No deja de ser curioso que la mayoría de los lectores construyan su recepción de un autor de manera inversa a como se desarrolló su carrera literaria. Por así decir, comienzan la casa por el tejado, leyendo primero las obras más reconocidas, aquellas donde el artista alcanzó la cima de su talento. Es un fenómeno comprensible y quizás inevitable. Las editoriales presentan en primer lugar los textos más granados, y solo luego, conforme el autor va ganando lectores, se aventuran a desenterrar títulos más tempranos, presumiblemente de menor interés. Queda para el círculo cercano al escritor el estimulante privilegio de ver crecer su obra desde sus inicios, de manera natural. El editor tantea con su piolet el frío e inseguro suelo de las obras poco aplaudidas, aquellas sobre las que cabe temer un resbalón, o incluso el resquebrajamiento del prestigio de su autor. Llegados a este punto, el parecer de los que consideran cobardía no sacar un mayor número de títulos contrasta con el de quienes los juzgan merecedores de un piadoso olvido y nunca se animarían a leerlos. Sin embargo, la obra inicial de un autor importante siempre tiene algo que decirnos. En el peor de los casos, nos reconfortará comprobar que el triunfo final fue fruto de un esfuerzo y aprendizaje prolongados, desautorizando así esa mitología del pelotazo que tan extendida está en nuestra sociedad.
Toda esta caprichosa (y seguramente gratuita) digresión solo pretende resaltar el valor de esta primera novela de Danilo Kiš (1935-1989), La buhardilla (1962), que Acantilado acaba de sacar a la luz, editada por Mirjana Miočinović y traducida por Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek. Profundiza así la editorial en su propósito de difundir la obra de este interesante escritor serbio (natural de Subotica, en la antigua Yugoslavia), del que ha publicado títulos tan reconocidos como Una tumba para Boris Davidovich (1976) o Enciclopedia de los muertos (1983). Aunque es indudable que la consolidada reputación de Danilo Kiš no podría verse amenazada por la supuesta endeblez de una obra primeriza, conviene anticipar que La buhardilla es un texto narrativo de excepcional interés, inequívoco testimonio de una temprana madurez creativa. En su novela (subtitulada Poema satírico), Danilo Kiš construye una divertida y delirante parodia de la vida bohemia, satirizando la figura tópica del artista que anda perdido en un mundo de fantasías, alejado de los problemas reales de la gente más corriente y sufrida. Una situación que podemos entender como símbolo de nuestra deshumanizada sociedad moderna. Así parece ya anunciarse en la cita del escritor ruso Alexander Blok que encabeza la novela:
Nuestros ojos no verán la celda romántica, ni la cabaña o la choza; se les aparecerá un edificio de piedra de muchos pisos; cuanto más alto el piso, más fría es la vida…
La buhardilla es una novela dotada de un cierto aire autobiográfico. Su protagonista, Orfeo, es un joven escritor bohemio en cuyos perfiles no resulta difícil imaginar algunas señas del propio autor (su fecha de nacimiento, 1935, es coincidente). Esta supuesta identidad compartida viene reforzada por los recursos metaficcionales que tejen el relato, y que nos presentan a su protagonista, Orfeo, empeñado en la tarea de escribir una novela titulada también La buhardilla, coincidente palabra por palabra con la que el lector tiene entre sus manos. Una autobiografía del autor, inserta al final de la novela (Extracto de la partida de nacimiento, 1983) acentúa dicha sensación, infomándonos de la vida, rica en experiencias, del propio Danilo Kiš: una coda ya en el terreno de la pura realidad. Pero más allá de este posible fondo autobiográfico, La buhardilla destaca por la extremada variedad y originalidad de su discurso narrativo, cuya desbordada fabulación compromete la realidad de una gran parte de lo novelado («No sé siquiera si la buhardilla existía o me la había imaginado yo»). Así ocurre también con los personajes que acompañan a Orfeo, que tras un detallado escrutinio nos sentiremos inclinados a conceptuar de meros «fabulanos» —siguiendo la nomenclatura del narrador— imaginados por el protagonista. Es el caso del llamado Macho Cabrío Sabio, un astrónomo realista y razonable que parece condenado a marcarle un contrapunto dialéctico permanente a Orfeo, y cuyo nombre alternativo, Igor, aparece al final de la novela atribuido al propio narrador: Jurin, Igor; universitario, 1935. Algo parecido sucede con el personaje de Eurídice, la enamorada de Orfeo (Laudelio), sometida a un continuo baile de nombres e identidades: Magdalena, Marija, y quizás también, Tigresa Sucia. Su verdadera identidad —la de una chica aparentemente de lo más normal— se esconde bajo los disfraces que le viste la desbordada imaginación de su amante. Se parodia así también el amor platónico y fantasioso de la literatura romántica más convencional.
Pero hay otro elemento más en esta novela tan multiforme, verdadero laboratorio de escrituras diversas: las ensoñaciones paródicas de Orfeo, sus viajes y experiencias imaginadas allende la buhardilla, que se salen aún más del marco de lo «real» (un poco a la manera de las pesadillas que el opio inducía en el músico berliozano de la Sinfonía fantástica). Leeremos así los diarios de una robinsoniana estancia en la isla de Školj, un viaje a la Bahía de los Delfines (con las correspondientes cartas de amor a Euridice), la explotación de una improbable y fantasiosa taberna en la playa (Los dos desperados) o una goethiana Noche de Walpurgis rebosante de excesos amatorios «paganos» (contrastantes con la platónica pasión que une a Orfeo con Eurídice). Esta última fabulación tiene un brillante punto de arranque en ese bellísimo poema nocturno que abre la novela, pleno de detalles expresionistas, donde los amantes se abrazan junto a las vías del tren, a los pies de los rodantes trenes que amenazan su amor.
Concluiremos señalando que en La buhardilla no se dibuja tan solo una imaginativa parodia de la vida bohemia, sino también se expresa su superación. Desde este punto de vista podemos entender La buhardilla como una de novela de formación en la que el protagonista, al fijar su mirada en las humildes familias que comparten su vivienda, toma conciencia de lo egocéntrico de su postura y abjura de sus fantasías («No hay para mí un lugar más repugnante en el mundo que la Bahía de los Delfines. Las magnolias, el laúd y la farsa me producen náuseas…»). Las listas de vecinos que figuran en el penúltimo capítulo, con sus escuetos datos descriptivos, contrastan poderosamente con el tono fantástico de toda la novela y sus camaleónicos actores. El protagonismo de los últimos capítulos será, pues, para los personajes reales, como el tío Alek y su hija enferma Sanja. Una toma de conciencia social que se puede entender también como una crítica al solipsismo y autocomplacencia modernos, así como una defensa de la literatura comprometida: «Escribo para suprimir mi egoísmo».
Reseña de Manuel Fernández Labrada
Yo también he empezado la casa por el tejado en el caso de Kis. Saludos.
Jajaja… Ya leí ayer tu estupenda reseña de la Enciclopedia. ¡Casualidad! Yo también comencé por ese mismo tejado (en Alfaguara). Ahora he tanteado los cimientos (curiosamente una buhardilla), pero reconozco que me faltan los pisos intermedios. Un saludo.