuesta a tomarse la revancha. Pero a Perodónov ya no le afecta nada, ni siquiera el que todos sus conocidos, sabedores del engaño, se le rían en la cara. Finalmente, el director de su instituto toma cartas en el asunto y da noticia de su locura a las autoridades educativas.

Como corresponde a una obra de intención satírica, la comicidad es un elemento presente en casi todas las páginas de Un pequeño demonio, por más que nos parezca en ocasiones algo chirriante o demasiado cáustica (como esas escenas en que Perodónov y sus amigos ensucian con los pies las paredes del piso alquilado en que viven). En cualquier caso, es de justicia reconocerle a Sologub una gran habilidad para imaginar situaciones hilarantes y grotescas. Es verdad que algunas ocurrencias de los personajes parecen quedarse en el mundo de las ideas, y son de tan difícil cumplimiento como la malintencionada recomendación que le hace a Varvara su amiga Prepolovénska de darse friegas de ortiga para mejorar el tipo. Otras situaciones, de puro exageradas, se convierten en estampas casi ridículas, aunque muy divertidas. Es el caso de la deliciosa actuación de las tres hermanas de Rutílov, obligadas a exponer, ante un mohíno e indeciso Peredónov, un resumen de lo mejor que cada una de ellas puede ofrecerle como esposa, para que elija a su gusto. También nos reiremos muchas veces a costa de Volodin, como cuando comete la torpeza de declararse (animado por Perodónov) a Nadezhda Adamenko, que lo rechaza entre horrorizada y divertida. ¡La fina educación de la joven había sido malinterpretada como muestra de interés! Pero las situaciones más descacharrantes las provoca, sin duda, la locura de Perodónov (una locura que en otro personaje menos mezquino no podría ser nunca motivo de risa, claro está). Convencido de que todo el mundo lo difama, Perodónov inicia una absurda gira por las residencias de las autoridades y personajes más influyentes de la ciudad, con el único fin de persuadirlos de que es una persona de orden, nada sospechosa de revolucionaria. Una ronda de visitas que no solo pone de relieve los delirios de Peredónov, con sus salidas de tono y diálogos insustanciales, sino que también le permite al autor darle un buen repaso a las fuerzas vivas locales: el alcalde, el fiscal, el decano de la nobleza, el jefe de la policía…, marcados en su mayoría por la hipocresía, los prejuicios de clase o el conservadurismo más disparatado.

Si bien el núcleo esencial de la narración lo constituye la locura de Perodónov, hacia la mitad de la novela se inicia un segundo hilo argumental. Su punto de partida arranca de un típico chisme calumnioso: el rumor de que una alumna travestida ha sido introducida en el instituto con el propósito de pescar a Perodónov. Una historia absurda, poco creíble, pero que ejemplifica muy bien el recorrido que puede tener una mentira malintencionada en un medio provinciano aburrido, afecto a los cotilleos y las intrigas escandalosas. La consecuencia de este cómico enredo es que Sasha, el joven sospechoso de ser una fémina disfrazada, iniciará una relación sentimental con una de las hermanas solteras de Rutílov, Liudmila, que se ha enamorado de él, al menos platónicamente. Una relación clandestina marcada por una sensualidad sutil ―con un punto de transgresora― que sirve de contrapeso al irrespirable ambiente de represión, hipocresía y vulgaridad que se vive en la ciudad. El amor por los perfumes y las caricias delicadas, que tanto gustan a Liudmila, contrasta con el horizonte habitual de la mayoría de personajes que pueblan la novela. Dicho contraste, del que solo el lector es consciente al principio ―la relación permanecerá milagrosamente oculta―, se escenifica luego, de manera magistral y a la vista de todos, en el concurso de disfraces que figura al final de la novela. Un esperpéntico episodio donde se alcanza la apoteosis del mal gusto, la envidia y la grosería. El exquisito atuendo de la geisha, ganadora del premio, despierta la indignación de los demás concursantes, que bajo sus groseros disfraces se sienten heridos en lo vivo, y reaccionan a su triunfo con una inaudita violencia, intentando humillar a la vencedora arrancándole su disfraz. Este grotesco espectáculo es la última bala del autor contra esa sociedad que tanto detesta. Tras habernos desvelado su miseria por individuos y grupos, ahora se complace en ofrecernos una actuación más coral. Una última muestra también del humorismo que impregna la novela; un último respiro antes de precipitarnos en esa terrible, negra y macabra escena final con la que Sologub cierra brillantemente su formidable novela.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la puedes leer en El Cuaderno

«Sus sentidos estaban embotados, su conciencia era un mecanismo envilecedor y nocivo. Todas las impresiones que llegaban a ella se convertían en suciedad y perversión. En todas las cosas, lo primero que atraía su mirada eran las imperfecciones, que le regocijaban. Cuando pasaba junto a un poste derecho y recién pintado, sentía el deseo de torcerlo o mancharlo. Reía de felicidad cuando, junto a él, alguien manchaba algo. Despreciaba y maltrataba a los alumnos que solían ir limpios y lavados. Los llamaba marienjabonaditos y, puesto a elegir, prefería a los desaseados. No había para él cosas agradables, como tampoco personas agradables, razón por la cual la naturaleza solo podía actuar sobre sus sentidos de una única manera: oprimiéndolos. Lo mismo pasaba en sus encuentros con la gente. Especialmente con las personas extrañas y desconocidas, a las que no se podía soltar una grosería. Ser feliz, para él, quería decir no hacer nada, retirarse del mundo para mimar su propio vientre».
(Traducción de Manuel Abella)

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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