Hoy en día, cuando parece que todos necesitamos triunfar o destacar en algo para que nos consideren felices y «realizados» (aunque sea en lo más trivial, suicida o canallesco), toma visos de provocación un título como el que encabeza esta recopilación de relatos de Herman Melville (1819-1891), El fracaso feliz, que acaba de publicar Eneida en su colección Confabulaciones. No cabe la menor duda de que el autor de Moby-Dick supo bien lo que era fracasar como escritor, al menos para el público más general de su época. El desaliento que debió inspirarle la tibia recepción de sus obras más geniales seguramente le hizo meditar, en más de una ocasión, sobre la idea del fracaso: una magnitud variable como pocas en un mundo que se rige por criterios tan injustos y mudables como esa Fortuna que se ha representado siempre ciega o subida a una rueda. A poco que meditemos durante la lectura de este volumen (que nos ofrece una interesante y representativa selección de la obra breve de su autor) descubriremos que la experiencia del fracaso aparece modulada de mil maneras diferentes, como un sutil leitmotiv, en muchos de los relatos que recoge.
El fracaso feliz, relato que da título al libro, narra una disparatada aventura fluvial protagonizada por un entrañable trío de perdedores: el anciano inventor de una bomba desecadora de pantanos, su ingenuo sobrino (que actúa de narrador) y el criado negro Yorpy. Contrafigura del científico diabólico (como lo veremos luego encarnado en el personaje de Bannadonna, en El campanario), el anónimo protagonista de El fracaso feliz es un chapucero bienintencionado que pretende alcanzar la gloria beneficiando a la humanidad. Su ridículo temor a que inventores rivales lo espíen y le arrebaten su descubrimiento no obedece tanto a su vanidad como al tono humorístico que Melville pretende dar a la historia, que logra tanto por los propios tipos que la protagonizan como por la grotesca peripecia que corren. Ese pesado cajón que acarrean con gran esfuerzo a contracorriente, preñado de un inextricable lío de cables (nido de «víboras y anacondas»), es una especie de caja de Pandora que, una vez abierta, no difundirá otro mal que el de su inoperancia, su fracaso: un transparente símbolo de esa ambición que solo se alcanza al precio de perder nuestra condición más humana. El violinista, primer relato recogido en el libro, puede considerarse un texto complementario a El fracaso feliz. Si el viejo patrón de Yorpy no logra triunfar con su invento, Hautboy ha sabido despreciar la fama desde su cima de virtuoso. Aunque el valor moral del violinista es superior al del frustrado inventor, el relato de su renuncia no tiene tanto interés (y es infinitamente menos divertido). El siguiente texto, El porche, tiene como narrador y protagonista a un sibarita de los paisajes campestres (podemos identificarlo sin mucho riesgo con Melville), que planea añadir a su casa rural una veranda que le permita disfrutar de sus extraordinarias vistas. Un giro inesperado de la trama, sin embargo, lo arrancará de su sedentaria contemplación para embarcarlo en una sugestiva excursión en pos de una misteriosa casita que vislumbra entre las montañas, y que parece guardar, como el arco iris, algún inefable tesoro. Una deliciosa caminata campestre que se transformará en un viaje al corazón de la soledad, en una advertencia del peligro que entraña materializar nuestras ilusiones. Daniel Orme es el retrato de un viejo y anónimo marino retirado, resuelto con un puñado de emocionantes pinceladas. Una imagen del fracaso y del olvido que, al menos desde una perspectiva estoica, parece ser el destino natural del hombre, y por lo tanto, indoloro. Daniel Orme es el único relato de ambientación marina recogido en el libro, un ingrediente imprescindible en cualquier selección de un autor como Melville. El siguiente cuento, el famoso ¡Quiquiriquí! , es un texto hiperbólico y exaltado, escrito en un registro casi tan alto como el de ese extraordinario gallo cuyo canto despierta el entusiasmo del narrador:
Parecía un grande de España a quien hubiera sorprendido un chaparrón, obligándole a refugiarse bajo el cobertizo de algún granjero.
La búsqueda de tan prodigioso cantor articula el relato, un desahogo visceral de Melville contra casi todo: el progreso mecanizado y ciego, la pobreza, los acreedores, los achaques de la edad… la injusticia universal, en suma, que todos padecemos. Frente a estas realidades que nublan el horizonte, el canto de Clarín simboliza la obstinación del hombre por sobrevivir a cualquier precio y bajo cualquier adversidad. Orgulloso himno de afirmación y compromiso con la vida que apenas nos consolará de la trágica resolución del relato. Uno de los textos más atractivos y curiosos de Melville es El vendedor de pararrayos, un relato a mitad de camino entre la fábula moral y el ensayo divulgativo (aprenderemos mucho de tormentas leyéndolo). El narrador, que disfruta del sublime espectáculo de una colosal tormenta en los montes Acroceraunios, recibe la inesperada visita de un vendedor de pararrayos ambulante, un estrafalario personaje que recorre los campos en plena tormenta promocionando su mercancía, y que parece empeñado, con sus consejos y precauciones, en aguarle la fiesta al narrador. El mensaje moral, que no aparecerá hasta las últimas líneas, se resume en una crítica a todos aquellos que hacen su negocio con el miedo de los hombres. En el país de Queequeg es el texto más breve del libro, un sencillo microrrelato que esboza un fantástico caso de servidumbre humana, en un país no visitado, al parecer, por Lemuel Gulliver. El Paraíso de los solteros y el Infierno de las doncellas es uno de los mejores y más celebrados textos breves de Melville, una imaginativa sátira de la explotación que sufren las obreras de una fábrica de papel instalada en un glacial paraje de alta montaña (con topónimos tan sugestivos como Fuelle de la Doncella Loca, Collado Negro o Mazmorra del Diablo). Las infinitas penalidades que sufren las mujeres en su insano y durísimo trabajo (siempre tuteladas por hombres) contrastan con el sibarita ágape de los célibes londinenses retratado en El paraíso de los solteros. Un infierno gélido de penas y enfermedades frente a un paraíso cálido de confort, alta gastronomía y diversión. El relato es también una visión terrorífica del imperio de las máquinas, que amenazan con esclavizar y devorar al hombre, como el Moloch del célebre film de Fritz Lang. En el siguiente relato, El campanario, se recrea el mundo fantástico y siniestro de los autómatas, argumento recurrente en algunos escritores del Romanticismo europeo como Hoffmann. El simbolismo y la moralidad del texto lo emparentan, sin embargo, con autores americanos en la línea de Hawthorne, o incluso Poe. Relato de tintes fantásticos y maravillosos, más sugeridos que mostrados, lleno de esas citas y alusiones bíblicas tan características de Melville. El habitual doctor diabolicus que se agazapa tras cada peligroso autómata es ahora un artista del Renacimiento italiano, Bannadonna, en quien se unen las habilidades de escultor, inventor y campanero. Tanto la figura de la orgullosa torre que se levanta contra el cielo como la del autómata que parodia la creacion divina son símbolos fácilmente descifrables, sometidos al castigo que cabe pronosticarles por su impiedad. Cuando ya comenzamos a sufrir los primeros atropellos de coches sin conductor, podemos leer El campanario como un temprano aviso de los peligros que entraña la denominada inteligencia artificial. Finalmente, El pudin del pobre y las migajas del rico es otro característico relato doble de Melville, quizás no tan imaginativo y logrado como el de solteros y doncellas, pero no menos demoledor en su crítica; y donde los textos, ya no contrapuestos, actúan de manera complementaria en su denuncia del desamparo que padecen las clases inferiores. Las cloróticas mujeres de la fábrica de papel se prolongan en la mujer tísica que prepara el modesto pudin familiar, pero también en esas masas hambrientas londinenses que se benefician de los restos de un ágape real, y que se comportan como perros famélicos y rabiosos. Una dura crítica a la inacción humanitaria que toma como pretexto la Providencia, a los eufemismos con que los ricos idealizan la pobreza de las clases trabajadoras, y a la beneficencia cuando se ejerce sin amor al hombre.
Reseña de Manuel Fernández Labrada