La vida privada, de Henry James

La publicación de esta conocida novelita de Henry James (1843-1916) por la editorial Eneida, en su colección Confabulaciones (traducida por Lur Sotuela), puede convertirse en una magnífica excusa para releerla una vez más. Un variopinto grupo de turistas de la alta sociedad británica, antiguos conocidos, coincide en un hotel del Oberland suizo durante los últimos días del mes de agosto. Un matrimonio de aristócratas, lord y lady Mellifont, dos escritores (uno de ellos el narrador), y una famosa actriz de teatro, que viene acompañada de su marido músico, entretienen sus ocios caminando por la montaña y entregándose a una refinada vida social. Aunque todos se tratan habitualmente durante la «season» londinense, el nuevo escenario -aislado y salvaje- parece propiciar que salgan a la luz los secretos más fantásticos de su personalidad. La atención del narrador -en el que poco cuesta descubrir al propio James- se centra especialmente en dos de los personajes: el brillante lord Mellifont, protagonista natural de cualquier cita social, y Clare Vawdrey, un escritor con gran talento pero de maneras un tanto anodinas. El narrador, contando con la complicidad de Blanche Adney, la atractiva mujer de teatro, escudriñará en el trasfondo de esas dos figuras tan contrapuestas, en la verdadera dimensión de su vida privada. ¿Qué es lo que sucede cuando lord Mellifont y Clare Vawdrey están absolutamente solos, sin la presencia de testigos? La respuesta será tan sorprendente como increíble: desapariciones y desdoblamientos. Partiendo de elementos propios del relato de fantasmas (que tan bien sabía manejar Henry James), el autor de La vida privada construye una apasionante fábula acerca de la soledad del genio y la futilidad de las ceremonias sociales.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«El mundo era vulgar y estúpido, y el verdadero genio habría sido un necio al salir…»

«Me había compadecido de él en secreto por lo perfecto de su actuación, me había preguntado qué cara inexpresiva cubría esa máscara, qué le quedaba para las atemperadas horas en las que un hombre se queda solo consigo mismo…«

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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