El murmullo del mundo, de Tomás Sánchez Santiago

El murmuillo del mundoAún no conocía este nuevo título de Ediciones Trea, El murmullo del mundo, cuando leí la reseña que le había hecho Francisco H. González en su estupendo blog Devaneos. Allí aseguraba que había disfrutado mucho con la lectura del libro, y que incluso se lo llevaba consigo a todas partes. Entonces recordé ese encantador almanaque de Hebel, Cofrecillo de Joyas, que Kafka acostumbraba alojar en su bolsillo para regalarse en cualquier lugar con sus variadas historias, y me entraron ganas de leer el libro de Tomás Sánchez Santiago. Luego, cuando lo tuve entre mis manos, constaté que mi asociación de ideas había sido tan caprichosa como cabía esperar, que las diferencias entre los dos libros eran notables, pero que no impedían, desde luego, convertir El murmullo del mundo en otro excelente compañero, en uno de esos afortunados libros que nos prenden desde sus primeras páginas y terminamos de leer pidiendo más. La disculpable tentación que muchas veces experimentamos al enfrentarnos a un libro voluminoso y de escritura discontinua ―esto es, recorrerlo de arriba abajo emulando los movimientos del caballo de ajedrez― es pronto vencida por el encanto de unos textos que saben ganarse el aprecio y la fidelidad del lector. Su profundidad y variedad, el humanismo que respiran, su prosa perfecta, sencilla pero cargada de lirismo lo justifican sobradamente.

Tomás Sánchez Santiago es un escritor de larga trayectoria, novelista y agraciado poeta, ganador de prestigiosos galardones literarios, como el Ciudad de Salamanca o el Tigre Juan. Bajo el pitagórico título de El murmullo del mundo [Anotaciones 1984-2016], el escritor zamorano ha reunido en un solo volumen cuatro libros de diferente data y conformación, algunos publicados con anterioridad, todos coincidentes en proceder de una extensa serie de cuadernos que el autor ha ido llenando de anotaciones a lo largo de su vida. Todos los textos recogidos en el libro tienen en común su brevedad, así como la voluntad de extraer su materia prima de lo cotidiano. Una silva donde también cabe el aforismo, la minificción, la crónica de viajes, el poema… Un cajón de sastre, sí, pero cuidadosamente ordenado. Un libro que nos ratifica en la certeza de que la verdadera literatura tiene su punto de alquimia: salvar, convertir en perdurable lo perecedero, lo que era intrascendente hasta que la mirada del poeta lo cargó de significado. Solo el artista es capaz de transmutar en oro el plomo que recubre la mayoría de nuestros instantes. Una vulgar y aburrida esposa de médico rural pudo así protagonizar una de las novelas más perfectas de su centuria. En sus Variaciones Diabelli Beethoven se vanagloriaba de haber compuesto una obra inmortal a partir de un banal motivo de vals propuesto por un editor vienés.

La congruencia con que están ordenados los materiales de El murmullo del mundo se percibe ya en su primer libro, Para qué sirven los charcos (1984-1995), donde podemos imaginar (con un poco de fantasía) un concierto en tres movimientos que se complementan a la perfección: un andante intimista ―Marcas― entre dos allegri más abiertos al mundo. El curioso título de la primera sección, Diario del excedente ―un pequeño enigma que se desvelará casi al final del libro―, anuncia ya el punto de vista adoptado por el autor, que se complace en tener las manos libres para entregarse sin tasa a la contemplación de todo cuanto le rodea: una noticia leída en un periódico, una conversación escuchada al azar, una pintada vista en un muro… Situaciones triviales ―solo en apariencia― de las que una mirada atenta infiere algo de mayor calado. En ocasiones, el autor nos brinda una breve glosa, pero en otras se limita a señalar con el dedo de su prosa, para que interpretemos la partitura por nuestra propia cuenta. Aunque no faltan en el libro anotaciones de viaje, apuntes aubiográficos o incluso un puñado de haikus, destaca la música leve de los sucesos y palabras menores, aquellos precisamente en los que el fino oído del autor sabe discriminar los murmullos, los tonos bajos que tejen nuestro diario bregar con el tiempo. Marcas, la segunda sección del libro, es un breve diario (1992-1995) volcado en desvelar el rostro de lo cotidiano, tal como resume la cita de Montaigne que la encabeza: «El uso nos arrebata el verdadero rostro de las cosas». Una suerte de Viaje alrededor de mi habitación, pero donde los objetos modestos toman un protagonismo inmanente: las ropas usadas que tiramos, los insectos del hogar, los cacharros que se averían, los ruidos y olores familiares, las herramientas del escritor (tan cargadas de significado como las de la cocina o el aseo)… Un himno a lo cotidiano donde la mirada del poeta se empeña en salvar a esos mudos y entrañables compañeros que son parte de nuestro entorno habitual. Finaliza el libro con Literario diario [1984-1990], crónica de la actividad literaria del autor (en los apartados anteriores solo aparecía recogida de manera esporádica): lecturas, reflexiones sobre el arte de escribir, noticias, proyectos literarios, notas autobiográficas…

En Muda de siglo. Un paseo por el malestar (1997-2001) se retoma el perfil de Diario del excedente, pero con un tono más crítico y ácido ―más «gruñón», en palabras del autor―, y quizás también con una mirada más amplia. Textos algo más extensos, de textura más homogénea, donde se denuncian los desatinos de la sociedad de consumo, la infamia humana que se hace patente en cada telediario, el decepcionante ―cuando no miserable― espectáculo de la política… Y ese fino oído del poeta para detectar las sorpresas ―en ocasiones cómicas, siempre reveladoras― con que nuestra propia lengua nos regala en los momentos y circunstancias más diversos. Este breve libro, enteramente inédito, es también una interesante crónica literaria de lecturas, efemérides y encuentros en la bisagra de dos siglos.

Los pormenores, el siguiente libro, se abre con un elogio de la brevedad, del valor que atesora lo anotado espontáneamente (escritura «repentina», «sobrevenida»): ese «banquete desordenado donde todos los platos se sirven a la vez».

«Y así lo público y lo privado, lo grave y lo chocante, lo radiante y lo tenebroso entran en un mismo picoteo indiscriminado. Es lo que hay: nada grave, nada importante. Lumbre baja.»

En Lumbre baja, primera parte de Los pormenores, percibimos una creciente preocupación social. Aunque podemos hallar también algunos aforismos («Ya no me interesa escuchar lo que yo suscribo sino lo que me rectifica») o mínimas ficciones (Heráclito), predominan las lecciones de pura realidad: pequeños negocios que cierran, vidas valiosas que se extinguen en silencio, seres que se desvanecen en el anonimato, ancianos desvalidos, tragedias familiares ocultas…: «lumbre baja que no brilla pero sí quema». De la ciudad oscura es una breve coda donde la mirada del autor se vuelve a su ciudad natal. Una visión enamorada y atenta a su paisaje urbano, a sus luces y aires, a sus buenas gentes, a sus poetas… Sin perdonarles algún que otro tirón de orejas a cuenta de sus pequeñeces provincianas.

La vida mitigada es el libro que contiene las anotaciones más recientes, armonizadas por virtud del «acarreo»: una noble labor literaria así bautizada y definida, con mucho gracejo, por Tomás Sánchez Santiago, y que no es sino el inteligente trasiego que puede convertir una o varias libretas de apuntes en un libro acabado. Un título en la línea mesurada de Lumbre baja, que delata al escritor que desea ver las cosas ya desde cierta distancia, con el sosiego que nos permite separar el murmullo del ruido, el grano de la paja. En Visto y oído aflora de nuevo esa visión humanista que atiende a los seres que sufren, y presta oído a las miserias y disparates de nuestro mundo. Cuaderno sin norma es un ejercicio de variedad, un cuaderno «ácrata» donde no falta ni tan siquiera una receta de cocina (al leerla recordé aquellos Cuadernos de conversación donde Beethoven anotaba, en ocasiones, su lista de la compra o las medicinas para la sordera que veía anunciadas en los periódicos). En Historias naturales, lo vivido o escuchado se condensa en breves narraciones con hechura de minificción, pero basadas siempre en sucesos reales. En manos de los días es el texto más parecido —según nos revela su autor— a un diario convencional: anotaciones espigadas de diversos cuadernos donde se conjugan los avatares de la salud, la observación de la realidad social y el mundillo literario.

A estas alturas, el libro de Sánchez Santiago ya se ha ahormado a nuestras manos, lo hemos hecho nuestro y le decimos adiós con agradecimiento, por permitirnos ver el mundo a través de sus páginas: una mirada que se nos ha revelado felizmente partida entre la atención al dato o suceso coyuntural —testimonio valioso de su momento pero perecedero en el interés del lector— y la reflexión profunda, el hallazgo artístico que no tiene fecha de caducidad y garantiza la permanencia y universalidad de un libro.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Todo lo que refleja la vida de un espejo, ¿quedará en constancia alguna dentro de él? Que alguien invente un ingenio que sepa desescamar las lunas y vayan resurgiendo rostros idos, objetos olvidados, flores remotas, juventudes hace ya tiempo desconvocadas. Ruinas recompuestas, pérdidas recobradas en contra de la hambruna del tiempo. Ah, vieja quimera de eternizar las permanencias: déjame embarrarme de ti en la imaginación y en el deseo. // Pero que luego todo vuelva a sus lugares, dispersos por el agua serena e imparable del olvido. Regiones congeladas del no ser, hermosas como huecos que ya nunca más va a ensuciar la existencia.

Los tempranos gorriones de la deshora, los perros sedientos, los colegiales insubordinados y el temblor del cielo duplicado en esas aguas inesperadas nos revelan de pronto para qué sirven los charcos.

Podría haber un escritor cuyo currículo literario creciera y creciera tanto que, como en el ejemplo del mapa de Borges, al final fuese la solapa el propio libro, su toda sustancia. ¡Y qué mejor forma y más golosa de demostrar aquello de que la obra es el autor!

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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