Aseguraba Terencio, en un dicho ya proverbial, que «nada de lo humano le resultaba ajeno». Entendida la frase como un precepto ético, podría deducirse que nada debería de resultarnos tan sencillo como empatizar con nuestros semejantes. Sin embargo, una de nuestras grandes carencias radica precisamente en la dificultad que experimentamos para ponernos en el lugar del otro. Y es que el camino hacia la empatía exige acometer una delicada operación, la de intentar comprender el mundo desde un punto de vista ajeno, muchas veces contrario al de nuestros propios intereses. Un gran paso que solo podremos dar individualmente y con esfuerzo. Recuerdo a este respecto un famoso relato de Hesse, El agüista, donde el autor narraba su experiencia con un ruidoso vecino de habitación que no le dejaba ni dormir ni trabajar. Una incómoda situación que solo pudo vencer mediante un ejercicio de imaginación que le permitió identificarse emocionalmente con el molesto compañero de balneario. Es una anécdota quizás trivial, pero ilustrativa de lo mucho que puede ayudarnos la empatía en la convivencia con nuestros semejantes. En el caso particular del escritor, esta facultad empática puede resultar especialmente valiosa. Aunque no toda la literatura camina por una senda realista, la empatía ha sido el necesario don de muchos autores que han pretendido dar un testimonio profundo de la sociedad y de sus gentes. ¿Cómo imaginarnos a Balzac, si no es entregado a la ambiciosa tarea de ponerse en el lugar de cada uno de sus infinitos personajes? La mirada comprensiva no es sino una mirada compartida. Decía Freud que «amar al projimo como a ti mismo» es una empresa no solo imposible, sino también radicalmente injusta. Pero quizás sí podamos, al menos, intentar ponernos en su lugar. O mejor aún, compartir sus sueños.
Esta es, quizás, una de las metas que se ha propuesto alcanzar Estefanía González con su nuevo libro, En sueños de otros, que en estos días ve la luz publicado por la editorial Tres Hermanas. Amparada en el valor simbólico de aquellos componentes básicos que los filósofos presocráticos distinguieron en la materia (Aire, Tierra, Agua y Fuego), la escritora asturiana traza una división cuatripartita en su libro: una figurada manera de confesarnos su voluntad de extender la mirada a una amplia variedad de experiencias humanas, de lograr una ubicuidad que le permita ponerse en la piel de un abigarrado conjunto de seres. Autora de dos poemarios anteriores, Hierba de noche (2012) y Raíz encendida (2014), Estefanía González nos ofrece ahora sus primeros trabajos de narrativa, reunidos en un libro de admirable unidad y solvencia. Y es que no hay tanta diferencia, a fin de cuentas, entre poema y prosa breve; al menos cuando comparten un mismo cuidado por la forma, la exploración de sentimientos sutiles, la fina observación y los matices: cualidades todas que informan ese casi centenar de minificciones que recoge En Sueños de otros. Un libro que, sin traicionar su coherencia, reúne textos de muy diversa índole, servidos por una notable capacidad fabuladora, necesaria para dar vida al extenso muestrario humano que puebla sus páginas. Algunos textos nos parecerán muy cercanos al poema. Es el caso de Corro o Tarzán, donde predominan el juego verbal o la sugerencia. Otros, por el contrario, son plenamente narrativos, dando entrada incluso al diálogo y a un tono más coloquial. No faltan tampoco las ficciones enigmáticas o de carácter experimental (En el taller de lectura). Todas las historias, sin embargo, coinciden en un mismo punto, en tener como mejor capital a sus personajes, a los que Estefanía González define muy hábilmente, sirviéndose solo de unos pocos trazos, sin comprometer el equilibrio de unos textos escritos con la vocación de no extenderse más allá de lo preciso.
El primer apartado del libro, Aire, recoge un puñado de relatos en los que parece bullir un anhelo de liberación: la necesidad de abandonar un ambiente viciado para respirar un aire nuevo y mejor. Así lo manifiestan esas relaciones tóxicas que tan bien retrata la autora. Es la urgencia impostergable de apartarse de una tiranía o de una manipulación: un ansia que expresan, a veces con gran crudeza, quienes la padecen, y que se extiende incluso hasta el deseo de borrar los recuerdos (El señor Marcus, Nunca significa). Esta aspiración, que se sublima en ocasiones mediante la fantasía (como la que derrocha la protagonista de La soledad sonora), se manifiesta aún con mayor plasticidad a través de la experiencia onírica. Encontraremos así sueños enigmáticos, casi surrealistas, de gran belleza poética (Noches rabiosas, Eclipse), de tan difícil interpretación como muchos de los que nos asaltan en nuestra experiencia cotidiana. En otros el significado es más transparente. Tal sucede en El aparcamiento, donde la cuarta planta subterránea de un centro comercial se convierte en la puerta de entrada a un mundo nuevo. Y claro está, también queda la posibilidad de soñar (imaginar) despierto: una habilidad siempre atribuida con cierto desdén a los soñadores, pero que puede convertirse en una envidiable (y divertida) manera de sustraernos a una realidad aburrida y alienante (Cotidianeidad). Además de los sueños y las fantasías, muchos de los relatos que integran este primer apartado (y el libro en general) recogen escenas observadas en la calle, cuya resolución nos provoca a veces inquietantes meditaciones (Un viento épico). Incluso en los gestos compulsivos de alguien que busca infructuosamente algo (Bolso), puede el espectador atento descubrir la señal de una de esas carencias afectivas que aniquilan el alma.
Aunque las cuatro partes en que Estefanía González divide su obra no son, en modo alguno, compartimentos estancos, las experiencias oníricas disminuyen en el segundo apartado, donde predominan los textos con un mayor poso de realidad. El componente más terrenal de nuestra humanidad, el que representa el peso de la materia que nos oprime, parece ser la divisa de un variado plantel de figuras dolientes, necesitadas de cariño, marginadas… Seres con los estigmas de la derrota impresos en su rostro y en sus actitudes. Traumas de infancia (Vergüenza), el sadismo de las relaciones de dominancia (El nuevo), las insufribles presiones familiares (En paz); mujeres que necesitan escapar de un ambiente opresivo (Solito, piscina, ronroneo), ancianos desvalidos (Va y sonríe), niños indefensos, exdrogadictos, enfermos, mendigos… En ocasiones, las escenas se ven suavizadas por un leve humorismo o un inesperado rasgo de humanidad (La ecuatoriana, Mi sol). Y no son únicamente los desfavorecidos quienes protagonizan estas páginas, también son las parejas cerradas en su egoísmo (Rendirse), los autosatisfechos, los amigos de aferrarse a una vida cómoda y sin complicaciones. Entonces la maldad se manifiesta en una visión incapaz de empatizar con el sufrimiento y la miseria, y que en vez de aguardar a comprender juzga con repugnancia. Los relatos parecen así escritos desde la ironía (Perrillos), como invitándonos a compartir una mirada que nos espanta.
Mediada la lectura, nos adentramos en un nuevo conjunto de relatos donde el elemento acuático constituye un sutil leitmotiv que hilvana los diferentes textos, aunque sin comprometer su fondo. Leemos unas historias que abarcan desde las aguas que nos acunan en el crucial momento de nuestro nacimiento (Fluidos) hasta las que deberemos cruzar en el último día (Festines en sombra). Porque toda la experiencia humana se resume en ese elemento móvil y vivificante, símbolo de una inestimable flexibilidad de espíritu, cuya falta nos condena a convertirnos en piedra insensible. Al igual que en páginas anteriores, también ahora el mundo infantil cobra un gran protagonismo. Para quien desea ahondar en la condición humana, el niño es una fuente privilegiada de aproximación: un cristal transparente que nos permite observar muchas veces lo que el adulto oculta. Así lo vimos en ese estupendo relato de la primera parte del libro, Juegos, donde la crueldad infantil era solo un reflejo anticipado. Ahora, desde una perspectiva más amable (Música, maestro), los niños representan como nadie la saludable y reconfortante fluidez acuática. ¿Hay algo más dinámico y dúctil que un niño? El agua también simboliza, finalmente, ese catalizador que tanto precisamos para reconducir nuestra atormentada humanidad a una situación de equilibrio (Sonido del otoño, Un gesto inútil). Quizás por ello las lágrimas muchas veces nos curan.
Mudando al elemento más contrario, el libro recoge en sus últimas páginas una constelación de textos relativos a la experiencia amorosa: ese fuego sutil del que ya nos hablaba Safo. Es el difícil diálogo entre los sexos, muchas veces insatisfactorio, casi siempre cercano al conflicto. Unos relatos en los que caben todas esas dolorosas pulsiones del eros: esa ineludible danza (Se levantó) que los dioses nos obligan a bailar en beneficio de la perpetuación de la especie (y quizás también de su particular diversión). Un baile que en ocasiones nos obliga a emparejarnos ―grotesto guiñol― con quien menos nos conviene. Presentándose como una coherente continuación de todo lo anterior, estos relatos finales dan vida a una variada casuística amorosa, que comprende mucho de cuanto media entre el difícil debut de una adolescente (Un día marcado) y la amarga despedida de una mujer adulta (La bahía). Son los amores que nos dejan desprotegidos, los tópicos y lugares comunes que los corrompen, los egoísmos que los toman como pretexto; los fuegos que arden demasiado y los que apenas prenden. Quizás también, el humo y las cenizas.
Reseña de Manuel Fernández Labrada
(Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno, donde podrás leer además una selección de relatos del libro.)