Mi primer verano en la sierra, de John Muir

libro-mi-primer-verano-en-la-sierra.jpgTodo comienzo tiene su encanto, como diría Hesse, y un primer verano en la sierra puede vivirse con tanta pasión como un primer gran amor. ¡Imposible imaginar a un caminante más enamorado de la naturaleza que John Muir! Mi primer verano en la sierra (1911) es un encendido elogio de la grandiosa Sierra Nevada californiana («la sierra»), y más en concreto de su famoso valle de Yosemite. Un bello libro que sorprende por su acentuado tono lírico y su manera tan inmediata de ponernos en contacto con la naturaleza, sin otro artificio que el propio entusiasmo del autor. Estamos tan mediatizados por nuestras muchas lecturas y experiencias que difícilmente podríamos escribir, hoy en día, un libro tan desprovisto de todo lo que no sea naturaleza en estado puro. Ninguna teoría ni interpretación (explícitas al menos). Pocas evocaciones literarias o recuerdos personales. Nada de historia ni de geografía. Nada de ver la naturaleza a través de la mirada de otro. El mundo de los hombres y su civilización se han quedado fuera, al inicio del camino. Al menos durante un tiempo. Sin confesarlo expresamente, Muir parece hacer suyos los desgarrados versos de Keats dirigidos al ruiseñor: «desaparecer, disolverme, olvidar / entre las frondas lo que tú jamás has conocido».

Heredero de la filosofía «trascendentalista» de Emerson y Thoreau, que veía en la naturaleza un templo sagrado que es preciso respetar, el escocés John Muir (1838-1914) fue un combativo precursor del ecologismo. Naturalista y andarín incansable, Muir contribuyó de manera importante a la creación de los primeros grandes espacios naturales protegidos, como el de Yosemite (1890). Pero Muir fue también un escritor prolífico y muy notable, como puede comprobarse leyendo Mi primer verano en la sierra (My First Summer in the Sierra, 1911), un auténtico clásico de la literatura montañera y naturalista. Una obra de madurez que podremos disfrutar en esta estupenda traducción de José Luis Piquero, que publica, con su habitual atractivo y buen hacer, Hermida Editores. Una experiencia de lectura que nos atrevemos a calificar de inmersiva, propiciada por un torrente de imágenes que desfilan ante nuestros ojos sin interrupción, que disfrutamos sin necesidad siquiera de atraparlas en la memoria, confiados en la certeza de que cualquier belleza que se nos muestre se verá reemplazada en la siguiente página por otra que la iguale. Tal como si camináramos nosotros mismos por la montaña.

Compuesta en forma de diario, Mi primer verano en la sierra es la crónica de un periplo estival de pastoreo por las alturas de la Sierra Nevada californiana. Una práctica ganadera similar a la que se efectuaba también en nuestras latitudes, cuando los pastores conducían y confinaban sus rebaños en los altos calares de las sierras andaluzas, únicos lugares donde encontraban pasto fresco con el que alimentarse. John Muir, que se confiesa desprovisto de dinero y no duda en definirse como un vagabundo, se empleará como acompañante de un rebaño de más de dos mil ovejas, encontrando así una económica manera de cumplir su gran sueño de conocer los bellos parajes de la alta sierra. Un recorrido que se inicia en las ya agostadas tierras bajas, que se adentra luego en la montaña mediante el establecimiento de sucesivos campamentos, cada vez a mayor altura, y que tiene una de sus etapas culminantes en el célebre valle de Yosemite. Sus relajadas obligaciones de ayudante le permitirán a Muir ausentarse puntualmente del campamento, y recorrer por su cuenta lugares como el monte Hoffman, el lago Tenaya, las cascadas Nevada y Vernal, el North Dome o el Cathedral Peak, brindándonos en sus anotaciones la pintura de una naturaleza extraordinariamente variada y dinámica, donde cada tarde descarga una tormenta o un aguacero, pero que siempre muestra mañanas soleadas y una cara amable a quien la transita. De hecho, los únicos momentos de peligro los provocan los osos que visitan el campamento (muy aficionados a la carne de oveja), o bien el propio autor, protagonista de una temeraria «asomada» sobre la famosa cascada del Yosemite (de más de setecientos metros de caída), una aventura que le dejará alterados los nervios durante unos cuantos días.

Si la naturaleza es un libro en el que podemos leer valiosas enseñanzas, Muir extrae de sus páginas sobre todo lecciones de botánica y zoología. Sus notables conocimientos científicos (estudió durante dos años en la universidad de Wisconsin) y su gran afición a la vida natural le impelen a identificar, describir, o incluso dibujar —sin descanso— flores y árboles, mamíferos y reptiles, aves e insectos… Pero Mi primer verano en la sierra, más allá del evidente valor científico y testimonial que atesoran sus observaciones, es sobre todo la expresión de una íntima comunión con esa naturaleza «sagrada» de los trascendentalistas: una mirada extasiada que se focaliza no solo en los seres vivos, sino que se extiende también a los colores y a los olores, a la luz y a las sombras, a los fenómenos naturales del viento, de la lluvia o de la tormenta; a las estrellas, rocas, aguas, nubes, cascadas… Muir comprende muy bien que una parte de esa belleza que intenta transmitirnos está en su propia mirada, y que no siempre es fácil compartirla. Así lo certifica la actitud que describe en el pastor al que acompaña, Billy, indiferente por completo al mundo natural que los rodea.

Es necesario reconocer que lo puramente humano tiene escasa cabida en el libro de Muir; y que cuando aparece, no es bajo una luz demasiado favorable. Sus breves digresiones sobre el pastor californiano o los escasos indios que pueblan la montaña nos brindan interesantes pinturas costumbristas, pero nada idealizadas. Los otros habitantes de la sierra, como algunos mineros residuales (la fiebre del oro daba sus últimas boqueadas), los cazadores de osos o los turistas (demasiado aficionados a la pesca) tampoco despiertan el entusiamo de Muir. Su compañero Billy, en concreto, es indolente, un tanto cobarde (al menos con los osos) y cómicamente desaliñado. Las únicas gotas de ironía que salpican el libro lo hacen siempre a su mayor gloria. La suciedad del pastor y de los indios contrasta con la limpieza de los animales salvajes, que incluso en las situaciones más desfavorables lucen un brillo especial (como esas ardillitas que nunca se manchan de resina, aunque se pasen el día correteando por los pinos y manipulando piñas). El encuentro casual de Muir con su amigo el profesor Butler, que se aloja en un hotel del valle de Yosemite, le permitirá contrastar con ventaja su rústico lecho en el bosque con la experiencia de «dormir en una miserable habitación de hotel»; símbolo y avanzadilla de esa vida urbana que tanto detesta, sujeta a «horarios, calendarios, órdenes, obligaciones», y que se sufre «entre el polvo y el ruido, donde la naturaleza está sepultada y su voz sofocada». Ni siquiera las ovejas, con su carácter cuasi doméstico, salen bien paradas en la estimación de Muir. Aunque arroja sobre ellas una mirada siempre compasiva, no se olvida de señalar su voracidad, ni la amenaza que conllevaría para los «jardines» de la montaña su excesiva proliferación, si no se ponen límites a la codicia de los ganaderos. Una visión más benévola la reciben los perros del rebaño, que protagonizan algunas graciosas anécdotas. Y no solo el suyo propio, Carlo, sino también el de Billy, Jack: un chucho extremadamente emprendedor y porfiado que es capaz de sobrevivir a la mordedura de una serpiente de cascabel. Sus arriesgadas incursiones amorosas en los poblados indios cercanos constituyen, junto con las lecciones de gastronomía y cocina de campamento (como una curiosa receta para hacer pan), algunas de las estampas más simpáticas de la —digamos— «parte civilizada».

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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«Juzgué, sin embargo, que yo no era en modo alguno el hombre adecuado para el puesto, y le expliqué abiertamente mis limitaciones, confesándole que no estaba enteramente familiarizado con la topografía de las montañas superiores, los arroyos que habría que cruzar, los animales salvajes que devoran ovejas, etc.; en resumen, que entre los osos, los coyotes, los ríos, los cañones y los escabrosos y densos chaparrales temía que más de la mitad de su rebaño se perdiese».
«Sería delicioso pasar una tormenta a cubierto de uno de estos nobles y hospitalarios árboles, con sus amplios brazos protectores inclinados como una tienda de campaña y el incienso ascendiendo desde una hoguera hecha con sus ramas caídas y un viento vigoroso y sonoro soplando por encima. Pero el tiempo es tranquilo esta noche y nuestro campamento es sólo un campamento de ovejas. Estamos cerca de la horquilla norte del Merced. El viento nocturno nos cuenta las maravillas de las montañas altas, sus fuentes de nieve y sus jardines y bosques y arboledas; incluso su topografía está en sus notas».
(Traducción de José Luis Piquero)
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Valle de Yosemite (Sierra Nevada, California), de Thomas Hill, 1871

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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