Los días del devenir, de Francisco Hermoso de Mendoza

Escribir un libro, tener perro o viajar de turista son algunas de las actividades que muchas veces nos proponemos para esos felices y desocupados años ―todavía lejanos― de la jubilación. Lo que tales ensueños puedan tener de espejismo o de inadecuado no es asunto relevante para lo que ahora nos ocupa, y nada se opinará aquí al respecto. En cualquier caso, el propósito de meterse a escritor debería de ser el que menos reparos suscitase. Al fin y al cabo, parece de lógica que solo en nuestra última etapa vital, cuando gozamos de una visión panorámica, podamos escoger cuáles son las porciones más interesantes de nuestra existencia y escribir con verdadero conocimiento de causa. Lo contrario sería como pretender hablar de una película de la que tan solo hubiéramos visto el inicio. Pero ya se sabe que el lector de narrativa no busca tanto el conocimiento (para eso están el ensayo y la filosofía) como las experiencias, y estas ya se pueden ir cosechando casi desde la cuna. La nueva novela de Francisco Hermoso de Mendoza, Los días del devenir (Ápeiron, 2024), parte de un punto cercano a este del que estamos hablando. Sus dos principales protagonistas, Loreto y Julio, son dos ancianos que se van a transformar de la noche a la mañana en escritores, aunque en su caso no tanto como cumplimiento de un proyecto personal largamente acariciado como por la influencia de la joven y dinámica directora de la residencia de mayores donde viven, Sandra, que los anima a participar en un taller de escritura creado a su exclusiva medida y para el que se postula como monitora. Hay destinos de los que no se puede escapar.

Con estas sencillas mimbres, Hermoso de Mendoza arma un entretenido libro repleto de narrativa: una especie de triple «decamerón» que a lo largo de treinta jornadas (sábados y festivos incluidos) nos va a tener prendidos de la inventiva de estos dos emprendedores ancianos. De parecida manera a como aquellos adinerados burgueses de Boccaccio entretenían su encierro con sabrosos cuentos, apartados de la pestilente Florencia, nuestros dos mayores lidiarán con una clausura que no parece menos involuntaria escribiendo historias, en apariencia autobiográficas. Como en sus anteriores libros, Hermoso de Mendoza se vale de su habilidad para tomar los asuntos por el lado más amable; y este de los ancianos, que podría dar pie para mucha mala uva ―y peor conciencia―, tan solo promete sonrisas. Esto no significa que pretenda vendernos la visión idealizada de un «centro de exterminio» como la residencia El Rosicler. Ni mucho menos. Pero su ironía es de la que apenas duele, y esto no solo se agradece, sino que también se valora como una buena cualidad, para meterse en determinados jardines, que no todo el mundo tiene. Una materia, pues, para mucha queja, pero que se resuelve en las aguas mansas de un apacible trío de plumíferos en canto concertado de tercera y sexta. Porque la tal Sandra no solo ha escrito y escribirá (de su bolso las pruebas asoman), sino que también corrige y presta libros. Precisamente a través de sus recomendaciones literarias le entrarán al currículo sus granos de metaficción, de tal manera que Loreto se anima enseguida a incluir una «posmoderna» cita de Antunes en su prosa. Y así, no tardamos en descubrir que al libro le caben cosas insospechadas: desde unas bonitas fotografías de Italia a paseos en góndola y visitas a Bomarzo, de citas de Pessoa, del Dante y de Góngora a poemas o recetas de cocina.

La novela se va conformando, pues, gracias al concurso de dos hilos narrativos muy contrastados: el cuaderno de viaje por Italia que redacta Loreto, y el «Diario íntimo» de Julio, lírico y nostálgico, que se desarrolla en el medio rural. Narraciones independientes que enseguida sufrirán curiosas interacciones y préstamos, ayudas mutuas propias de buenos colegas y tráfago de recuerdos entre pasado y presente: que de estas mistificaciones, y de otras aún mayores, se nutre la literatura. A los «cincuenta y pico» años de edad, Loreto se ve abandonada súbitamente por su marido Segismundo (en adelante, «Inmundo») mientras comparten cena en una romántica trattoria romana. ¡Los viajes tensan mucho las relaciones! Tras una alucinada visita al parque de Bomarzo, Loreto se tomará una merecida revancha de cuatro semanas de vacaciones en Venecia, disfrutando del apoyo sentimental que le brinda el gondolero Guido. Mientras estas y otras aventuras ―que no desvelaremos― se suceden a buen ritmo en las ardientes tierras italianas, el Diario íntimo de Julio nos da cuenta de sus apacibles y minimalistas vivencias en una España rural vaciada en la que el apoyo moral corre a cuenta de otro viudo, el amigo Julián. Junto a estos dos hilos narrativos tan diferentes, se despliega el correspondiente al propio marco de la historia, que corre a cuenta de la narradora, Loreto. Conoceremos de sus labios (nada imparciales, por cierto) algunos detalles complementarios de su colega Julio (apodado El Suicida), así como de los profesores del taller de escritura. En primer lugar, de Sandra, y luego de «el Sustituto»: un nuevo monitor sine nomine (esmirriado y con coleta) que, si bien no muestra la parcialidad de Sandra por Julio, no por ello deja de provocar su rechazo. Parece que el papel de alumno es uno de los que más tarda en olvidarse, y la enemistad natural que media entre docentes y discentes ―como la de gatos y perros― persiste a través de los años.

Con estas mimbres ―decíamos― en apariencia tan poco prometedoras [pero, oiga, ¿qué van a escribir estos dos carcamales de interés? ¡Como mucho, que no pongan faltas de ortografía!], Hermoso de Mendoza logra sacar adelante un estupendo libro de narrativa. Porque pronto descubrirá el lector que los dos ancianos protagonistas sí que saben escribir, y mejor que bien. El realismo no consiste en tropezar adrede, y Hermoso de Mendoza tiene recursos ―todavía mayores que los de Sandra― para que así suceda. Conforme avanzamos en la lectura, la novela va ganando enteros, y los personajes y sus peripecias se nos van imponiendo casi sin darnos cuenta. Y es que los textos de Hermoso de Mendoza parece que tienen anzuelos colgando por todas partes, y al lector que no lo enganchan por un lado lo cogen por el otro. Hacer interesantes a personajes que de entrada no lo son es uno de los grandes retos de todo narrador. Que se lo pregunten, si no, a Flaubert, que de un ama de casa aburrida y una solterona sorda logró hacer dos grandes figuras de la literatura universal. Hermoso de Mendoza tiene una singular maña para obrar una aproximación «lenta» a sus personajes, plena de detalles y lances en apariencia menores, que nos desvelan toda su humanidad. Aunque me consta que el autor de Los días del devenir es persona joven, ha sabido ponerse en la piel de estos dos ancianos: algo así como si hubiera tenido la osadía de buscarse a sí mismo en el futuro y obligarse a hablar por adelantado. Una tarea quizás no menos difícil que la de retroceder en el tiempo para evocar experiencias de adolescencia sin desvirtuarlas. Porque lo que se pretende aquí no es tanto reflejar la psicología de dos ancianos de carne y hueso como crear dos personajes convincentes y un artefacto generador de relatos que funcione. Desde este punto de vista, Loreto y Julio se merecen con creces su diploma. Cum laude.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Tenía delante un gigantesco cabezón de piedra. Dos ojos, una nariz con sus dos narinas, una boca gigante abierta y debajo del inexistente labio: dos paletos. Era la casa del terror en piedra. En el interior había una mesa. Me senté en ella. A pesar de no haber bebido nada en toda la noche y en lo que llevaba de día, lloré como no había llorado nunca; sería que los insondables bloques de hielo de mi alma comenzaban a deshacerse. Lloré con ganas y mucho sentimiento. Y con tanta insistencia que devino en resentimiento hacia la humanidad; empezando por Inmundo».
«El amanecer y el ladrido de los perros es un todo indisoluble. Ruido a matraca sonora proveniente de distintas direcciones. Pienso en la táctica de un ejército en maniobra envolvente. Los imagino atados, desesperados, dando arreones a las cadenas, buscando la libertad, lanzando sus lamentos y ayes al aire, requiriendo una ayuda que caerá en saco roto. Es un pensamiento que he de desdecir por la observación, ya que los perros campan a sus anchas por el pueblo y cagan donde les place, y corren libres, veloces y alegres, moviendo los rabos»…

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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4 respuestas a Los días del devenir, de Francisco Hermoso de Mendoza

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  3. palimp dijo:

    Un libro excelente, sin lugar a dudas

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