En la mayoría de las ocasiones, los pasos del sabio y del artista recorren sendas muy diferentes, incluso cuando transcurren por idénticos parajes. No es lo mismo explicar un poema que escribirlo, analizar una sonata que interpretarla en el piano. Y sin embargo, a nadie se le oculta que cada uno de ellos, desde su propia esfera de actuación, bien podría fecundar la tarea del otro. Hay dominios, al menos, en que dicha colaboración parece más factible, o incluso deseable. Es el caso del relato histórico o mitológico, donde los conocimientos del erudito, oportunamente modulados, resultan poco menos que imprescindibles para sustentar el vuelo creativo del escritor, que tampoco puede faltar. Un altísimo exponente de esta simbiosis fecunda se manifiesta, sin duda, en Los dioses de los griegos (The Gods of the Greeks, 1951): primera parte de una importante bilogía que el eminente mitógrafo Karl Kerényi (1897-1973) consagró a recrear y contar, respetando toda la riqueza y complejidad propias del mito, las historias de los héroes y divinidades de la antigüedad helénica. Para Karl Kerényi, el mito solo cobra vida mediante su relato. Con la aparición de este esperado volumen, Atalanta cierra un capítulo que iniciara hace unos años con la publicación de Los héroes de los griegos (2009), segunda parte de esta apasionante obra dual. La nueva edición del texto que nos ofrece ahora Atalanta, traducido por Jaime López-Sanz, cuenta además con un oportuno prólogo de Luis Alberto de Cuenca: un bellísimo preludio al texto de Kerényi que contiene una sugestiva introducción general al mito y su significado, interesantes pormenores de la edición y, en suma, todas las claves precisas para aproximarnos a la figura y obra del insigne mitólogo húngaro.
En su estimulante recreación de los mitos, Karl Kerényi, gran conocedor de la lengua, la cultura y la mitología griegas, quiso seguir un camino complementario al del simple estudioso. Su propósito no era otro que el de sublimar las múltiples lecturas del erudito en un texto único de impronta literaria. Es decir, devolver la vida a «los fragmentos de mitología griega que nos han quedado» por medio de un relato que no renunciara a incorporar el complejo sustrato que esas fuentes escritas nos han conservado tan azarosamente. Karl Kerényi se convierte así en una suerte de rapsoda sabio, que oculta su erudición y solo nos ofrece la superficie viva y vibrante de la peripecia mitológica, alumbrando de tal manera un libro que aspira a encuadrarse en la tradición de otros textos de índole más literaria que teórica. Es de admirar cómo Karl Kerényi va devanando en su relato los complejos hilos de la trama mitológica sin que se le enreden entre los dedos, sin llegar a cansarnos nunca, manteniendo despierto nuestro interés por todo aquello que nos está contando, pero también por aquello otro que nos promete para más adelante, y que ahora solo nos insinúa para no lastrar su discurso. De la innegable densidad de este contar de Kerényi se desprende que Los dioses de los griegos es uno de esos libros que nos invitan a compartir una amistad duradera, que no se agota en una primera lectura: un libro que deberíamos releer ―así lo sugiere el propio autor― como un texto literario, como un poema incluso. Al igual que el público de Homero, el lector de Kerényi está llamado a dejarse arrastrar por la magia de la palabra en que se encarna el mito.
En la Introducción que antecede al relato de las divinidades griegas, Karl Kerényi nos ofrece un interesante resumen de sus ideas acerca del mito, poniendo en valor su gran relevancia en el estudio del hombre. Para Kerényi, que compartió indudables afinidades de pensamiento con Carl Jung (escribieron conjuntamente Introducción a la esencia de la mitología, 1942), la psicología humana guarda una estrecha relación con el discurso mítico, que bien podría considerarse una «psicología colectiva». Es así que tanto los sueños como los mitos significan una «externalización directa de la psique». También traza Kerényi en su texto preliminar las fronteras que separan a la mitología de la teología, subrayando en la primera un componente artístico muy determinante, que la emparenta con la poesía, la música, la filosofía o, incluso, con las ciencias; disciplinas todas que interesaron vivamente al autor. Los límites que impone a la creación artística la materia mítica son también un interesante tema de reflexión para Kerényi: unos condicionantes que afectan tanto a un primitivo poeta homérico como al propio Goethe cuando compuso su Fausto. Como era de esperar, también en estas páginas iniciales nos explica Kerényi el propósito de su libro, así como los medios de que se ha valido para construir el relato y los principales obstáculos que ha debido vencer. Para conceder una mayor naturalidad a la narración de las diferentes historias, Kerényi se servirá, como recurso retórico, de «un personaje ficticio que recuenta» e introduce las historias: una voz que parece proceder de un griego de la antigüedad que hubiera cobrado vida y juzgara religión propia todo cuanto narra.
Señala Kerényi que una de sus intervenciones más decisivas ha sido la de armonizar los diferentes mitos en su secuencia cronológica: tarea ardua pero imprescindible para lograr un todo lo más ordenado y coherente posible. Son muchas las tareas que, sin duda, el autor se ha visto obligado a cumplimentar para dotar de unidad a su relato: relacionar mitos, ordenar acontecimientos, trazar paralelos entre divinidades, señalar similitudes, valorar opciones, conjeturar pérdidas, aventurar interpretaciones, enfatizar detalles… Si en cada mito podemos ver un mosaico, algunos parecen haber perdido la mayoría de sus teselas. Podríamos hablar, pues, de una necesaria restauración donde los fragmentos dispersos que han quedado aspiran a ocupar un lugar significativo en un conjunto mayor. También establece el autor puentes que iluminan o refuerzan su discurso (la exposición detallada de las Erinias, por ejemplo, le lleva a referirse brevemente a Orestes), o establece comparaciones con otras mitologías orientales (al hablar de Afrodita, por ejemplo). Una de las premisas más importantes para el autor en la construcción de su relato ha sido la fidelidad a las fuentes que sustentan el libro (para comprobar su riqueza basta con mirar el listado que figura al final del volumen). Este respeto a las fuentes se hace patente en las numerosas ocasiones en que Kerényi las cita, las parafrasea o, incluso, las reproduce «palabra por palabra» (también refiere representaciones plásticas, como las pinturas sobre vasos cerámicos). Todas las intervenciones del autor se desarrollan siempre, pues, dentro del respeto más absoluto a la tradición textual; y procurando no adentrarse más de lo imprescindible en el terreno de los héroes, asunto del otro volumen de su bilogía.
Una elección crucial del autor a la hora de confeccionar su relato ha tenido que ver con la multiplicidad de variantes bajo las que se manifiestan habitualmente los mitos: un obstáculo muy considerable para la consecución de un texto integrador, sobre todo si no se desea traicionar la riqueza de las fuentes ni comprometer la fluidez del discurso. En la composición de su libro, Kerényi no ha «aplanado», desde luego, dichas variantes. Es fácil de comprender que el autor nunca traicionaría el caracter complejo de una cultura que tan bien conoce y tanto ama. Sin embargo, tampoco ha pretendido llevar hasta el extremo su celo de estudioso, o al menos, no hasta el punto en que una excesiva erudición relegara la historia a un segundo plano. De igual manera, el autor tampoco ha querido ablandar la densidad, diluir el carácter «compacto» ―perdido el texto arcaico original― de muchos mitos. Es el caso de aquellos lugares donde se acumulan nombres o se discuten diferentes filiaciones o parentescos. No es necesario leer muchas páginas del libro para constatar que Kerényi concede una gran importancia al significado de los nombres y sobrenombres de cada divinidad, de los que nos ofrece continuas traducciones, pues sus historias particulares «están hasta cierto punto comprendidas en esos nombres». Esto es especialmente pertinente en lo que atañe a divinidades apenas conocidas, de las que nos queda poco más que un nombre (único resto de una historia seguramente perdida), así como a algunas desconcertantes acumulaciones de divinidades. Es el caso de las cincuenta hijas de Nereo, donde el nombre de cada una de ellas (como Cimódoce: «la que junta las olas») aporta un diferente matiz semántico al conjunto.
La admirable fluidez del relato, lograda sin renunciar a la densidad de la materia mitológica, obedece también, entre otras cosas, a que todas las explicaciones o posibles discusiones se desenvuelven en el propio texto, pues las notas reunidas al final del volumen solo recogen las abreviaturas de las fuentes literarias que se siguen en cada momento. Salvo Hesíodo, Homero y algún otro autor de parecido rango (cuyos nombres resuenan con naturalidad en los labios del «narrador ficticio»), la admirable multiplicidad de autoridades en que se sustenta el texto permanece, pues, oculta. Los índices onomásticos y toponímicos posibilitan también una aproximación más particularizada o puntual a sus contenidos. Pero lo más pertinente para el lector que desea disfrutar del relato en su espléndida integridad es que el autor haya subdividido hábilmente los quince capítulos de su libro en fragmentos menores de gran coherencia: estimulantes unidades de lectura artísticamente elaboradas. A ellas se refiere quizás Kerényi en la Introducción cuando recomienda para su libro una lectura sosegada y no muy extensa; o incluso, una relectura. Esto no quita que cada unidad tenga su propio nivel de complejidad, y que debamos adaptar a cada una nuestra particular velocidad de lectura (especialmente en los capítulos de mayor densidad, como los dedicados a las deidades preolímpicas, de filiación más oscura). Kerényi no pretende, desde luego, ofrecernos la mitología en porciones; como tampoco pintarnos parajes amenos o un jardín geométrico. Su propósito parece, más bien, el de introducirnos ordenadamente en una poderosa y laberíntica selva virgen, pletórica de personajes e historias muy diversas y fluctuantes, en ocasiones, complejamente interrelacionadas. Guiados por la sabia mano del autor, será un verdadero placer el atravesarla de un confín al otro. No hay lugar mejor para perderse.
Reseña de Manuel Fernández Labrada
Este libro lo tengo en la mesita esperando su turno. (Por lo que he hojeado me parece que me va gustar más que la obra equivalente de Graves). Tu magnífica reseña me ahorra hacer la que tenía en mente. Saludos.
Gracias, José Luis (aunque es una pena que no lo reseñes). Yo empiezo ya a releerlo en pequeños sorbos. ¡Quiero que me dure hasta el verano! Ya puedes imaginar lo mucho que me ha gustado. Un abrazo.
Gracias por este comentario tan ilustrativo y pormenorizado, como siempre. Voy a hacerme con el libro en cuanto pueda para releerlo siempre que me apetezca. Hay textos que invitan a releerse una y otra vez, especialmente ensayos y poemarios. Es cierto que el erudito y el artista pueden fertilizarse mutuamente, retroalimentarse, aunque también creo que no todos los eruditos son sabios. Saludos.
Hola, Mar. Comparto tu propósito de relectura. ¿Cómo no leer varias veces el exquisito y divertido capítulo dedicado a la infancia y primeros hechos de Hermes? Gracias por tus comentarios y confianza. Un saludo.