El ojo en la mitología. Su simbolismo, de Juan Eduardo Cirlot

Aseguraba Aristóteles que la vista es el sentido por excelencia, superior a todos los demás, y el más importante para la supervivencia del individuo. Diametralmente opuestos al tacto —la facultad sensorial más próxima a la materia—, el ojo y la mirada han gozado de una posición de privilegio en todas las teorizaciones, antiguas y modernas, acerca de la percepción sensorial, que siempre han reconocido su componente espiritual, su complejidad y sutileza de acción (así lo afirmaba también Santo Tomás). Resulta fácil comprender, pues, que una herramienta tan necesaria y delicada, asociada casi de manera automática al sol y a la luz (a los valores vitales, en suma), desempeñara un papel destacado en la simbolización mítica. Aceptada esta relevancia del ojo, poco tiene de sorprendente que Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) inaugurara sus estudios de simbología precisamente con este texto que reseñamos, El ojo en la mitología. Su simbolismo (1954), primera piedra de lo que, años después, sería su justamente afamado Diccionario de símbolos tradicionales (1958). La editorial Wunderkammer recupera, para su exquisito gabinete de maravillas, este bello ensayo del célebre crítico de arte, mitólogo, músico y poeta barcelonés, en una atractiva edición prologada por su hija, Victoria Cirlot. Dentro de su brevedad, el texto de Juan Eduardo Cirlot es una perfecta muestra del género ensayístico más literario: una feliz síntesis de densidad y claridad, erudición y libertad de sugerencia. Un verdadero deleite para todos los estudiosos y enamorados de la mitología.

Señala Cirlot que el ojo, como aristócrata de la fisiología humana, tomó pronto un papel destacado en la configuración del mito: ese «ordenador primario de las grandes intuiciones humanas expresadas simbólicamente sobre el misterio del universo y de la conciencia». Apoyándose en dicho pensamiento mítico y en la historia de las religiones, así como en las imágenes artísticas y cultuales que se producen en paralelo, el trabajo de Cirlot se propone documentar el papel privilegiado del ojo en la simbolización mítica y religiosa de épocas y culturas muy diversas, aunque limitándose a sus apariciones irracionales e irreales; es decir, no tomando en consideración otras facultades oculares de índole meramente psicológica (no se hablará, por ejemplo, de esa «peligrosa» mirada cargada de flechas que el petrarquismo atribuye a ciertas damas). La irrealidad del ojo en el mito es la cualidad que garantiza, en virtud de su apartamiento de la norma natural, su dramatismo, su trascendencia significativa, y se construye, según nos explica el autor, mediante tres procedimientos: desplazamiento, aumentación y disminución. Los ojos pueden aparecer, por tanto, independizados de su posición anatómica normal (ojos heterotópicos: en las palmas de las manos y plantas de los pies, en la frente…), aumentados en su número (en ocasiones, hasta cubrir los cuerpos en su totalidad: «le corps parsemé d’yeux»), o bien reducidos a uno solo (como en los cíclopes).

Una primera etapa en este apasionante relato de la simbología ocular lo constituye el capítulo dedicado al «ojo fascinador» egipcio: símbolo de poder en los dioses solares. Tanto por su forma como por su convergencia en el concepto de luminosidad, el ojo es imagen del sol dador de vida, aunque también puede simbolizar, en virtud del propio clima del país, lo que tiene de instrumento de castigo, de «martirizador de los hombres y de la tierra» (sol de justicia, que diríamos nosotros; miradas que matan). La indagación de Cirlot, que se apoya no solo en la iconografía, sino también en los monumentos literarios, subraya el hecho notable de que la cultura egipcia manifiesta, en comparación con la mesopotámica, una menor irracionalidad y dramatismo en sus representaciones oculares, lo que permitiría definirla, al menos desde esta perspectiva, como precursora de la europea. Podemos añadir, como testimonio de la importancia del ojo egipcio en la valoración de Cirlot, el hecho de que en la encuesta realizada para el libro de Bretón, El arte mágico (1957), situara en primer lugar el dibujo que incluía un par de ojos fascinadores (Atalanta, 2019, p. 332).

Contrariamente a como sucede en la cultura egipcia, los ojos heterotópicos proliferan en las representaciones de los dioses de la India. Así se manifiesta con Shiva, y muy especialmente con Indra, el «dios de los mil ojos». En ocasiones, los ojos multiplicados se reconvierten en sexos femeninos, patentizando de esa manera la confluencia de dos poderes vitalizadores diferentes: el representado por la luz y el sol, y el correspondiente a la generación reproductiva. Otros mitos orientales relacionados, como los protagonizados por la figura de los bodhisattvas (mediadores benéficos entre el hombre y los poderes superiores), son también analizados por Cirlot. Entre ellos destaca la diosa china Kuan Yin, representada con ojos en las palmas de sus manos. Señala Cirlot que en el budismo el ojo aporta un valor simbólico novedoso, que, más allá de expresar clarividencia, da cauce a un poder bondadoso y benéfico de la mirada. Se supera así la fría constatación hinduista de la síntesis ciega entre los principios de destrucción y renovación, impulsando una acción de compromiso que pretende disminuir el dolor presente en las criaturas.

La simbología del ojo experimenta un cambio sustancial en la mitología griega. La derrota de Argos (Panoptes, la divinidad de los cien ojos) a manos de Hermes supone «la muerte de los antiguos genios irracionales». El antropomorfismo idealizado del panteón helénico (ya señalado por André Breton como responsable de la secularización del arte) abomina de la irracionalidad de ojos reducidos, aumentados o heterotópicos. La disminución ocular, concretamente, es vista como una tara, un signo de inferioridad propio de arimaspos, cíclopes y otras criaturas monstruosas. Este rechazo se fundamentaría, según Cirlot, en la creencia de que al segundo ojo humano corresponde una «visión intelectual», y al primero la «meramente espacial». Cirlot nos ofrece un breve pero sugestivo análisis de la figura de Polifemo, con referencias a pinturas de diversas épocas, así como al bellísimo poema de Góngora.

En el arte cristiano medieval, los ojos heterotópicos, profusamente diseminados en las alas de los ángeles, así como en los cuerpos de los animales simbólicos del Apocalipsis, simbolizan la luz espiritual que emana de Dios. Las influencias orientales (como la concepción astrológica babilonia, o las huellas de Sumer, Egipto y de la India) penetran en la simbología cristiana a través de Bizancio y Alejandría. Ese carácter irracional recuperado por el arte cristiano en sus representaciones plásticas (así se manifiesta en el Beato de Liébana, las biblias miniadas o la pintura mural, revisados por Cirlot) se atempera con el paso al estilo gótico, para rebrotar luego, durante el primer Renacimiento, en las figuraciones del infierno, donde los ojos heterotópicos que adornan los cuerpos demoníacos simbolizan la vitalidad de los instintos más bajos. Igualmente relacionado con el simbolismo del ojo se manifiesta el aojamiento o mal de ojo, creencia que trasciende límites temporales y culturales, también presente en todos los folclores. Las concepciones animistas, junto con el principio de inversión (que desplaza a territorio opuesto la fragilidad del ojo) explicarían, según Cirlot, la creencia en esos poderes nocivos de los que resulta conveniente precaverse con amuletos y ritos apotropaicos diversos, también analizados en el libro. No se olvida el autor de exponer la presencia simbólica del ojo en el arte moderno, muy especialmente en el surrealismo, una corriente estética a la que Juan Eduardo Cirlot estuvo muy vinculado.

Finaliza el libro con un último capítulo de índole más general, donde se exponen algunos fundamentos de la simbología: su indiscutible veracidad, el carácter ambivalente pero no gratuito de los símbolos, así como su complejidad, emanada de los diferentes estratos de significación acumulados, donde cada cultura aporta su peculiar matiz. Se profundiza también en algunas simbolizaciones ya expuestas, como las que expresan las conexiones del ojo con el sol, el sexo o la herida. A este respecto, el autor subraya la carga emocional del ojo heterotópico, el «efecto sádico» derivado de su desplazamiento. En relación a la triple actitud que frente al mundo puede experimentar el hombre (representadas en el muro, el disco de jade agujereado y el espejo), el ojo se corresponde con este último, simbolizando «la respuesta del infinito a la pregunta humana». De ahí la densidad simbólica del globo de fayenza ilustrado en el facsímil que acompaña al volumen, perteneciente a la cultura caodaísta de Vietnam (un amuleto quizás para el escritorio del lector).

No podemos teminar esta reseña sin referirnos al bello prólogo de Victoria Cirlot, donde los primores de la erudición y del estilo alcanzan una admirable síntesis. Un prólogo que es una emocionada evocación de la figura paterna, así como un reconocimiento a su magisterio en el dominio de las humanidades y la simbología. Victoria Cirlot, que hace historia del libro y nos ofrece un resumen de la bibliografía paterna concerniente al símbolo, nos brinda también una valiosa explicación de dos importantes principios que lo fundamentan. De un lado, su irracionalismo, entendido como la apelación a un conocimiento cimentado en el estudio de los símbolos, mitos y religiones, y auxiliado por la intuición y la imaginación. De otro, el concepto de desplazamiento, en virtud del cual se aproximan dos realidades diferentes, con vistas a la consecución de ese nuevo orden estético y de pensamiento que preconizaba el surrealismo y con el que Juan Eduardo Cirlot se manifestaba comprometido. Resta decir que el prólogo es también noticia y testimonio de que, en la figura de Juan Eduardo Cirlot, el investigador de los símbolos y el poeta se retroalimentaron siempre de manera fecunda y coherente.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Pronto veremos cómo en Grecia se invierte el signo y parece que las anormalidades aun míticas gravan con peso de inferioridad a quienes las ostentan. Solo con la iconografía cristiana, de nuevo irrealizante, y con la magia y sus fuentes gnósticas, volvemos a asistir a una resurrección de los ojos desplazados como factor positivo en la imagen sagrada».
«Todos estos ojos indican la necesidad de reforzar el sentimiento de la presencia de lo sobrenatural, de la autenticidad del milagro ofrecido a la contemplación humana, pues si el arte griego se impuso como norma la de humanizar a los dioses, el bizantino y el románico recobraron la necesidad antigua de establecer un segundo reino, por encima del natural, en el que las imágenes sacras reinaran ensimismadas, entregadas a su propia misteriosidad y a su sentido inefable».

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Acerca de Manuel Fernández Labrada

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2 respuestas a El ojo en la mitología. Su simbolismo, de Juan Eduardo Cirlot

  1. Libros de Cíbola dijo:

    Magnífica reseña. Un título más que interesante para añadir a mi ya larguísima lista de pendientes. Saludos.

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