La segunda espada. Una historia de mayo, de Peter Handke

Peter Handke (1942) es un maestro contemporáneo que no precisa de presentación: uno de esos bienaventurados escritores cuyo relieve propio hace fácil olvidar que fue ganador de un Premio Nobel en 2019. Alianza Editorial, que ha publicado en nuestro país una considerable parte de su obra narrativa y ensayística, nos invita ahora a leer su más reciente novela, La segunda espada. Una historia de mayo (Das zweite Schwert. Eine Maigeschichte, 2020), traducida admirablemente para la ocasión por Anna Montané Forasté.  Autor de una obra narrativa extensa, en la que figuran novelas tan reconocidas como La mujer zurda (1976), Lento regreso (1979) o La ladrona de fruta (2017), la producción artística del austriaco también incluye poemas, filmes y numerosos textos dramáticos, como Los hermosos días de Aranjuez (2012), el más reciente traducido a nuestra lengua. La segunda espada es la crónica de una venganza anunciada que desde las primeras líneas de texto el lector pone como entre paréntesis. Ni mayo parece un mes adecuado para efectuarla ni la caballeresca espada que figura en el título un instrumento demasiado oportuno. Intuimos ya que la venganza, auspiciada por esos dos poderosos símbolos, no se sustanciará en el terreno de lo cruento.

La segunda espada es una novela breve de gran densidad y belleza, en la que la planificación de una venganza que se dibuja sobre el horizonte propicia en su narrador y protagonista el despliegue de un monólogo ricamente cargado de reflexiones, recuerdos, experiencias y visiones extraordinariamente lúcidas. Protagonizada casi en exclusiva por un narrador en el que no resulta difícil imaginar al propio Handke (cualquiera que conozca mínimamente su obra o su figura lo sospechará enseguida), La segunda espada tiene como tema nuclear el poder destructor de la prensa sobre el individuo indefenso. Un tema muy presente en la obra de Peter Handke, pero que en La segunda espada apenas aparece de manera explícita, quizás porque la ofensa sufrida que la sustenta pertenece ya a un pasado que no se trata tanto de revivir como de resolver. La segunda espada se nos presenta, pues, como la crónica de un viaje iniciático, de una experiencia catártica donde pasado y presente se conjugan para alumbrar la resolución de un doloroso conflicto.

Tras varias semanas de «vagareo» por el norte de Francia, el protagonista de La segunda espada ha retornado a su lugar de residencia, una casa situada en un pueblo al sur de París. Acaban de iniciarse las vacaciones de Pascua y se respira un ambiente inusualmente tranquilo. Los ruidos comunes disminuyen, se alejan o han desaparecido por completo, pues muchos de los vecinos se han marchado a otra parte. Sin ladridos de perros, petardeo de helicópteros o camiones de basura circulando por las calles, se extiende una cortina de silencio que permite hasta escuchar el susurro de un viejo arroyo soterrado bajo la calzada. En este ambiente cargado de paz, que provoca en el narrador el sentimiento de haber retornado al hogar, termina de fraguarse su proyecto de venganza. Una venganza que parece darle un nuevo impulso a su vida, pero de la que apenas conocemos detalles; que le permite afirmar su gesto ante el espejo, pero cuya consideración también le causa pesadumbre y dolor. Se abre así un espacio de tres días, previo a su ponerse-en-camino, que el narrador vivirá como «una hermosa limitación de tiempo» donde florecen visiones cargadas de contenido simbólico (como las dos fogatas de la barbacoa que parecen contradecir el relato bíblico de Caín), y en la que el empleo obsesivo de la segunda persona carga al monólogo de un efecto hipnótico sobre el lector.

Esa venganza que se dibuja sobre el horizonte más inmediato, aunque todavía inconcreta y en suspenso, tiene el efecto de dotar al narrador de una aguda lucidez, de una especial clarividencia que se resume en ocasiones en un lánguido deseo de no hacer nada, de instalarse en un presente gozoso que parece haber abolido el discurrir del tiempo. Una especie de «contemplación pasiva» como aquella que Yeats juzgaba incompatible con la vida urbana, que la «ensordecía o mataba». Queda el narrador predispuesto, pues, a ver pero no a observar, a ensimismarse en lo aparentemente trivial (como el vuelo nupcial de unas mariposas); a levitar en un tiempo suspendido donde los recuerdos afloran casi faltos de contenido, reducidos a meros nombres de lugares que una vez pisamos sin mayor pena ni gloria. Poco a poco, el protagonista se nos va revelando como un amigo de los rituales, que vive en esa soledad que alumbra los monólogos, construidos con palabras que se despliegan con mil precauciones, rectificándose sobre la marcha. Un discurso ―en momentos, de gran densidad; en otros, más relajado― en que el autor parece que pretende liberarse (¡basta ya de «parece que»!, diría Handke) de las palabras innecesarias. Tal como si, reducidos al terreno del monólogo, la sinceridad más extremada se convirtiera es nuestro último salvavidas.

Pero la atención del narrador no se dirige tan solo al paisaje. El vacío que lo rodea y su peculiar estado de ánimo le instan a volver la mirada a los seres humanos de su entorno, vistos ahora bajo una nueva luz de cercanía. Es el caso de ese puñado residual de indigentes que permanecen alojados por los servicios sociales en un viejo hotel remodelado al efecto, y que despiertan la simpatía del narrador por su asumida renuncia a protagonizar un retorno al hogar. Incluso un personaje tan sospechoso como Ousmane, un antiguo cocinero africano que malvive en la calle, ocultándose entre las vías del tren, puede despertar en el narrador una inexplicable complicidad que le induce a sopesar la posibilidad de transformarlo en su herramienta de venganza. Mayor relieve aún adquieren los parroquianos del Bar de las tres estaciones: una fauna humana más bien modesta, de esas que se hacen más perceptibles cuando el éxodo vacacional ha vaciado el paisaje urbano de otras presencias más llamativas. Personajes humildes que «jamás de los jamases» emprenderían un viaje de vacaciones, pero que el narrador sabe retratar en su humana singularidad, y en los que cree descubrir augurios referidos a su proyecto de venganza, que curiosamente toma cuerpo en el mismo bar y en el transcurso de una conversación general en la que todo el mundo participa dando su opinión. Y parece como si solo entonces, discutido en este senado popular, el proyecto de venganza hubiera obtenido la credencial necesaria para ejecutarse.

Cumplido el plazo de los tres días, el narrador se pondrá finalmente en camino, iniciando una suerte de peregrinar, primero a pie y luego en trenes de cercanías y autobuses, en el que cada paso dado se ve saludado por la aparición de señales y presagios, de verdaderas constelaciones de signos que dibujan un horizonte de sucesos casi fantástico, donde los cantos de los pájaros cobran significado y el azar le muestra invariablemente al viajero figuras humanas actuando en solitario, testimonios del especial estado emocional del que se muestra imbuido. Es como si la asunción del acto de venganza constituyera una fuerza emocional capaz de proyectar una sombra anticipada sobre el presente alterando los límites de la realidad o, al menos, los de su percepción: una especie de «tiempo sagrado» en el que el vengador actúa con una conciencia como ampliada. Es en estas páginas (a punto de finalizar la primera parte de la novela, rotulada como Venganza tardía) donde la confesión del narrador alcanza mayores niveles de complicidad con el lector, al que revela algunas de sus pasadas experiencias de odio.

La segunda parte de la novela, titulada La segunda espada, enlaza con las historias de odio anteriormente expuestas por el narrador, aportando más detalles de la ofensa perpetrada contra la memoria de su madre, acusada por una periodista de haber aplaudido con gritos de júbilo, cuando tenía diecisiete años, el anschluss de Austria. Con esta ofensa en el pensamiento, continúa su periplo entre viajeros de tren que mascullan en silencio sus frustraciones y afrentas, incapaces de reivindicar nada, y donde el gesto de un viajero que lee un libro sostenido al revés o el de otro que habla por un móvil averiado parecen dibujar un emblema de su agravio aún no resuelto. Un viaje marcado también por algunos reencuentros «en lo imprevisto», cargados de un valor muy especial, tan inesperados y casuales que parecen propiciados por el dedo del destino, y que le ponen en contacto con otras personas prisioneras también de sus propios monólogos y obsesiones ―ya no mudas, sino explícitas―, como si la soledad del narrador fuera una carga compartida por los demás. De manera parecida a como un astro en movimiento ve modificada su trayectoria por la masa de otros cuerpos que roza en su camino, empieza a parecernos que el vengador nunca rematará su empresa, sujeto como está a la influencia de todo aquello que se le pone por delante, lleno de significado para una mirada tan clarividente como la suya. O al menos, no se consumará en los términos que él pensaba en un principio, pues los desvíos y los rodeos se le han revelado súbitamente como integrantes también del plan.

Un punto de inflexión importante en esta deriva del narrador ha sido su llegada a la Abadía de Port Royal des Champs (evocada bajo la sombra de Pascal, de cuyas Pensées descubre que no lleva su habitual ejemplar en el bolsillo), y donde una inscripción hallada casualmente en un muro se convierte en el ensalmo que añade una luz decisiva a su caminar. En este ambiente recoleto el narrador proferirá o escuchará inquietantes invectivas contra la belleza que nos hace infelices (volviendo del revés el verso de Rilke, pues lo terrible no es la belleza en sí, sino su búsqueda: «toda la miseria del mundo viene de ahí, de que los hombres no son capaces de olvidar esos cuentos de la belleza») o el abuso del derecho que atropella, denunciado por el juez­-ciclista, protagonista de otro de esos encuentros inesperados ―como antes lo fue el taxista-cantante― que adquieren una dimensión casi oracular. A partir de este punto la novela avanza (si no lleva ya un buen rato avanzando) inmersa en una vertiginosa y acelerada tormenta de ideas, inquietudes, visiones, temores y obsesiones, que acompañarán al protagonista hasta una inesperada parada final. La falta de tiempo, el retraso que se iba percibiendo de manera angustiosa y creciente mientras tardaba en ejecutarse la venganza ha desembocado en un tiempo de fiesta sin límites ni urgencias. La novela se nos revela entonces plenamente en lo que es: la crónica de un viaje iniciático, de una experiencia catártica que finalmente ha logrado relegar a la enemiga al otro lado de un cristal: ni en esta historia ni en ninguna otra habrá lugar para la «malhechora». El espacio vacío en que se inició la aventura, proseguido en el deambular solitario del narrador, ignorado por todos cuantos se cruzaban en su camino, se ha visto colmado finalmente de presencias humanas cordiales: un destino inesperado donde la venganza se resuelve en equilibrio, y el retorno al hogar promete alumbrar un nuevo creciente. La segunda espada.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«Y el hombre que tenía a su lado, así como el hombre de al lado del que tenía a su lado, con sus maneras casi idénticas de abrir el pico y de mantenerlo abierto en silencio y de cerrarlo, con su mudo coro de labios ―las bocas abiertas de par en par y de nuevo cerradas de golpe―: así se burlaban de sus superiores y ordenantes por los que ahora mismo, o ya desde siempre, estaban siendo humillados e insultados, tratados de inútiles, de blandengues, de pasivos, de incapaces de adaptarse (y eso, en tiempos como estos), de fracasados de nacimiento, de ceder ya desde el útero materno ―uno de ellos hacía una hora que había sido despedido sin preaviso―: a lo largo del vagón ―desde el primer plano, pasando por el plano medio y hasta el plano de fondo más alejado, y se podía intuir que en el siguiente vagón continuaba―, todos se burlaban con sus silenciosos movimientos labiales de aquellos que les negaban la existencia; se burlaban de sus verdugos no solo sin hacer ruido, sino sin sílabas ni palabras, y eso se quedaría así, seguiría así eternamente. Nunca se formaría o se escaparía de esos labios que se retorcían compulsivamente, abandonados a su suerte ―y aunque fuera muda, perceptible solo para el pobre caballero de turno―, una sola palabra útil o una palabrita; decir al menos “esta boca es mía”. ―“Y tú, cómo lo sabes?” ―“Lo sé. Lo supe, allí.”»
«El colmo de la violencia lo vi ―a lo largo de la vida, más y más a menudo y, una vez, con verdaderos pensamientos homicidas― en el lenguaje escrito, dicho abreviadamente, de los periódicos: lenguaje público, empleado como de manera oficial y como si se tratara de un derecho natural, lejano ruido acompasado ―de nuevo Homero― que se presentaba sin palabras insultantes. La violencia de este lenguaje que, como el único que estaba en lo cierto, el sabelotodo que lo interpretaba y juzgaba todo, liberado de las cosas, los trabajos y los días, enlazaba, ligaba, vinculaba y cerraba sus caracteres, era la que, a mis ojos, causaba en el mundo las peores desgracias; y a sus indefensas víctimas ―eso formaba parte de la naturaleza de semejantes teletipos―, una injusticia irreparable
Traducción de Anna Montané Forasté

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Palacio mental, de Guillaume Contré

Aseguraba Tales de Mileto que no hay nada tan veloz como el pensamiento, que discurre libremente por todas partes (así lo refiere Diógenes Laercio). El filósofo presocrático aludía, claro está, a la propiedad que tiene la imaginación para desplazarse a cualquier lugar conocido, y no tanto a la velocidad del proceso mental en sí, al que la ciencia moderna ha impuesto límites más modestos. En cualquier caso, sea más o menos rápido, el pensamiento puede dar una o mil vueltas, y sin necesidad de detenerse es capaz de ralentizar la acción del sujeto hasta extremos preocupantes. «La decisión desfallece bajo la pálida sombra del pensamiento», decía Hamlet, pues no siempre resulta fácil armonizar acción y reflexión. Así lo veremos en Palacio mental (Pre-Textos, 2022), una original y sugerente nouvelle que transcurre casi por entero en la mente de un detective enfrentado a un caso de asesinato. Su autor, Guillaume Contré (1979), es un literato de origen francés que escribe también en nuestra lengua, y que tiene en su haber otra breve e interesante novela: Sensatez (Pre-Textos, 2019). Quizás no sea ocioso informar al lector de que la expresión «palacio mental» denomina una antigua herramienta de memorización, atribuida a Simónides de Ceos, que nos facilita recordar listas de nombres u objetos según los vamos alojando ordenadamente en las diferentes estancias que componen un palacio mental imaginario. Si el título de la novela aludiera a este procedimiento mnemotécnico, le añadiría un matiz irónico a las tortuosas especulaciones de su protagonista. Porque el problema de estas habitaciones palaciegas de la mente humana es que casi siempre están amuebladas en exceso; tan llenas de espejos, cortinajes y cachivaches diversos que resulta casi imposible alojar nada nuevo. Y menos aún transitarlas con rapidez.

Palacio mental tiene como protagonista a un detective anónimo que desde el primer momento se manifiesta lastrado por un pensamiento que avanza a duras penas, que afirma para luego negar, que propone para enseguida rechazar, como si entre el y el no se abriera una difícil senda que condujera hacia la verdad. Un personaje para el que los objetos que amueblan la escena del crimen, tanto los que deben ser investigados como sus propias herramientas de sabueso (un cuerpo yacente, una mancha, la lupa, una huella dactilar, su pipa, un cuchillo) son como islotes diseminados en un océano de posibilidades en el que se ve obligado a navegar en zigzag, auxiliado por la bitácora de una mente que se enfrenta a la realidad como si fuera un puzle falto de piezas. El resultado para el lector es que el tiempo narrativo parece congelarse, mientras que los personajes ―el detective protagonista, su ayudante Silbano o el cabo Gutiérrez que custodia la puerta― semejan estar separados por una enorme distancia, como si cada uno de ellos participara de su propio y particular horizonte de sucesos. Una lentitud como de cámara lenta que distorsiona incluso el lenguaje, hasta el punto de que las escasas palabras proferidas por el ayudante semejan para el detective una extraña jerga «húngara» o, peor aún, el ruido de unas «cañerías averiadas». Palacio mental alumbra, pues, un texto en el que reflexión y acción se ven disociadas hasta el extremo, tal como si la suspensión de la segunda fuera requisito ineludible para ahondar con éxito en la primera.

Desde la primera frase de esta sugestiva novela nos vemos sumergidos en una neblina de incertidumbres y posibilidades, acompañando la mente de un detective que discurre dificultosamente, como si tanteara el suelo con un bastón, saltando de certeza en certeza con mil precauciones. Todo es preciso ponerlo en tela de juicio, comenzando por la realidad del propio asesinato; ¡y hasta buscar tabaco de pipa en el bolsillo de la gabardina puede convertirse en una verdadera aventura del pensamiento! Asistiremos a un angustiado ir y venir de la mente que tan solo expresa alivio en algunos destellos, apenas insinuados, de ironía y humor, como esa reiterada alusión a los ruidos intestinales del detective, tan significativos o más que la confusa dicción de su ayudante Silbano. Este atormentado discurrir provoca en el detective el anhelo de una herramienta de conocimiento más intuitiva y directa, que le condujera hasta la verdad dando menos rodeos. Una añoranza que se formula a través de dos figuras recurrentes en el texto: el olfato de los perros y la sensibilidad de los invidentes (cómo no recordar ese ambiguo relato de Wells, En el país de los ciegos). Todo ello para evitar el tormento de una mente viciada que le impide avanzar, ralentizada como un ordenador infectado por un virus que lo obligara a dar miles de vueltas para ultimar la más sencilla de las operaciones.

Surtido de un impecable attrezzo de armas, pistas, cuerpos yacentes, huellas, lupas y pipas, Palacio mental avanza como la parodia del género negro en el que parece, de entrada, encuadrarse. ¿Qué pensar de un detective que no se atreve a tocar el arma del crimen porque está manchada de sangre (y no porque tema borrar posibles huellas), que tarda seis páginas en ver el cadáver y necesita más de treinta para descubrir el martillo que yace junto al cuerpo? Pero quizás no tenga sentido seguir comparando Palacio mental con una novela policíaca. Tal vez tampoco sea, en propiedad, una parodia. Este Hamlet de los detectives ―al que no escatimamos conceder una materia gris tan privilegiada como la de Sherlock Holmes― simplemente no aplica su inteligencia en la dirección que mandan los cánones del género. Prefiere aventurarla tras la pista de conceptos filosóficos abstrusos, más escurridizos que los propios delincuentes: el tiempo, la vida y la muerte, las certezas, el progreso…; de tal suerte que lo que queda más en evidencia es el funcionamiento de la propia mente que indaga. A la manera de ese travieso Diablo Cojuelo que imaginó Vélez de Guevara, Guillaume Contré destapa el cerebro de su personaje para mostrarnos un palacio mental transformado en un laberinto («vericueto») de indecisiones y dudas que se superponen y retroalimentan como espejos enfrentados.

Desde un punto de vista formal, el rasgo más llamativo de Palacio mental es su renuncia a los tradicionales elementos estructuradores del relato, como capítulos o párrafos. No es, desde luego, un procedimiento insólito en la narrativa contemporánea (Lisboa song, de José Vidal Valincourt, sería otro logrado ejemplo de novela esculpida en un único párrafo). La mente trabaja sin capítulos ni párrafos; y es la mente, su funcionamiento, lo que se pretende descubrir aquí. Tallada, pues, en un único bloque narrativo, Palacio mental puede acogerse sin complejos a ese reducido club de obras «hechas de una sola pieza» que Henry James señalaba como especialmente inmunes al «hostigamiento» de la crítica. Palacio mental tiene, ciertamente, la consistencia que le granjea su apariencia monolítica, a la que no le falta el dinamismo que le otorga un hábil trabajo con las palabras, frases, obsesiones y gestos que la componen, y que muy bien podría tener su referente en el discurso musical, a la manera de una especie de melodía infinita, sin apreciables cadencias, que nunca descansara en su infatigable proceso de repetición, variación, recapitulación y desarrollo de motivos y frases. Una labor cuidadosa a la que probablemente no sea ajena la propia biografía de Guillaume Contré, que además de escritor, traductor y crítico literario se nos revela artista sonoro: compositor de música electroacústica, en concreto.

Guillaume Contré ha sabido armar, en definitiva, un complejo artefacto literario, dotado de un ritmo hipnótico y un gran poder de sugerencia. Un discurso musical que culmina en un virtuoso y surrealista stretto de motivos —verdadera pièce de résistence de la novela— provocado por una aceleración del pensamiento del detective, cuya mente (aquejada de una súbita fuga de ideas) gira y gira —incluso levita— en un vertiginoso remolino final de polvo y formas. Algo así como si un torbellino lo arrancara del suelo para trasladarlo a un Mundo de Oz donde las baldosas amarillas son el puzle completo de las piedras que le permiten cruzar el río de la incertidumbre y caminar hacia el ansiado país de la objetividad. Una suerte de iluminación que por un instante le permite vislumbrar lo que se oculta al otro lado del límite, de esa «pared infranqueable» con la que nos hemos venido estrellando desde la primera página del libro (o desde el primer minuto de la Historia). Cosas de la especie. O quizás no.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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«Se preguntó entonces si las certezas formaban parte de su oficio y le pareció que sí. Se dijo que las certezas eran piedras que permitían cruzar el río. Bastaba con saltar de una a la otra, se dijo, aunque, a veces, una de las piedras no se encontraba donde uno pensaba que sí debía encontrarse y uno terminaba con los pies mojados. A veces le faltan piezas al puzle, se dijo, y en los agujeros se atisban distancias que dan vértigo, se dijo. El detective se imaginó entonces un puzle infinito y el tiempo que se deslizaba encima como para darle brillo. Le daba tanto brillo que el puzle se volvía resbaladizo. La verdad, entonces, no tenía por dónde agarrarse y caía en un abismo.»
«El detective se quedó pensando. Muchas preguntas le venían a la cabeza, pero los borborigmos de su asistente, que seguía masticando palabras con sus mandíbulas, le impedían concentrarse. Con lo cual, las preguntas que se hacía el detective se mezclaban y se perdían en los vericuetos de su palacio mental. Se imaginó de repente a su asistente sentado en un sillón confortable en una de las salas de su palacio mental, hablando húngaro, y esto no le gustó. Trató de sacárselo de encima, pero no lo logró. El asistente se agarraba al sillón como una garrapata.»
«Después miró el suelo para ver qué era lo que lo había hecho trastabillar, pero no pudo decidirse, había demasiados candidatos.»
«El detective, durante un instante que no supo medir, un instante que colgaba de un hilo frente al abismo de los siglos, tuvo la sensación de verlos juntarse como si toda distancia hubiera sido por fin abolida, como si la perspectiva de un mundo sin obstáculos se le ofreciera en bandeja de plata».

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Die Zweisamkeit, de Francisco Hermoso de Mendoza

No me cabe ninguna duda de que todos aquellos que disfrutaron leyendo Muerto de risa (2021) quedarán igualmente encantados con esta nueva novela de Hermoso de Mendoza, Die Zweisamkeit, que el escritor logroñés vuelve a ofrecernos de la mano de Ápeiron Ediciones. No solo representa una consolidación evidente en su hacer literario, que se extiende, profundiza y afina, sino que además promete regalarnos con parejas dosis de imaginación, reflexión literaria y humorismo del bueno. Un juego del que el lector podrá participar, si tal es su deseo, antes incluso de tener el volumen entre las manos. Le bastará con observar los apuros del librero al buscar en su base de datos el título de la novela que le reclama. ¡Se han hecho performances con mucho menos! Cuando lo habitual es cifrar todas las esperanzas en cintas y envoltorios, en sagas y títulos clonados, esta impronunciable etiqueta que viste de enigma a la novela, Die Zweisamkeit, tiene mucho de desacato. Acostumbrados a citar tantos libros que ni siquiera se han visto, a discutir sobre tantos volúmenes que no se han abierto, muchos juzgarán indignante el no poder recordar el título de uno que precisamente se han leído. Mi consejo al lector quisquilloso es que no pierda el tiempo buscando traducciones en el google y comience a leer la novela de inmediato, aunque no sepa de qué va y necesite cifrar todas sus esperanzas en una pronta traducción en lengua alemana (donde, en buena lógica, el título figurará en castellano). Y si no tiene paciencia para tanto, que lo repita muchas veces en voz alta hasta que se lo aprenda y sea capaz de recitarlo con soltura: ¡Die Zweisamkeit, Die Zweisamkeit, Die Zweisamkeit…!

Al fin y al cabo, como reza la cita de Tolstói que encabeza la novela, «la vida solo comienza cuando uno no sabe lo que ocurrirá», y una galería de personajes tan variopintos e imprevisibles como los que pueblan Die Zweisamkeit es una estupenda baraja con la que comenzar a jugar, sobre todo si se cuenta con la baza de un protagonista tan imaginativo como para confundir a una atractiva y pizpireta becaria con la heroína de una novela de Faulkner. Porque este Autor que se nos presenta trabajando en una oficina (que hasta parece ser la de una compañía de seguros, asediada por los partes de siniestro) no es el Kafka aburrido de la burocracia austrohúngara, que escribe sus obras maestras sobre un escritorio de chupatintas, sino más bien el Robert Walser empleado de banco que, loco, perezoso y feliz, diera cuenta genial de ese mundillo de oficinistas ociosos que leen su periódico con un ojo puesto en el reloj y el otro en la secretaria/becaria de la mesa vecina, empoderada solo en su belleza. «Su talento para la escritura convierte fácilmente a un oficinista en escritor», aseguraba Walser. Pero esto de la oficina, como luego se verá, vale solo como primera instancia…

Narrada en tercera persona por una voz omnisciente que bucea en las interioridades de sus personajes, Die Zweisamkeit tiene como principal protagonista a un escritor anónimo denominado Autor; un detalle que le confiere a la novela todas las apariencias de una crónica personal. Algo así como si el novelista hablara de sí mismo en tercera persona, aunque cocinando sus experiencias con generosas dosis de imaginación. ¿Por qué, si no, este Autor del que ignoramos su nombre nos iba a confesar su intención de aprender el arte de la «autoficción» leyendo a Karl Ove Knausgård? Pero ya se sabe que la autoficción no es necesariamente sinónimo de veracidad, y si hasta la autobiografía más declaradamente sincera puede constituir un eficiente disfraz, ¿qué diremos de esta prima lejana suya, de esta Ci-Fi de andar por casa que es la autoficción? En línea con toda esta ambigüedad de voces, la novela camina también generosamente salteada de citas literarias y alusiones culturales muy diversas, a las que cabe añadir minificciones, aforismos, relatos e incluso algunos poemas intercalados. Una lista de libros que figura al final del volumen auxiliará al concienzudo lector (los hay) que aspire a ampliar lecturas completando el sudoku de la citas literarias. ¡Una novela con bibliografía!

 Die Zweisamkeit se abre con un brillante y divertidísimo primer capítulo que nos permite conocer a sus personajes en conjunto, actuando de manera coral en la oficina en la que trabajan: una multicolor y convincente fauna de oficinistas que aparecen dibujados con grandes dosis de ingenio y un humorismo benévolo. El personaje principal ―el Autor― es un escritor novel que acaba de perder la virginidad literaria publicando su primera novela: un libro que se nos presenta como muy de amateur, jaleado cum laude por la familia reunida en pleno y entrañablemente recostado en la tostadora de la cocina (peor hubiera sido en una freidora): un verdadero bodegón a la manera de esos altares domésticos japoneses donde se consagran las novedades que entran en el hogar. Porque este Autor anónimo es un enamorado de la pluma que ha intercambiado su estatus de feliz e indocumentado escritor inédito por otro no menos envidiable de escritor invisible. Pero el Autor no solo es Legión; es decir, no solo escribe libros como casi todo el mundo, sino que incluso los lee, y no parece capaz de dar ni dos pasos seguidos sin verlo todo tamizado a través de sus abundantes lecturas: señal inequívoca del malévolo daimon literario que lo posee.

Y es que, como ya es marca de la casa en el hacer de Hermoso de Mendoza, el ingrediente metaliterario es importante en la novela. Un componente que tiene como segundo garante, después de el propio Autor, al personaje de Vidal: un lector insaciable capaz de renombrar con tino las calles de Logroño repartiéndoles títulos de Delibes a carretadas (¡ninguno en lengua tedesca, tranquilos!). Vidal es un oficinista solitario que cuenta con la única compañía de un perro llamado Stalin (quizás muerda), y que padece además el síndrome de Diógenes. Al igual que muchos eruditos que recolectan citas de obras ajenas para armar las suyas, Vidal husmea en los cubos de basura del barrio a fin de nutrir su colección de curiosidades de baratillo. Queda advertido el lector de que en Die Zweisamkeit el amor a la literatura evidencia ser un mal muy contagioso, una especie de covid literaria sin vacuna que salpica también a otros personajes, y que incluso podría infectar al lector desprevenido. Así le sucede al menos a Lidia, que sublima en una divertida ristra de aforismos, felizmente paródicos, su creciente desencanto por la relación que mantiene con su último novio, Marcos, un calenturiento cajero de supermercado aquejado de una compulsiva inclinación a practicar a todas horas el ars amandi con la linda becaria.

Si la propia literatura, como motivo de reflexión, es parte importante del libro, su otro gran activo son los personajes, incluidos aquellos que ni tan siquiera parece que lean. Es el caso de Margarita y de su madre Edurne, o del bueno de Casper (Julio) y de su nieta Lola, una niña insufriblemente ducha en redes sociales (futurible influencer o youtuber): personajes todos que representan la carga más humana de la novela y que solo tienen de raro aquello de que no escriben. Una nota más extraña es la que modula Marcus, fiel retrato de un maniático del trabajo (una verdadera rara avis en estas benditas latitudes de la dieta mediterránea) que se siente un don nadie fuera de su oficina. Habitante de un hotel sin ser millonario, parece uno esos personajes a los que un breve empujoncito del guión podría convertir en depositario de atroces secretos, pero que en la novela de Hermoso de Mendoza termina trabando una inocente amistad con el conserje de su hotel, Pablo, un fanático del pasapalabra (¡otra manera de enfermar por culpa de las dichosas palabras!). En su afición a las series televisivas (como también en su amor al trabajo, me temo) el solitario Marcus representa la contrafigura del Autor, que cuenta con una familia que lee sus escritos e incluso lo anima a despeñarse por el abismo de la literatura. Pero todo tiene sus límites en esta vida, y este narrador omnisciente, que tanto sabe y tanto lee, confiesa su impotencia a la hora de desvelarnos las entretelas de unos personajes tan impenetrables como la Mole o el Jefe. Don Ramiro, alias el Puto Amo, es, en efecto, una especie de entelequia del poder, una enigmática entidad que combina la invisibilidad con los gestos horteras, y que gusta de alienar a sus subordinados a ritmo de congas y aserejés. Y también en esto acierta el narrador.

Queda claro, pues, que el escenario inicial de la oficina no era el paisaje principal de la novela, sino solo el encuadre previo que posibilitaba la foto de familia de unos personajes que tocarán luego por separado, y que no volverán a cantar en coro hasta el velatorio de Edurne. Entre tanto, la trama se ha ido complicando y extendiendo por los más diversos e inesperados vericuetos: un viaje familiar en coche, un supermercado, la recepción de un hotel… Se hace evidente el propósito de pintarnos un variado universo de seres interrelacionados: una humanidad que ―literaturas aparte― vive sujeta a la difícil realidad de cada día. Finalizada esta primera sección de la novela, es el momento de tomar nota ya de la advertencia preliminar de Tolstói («la vida solo comienza cuando uno no sabe lo que ocurrirá») y no seguir desvelando más secretos del libro. Tan solo advertiré al lector de que le esperan no pocas sorpresas, que han comenzado ya con el inesperado protagonismo de una de las hijas del Autor, Hera, que pide la paz y la palabra para narrarnos, entre otras cosas, el divorcio de sus padres. A estas alturas ya no nos cabrá ninguna duda de que las novelas de Hermoso de Mendoza son una auténtica tierra de oportunidades: un territorio de libertad donde los personajes pueden aspirar, con plena legitimidad, a elevar su estatus al de narrador. Pero hay algo más en Die Zweisamkeit que me resulta imposible callar: una segunda novela dentro de la novela, leída gentilmente para nosotros por Hera. Una extraña y hermosa narración de la que nada diremos, salvo que constituye algo así como la cámara del tesoro donde se guarda la clave, el verdadero corazón del libro.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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«Por las tardes Julio pasea una hora (lo prescrito por el médico). En casa coge el móvil y escribe algo. Las publicaciones las entiende como una botella lanzada al mar, una red, un sedal con anzuelo. Una vez lanzado hay que esperar el resultado pacientemente, conectado, mirando la pantalla líquida. Algunas veces obtiene un like, un retuit, también muchos mensajes porno entrantes en el messenger, algún comentario, y en el mejor de los casos alguna solicitud de amistad que acepta por cortesía. Amistades distantes, frías, para él que la amistad la entiende como algo a frecuentar, a renovar cada día, un sentimiento que requiere proximidad, confianza, complicidad, intimidad; unas ideas que en el mundo tan cambiante y virtual en el que vivimos piensa que quizás estén ya en desuso. Su experiencia virtual es mínima, apenas unas semanas, pero tiene la sensación de que las redes, muy lejos de ayudarlo a paliar su soledad, la han dimensionado.»
«Los sentimientos de amenaza y angustia de los cuales creía sentirse cada día más liberado en los últimos tiempos habían vuelto a renacer. También el remordimiento. Pensó que lo único que había hecho todos estos años había sido huir. Pelear con sus contradicciones. Buscar un agujero, un margen, un no lugar. Lo indefinido. Para ir a meter la cabeza bajo tierra, hasta encontrar, finalmente, acomodo en la soledad de alguien que como él vivía también en el límite, en la frontera de sí mismo, en el anonimato de una tierra vaciada.»
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Noé en imágenes. Arquitecturas de la catástrofe, de José Joaquín Parra Bañón

En una galería del Museo Teylers de Haarlem (Países Bajos), encastrados en una vieja caja poligonal de madera, se conservan los restos de un famoso fósil: una salamandra gigante del Mioceno Superior (Andrias scheuchzeri), según la clasificara Georges Cuvier en 1811. Hasta ese momento, esta venerable petrificación era conocida ―en virtud de su cráneo antropomorfo― como Homo diluvii testis («Hombre testigo del Diluvio»), nombre que le impusiera en 1726 su descubridor, el médico suizo Johann Scheuchzer (autor, por otra parte, del célebre Herbarium diluvianum). Esta curiosa anécdota tiene un significado que va mucho más allá de la rectificación de un error (la historia de la paleontología está llena de ellas): es el elocuente testimonio de unos tiempos en que el estudio de los fósiles era considerado un valioso apoyo de la religión. Las ingentes acumulaciones de animales marinos fosilizados ―erizos, moluscos, crustáceos, incluso peces― que era posible hallar en las cumbres montañosas ¿qué otra cosa podían significar, si no era la veracidad del Diluvio, de esa catástrofe universal narrada en el Génesis? Cuando no se había desarrollado aún la estratigrafía ni se conocían los movimientos de la corteza terrestre o la deriva continental, buscar fósiles podía considerarse una labor de apostolado, una profesión de fe teñida de pragmatismo. Prueba de ello son las valiosas colecciones de fósiles conservadas en muchas instituciones religiosas europeas, así como el hecho de que destacados paleontólogos, incluso posteriores a Buffon o a Cuvier, pertenecieran a la Iglesia. Es el caso, en nuestro país, del canónigo Jaime Almera, catedrático de Geología en el Seminario Conciliar de Barcelona, que en 1877 publicara su Cosmología y geología, un manual de Ciencias de la Tierra con un importante contenido paleontológico. Almera pretendía conciliar los más recientes descubrimientos geológicos con la Revelación, y concluía su libro con un epílogo donde trazaba un llamativo paralelo entre el relato bíblico de los siete días de la Creación y los diferentes periodos geológicos de la historia de la Tierra.

Es difícil exagerar, pues, el gran influjo que la historia del Diluvio ha ejercido en Occidente, incluso en dominios alejados de la religión, la literatura o las artes plásticas. Un mito presente en numerosas culturas (como la variante narrada en la epopeya de Gilgameš), pero que en la tradición judeocristiana tiene como protagonistas particulares a Noé y a su Arca, imbuidos de un poder de fascinación comparable al de la misma catástrofe, y que una vez más ejercen su peculiar atractivo desde las páginas de este bellísimo volumen que acaba de publicar Atalanta, Noé en imágenes. Arquitecturas de la catástrofe. Su autor, José Joaquín Parra Bañón, es catedrático de la Escuela Superior de Arquitectura de Sevilla, y autor de ensayos como Pies de foto para arquitecturas descalzas (2021), Arquitectura de la melancolía (2019) o El oído melancólico (2018). Noé en imágenes, su último libro, es un estudio sobre la figura del longevo patriarca, a la vez que un completísimo álbum de imágenes relativas a su aventura con el Arca, espigadas de muy variadas fuentes, perfectamente reproducidas y comentadas. Un texto brillante e inteligente, servido por una prosa muy imaginativa, barroca en el mejor sentido de la palabra, no exenta de ironía, que se modula entre los registros académicos y coloquiales, la nota erudita y la apostilla ingeniosa, con frecuencia humorística. ¡Lo cortés no quita lo valiente! Un estudio ciertamente ameno, donde abundan toda suerte de analogías y comparaciones (no solo con el arte moderno o la arquitectura), muchas veces sorprendentes o incluso arriesgadas. Haciendo de la erudición estilo, Parra Bañón ha sabido alumbrar un texto que está a la altura del sugerente álbum de imágenes que acompaña, presentándonos la vieja figura de Noé y de su Arca bajo una luz nueva.

En el primer apartado de su libro, Definición de Noé, Parra Bañón enfatiza el carácter arquitectónico que se aprecia en muchas de las representaciones del Arca («crisálida de la arquitectura»), a la que considera fruto de la arquitectura civil más que de la ingeniería naval; una casa o refugio antes que un navío, solo apto para flotar como una cabaña arrastrada por la riada. Parra Bañón analiza también las numerosas controversias formales presentes en los textos que aluden al Arca, cuyas conclusiones no siempre fueron compartidas por los artistas. Entre las diversas posibilidades de recreación ―casa, navío o soluciones híbridas―, la predominante parece haber sido la primera, quizás porque la principal preocupación de dibujantes y estudiosos consistiera en conferirle una mayor capacidad al Arca. Lo difícil no era que flotase, sino que pudiera contener un pasaje que resumiera la vida animal sobre la Tierra. De ahí las formas rectilíneas y cuadrangulares de tantas propuestas iconográficas en las que resulta difícil reconocer un navío. Además de analizar minuciosamente las Etimologías de Isidoro de Sevilla o repasar las representaciones de Noé en templos y museos españoles, Parra Bañón nos ofrece ―entre otros análisis interesantes en los que no podré detenerme― un amplio comentario del pasaje bíblico referidos al Diluvio. Los cuatro capítulos del Génesis (6-9) que narran la historia de Noé, no obstante la parca información que contienen, han generado una gran diversidad de figuraciones plásticas, solo comparable ―en opinión de Parra Bañón― a las inspiradas por el Apocalipsis de San Juan. Un símbolo, en suma, que ha sido «construido más por los retratistas que por los novelistas; más por los dibujantes que por los poetas o los exégetas». La imaginación plástica ha rellenado, por así decir, los huecos de una historia más bien esquemática, de tal manera que «no es posible saber nada hermoso sobre Noé ni sobre su casa sin asomarse a la deslumbrante y desasosegada iconografía que ha modelado su figura y ha caracterizado sus hechos». Buena prueba de ello sería el embarque de animales en el Arca, un episodio del que apenas nos aporta detalles el Génesis, pero que muchos ilustradores se han tomado como un reto a su inventiva y habilidades artísticas, recreándolo de muy diversas maneras, en ocasiones, bastante ambiciosas. Algunos, en buena lógica, ni tan siquiera han dejado de incluir animales fabulosos entre el pasaje, como el unicornio o el grifo. ¿Cómo podrían figurar en los bestiarios medievales si no se hubieran salvado del Diluvio?

La segunda y tercera parte del libro corresponden a la exposición y comentario, tanto general como particularizado, del completísimo álbum de imágenes que acompaña a la edición: miniaturas, mosaicos, caligrafías, estampas, xilografías, aguafuertes, temples, óleos… Son casi dos centenares de imágenes pertenecientes a los periodos medieval, renacentista y barroco del arte europeo. No se recogen testimonios posteriores al siglo XVIII (como tampoco, esculturas). En esta compleja derrota a través de los siglos, países y técnicas artísticas, Parra Bañón ha trazado un itinerario dividido en doce estaciones: construcción del Arca (o más bien, edificación), embarque, navegación (o más propiamente dicho, flotación), desembarco, sacrificios, embriaguez de Noé, etc. Doce amplios camarotes en los que Parra Bañón ha distribuido ordenadamente el abultado pasaje de viñetas que dan vida a su texto. Si en el primer apartado del libro las imágenes servían de complemento al estudio monográfico, ahora sucede justamente lo contrario, aunque tampoco faltan, ni mucho menos, comentarios de índole más general. Para una mejor aproximación a las imágenes, el autor ha dispuesto sus materiales en dos series paralelas. La primera de ellas (Noé en doce escenas) reúne los comentarios generales y particulares de la segunda (Noé en sus escenarios), donde se recoge el álbum iconográfico. Una primera lectura la haremos, pues, saltando de las explicaciones a las imágenes, conforme avanzamos en las dos series a la vez. Pero también será posible iniciar una segunda lectura más enfocada al simple disfrute visual. Las breves introducciones que acompañan a esta segunda serie, de carácter más general y libre, verdaderas recreaciones literarias, nos servirán, llegado el caso, de bitácora adicional.

En cada una de estas doce etapas en que Parra Bañón ha descompuesto la hazaña de Noé, las diferentes imágenes que las integran también figuran ordenadas según diferentes criterios. Así, en las correspondientes a la construcción del Arca se aprecia una escala creciente de complejidad. De un Noé que trabaja como simple carpintero, ayudado por su familia o incluso en solitario, pasaremos a ver a un maestro de obras investido de las credenciales del arquitecto, que dirige una extensa cuadrilla de obreros especializados, equipado con la vara de medir, planos o incluso una maqueta a escala de su proyecto. Un proceso hacia la verosimilitud que alcanza su cima en las pormenorizadas y complejas recreaciones prismáticas de Athanasius Kircher y Jan Luyken, ya en pleno siglo XVIII. El mayor o menor carácter marinero del Arca, los distintos movimientos del cuervo y la paloma, las actitudes de sus tripulantes, la diferente representación de los ahogados (en ocasiones todavía vivos, nadando o agarrándose al Arca) o el mayor o menor desorden en el desembarco de los animales son algunos de los criterios de clasificación ―entre otros muchos― que le permiten a Parra Bañón marear con brújula por este abigarrado océano de estampas. Una apasionante singladura que culmina con los episodios de la embriaguez y muerte de Noé, y que tendrá su éxplicit bibliográfico, su colofón lírico en el brillante epílogo que cierra el volumen: Jonás en Nínive. Se concluye así un trabajo académico y literario de primer orden, a la altura de la variedad de imágenes y significados que sustentan la historia de Noé. Y es que el mito, en su espesor simbólico, seguramente necesita de este doble asedio, entre erudito e imaginativo, para revelarnos todos sus secretos.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también ha sido publicada en El Cuaderno

«Pocos son los creadores que aspiran a ser verosímiles en la representación de las escenas bíblicas. Los mitos y las creencias no necesitan la realidad, pues se conforman con su sombra, con su aparición efímera y difusa. La verdad queda arrinconada, por ejemplo, en el ángulo inferior izquierdo, contenida en la forma del hacha con la que desbastan el tronco destinado a suministrar una cuaderna o reducida al anacrónico ropaje que los flamencos hacen vestir a los hijos de Noé. El propósito no es reproducir sino evocar; no informar sino suscitar. Las estampas que biografían a Noé, quien suele carecer de los atributos de la santidad, que no está coronado por la aureola ni por el aro resplandeciente que identifica a quienes son objeto de devoción, están insufladas por el deseo, por un propósito poético que en pocas ocasiones se ve trastornado por la vocación pedagógica.»
 «A partir de los trabajos de Kircher, de sus teorías y de los deslumbrantes dibujos que se hicieron bajo su dirección para ilustrar sus postulados, otros desarrollaron hipótesis en el mismo sentido y desde la misma certeza: que el Arca era viable como arquitectura. Como hangar colosal, como almacén titánico, como establo polifémico, como edificio de madera levantado de acuerdo no con las artes de los carpinteros de ribera sino con las técnicas de los constructores de pirámides.»
 «Noé no es el patriarca navegante: es el flotante. Noé no es el intrépido capitán del navío. No es el piloto del Arca que levita entre lo superfluo y lo subacuático. Está más próximo a Jonás que a Jasón porque, al igual que el profeta escondido en la bodega del barco y luego aprisionado en el vientre cavernoso del cetáceo, se deja llevar. Carece de voluntad. Él no va a ningún lado porque no tiene adónde ir. El Arca es un torpe, precario, disfuncional vehículo. Su travesía poco tiene que ver con la idea de viaje, de periplo, de aventura marítima. Odiseo no es de su estirpe.» 

Homo diluvii testis

 

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Nubes flotantes ya envejecidas, de Can Xue

Algo tiene la realidad que en ocasiones nos resulta decepcionante o incómoda. Quizás por ello el artista no se conforma casi nunca con efectuar su mero retrato, y prefiere enriquecerla o superarla de alguna manera. Esta elaboración de la realidad es siempre legítima, sobre todo si alcanza sus fines mediante la excelencia artística y no pretende enmascarar ninguna verdad. Muchas veces se trata simplemente de embellecerla, de resaltar sus rasgos más amables o positivos. Pero también es posible seguir un camino opuesto, el que pasa por exagerar las notas repulsivas. Tal sucede en Nubes flotantes ya envejecidas (1986), de Can Xue (1953), una novela que aspira a ser el retrato de una sociedad en descomposición, de una comunidad afectada por un deterioro que alcanza hasta las últimas fibras de su tejido social: la deprimente pintura de unas relaciones humanas sumidas en un terrible infierno en el que cada individuo actúa como víctima y verdugo a la par. No cabe duda de que en la inmisericorde mirada que la autora dirige a sus personajes se ha cargado mucho las tintas, aunque no porque se pretenda en modo alguno falsear la realidad. Esa fealdad humana en la que tanto parece complacerse Can Xue actúa no solo como un revulsivo, sino también como símbolo de una verdad más general. Una novela, en suma, más realista que la realidad misma.

Can Xue (seudónimo de Deng Xiaohua) es una de las voces más destacadas de la literatura china actual, autora de una importante obra narrativa, de corte experimental y vanguardista, en la que destaca su gran novela La frontera (2008), también traducida y publicada en nuestro país por Hermida Editores. Nubes flotantes ya envejecidas (1986) es uno de sus primeros y más reconocidos textos. Una novela que logra involucrar al lector en una historia en la que suceden pocas cosas, pero en la que se nos desvelan, de manera cíclica y perfectamente dosificada, los relieves de la alterada personalidad de sus protagonistas. Breves miradas retrospectivas, a modo de flashback, nos revelan también sucesos significativos de sus biografías, importantes para comprender el origen de las variadas patologías que los aquejan. Unos personajes que, no obstante su mezquindad y locura, nos contagian algo del voyerismo extremado que padecen, de tal manera que nos resultará muy difícil abandonar el libro antes de su final; es decir, renunciar a esa mirada que los desnuda ante nuestros propios ojos. Por lo demás, Nubes flotantes ya envejecidas es una novela que, en virtud de su particular elaboración literaria, nunca resulta demasiado desagradable o hiriente para el lector. Tanto el tono hiperbólico de la narración como las escenas surrealistas que la conforman, trufadas de diálogos inconexos, flujos de conciencia y transiciones abruptas nos permiten distanciarnos del sufrimiento de sus personajes.

Nubes flotantes ya envejecidas es además una novela rica en contrastes. Por un lado, el existente entre la inequívoca mirada que la narradora dirige a sus personajes y situaciones ―descritos con una singular dureza―, y la sutil atmósfera simbólica en la que envuelve su discurso narrativo, que difícilmente podríamos descifrar si no contáramos con la espléndida anotación de su traductor, Blas Piñero. Por otro lado, la aguda sensibilidad a los olores que manifiestan muchos de los personajes parece compadecerse poco con su grosería y suciedad, que se sustancia en los reiterados gestos soeces que ejecutan a cada momento (eructar, ventosear, gargajear, hurgarse los dientes, orinar en lugares públicos…), que la autora subraya mediante un variado muestrario de onomatopeyas, un recurso del que se vale con frecuencia y que en ocasiones añade una pincelada cómica a las escenas. La suciedad corporal de los personajes, símbolo de una sociedad corrompida, se extiende a todo cuanto los rodea, desde su propio vestuario o la casa en que viven a las calles que transitan. Las numerosas flores que aparecen de manera reiterada en el texto (moral blanco, osmanto, trompeta del diablo, adelfa o crisantemo) cumplen también una importante función simbólica, hasta el punto de que los nombres femeninos de algunos personajes tienen connotaciones florales. La circunstancia de que estos hombres y mujeres, inmersos en un medio físico tan degradado, se sientan ofendidos por los olores florales, incluso por sus más apreciadas fragancias, significa la alteración que sufre el entorno social y familiar en el que viven: una especie de mundo al revés.

Dos familias vecinas encuadran a los principales personajes de la novela. Por un lado, la formada por el Viejo Kuang y su mujer Xu Ruhua; por otro, la que integran Geng Shanwu, su esposa Mu Lan y la hija de ambos, Fengjun. A la falta de comunicación que media entre ellos, a su destructiva manera de relacionarse, se añaden una serie de pulsiones patológicas que los caracterizan (aunque no en exclusiva). Así, el Viejo Kuang vive obsesionado por conservar la salud, que considera garantizada gracias a su desmedida ingesta de habas. Su mujer, Xu Ruhua, se pasa el día esparciendo insecticida en el hogar, aun reconociendo que le resulta muy nocivo. Su vecino Geng Shanwu utiliza como almohada, durante el descanso nocturno, dos ladrillos que bien pudieran servirle, llegado el caso, como arma defensiva… No parece necesario insistir en el carácter autodestructivo de estas manías. Los dos matrimonios cuentan además con sus respectivos suegros y suegras, personajes no convivientes de los que ni tan siquiera se nos facilita el nombre, pero que contribuyen eficazmente, con sus fugaces y demoledoras intervenciones, a oscurecer el panorama familiar. La suegra de Mu Lan es una anciana extremadamente autoritaria y grosera, amiga de sembrar cizaña entre los esposos, que atormenta a su nuera mediante esquelas anónimas en las que le dicta normas de conducta. El suegro del Viejo Kuang no solo es un cleptómano empedernido, sino también el mayor voyerista de la novela. El hecho de que la generación de los mayores supere en vileza a la más joven (contradiciendo la valoración positiva de la ancianidad que defiende el confucianismo) me parece que abunda en esa imagen de mundo al revés que caracteriza al medio social en que viven.

Pero la principal lacra que sufren los personajes de Nubes flotantes ya envejecidas, y que se expande más allá de su círculo familiar, es la de su voyerismo extremado: un verdadero leitmotiv que impregna a la novela de principio a fin. Su contexto histórico, el asfixiante clima de delaciones que caracterizó a la Revolución Cultural China (1966-76), no aparece explicitado, sin embargo, en parte alguna del texto, y solo podremos deducirlo gracias a la anotación de Blas Piñero, que nos descifra la compleja simbología de la novela. En el sinsentido que define las atormentadas existencias de los personajes de Nubes flotantes, el espionaje que se infligen mutuamente ni tan siquiera tiene la justificación de obedecer a una consigna política. Se ha convertido en el reflejo patológico de un proceso más amplio y general. Una novela, pues, en cierto sentido hermética, sobre todo en lo que respecta a su trasfondo político. Alejada de todo análisis o crítica macroscópica de la sociedad, a Can Xue le ha bastado con dirigir la mirada a sus componentes menores para detectar la enfermedad que padece, liberando a su crítica de esa reducción simplista que debilita a tantas otras en exceso explícitas. Trasciende así la novela el estrecho marco de su momento histórico, adquiriendo una universalidad que la hace válida para referirse a cualquier sociedad, pasada o futura, que no haya sabido salvaguardar la dignidad de los seres humanos que la integran.

Este patológico afán por husmear las vidas ajenas opera fundamentalmente a través de dos instrumentos, la ventana y el espejo, que a fuerza de repetirse se erigen en símbolos del voyerismo. Si la palabra ventana muchas veces puede connotar un significado positivo de luminosidad o apertura, en la novela de Can Xue aparece degradada a simple herramienta de espionaje. Algo similar sucede con el espejo, que ni tan siquiera deviene en símbolo narcisista, pues la mirada de los personajes apunta invariablemente a los demás. Se pierde así el valor positivo del espejo como medio de introspección. La única excepción sería ese neurasténico observarse a sí mismo que padecen algunos personajes, como Xu Ruhua, obsesionada por la decrepitud de su cuerpo y sus perennes disfunciones digestivas. Una consecuencia inevitable de este patológico voyerismo es una desconfianza generalizada hacia los demás. El miedo a ser espiados que comparten todos los personajes favorece a su vez el desarrollo de otras fobias, como la agorafobia (temor a los espacios abiertos) que padece Mu Lan, la psicosis paranoica del Viejo Kuang o la entomofobia (miedo a los insectos) que sufren Gen Shanwu y Xu Ruhua: afecciones todas muy extendidas durante la Revolución Cultural, según nos documenta el traductor.

Los sueños son otro motivo recurrente en la novela. La frustración que sufren sus personajes, consecuencia de las relaciones anómalas que mantienen, se canaliza con frecuencia a través de sus experiencias oníricas (en ocasiones compartidas), que actúan como válvula de escape de sus temores y deseos reprimidos, aunque sin dejar por ello de provocarles una intensa angustia. Es el caso del sueño de Geng Shanwu con la tortuga: un sueño que remite ―según la simbología china― al deseo sexual que experimenta por su vecina Xu Ruhua, con la que mantiene una relación ilícita no menos decepcionante que todas las demás. Unos sueños que contribuyen a la consecución del clima surrealista que se respira en la novela, pero cuyo carácter trastornado nunca supera, curiosamente, al de muchas escenas y comportamientos de vigilia. Una repulsiva y omnipresente fauna de ratas y sabandijas diversas (arañas, escarabajos, polillas, chinches, hormigas, moscas, pulgas…) añade su particular pincelada siniestra a muchas de las escenas y sueños. Con todos estos elementos, reales o soñados, la novela avanza inmersa en un implacable y acelerado crescendo de tensión, que alcanza su apogeo surrealista en su tercera y última parte, en la que brilla singularmente la alucinada prosa de Can Xue, y que culmina en un espeluznante paroxismo de muerte y horror.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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«Cuando alargaba la cabeza a través de la ventana, descubría que en otras dos ventanas más del edificio había también cabezas asomándose al exterior tal y como hacía la suya. Luego se volvía y miraba la oficina y todo aquello que la componía. Para su sorpresa, veía a sus compañeros de pie, con las manos cruzadas a la espalda y sus rostros pegados a la ventana. Parecían meditar ensimismados sobre algo. Entonces él, con gesto endiablado, se dirigía al pasillo y se ponía a fisgonear lo que hacía el resto de sus compañeros a través de las grietas de las paredes. Los rostros que asomaban por las ventanas del edificio le parecían a Geng Shanwu particularmente serios. Algunos de ellos se paseaban por la oficina y se veían muy preocupados.»
«Tres años atrás, la suegra de Xu Ruhua vio un grillo en el piso, y desde ese día el Viejo Kuang se vio obligado por ella a comprar insecticidas de todo tipo. Ella les pedía que echaran por todas partes un par de veces al día. Pero el insecticida tenía el efecto contrario del esperado. Cuanto más lo echaba sobre el grillo, más grande se hacía el insecto. La madre culpó a su hijo de haber comprado un insecticida de mala calidad y le pidió que echara dosis más grandes. La anciana, en realidad, se volvía loca cuando sus órdenes no daban buen resultado
 «El viejo Kuang quería plantar delante del piso una parra para que diese uvas, y detrás instalar un invernadero para cultivar flores, pero nada de eso llegó a realizarse porque los grillos invadieron el lugar y lo asolaron. Con el paso del tiempo, horrorizado, descubrió que su mujer era una rata. Ella, parsimoniosamente, roía y roía cualquier cosa que llegaba a su boca, y se oí el ñac, ñac…, ñac, ñac… de los mordiscos. Xu Ruhua había hincado sus dientes en cada uno de los muebles de la casa. Había marcas de ellos en todos, y una noche, mientras dormía, el Viejo Kuang sintió que algo le pinchaba en la nuca. Se llevó la mano para ver lo que era y descubrió que tenía sangre.»
(Traducción de Blas Piñero Martínez)
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Muros de Troya, playas de Ítaca. Homero y el origen de la épica, de Jacqueline de Romilly

En su Historia de los animales, Aristóteles señala como edad límite para la vida de un perro los veinte años. Un pronóstico optimista que no era, sin embargo, ni caprichoso ni infundado, pues se apoyaba en la autoridad del más grande de los poetas, Homero, al que el filósofo griego citaba como fuente digna de todo crédito. El cálculo no podía fallar. La suma de los diez años de la Ilíada y los otros tantos de la Odisea daba como resultado las dos décadas que vivió Argos, el perro de Ulises. El héroe lo había dejado siendo todavía un cachorro, y ahora, transcurridos veinte años, lo reencontraba viejo y abandonado, aunque capaz todavía de reconocerlo bajo su disfraz de mendigo antes de morir: una emotiva escena que contrastaba la grandeza de la gesta desempeñada por el héroe con la limitada existencia de un perro. Concedía así el poeta una escala temporal de mayor cercanía a esa portentosa serie de aventuras protagonizadas por Ulises, que comprenden tanto su participación en la hazaña colectiva de la guerra de Troya como la proeza individual de su accidentado retorno a Ítaca.

Creamos o no en la excepcional longevidad de Argos, la cita de Aristóteles sirve al menos para testimoniar el enorme respeto de que gozaba la figura del poeta de Quíos en la cultura griega de su tiempo, incluso en dominios tan alejados de lo heroico como la historia natural. Una prevalencia que no se extinguió con el fin del mundo clásico y que ha llegado hasta nuestros días. Cómo pudo producirse esa fascinación por los poemas homéricos, de qué manera se generaron y en qué valores literarios se sustentan son algunos de los misterios que va a desvelarnos esta valiosa monografía que acaba de publicar Siruela: Muros de Troya, playas de Ítaca. Homero y el origen de la épica, obra de la eminente filóloga francesa Jacqueline de Romilly (1913-2010), destacada académica y profesora de Griego Clásico en las universidades de Lille y París. Hablamos de un ensayo profundo y riguroso, escrito con un propósito divulgativo, pero que acierta a desplegar ante nuestros ojos toda la riqueza y complejidad de los poemas homéricos. Un libro que se lee también con enorme placer, y que nos facultará para dirigirles una mirada renovada en nuestro próxima relectura. El inagotable poder de seducción de los clásicos se nutre también de estudios como este.

En sus dos primeros capítulos, el libro se ocupa de la génesis de los poemas, requisito previo al estudio de sus valores literarios. Entre el final de la cultura micénica (c. 1200 a. C.) ―momento en el que se produciría el asalto a Troya que inspiró a los poemas― y la vida de Homero (c. 800 a. C.) se extiende una especie de Edad Media griega caracterizada por la tradición oral de la épica, que los investigadores de la pasada centuria intentaron reconstruir estudiando la manera de hacer de los modernos bardos yugoslavos. Una rica tradición oral que alumbraría también otras epopeyas de las que tenemos alguna noticia, pero que no se han conservado. En esta tradición oral de los aedos, la autora subraya la importancia de las fórmulas, repeticiones y epítetos épicos, que «descargan a la invención o a la memoria». Estas y otras cuestiones referentes a la tradición oral, expuestas en este capítulo preliminar, permiten a la autora fundamentar un breve bosquejo de la denominada «cuestión homérica»: una encendida controversia, ya antigua, en la que se inserta defendiendo una posición intermedia entre analistas y unitarios; es decir, situándose entre aquellos que resaltan el carácter híbrido de los poemas (obra de diversos poetas en sucesivos momentos), y los que subrayan su homogeneidad, justificando contra viento y marea sus aparentes fallos de coherencia. A lo largo de todo su libro, De Romilly contrapone reiteradamente el diferente carácter de los dos poemas, pero sin dejar de considerarlos en ningún momento obra de un mismo autor, Homero, aunque compuestos quizás en diferentes estadios de su vida,

Una de las grandes sorpresas que nos depara la lectura de los poemas homéricos es, según De Romilly, la solidez que respira su estructura compositiva, sobre todo si hacemos cuenta de la enorme complejidad de sus fuentes y el demorado proceso creativo que los alumbró. La Ilíada fundamenta su bien trabada arquitectura argumental en varios puntales esenciales. El principal motivo ordenador es el de la cólera de Aquiles, ya enunciada en los primeros versos. Pero las abundantes batallas que jalonan el poema, siempre diferentes, así como las escenas entre los dioses, tan determinantes en el desarrollo de la gesta, contribuyen también a darle una mayor variedad y relieve. En la parte correspondiente al bando troyano, De Romilly subraya la importancia de los cuadros familiares que componen las figuras de Héctor y Andrómaca, Hécuba, Elena, Príamo o Paris, que añaden al poema un peculiar relieve trágico ausente en el bando griego, integrado sobre todo por guerreros. Esta complejidad estructural es aún mayor en la Odisea, como consecuencia de los diferentes tiempos y escenarios que la integran: Telemaquia, peregrinaje de Ulises, y llegada del héroe a Ítaca con la subsiguiente matanza de los pretendientes. Pero también por las diferentes voces que cuentan la gesta: primero, por la del narrador; y luego, por el propio Ulises, que narra las peripecias de su peregrinaje ante la corte de los feacios. A este respecto, De Romilly destaca también el papel vertebrador que cumplen las tres poderosas figuras femeninas del poema ―Calipso, Medea y Nausícaa―: eslabones de una curva ascendente de interés que prepara el reencuentro final del héroe con Penélope.

Dando un paso más en su aproximación a las gestas homéricas, De Romilly analiza los recursos poéticos que las articulan y enriquecen. Es el caso de los denominados «versos formulares», encuadrables dentro de una economía de medios, propia de la tradición oral, que no le impide al poeta contraponer los caracteres de sus personajes sin reducirlos a meros estereotipos. Pero el análisis más atractivo e interesante de este capítulo quizás sea el de las «comparaciones asimétricas»: aquellas en las que el término de comparación se dilata hasta constituir una breve pintura descriptiva de gran belleza. Estos cuadros comparativos evocan con frecuencia fenómenos atmosféricos (tempestad, tormenta…) o animales salvajes (león, jabalí, águila…), aunque también apacibles escenas familiares y cotidianas, como la vida en el campo o, incluso, los juegos infantiles. Subraya De Romilly que este procedimiento cumple una función plenamente literaria, al servicio de la riqueza del texto, y no de simple relleno. Esto explicaría su mayor frecuencia en la Ilíada, donde sirven de contrapeso a la larga serie de batallas y enfrentamientos que la sustentan: una necesidad que no se da tanto en la Odisea, donde se recogen una mayor variedad de situaciones y paisajes ajenos a la guerra. Finaliza Jacqueline de Romilly su interesante capítulo señalando algunos procedimientos poéticos que le permiten al autor intervenir en el relato, dotándolo de una mayor vivacidad. Así sucede cuando el poeta, en momentos de especial emoción, se dirige al personaje, anticipa el momento de su muerte o profiere un comentario piadoso enfatizando el daño que supone su pérdida.

Es importante recordar que tanto la Ilíada como la Odisea constituyen las fuentes literarias más antiguas con que contamos para el conocimiento de la mitología griega y sus dioses. Omnipresentes en las dos epopeyas (sobre todo en la Ilíada), las muy humanizadas divinidades homéricas se nos presentan como miembros de una familia dividida en bandos por causa la guerra, y que protagonizan con frecuencia todo tipo de rencillas e intrigas. Unos enfrentamientos que en ocasiones «rayan en la comedia», como sucede en muchas de las trifulcas matrimoniales de Zeus con Hera. Una cuestión crucial para De Romilly es la de dilucidar hasta qué punto los dioses ―Zeus en concreto― se presentan como garantes de la Justicia, una función que cumplen de manera desdibujada y errática en la Ilíada, y más inequívoca en la Odisea. A este respecto, la estudiosa francesa se pregunta también si las actuaciones de los héroes obedecen a su libre elección o se ven determinadas por la voluntad de los dioses. La respuesta a esta difícil cuestión (que no me parece otra que la del libre albedrío trasplantada a la religión antigua) pasa por reconocer una «doble causalidad» que salvaguardaría la dignidad de los hombres. De los varios aspectos tratados por De Romilly en este capítulo referido a los dioses, uno de los más interesantes, a mi manera de ver, es el que atañe al papel que representan los elementos maravillosos en los poemas homéricos. Es digno de resaltarse que todas las intervenciones y apariciones divinas se produzcan casi siempre de la manera «menos chocante posible», adoptando en general una forma humana que no asuste ni sorprenda demasiado. Esta señalada «discreción» de Homero frente a lo maravilloso coloca a sus poemas en las antípodas de Las mil y una noches, y se detecta en una manera de narrar los mitos que prescinde de sus notas más inverosímiles. Incluso en el fantástico mundo de la Odisea los monstruos «nunca se describen en su extrañeza», silenciándose muchos de los rasgos anómalos de su anatomía, que solo conocemos por otras fuentes.

Reserva De Romilly sus dos últimos capítulos para el análisis del héroe homérico, una figura que ha logrado conservar su poder de fascinación hasta nuestros días. Unos héroes que llevan al límite todo cuanto puede exigirse a la condición humana, pero sin sobrepasarla nunca. Monarcas, en su mayoría, de sus respectivos dominios, los actos de valentía que protagonizan a diario en los combates son la contrapartida ineludible a los privilegios de que disfrutan. Pero este valor heroico no es en Homero un mero cliché, fijo e inmutable. No solo se materializa de manera harto diferente en cada poema, sino que cada héroe en particular lo manifiesta con un talante particular que el propio poeta se preocupa de resaltar y contraponer. Una diferenciación que se extiende también a los personajes femeninos de los dos poemas (Andrómaca, Helena, Nausícaa o Penélope), como De Romilly nos recuerda oportunamente. Son igualmente patrimonio de los héroes homéricos la piedad (oraciones a los dioses y sacrificios) y todos los valores relacionados, como el respeto a los juramentos o el cumplimiento de los deberes de hospitalidad. En este sugerente estudio del héroe homérico resulta especialmente interesante la comparación que establece De Romilly entre la visión tan favorable de héroes y heroínas que nos ofrece Homero (de Helena, muy singularmente), y la más sombría y crítica de los grandes dramaturgos griegos posteriores, como Esquilo o Eurípides, que ven ejemplificados en su conducta todo tipo de vicios y excesos.

Cierra el ensayo un breve capítulo en el que se resume el éxito, difusión e influencia posterior de los poemas homéricos: una cantera inagotable que a través de los siglos ―y más allá de su valor como modelo literario― ha servido para extraer la más variada suerte de materiales: ejemplos de índole moral, significados ocultos, valores simbólicos o, incluso, ejercicios escolares… En uno de sus más célebres ensayos, Naturaleza, Ralph Waldo Emerson (1803-1882) reprochaba a su época el defecto de ser «retrospectiva». Según el filósofo de Concord, las generaciones antiguas miraban cara a cara a Dios y a la Naturaleza, mientras que las sucesivas ―la suya especialmente― se limitaban a mirar a través de los ojos de quienes los habían precedido, sin aportar nada nuevo. Aunque las cosas han cambiado mucho en estos dos últimos siglos, no cabe duda de que resulta difícil liberarse de la tradición, y que una parte considerable de la belleza del mundo todavía la continuamos percibiendo a través de unos ojos tan antiguos como los del propio Homero.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también ha sido publicada en El Cuaderno

«Es posible que, de estas tres figuras femeninas, solo Circe, la primera, proceda de la tradición y que las otras dos [Calipso y Nausícaa] hayan sido creadas por el poeta; pero, de todas formas, ¡qué hermosa escala y qué variedad! Estas tres figuras, cada vez más cercanas y humanas, preparan la auténtica llegada junto a Penélope. Las tres mujeres habrían querido quedarse con Ulises o tener un marido como él. Pero, más allá de estas tres treguas, regresa a Ítaca, a su pobre islita y a su esposa ya no tan joven.»
«Todo ocurre como si, cuando estuviera encerrada en una acción tensa y delimitada, la epopeya necesitara medios para ampliar las perspectivas y descentrar el interés, pero dejara de necesitar recurrir a ellos cuando las circunstancias la paseasen por toda la diversidad concreta de lo real. La Ilíada tiene obreros agrícolas en sus comparaciones, pero una parte de la Odisea transcurre junto al porquero Eumeo, y la Ilíada tiene tempestades para evocar el enfrentamiento de los guerreros, pero la Odisea presenta a Ulises preso de la auténtica tempestad.»
«Es más, cuando alguien relee el propio texto de Homero, aún hoy en día, es difícil resistirse a esa sencillez directa y sin embargo matizada, a esa vida radiante y sin embargo cruel, a esos relatos llenos de maravillas y sin embargo profundamente humanos.»
(Traducción de Susana Prieto Mori)

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Bibliotecas imaginarias, de Mario Satz

Para muchos enamorados de los libros, uno de los episodios más emocionantes de El nombre de la rosa, la célebre novela de Umberto Eco, lo constituía el escrutinio bibliófilo que sus protagonistas emprendían en la misteriosa abadía en que se albergaban, provista de una biblioteca excepcionalmente bien surtida de códices únicos y sorprendentes. No cabe duda de que una biblioteca representa, para muchos lectores, el más maravilloso de los escenarios: un lugar de encuentro donde es posible el gozoso hallazgo de ese libro (quizás no conozcamos ni su título ni su autor) que colmará todas nuestras expectativas, revelándonos misterios o bellezas incomparables. Tales anhelos y fantasías ―más o menos presentes en cada lector― están en la raíz de este nuevo libro de Mario Satz, Bibliotecas imaginarias: un amplio muestrario de bibliotecas ―algunas reales, la mayoría inventadas― que incluye configuraciones tan asombrosas como la de una biblioteca de Praga que reproduce, en su retorcida arquitectura interna, el inferno de Dante. Verdaderas cámaras del tesoro que albergan, en muchas ocasiones, volúmenes tan fantásticos como un «libro de hojas especulares de bronce» que nos permite indagar en nuestro interior, otro cuyo protagonista cobra vida para reclamar el propio volumen a su encuadernador, o incluso uno ―su autor es la misma Naturaleza― que se nos revela escrito por las pisadas del tigre sobre la nieve.

Biblioteca imaginarias, el último trabajo publicado por Mario Satz (Acantilado, 2021), representa una admirable síntesis de conocimiento y poesía. Un feliz ejercicio literario y de imaginación que se fragua en una colección de atractivas estampas que conducen al lector de sorpresa en sorpresa. Evocaciones de diferentes épocas llenas de colorido, que tienen al libro como protagonista y que testimonian en su autor amplios conocimientos históricos, así como una singular maestría para alumbrar escenas de una conmovedora belleza. Pocos libros obran el milagro de conservar despierta la atención del lector hasta sus últimas páginas ―máxime en un volumen que recoge casi medio centenar de relatos―, sin que decaiga el interés y manteniendo idéntica calidad y variedad en todas y cada una de sus historias. Un título que viene a sumarse a otros anteriores del mismo autor, como Pequeños paraísos o El alfabeto alado, imbuidos también de un singular encanto. Sabíamos por Borges que las bibliotecas podían contener infinitos libros, pero no sospechábamos que un libro ―ni tan siquiera de arena― pudiera recoger tantas y tan sugestivas bibliotecas.

Especial desasosiego nos suscitan las bibliotecas perdidas, aquellas que salvaguardaban libros que ya no podremos leer. Se ha roto un valioso vínculo que nos unía con el pasado: «escribimos para iluminar el nexo entre las generaciones que ya no están y las que aún no han venido». Son muchas las amenazas que se ciernen sobre el libro, que en la fértil imaginación de Mario Satz incluyen casos tan peregrinos como el de una biblioteca atacada por un extraño hongo violeta que vuelve ilegibles sus volúmenes. Pero es la propia mano del hombre la responsable más habitual del daño. Porque la historia de los libros es también la de su destrucción, sujetos como están a pérdidas, incendios y robos: a las guerras, exterminios y odios que entreveran la historia de la Humanidad. Así, veremos a la intolerancia religiosa cebándose en la quema de unos códices mayas (La cueva de los códices), o en la destrucción de una biblioteca andalusí a manos de tropas bereberes (Madinat Al-Zahra). Recintos de paz y sabiduría que se transforman, de la noche a la mañana, en escenarios del horror, como así sucede en una biblioteca infantil del gueto de Varsovia durante la ocupación nazi (La salvación por la lectura). El libro, testimonio de la razón humana frente a la barbarie, es una de las primeras víctimas de la guerra, al igual que los niños. En algunos casos las bibliotecas se salvan de su destrucción desapareciendo. Son las bibliotecas clandestinas, como la que ocultan unos judíos de Girona (El año de la peste), o la de una secta cristiana perseguida que duerme bajo tierra a la espera del momento idóneo para volver a la vida (El cántaro enterrado). A veces los libros no se destruyen ni desaparecen, pero son objeto de expolio, como la biblioteca del emperador de China, que cae en las codiciosas manos de un diplomático inglés sin escrúpulos (El jardín del brillo perfecto). Frente a tantas pérdidas y destrozos reconforta leer la historia de una biblioteca en el exilio que retorna milagrosamente a su lugar de origen (Toledo) quinientos cincuenta años después, tras vencer enormes distancias, guerras y devastaciones (El fondo Kati).

En torno a libros y bibliotecas, Mario Satz da vida a un abigarrado conjunto de personajes inventados: escribas, impresores, fabricantes de plumas y cálamos… Protagonistas anónimos de pequeñas historias relacionadas con los libros, como la de un viejo pescador de esponjas retirado que aprende a leer, o la de un impresor veneciano, amenazado por el acqua alta, que se obstina en salvar sus libros. Individuos todos que comparten con nosotros, más allá de los siglos que nos separan, una misma pasión. También hallaremos en el libro de Satz leyendas hábilmente reelaboradas, como la de Kaldi, el abisinio: un afortunado beduino de quince años que descubre el café gracias a la inquietud de sus cabras, y al que los monjes otorgan como recompensa el valioso regalo de enseñarle a leer (Los libros de un beduino). Algunas veces, el espacio reservado a los libros en la ficción es mínimo, pero no por ello dejan de sumar su peculiar color a la historia. Así lo veremos en el bello relato titulado La avenida de las bestias, protagonizado por un veterano legionario que, hastiado de reclutar fieras para el circo en los confines del imperio, encuentra sosiego en la compañía del médico Rufo, su amigo cristiano, dueño de una pequeña biblioteca: un raro oasis de paz y sabiduría en el mundo de crueldad en que se ha desarrollado la vida del militar romano.

Junto a leyendas y personajes de ficción, Mario Satz retrata también personajes históricos relacionados con la cultura y los libros. Breves estampas, cuidadosamente cinceladas, de filósofos, escritores o artistas: Pitágoras, Sei Shönagon, Paolo Ucello, San Jerónimo, Jenofonte, Cagliostro… Para todos ellos, la biblioteca es una fuente sólida de felicidad. Es el caso de Ovidio, que encuentra en sus libros el mejor consuelo para un doloroso exilio en tierras bárbaras (La tristeza de Ovidio). Pero hay algo más. Una original aventura de Quevedo (La minúscula biblioteca de Quevedo), orquestada en torno a la pérdida de una maleta con libros diminutos, o las confesiones de un anciano que vive obsesionado por la posesión exclusiva de libros protagonizados por ninfas y diosas (La cabaña del amigo de las musas) nos revelan el placer de la moderación y la excepcionalidad. En un libro con tantas y tan variadas bibliotecas como el de Mario Satz no podía faltar la biblioteca personal, íntima, aquella donde la cercanía es más importante que el número, y que se fundamenta en el placer que nos procuran aquellos libros, pocos y selectos, que mejor responden a nuestra personalidad. Son esas voces amigas, forzosamente minoritarias, a las que nos resulta imperativo retornar una y otra vez, a fin de ratificarnos en algo que para nosotros resulta esencial.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«Los libros de la biblioteca procedían de todos los rincones de Europa y algunas de sus tipografías eran tan minúsculas que casi todos los lectores usaban lupas en sus excursiones por las páginas. No fumaban, comían ni bebían allí. Se entregaban a abrir y acariciar los libros con la renovada esperanza de que alguna respuesta del más allá, proveniente de las remotas generaciones que, como ellos, habían estudiado, aprendido y olvidado, aportase a sus vidas consuelo y encanto, las claves y cifras de la dicha.»
«Un amanecer llegó el sol de Apolo y un destello de felicidad lo inclinó hacia su biblioteca para descubrirle que todos sus libros versaban sobre mitos y leyendas femeninos. Allí estaban las vidas y obras de la nodriza, la maga, la curandera, la amante, la mensajera, la cantante, la asesina, la vidente, la cocinera, la bordadora, la bruja, la equilibrista, la bailarina y, por fin, en un rincón, Mnemósine, la memoria. Temía llevar a sus amigos a la biblioteca para que no lo tildaran de obseso. En su pensamiento pesaban más las musas, las náyades, las nereidas, las hamadríades y las ondinas que las mujeres reales. En las noches de buena luna dejaba un plato con agua para que su rostro lo mirara simultáneamente de arriba y abajo.»

Londres, 1940

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Un pequeño mundo, un mundo perfecto, de Marco Martella

Como sucede con otras tantas cosas, la importancia que puede tener el pasear por un jardín solo se nos revela en ocasiones excepcionales, cuando alguna circunstancia sobrevenida nos lo impide. Algunos pudimos comprobarlo durante la pasada pandemia, con las ciudades confinadas perimetralmente y muchos jardines y lugares de esparcimiento clausurados. Recuerdo que cada mañana rodeaba los muros de un parque cerrado en el que solía pasear a diario con la perra. Desde el asfalto y las aceras desiertas que lo rodeaban, sus umbrías avenidas y soleadas rosaledas se me representaban como un verdadero paraíso inaccesible. El día en el que, de manera inesperada, me encontré las puertas abiertas y pude penetrar en su interior, sentí que se me saltaban las lágrimas. De nuevo un suelo mullido y elástico bajo los pies, el húmedo aroma de la tierra, la sombra de los árboles… ¡Se me había privado de algo verdaderamente importante! Los jardines han sido, desde luego, un símbolo de bienestar y gozo en todas las culturas y épocas, y la literatura que los documenta, tan antigua y venerable como el propio libro del Génesis y su árbol prohibido. El jardín de Alcínoo, el del viejo de la montaña, el del anciano de Córico, o aquel otro que, por falta de tiempo, Virgilio no pudo desarrollar en sus Geórgicas constituyen tan solo algunos ejemplos de una larga tradición de libros-jardín (reales, inventados o incluso simbólicos) en la que se inserta, con todos los honores, el último trabajo de Marco Martella, Un pequeño mundo, un mundo perfecto. Un libro lleno de sabiduría y lirismo, que nos invita a recorrer algunos de los jardines más sugestivos y originales del mundo, así como a meditar sobre el significado que entrañan para el hombre contemporáneo estos espacios acotados, fruto de un trabajo cuidadoso que no conoce las prisas, acorde a los ritmos propios de la naturaleza. «Se entra en un jardín, a veces, como se abriría un libro».

Un pequeño mundo (Un petit monde, un monde parfait, 2018) se añade a otros títulos de Marco Martella, también publicados por la barcelonesa Elba, como El jardín perdido o Jardines en tiempos de guerra, firmados por sus heterónimos Jorn de Précy y Teodor Cerić. Un nuevo libro que, al igual que los anteriores, combina de manera ejemplar bellas descripciones y reflexión ética, y que tampoco exige, claro está, disponer de jardín alguno para disfrutarlo. Un pequeño mundo es también, de alguna manera, un estupendo libro de viajes, el mejor para este verano caluroso y desquiciado que padecemos, castigados por la guerra, el cambio climático y los incendios forestales. Martella ha sabido encontrar en el generalizado interés que despiertan hoy en día los jardines un significado que va mucho más allá del que corresponde a unos recintos de esparcimiento o evasión, trascendiéndolos a símbolos de resistencia frente a la despersonalización y urgencias del mundo actual. El jardín es la antítesis del no lugar: un reconfortante espacio en el que aún sobreviven restos de esa sacralidad ancestral ―genius loci― que impregnaba los bosques y parajes de la Antigüedad, morada de ninfas, musas y divinidades silvestres. Ilustran el libro de Martella un puñado de fotografías, en blanco y negro, de notable encanto; pero solo las justas, y en ocasiones, desvaídas, para que nuestra imaginación pueda volar mejor a ese territorio de la fantasía donde los jardines crecen de manera inmejorable. Una de las siete maravillas del mundo antiguo era un jardín.

Entre los variados jardines que podremos visitar acompañados por Marco Martella destacan, de manera singular, los jardines literarios; es decir, aquellos que están asociados a la figura de un escritor. Espacios que unen a su interés natural el artístico, pues el poeta se sirvió de ellos como refugio o fuente de inspiración, convirtiéndolos en puntos de encuentro privilegiados para conectar con su obra. Es el caso del jardín italiano de Ninfa (Cisterna di Latina), que hiciera célebre en sus versos el poeta Philippe Jaccottet. O el de Chateaubriand, en la Vallée-aux-Loups, a pocos kilómetros de París, un jardín que es mucho más que el retiro de un escritor que desea alejarse del mundo para crear. El autor de Memorias de ultratumba lo plantó como un espejo de su vida y de su obra, como una «autobiografía orgánica»: un lugar «donde la vida, los libros y la jardinería se han mezclado para formar un todo indisociable». La analogía entre jardín y texto literario es muy evidente para Martella. Como las semillas, las ideas del escritor también necesitan sosiego y tiempo para germinar; y al igual que el jardín, el poema, una vez lanzado al mundo, escapa a la voluntad de su creador. Aunque a una escala diferente, ambas creaciones son igual de impredecibles, y más de un autor se sorprendería si pudiera conocer el destino que le tocará vivir a su obra. ¿Qué no habría dado Chateaubriand, se pregunta Martella, por llegar a ver el esplendor actual que exhibe el último gran cedro del Líbano que plantó en su jardín?

Dentro de los jardines literarios, creados y disfrutados por un poeta que los ha consagrado en sus versos, está también el de Vita Sackville-West, el famoso jardín de Sissinghurst (Kent), que inspiró su célebre poema The Garden, empezado en 1939. Vita, que podía ver cómo los bombarderos alemanes lo sobrevolaban en su ruta hacia Londres, se pregunta qué justificación puede tener el cultivo de un jardín como el suyo en tiempos de guerra. La respuesta la encontramos en uno de sus versos: «Los pequeños placeres deben corregir las grandes tragedias». Esta relación, en apariencia contradictoria, ha merecido una especial atención del autor, Marco Martella, que le dedicó su libro Jardines en tiempos de guerra. También en un contexto de guerra, aunque no tan acuciante ni cercano, puede situarse una parte de la obra de Hermann Hesse. Un enamorado de los jardines como Martella no podía permanecer indiferente a la figura del escritor alemán, tan amigo de la naturaleza y los paseos campestres; y más concretamente, al de su bellísimo idilio consagrado a la jardinería, Horas en el jardín (Stunden im Garten, 1935): diario en verso de sus alegrías de jardinero en la Casa Rossa de Montagnola (el lector español deberá acudir al volumen cuarto de sus Obras Completas, en Aguilar, para poder disfrutarlo). En esta casa de campo con una huerta escalonada, cedida desinteresadamente por un amigo, el pintor Gunter Böhmer en 1931, Hesse pasará el resto de su vida, autoexiliado de su Alemania natal, de cuya deriva nacionalista llevaba ya muchos años distanciado críticamente. En la figura literaria de Hesse, siempre abierto al compromiso y a la ayuda a los refugiados, Martella ve un reflejo de la actitud ética del jardinero ideal, que no se aleja del mundo para olvidarlo, y permanece siempre abierto al compromiso con las causas que considera justas.

Si los jardines son, de alguna manera, los lugares donde subsisten los restos de aquella religión antigua de los bosques, montes y pagos sagrados, no debe extrañarnos que también puedan ser el hogar de las hadas y restante «gente pequeña». Uno de los capítulos más simpáticos del libro de Martella está dedicado precisamente a las célebres hadas de Cottingley, que fueron fotografiadas por dos niñas inglesas, Elsie y Frances, entre 1917 y 1920. Un asunto que armó cierto revuelo, hasta el punto de merecer una monografía de Arthur Conan Doyle (The Coming of de Fairies, 1921), que por aquel entonces estaba muy interesado por el espiritismo, tras perder a su hijo durante la Primera guerra mundial. Una curiosa historia que testifica, al menos, el carácter sobrenatural que atesoran los jardines en el imaginario popular. Esta impronta mágica la reencontramos, aunque con un carácter muy diferente, en la creación de un aristócrata italiano: Bomarzo, el bellísimo jardín renacentista (el Sacro Bosco) que inspirara la célebre novela de Mujica Lainez, obra del duque Vicino Orsini (c. 1560). Un jardín que conserva todo su misterioso encanto, a pesar de ser uno de los lugares más visitados de Italia, y que Martella, en un capítulo de gran interés (El jardín de los monstruos), sitúa en el contexto de los bosques que lo circundan, poblados de enigmáticos restos arqueológicos, etruscos y romanos. Piranesi (La Antichità Romane) nos enseñó lo bien que combinan las ruinas con la vegetación salvaje. Pero esa melancolía que inspiraba en el observador antiguo el espectáculo de ruinas desmoronándose en medio de una naturaleza floreciente (así parece recrearlo artificialmente el parque de Bomarzo) empieza ya a difuminarse. Para nosotros, habitantes de un planeta en destrucción, la visión de la naturaleza triunfando sobre la obra humana no puede constituir sino un motivo de alivio. Una escena tranquilizadora que nos libera de esa mala conciencia (al parecer, nos acompaña desde la prehistoria) de que estamos arruinando el mundo. «Alégrate, árbol, porque los campos volverán de nuevo».

Pero el jardín también tiene unos límites que no deben sobrepasarse. En el estupendo capítulo dedicado a Versalles (En el mundo sin medida), Martella se ocupa de un jardín que le inspira sentimientos encontrados de «admiración y malestar»: los que provoca un espacio natural que ha pretendido, en su desmesura, superar a la propia naturaleza. Un jardín cuya magnificencia nos mantiene alejados de sus árboles y plantas, que nos «remite a nuestra soledad, a nuestra condición de seres separados». Todos los visitantes de los jardines de Versalles deberían llevar en su mochila una copia de este sugerente capítulo. En el polo opuesto a Versalles, y a modo de contraste, Martella sitúa el selvático y algo cochambroso huerto normando de un anarquista portugués (Semillas). Retirado ya de la política, incluso de la ecología militante, Miguel Cordeiro vive entregado en cuerpo y alma a la conservación y propagación de antiguas variedades de huerta, que cultiva en una ruinosa casa de campo con jardines que perteneció a un vizconde. Un capítulo bastante curioso y pintoresco, que es también un canto al placer del diletante, así como un ejemplo del olvido y el amable descanso que concede la jardinería. Nada demasiado nuevo, por otra parte. En De Senectute, Cicerón también recomendaba, como inmejorable retiro, el cultivo del campo.

Llegado el momento de hacer balance del libro, de su docena larga de densos y variados capítulos (Epílogo. Hacia una poética del jardín), Martella se pregunta el significado que puede tener en la actualidad el tan extendido interés por los jardines. ¿Acaso no oculta un fenómeno contrario? ¿No es una muestra más de esa esquizofrenia colectiva que sitúa en el centro de nuestras preocupaciones a la ecología, mientras que una insaciable ansia de consumismo nos obliga a caminar por un sendero opuesto, de difícil retorno? Para Martella, en el contexto crucial en el que vivimos, el jardín nos recuerda que es posible relacionarse de manera diferente con el entorno, asumiendo una serie de valores ajenos al desarrollismo en el que nos hemos embarcado. Cumple así el jardín las funciones de un aviso. Ahora más que nunca, el jardín se nos revela como un espacio de ruptura y disidencia, un lugar verdadero y de resistencia.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también  la he publicado en El Cuaderno

«Quizás hoy la función principal del jardín sea recordarnos que es como poeta, parafraseando un célebre verso de Friedrich Hölderlin, que el hombre habitó en otro tiempo esta tierra. La relación con lo real ―con el tiempo, con lo vivo, con el lugar― que él propone contradice los principios sobre los que se ha edificado la cultura occidental. Sus valores ―la paciencia, la necesidad para el hombre-jardinero de conocer íntimamente la tierra, de explorarla cada día con pasión, de ser consciente de los lazos que lo unen a las cosas y a los seres vivos con los que comparte el destino― constituyen hoy un espacio de supervivencia. A veces, por muy manida que sea esta palabra, de resistencia.»
Traducción de Ernesto Hernández Busto

Hesse en Montagnola, verano de 1935

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La piel bajo el mármol. Diosas y dioses del mundo clásico, de Jane Ellen Harrison

Al examinar la trayectoria biográfica de una mujer relevante del pasado, no es raro que descubramos la figura de una luchadora que debió enfrentar numerosos obstáculos para materializar sus aspiraciones. Es el caso de Jane Ellen Harrison (1850-1928), insigne filóloga y profesora de la Universidad de Cambridge, que además de constituir uno de los puntales del moderno estudio de la mitología clásica, junto con Karl Kerényi y Walter Burkert, fue también una adelantada de la emancipación femenina y destacada sufragista. Esta circunstancia, que podría parecer secundaria en una investigadora de su calibre, es necesario, sin embargo, traerla a un primer plano. El talante feminista de Jane Ellen Harrison, aunque moderado, se manifiesta claramente en su análisis de los mitos, que pone en valor el componente femenino de la religión griega. Escrito casi al final de su vida, La piel bajo el mármol (Myths of Greece and Rome, 1928) es un librito exquisito y denso, un verdadero tesoro que Siruela acaba de publicar en la traducción, siempre cuidadosa y atinada, de Lorenzo Luengo. Comparado con sus obras mayores (como Prolegomena to the Study of Greek Religion, Themis, o Epilegomena), este pequeño volumen podría parecer un simple aperitivo, un modesto apunte divulgativo. Nada más alejado de la realidad. Con tan solo un centenar y medio de páginas, La piel bajo el mármol acierta a mostrarnos la compleja conformación de las divinidades que integran el panteón olímpico. Los griegos, como afirma Harrison, fueron unos grandes iconistas; de ahí la pervivencia de sus mitos, fraguados en torno a esas figuras mitológicas imperecederas que nutren nuestros arquetipos y sustentan toda la cultura occidental. Sin embargo, bajo esa aparente inmovilidad de los dioses, de ese mármol que promete conservarlos para la eternidad, se oculta una compleja historia de migraciones, transformaciones y luchas que la autora nos invita a descubrir. Si la mirada de la Gorgona petrificaba a los hombres, la de Jane Ellen Harrison sabe liberar a los dioses del mármol que los aprisiona.

En el momento de su publicación, Myths of Greece and Rome formaba parte de la colección «The little books of modern knowledge», una serie de pequeños manuales de divulgación cultural que aparecieron durante la década de 1920. El mismo título del libro (seguramente impuesto por la editorial) parecía apuntar una intención simplificadora, que integraría mitos griegos y latinos en un solo volumen: un propósito que la autora no se mostró dispuesta a secundar. De hecho, apenas encontraremos en sus páginas alusiones específicas a la mitología romana (con la excepción de algunos nombres latinos de dioses y, cómo no, citas relevantes de autores como Lucrecio, Tácito o Quintiliano). Ya en el prólogo del libro la autora señalaba que uno de los principales obstáculos al estudio de los mitos griegos había sido la costumbre (por aquel entonces casi superada) de contemplarlos desde una óptica romana o alejandrina. A pesar de su brevedad y de los muchos años transcurridos desde el momento de su aparición, el libro de Harrison atesora todavía un importante caudal de sorpresas, así como un cierto carácter polémico (el de una mitóloga que se atreve a tildar de «burgués» a Zeus). A su apreciable libertad de enfoques y formulaciones (como su arriesgada historia de Poseidón) se le suman, por fortuna, notables valores literarios e imaginativos, propios de una verdadera enamorada de los mitos; de una erudita capaz de fantasear con una expedición nocturna a la Acrópolis ateniense para escuchar, al cabo de treinta siglos, el canto de la lechuza de Palas Atenea. La excelencia se despliega muchas veces en el ámbito de lo reducido.

Uno de los grandes atractivos de La piel bajo el mármol estriba, a mi manera de ver, en el generoso elenco de fuentes clásicas que se reproduce en sus páginas, y que ahondan el disfrute del lector, que podrá conocer o revisitar algunos textos fundacionales de la mitología griega (tomados, en su mayoría, de la añorada Biblioteca Clásica Gredos). El libro de Harrison da cabida a extensos fragmentos de la Ilíada, la Odisea y de los denominados Himnos homéricos, fuente importantísima para el estudio de los dioses griegos. También encontraremos textos de Hesíodo, Heródoto, Pausanias (en lo referente a rituales) y de los dramaturgos helenos, sobre todo de Eurípides; como también de Teócrito, Dión de Prusa o Babrio, entre otros. Estos numerosos y escogidos ejemplos no diluyen en modo alguno el discurso de la autora, que se recrea, sin duda, en los textos reproducidos, prescindibles en muchos casos, pero que le trasladan al lector un plus de belleza y cercanía con el mundo clásico. Apoyándose en Heródoto, Harrison considera la mitología una creación sobre todo literaria, que es factible deslindar de la religión general griega. En línea con este pensamiento, la estudiosa británica se permite recoger también en su libro fragmentos de poetas más modernos, como Shakespeare, Milton, Shelley, Tennyson, Browning o Swinburne. Tal abundancia de textos poéticos no debe ocultarnos que las indagaciones de la autora se apoyan también en un amplio abanico de fuentes históricas y arqueológicas, como luego veremos. De hecho, el segundo obstáculo que señalaba Harrison en su prólogo, tras la confusión de los dioses romanos con los griegos, era la instrumentalización de la mitología como herramienta auxiliar de la hermenéutica literaria.

Muy alejada de enfoques estáticos o simplificadores, la visión que nos ofrece Harrison de la mitología griega tiene un acusado carácter darwinista, en cuanto que nos muestra a las diferentes divinidades inmersas en un proceso de evolución y adaptación a las condiciones históricas y sociales de cada momento. El análisis de la insigne mitóloga se inserta en una doble encrucijada temporal. De un lado, la que corresponde a un Olimpo que es «mezcla de elementos autóctonos y foráneos», y en el que se amalgaman, sobre un sustrato pelasgo original, influencias tanto del norte (helenos procedentes del valle de Danubio: los aqueos de Homero que protagonizaron la guerra de Troya) como de la cultura minoica del sur. Y de otro lado, la que viene determinada por una progresiva «patriarcalización» del panteón olímpico, donde las grandes diosas madre no tienen cabida o son constreñidas a desempeñar papeles secundarios, diferentes a los originales. Este sería el caso de Hera, la esposa de Zeus, antigua divinidad de los pelasgos asociada a la Tierra, domeñada por el dios invasor de los aqueos. Estos componentes, ciertamente ocultos, la autora los descubre prestando atención no solo a las fuentes literarias, sino también, y de manera muy especial, a los rituales y representaciones que nos brindan los diferentes testimonios arqueológicos: vasos cerámicos, gemas o intaglios, en su mayoría anteriores a los textos homéricos, que no dan total cuenta de la complejidad de la religión de los griegos. Encuadrar el estudio de los mitos en el conjunto de la religión griega, atendiendo a sus rituales, es una de las preocupaciones constantes de Jane Ellen Harrison.

Entre las divinidades masculinas, Apolo es la figura más importante y poderosa del panteón olímpico, sólo superado por Zeus. Dotado de un arco letal que le garantiza el respeto de dioses y hombres, encarna también la figura del sanador, del Peán, a la vez que se identifica con el sol bajo el apelativo de Febo. Pero son aquellos rasgos que delatan su origen nórdico los que Harrison pone más de relieve. Apoyándose en Heródoto y Pausanias, la mitóloga se hace eco de la conocida leyenda referida al origen hiperbóreo de Apolo (una especie de Balder el Hermoso de la mitología báltica), y de las misteriosas ofrendas que le llegaban a través de las embajadas hiperbóreas que visitaban su santuario en la isla de Delos; como también analiza algunos aspectos menos conocidos de su culto, los referidos al ámbar, el manzano y el muérdago. Entre los dioses autóctonos, por el contrario, Harrison subraya la figura de Hermes, una divinidad de origen pelasgo relegada a cumplir funciones subordinadas de mensajero en el nuevo orden olímpico. Su antigüedad la atestiguaría el culto primitivo a las piedras y hermae asociadas al dios, que servían tanto de lápida como de término o linde. Pero el personaje mitológico que le permite a Harrison esbozar con mayor audacia y brillantez sus teorías es el de Poseidón. Sus inesperados atributos del toro y del caballo, muy alejados del elemento marítimo, pero atestiguados en innúmeros sacrificios, menciones y representaciones, la inducen a presuponerle un origen geográfico doble. De una parte, en Creta, donde Poseidón podría relacionarse con la figura del Minotauro, trasunto mítico del rey Minos, primer talasócrata, como lo será luego el propio dios; de otra, en Libia, por su relación con el caballo: una influencia africana que se incorporaría a la cretense. El posterior avance de la cultura minoica hacia el norte, que salpica las costas peninsulares de santuarios de Poseidón, se detendría a la par que comienza a menguar la importancia del elemento meridional en el conjunto de la identidad griega. La consecuencia sería la devaluación de la figura de Poseidón, invariable perdedor en todas sus disputas con Zeus, un «extranjero» poco amigo de cumplir los preceptos olímpicos (como lo manifiestan sus hijos, los impíos Cíclopes). Poseidón representaría, pues, ese tercer componente de la mitología griega, que sobre una base pelasga autóctona incorpora influencias tanto del norte helénico como de la cultura minoico cretense.

Otro de los grandes valores del análisis de Harrison es el de traer a primer término el componente femenino de los mitos más antiguos, oculto bajo una gruesa capa de estratos difíciles de remover. Es sobre todo el caso de la Madre de los Dioses, que al igual que otras divinidades primitivas pelasgas queda condenada a no formar parte del Olimpo de dioses patriarcales. La especial perspectiva de la autora se manifiesta de manera meridiana, entre otras cosas, en su particular e interesante comentario sobre dos mitos muy conocidos, el de Pandora y el del Juicio de Paris, en los que se diluye o invierte por completo el carácter benéfico de las divinidades femeninas como portadoras de dones. Apoyándose en representaciones arcaicas en las que aparecen las tres diosas (Hera, Atenea y Afrodita), pero no Paris, Harrison rechaza el trivial «concurso de belleza» (kallisteion) que presupone la entrega de la manzana. De esta servidumbre masculina, la única diosa que parece librarse es la montaraz Ártemis, la figura mitológica más extensamente tratada en el libro después de Poseidón, quizás porque encarna la excepción a esa «servil domesticación» que sufren las otras, que enlaza y subordina a Hera con Zeus, y pretende unir en matrimonio a la libre Afrodita con el grotesco («despreciable») Hefesto. Ártemis, por el contrario, verdadera Señora de lo Salvaje, vive libre en los bosques y montes, doncella perfecta e independiente, alejada de cualquier tutela masculina. La autora, que indaga en otros aspectos complementarios de la diosa, como su dimensión nocturna y lunar o su carácter de sanadora y protectora de las parturientas, describe también (apoyándose en Pausanias y Luciano) algunos de los cruentos ritos que se le tributaban, y que parecen ir mucho más allá de esas modélicas hecatombes de bueyes que se han explicado como actos de cohesión social en los que se compartían unos alimentos que no todos podían sufragarse particularmente. Escenas de un enorme salvajismo y violencia, de una crueldad ejercida sobre los animales que nos repugna, pero que nos ayudan a recordar que bajo el mármol idealizado de la mitología literaria subyacen los rituales de una religión primitiva.

El interés constante de Jane Ellen Harrison por resaltar la dimensión evolutiva del panteón griego explica que los últimos capítulos de su libro estén dedicados a los dioses que denomina mistéricos, Dioniso y Eros, los más evolucionados según su concepción, en cuanto que responden mejor a las ansias humanas de inmortalidad. La impasibilidad de los dioses olímpicos, que no prometen nada a los hombres y se manifiestan ajenos a toda escatología y cosmología, los hará empalidecer ante estas nuevas divinidades mistéricas, que ofrecen a sus fieles un camino de pervivencia, de eternidad, permitiéndoles participar de su esencia. Relegados finalmente a un culto estético y filosófico, la salvación y la inmortalidad que nos prometen los antiguos dioses quedará limitada ya tan solo a este mundo. Es la suya propia, en la que encarnan, mejor que nada ni nadie, esa belleza estética imperecedera ―tan imperecedera como frágil, a nuestra medida― por la que suspiraba Keats al inicio de su Endymion: «A thing of beauty is a joy for ever».

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«Y, por último, Atenea tiene su búho, ese pequeño búho al que hoy, si ascendemos hasta la Acrópolis a la luz de la luna, escucharemos ulular en las ruinas del Partenón. La propia diosa tenía el título de Glaukopis, “la de ojos de búho”, y en sus monedas, que pasaban de mano en mano por toda la Grecia civilizada, estaba grabada la imagen de su búho. Cuando Atenea se erigió en diosa de la Luz y la Razón, el pequeño búho dejó de cazar ratones en el Partenón, y se subió al hombro de Atenea para ser su Ave de la Sabiduría.»
«Cuando Pandora abre la caja, quien lo hace no es ya la mujer frívola y tentadora que deja escapar dolores y pesares para el mortal; es la gran Madre Tierra que abre su pithos, su almacén de grano y fruta, para sus hijos. En la “creación de Pandora” la Gran Madre se ha convertido en la doncella tentadora, una pesadilla en vez de una bendición. Por el verso encantador y cargado de belleza de Hesíodo corre un incómodo destello de malicia teológica. Hesíodo está de parte del Padre, y el Padre no habrá de tener una Gran Madre Tierra en su Olimpo cubierto de nubes, concebido por el hombre. Así que ella, que hizo todas las cosas, se ha convertido en la esclava del hombre, su aliciente, su juguete, un ser cuyo único talento es la belleza corporal de la esclava y sus lisonjas. El nacimiento de la primera mujer no es sino una enorme broma olímpica para Zeus, el burgués archipatriarcal. “Habló, y el señor de hombres y dioses inmortales rompió a reír”
Traducción de Lorenzo Luengo

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Diario de Donceles, de Ednodio Quintero

La última obra publicada por Ednodio Quintero en nuestro país, Diario de Donceles, parece el resultado de ese comprometido gesto que consiste en volver la vista atrás. Una maniobra arriesgada como pocas, por cuanto nos obliga a enfrentarnos a nosotros mismos, a juzgar, desde nuestra perspectiva actual, a esa personita que fuimos en otro tiempo. Pero el recuerdo, es verdad, también puede valernos como estrategia de salvación, pues muchas veces hallamos en ese pasado casi olvidado los recursos que mejor nos ayudan a sobrevivir. Algo de todo ello hay, me parece, en este extraordinario libro que acaba de publicar Pre-Textos, Diario de Donceles, donde veremos al escritor venezolano sumergirse en diferentes estratos temporales hasta alcanzar los más recónditos y significativos episodios de su infancia. No cabe duda de que el diario es para Ednodio Quintero una forma versátil y de mucho calado: un recipiente artísticamente trabajado en el que cabe casi todo, y donde la revelación personal se nos ofrece enmascarada por la fantasía, mezclada con la invención más desatada. Como sucede con los oráculos, las verdades importantes se revisten en ocasiones de rodeos; y no sería yo quien se aventurase a señalar dónde acaba lo imaginario y principia lo real (¡«Qué nadie me pregunte nada, por favor»!). Sobre todo cuando el propio narrador no se cansa de repetir una y otra vez que «sólo se puede vivir en lo ilusorio»; y no le duele afirmar: «que de ensoñaciones es que me vengo alimentando desde que poseo memoria». Cuando hablamos de literatura, pretender diferenciar lo vivido de lo soñado es un empeño no solo peligroso, sino también inútil.

Diario de Donceles recoge anotaciones fechadas entre 1997 y 1998, correspondientes a una estancia de nueve meses en la ciudad de México: una fascinante urbe evocada en sus colores y sonidos, su olores y comidas, sus gentes y su habla, pero también contaminada y peligrosa, comparable a una «superpoblada metrópolis de Asia Central», escasa de aire y agitada por frecuentes temblores de tierra. El narrador, Equus Quintus Flaccus, alter ego del autor, vive allí una existencia casi de alucinado, en la que los recuerdos y las fantasías tienen, en ocasiones, mucho más peso que los acontecimientos cotidianos (esto es especialmente notable en la primera mitad del libro). Es posible entonces que el tiempo se detenga, por así decir, y se abra un amplio espacio para la ensoñación, para el afloramiento de un mundo interior apenas rozado por los sucesos externos, que se materializa en una prosa deslumbrante. Puede ocurrir durante una momentánea detención ante un semáforo, en el desmayo inducido por unos delincuentes o, incluso, durante un viaje en autobús en compañía de una atractiva joven. Los recuerdos que nutren el libro, elaborados en un grado muy diverso, se agrupan en dos niveles contrastados. Por un lado, el referido a esa extensa galería de figuras femeninas que desfilan, casi como apariciones fantasmales, por los abigarrados ensueños de Equus, desde la javanesa de ojos de culebra que abre el libro a la esperada princesa de Liliput (Roxana) que lo cierra: sacerdotisas de ese tormento deleitable que conlleva la pulsión erótica, pues ya se sabe que el amor ―una de las tres heridas que cantaba Miguel Hernández― es siempre «más frío que la muerte». Y en un segundo nivel, los preciados recuerdos de la infancia, tan relevantes como si en ellos se escondiera la cifra de todo lo que vendría después, siempre enunciados con una sobriedad particular que los realza. Un marco contrastante es muchas veces el mejor medio para resaltar una pintura. Lo cierto es que en el corazón de cada capítulo, por muy voraginoso y trastornado que nos parezca, siempre encontraremos la figura de un niño rescatado del olvido.

El libro de Ednodio Quintero exhibe en muchas ocasiones un discurso transgresor, de un descarado y sincero erotismo, imbuido de una cierta intención provocadora, que se manifiesta también en las sarcásticas apelaciones que sufre el lector (un lector imaginario, claro está, con el que no se va a identificar nadie que lea el libro). Anticipándose a las posibles críticas de sus lectores, haciéndolos blanco de sus puyas e ironías, tildándolos incluso de mirones o de impacientes, el narrador entabla un diálogo ficticio que le confiere una mayor vivacidad al texto, potenciando su indudable vena humorística, que se adensa en esas imaginativas divagaciones que salpican el discurso de Equus. En un ejercicio paralelo, el autor tampoco teme hacerse la crítica a sí mismo, desdoblándose en una segunda voz, siempre alerta, que intenta poner freno a la fantasía desbocada del narrador: «Párala, ahí, mi cuate», «Equus, se te está pasando la mano». Lo cierto es que a nosotros no nos importaría nada que el narrador continuara avanzando por el despeñadero de su fantasía y las confesiones personales. Y es que Diario de Donceles es un texto dotado de un poder hipnótico sorprendente, que seduce al lector desde la primera página y lo mantiene atrapado hasta el capítulo final, siempre fascinado por la deslumbrante habilidad del autor: un maestro de la divagación creativa, artífice de un discurso literario que avanza sin interrupciones, pérdidas ni derivas innecesarias, y cuyas cadencias son solo el descanso que prepara el siguiente salto. Un texto en el que las expresiones coloquiales conviven con la dicción más depurada, y donde las referencias culturales de todo tipo se insertan sin pedantería alguna, de tal manera que una agresión callejera puede resolverse con naturalidad en la evocación de un cuadro de Mantegna. Todo forma parte del mismo tapiz. Incluso las escenas más terribles o inquietantes gozan de esa belleza que confiere el arte, un mundo superior donde la herida nunca se infecta. Crece, pues, la prosa de Quintero tocando todos los registros y extremos, modulada en un castellano perfecto que integra armoniosamente el habla de ambas orillas del Atlántico, la más insolente exhibición con la más delicada confidencia.

Pero también es posible hablar de Diario de Donceles por partes: una tentación para el comentarista (o necesidad: divide et vinces) a la que resulta difícil resistirse. En uno de los primeros capítulos del libro, El Cristo de Mantegna, se nos ofrece, de manera muy plástica y evidente, una de las principales claves del modus operandi del narrador: la superación de la realidad por la fantasía. El sueño inducido por unos facinerosos en un portal de la calle Donceles sirve de original encuadre para echar a volar la imaginación y despertar los recuerdos. Porque «la realidad, a pesar de la luz cruda que realza sus contornos, es casi siempre chata y vulgar. Hay que revestirla con los ropajes de la ficción para hacerla soportable». Con Corazón de pedernal se inicia una serie de divertidos e imaginativos episodios que tienen como interlocutora a la chamaca de Iztapalapa, Lucía. Si la peripecia real es mínima (un viaje en autobús y un par de citas en una terraza), lo imaginado comprende todo un mundo de recuerdos y fantasías, como la divertidísima perorata, excesiva y de una riqueza apabullante, con la que Equus pretende engatusar a esa «Sherezade de Tenochtitlán» que lo acompaña en el autobús de Iztapalapa. Un flirteo bastante light que se resuelve ―anticipando de alguna manera el final del libro― con la asunción por parte del narrador de una de esas pasiones intransitivas, no satisfechas, que tanto Rilke como Kierkegaard nos describieron y ponderaron desde orillas opuestas: para sentirnos vivos basta con experimentar el deseo. Sin abandonar por completo la «perorata desquiciada» con la chamaca «peinada a lo garçon» y sus diálogos correspondientes, Terraza con vista a la alameda central enmarca también la evocación de una experiencia infantil, olvidada y recordada cuarenta años después: un suceso modelado bajo la ominosa figura del doppelgänger en el que parecía jugarse el destino de una vida, y cuya narración carga la resolución del capítulo de un inesperado dramatismo.

Choapan 44 significa el nuevo domicilio del narrador en la ciudad mexica, tras el paréntesis de una estancia de cuarenta días en su país natal. Una nueva cita con la «chamaca con aires de punketa», Lucía, coexiste con nuevas ensoñaciones y más recuerdos de infancia. Estos recuerdos constituyen uno de los elementos más valiosos del libro, en el que brotan de manera ininterrumpida, engarzados en la valiosa ganga de la elaboración literaria y la fantasía. Unas experiencias tempranas a las que se interpela como si constituyeran un oráculo, en un mundo de dolor y locura que es preciso combatir, siempre tratadas con una sencillez que las hace resaltar sobre todo lo demás, como una delicada melodía que sobrevolase el turbulento batir de la orquesta. En Sueños con Prozac, el narrador, tratado con la droga por causa de una depresión, experimenta una serie de sueños pesadillescos referentes a tres mujeres importantes en su vida («episodios de mi tragicómica vida sentimental»). Un «aquelarre nocturno en Choapan 44» que tiene como comparecientes a una tríada de hechiceras: Odila, Aminta y, muy especialmente, Roxana, la princesa de Liliput, una fémina a la que ya habíamos visto revolotear por páginas anteriores sin saber muy bien de qué iba la cosa. Completando la galería de mujeres que obsesionan al narrador, el siguiente capítulo, Matilda, recoge la divertida crónica de su iniciación en el sexo. Una experiencia anclada en esta ocasión en sus recuerdos de infancia y adolescencia, desprovista de dramatismo y que se resuelve en una confesión un poco a la manera de Rousseau, aunque infinitamente más cómica y descarada.

Un viaje a Culiacán, el más extenso de los capítulos que integran el libro, trae consigo algunos cambios. El desplazamiento a una ciudad diferente, en la que el narrador se relaciona con nuevas gentes, introduce un mayor componente de realidad en las páginas del diario, así como un tono menos hiperbólico o delirante. Se deslizan ahora en el texto noticias y anécdotas referentes al mundo literario (Cortázar, Salvador Garmendia, Beckett…), o se alude incluso a obras del autor que quedaron inconclusas («relatos fallidos»). La infancia, como cabía esperar, también tiene su cuota en el capítulo: la narración de la feliz estancia del niño en Jajó, un pueblo venezolano donde fue «inmensamente feliz». No obstante la sencillez con que aparecen expuestas, algunas de estas historias de infancia tienen un cierto regusto fantástico, como de realismo mágico, alteradas y embellecidas quizás por los años transcurridos: filtro inevitable de cualquier remembranza. Pero el leitmotiv del capítulo de Culiacán parece constituirlo la figura de Pedro Infante, el famoso cantante de rancheras y actor cinematográfico, un héroe popular que manifiesta su inmarchitable poder de resiliencia en las dispersas teofanías que protagoniza a todo lo largo y ancho del territorio mexicano, multiplicadas en imitadores avejentados que desmienten el trágico avionazo que puso un inesperado punto final a su carrera artística: una pérdida que el pueblo no está dispuesto a aceptar. La fe mueve montañas.

Aunque el narrador ha ido anunciando repetidas veces su propósito de poner fin al libro, de tal manera que cada nuevo capítulo se presentaba como el último, pecaríamos de ingenuos si creyéramos que, a la manera de un diario convencional, el texto puede acabarse en cualquier momento y lugar, como si su escritura no obedeciera a una cuidadosa planificación. Pero hay un final, ciertamente, que ya se va preparando en Cabezas de cerdo, uno de los capítulos con mayor carga autobiográfica, en el que abundan las referencias a la vida cultural mexicana; aunque también ensombrecido por una creciente atmósfera de desengaño, como se manifiesta en las letanías de absurdos, claudicaciones personales y crueldades terribles que lo vertebran (como los tristemente famosos feminicidios), y que para más señas se cerraba con una inesperada cita del Kempis. El último capítulo, Camino al aeropuerto, ahonda en ese desencanto, que se sustancia ahora en la sala de espera de un aeropuerto, uno de los lugares más desoladores que cabe imaginar, símbolo del desarraigo (un no lugar que conduce a cualquier lugar), encarnado en la figura de todos esos variopintos viajeros, estrafalarios en su desubicación, que se ofrecen desnudos a la implacable mirada del narrador. Un escenario que ni pintado para que el reencuentro con un fantasma largamente alimentado por la ausencia se frustre. Toma así el libro, al menos en su final, el sentido de una alucinada espera, fallida pero a la vez asumida por el narrador como uno de esos fracasos felices de los que nos hablaba Melville, atemperado además por el consuelo que le brinda, por enésima vez, un entrañable recuerdo de infancia. Tal como si una «luciérnaga» plateada nos saludara, amigable, desde el fondo de un oscuro pozo.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

Igualmente puedes leerla en El Papel Literario, de El Nacional de Caracas

«¿Por qué, a veces, te da por hablar con voz de carajito? Si no lo sabes tú, pues yo tampoco. Ahora que me has interrumpido, creando en mi mente figuras de desazón, es difícil que pueda conservar el tono. Pero a pesar de las trampas y celadas, de las tramoyas y celajes de la narración, haré algo más que un esfuerzo para llegar al final, quiero decir para redondear el relato y encaminarlo hacia el corredor ―de vértigo―  donde sólo algunos pájaros se atreven a volar. Ya que hasta el presente apenas he estado dado vueltas como un perro insomne alrededor de la sombra donde el niño del párrafo anterior se ha sentado a descansar. Es una historieta olvidada, ya lo dije, y sorprendente, tal vez bizarra, que me hubiera gustado contársela a Ella. Pues a Ella yo le contaba todo, nunca nadie me escuchó con tanta atención.»
«En mi vasto periplo de tres meses y medio por este amplio territorio de chanfles, chingones y equipales, pirámides de jitomates, fustanes bordados con primor, banderas hechas para ser contempladas desde la luna, tragafuegos y payasos enharinados en cada esquina, yo había visto miles y miles de damiselas, enanas, jarochas, chulas, tetonas, planchetas, chaparritas, güeras, bizcas, arriscadas, hirsutas, linajudas, cerriles, domésticas, punketas, retacas, sumisas, revoltosas, lampiñas, guerreras, doñitas, sibaritas, viciosas, recoletas, rumberas, angelicales, jinetas, canallas y coquetas, pero ninguna me había cautivado como esta chamaca un tanto arisca, peinada a lo garçon, con aires y movimientos sinuosos de culebra cascabel, dueña de una voz de pajarito: turpial o colibrí. Ella, la chica que viajaba a mi lado en el autobús de Iztapalapa, la misma que acaba de llegar a nuestra cita, con cuarenta y cinco minutos de retraso.»
«¿Qué te pasa, Equus, querido? ¿Te quedaste dormido con tu cabeza de alcornoque apoyada en un diccionario de mitología griega? Y tú, hermanito del alma, mi querido siamés que te la das de sabihondo, ¿no has caído en cuenta que tú y yo no somos más que personajes de ficción, criaturas sin forma ni sustancia, similares a las figuras que los mortales divisan en sus vanos sueños? Acaso has olvidado aquello que repito casi a diario como un mantra o una letanía: “Sólo se puede vivir en los ilusorio”.»

PAPEL LITERARIO 2022, JUNIO 26 p.6

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