Obligación impuesta. Wondrak, de Stefan Zweig

Desde que el poeta Arquíloco de Paros arrojó su escudo tras un arbusto y salió huyendo de la contienda (significando así el declive del género épico, según señalan algunos filólogos), la reticencia a participar en una guerra ha sido materia de discusión posible. Más allá de enfrentar conceptos tan simplificados como los de cobardía o valentía, lo que se acostumbra a debatir es la relación que media entre la ética del individuo y las exigencias de la colectividad en la que vive. Porque la libertad personal nunca se ve más amenazada que cuando se nos exige arriesgar o entregar la vida por unos valores bélicos que quizás no entendamos o compartamos. Un dilema que, en el mejor de los casos, no parece tener sino respuestas particulares, dependientes de las circunstancias del momento. De ahí la cuestión derivada de averiguar primero, antes de decidir, si una guerra es justa o no lo es. Pero quizás con eso tampoco baste… No es nada extraño, pues, que las posturas contrarias a la guerra que se expresan en estos dos relatos de Stefan Zweig, Obligación impuesta y Wondrak (Acantilado, 2024), presenten matices muy diferentes. En el primero de ellos, el rechazo obedece a principios morales de índole pacifista, firmemente arraigados; en el segundo, es la resistencia de quien no se siente concernido por las obligaciones que impone una sociedad de la que solo se ha recibido un trato injusto. El prólogo de Patricio Pron que encabeza esta nueva edición conjunta de los referidos relatos nos informa acerca de su génesis y momento histórico, pero también los sitúa en el contexto actual: el de una Europa con la guerra golpeando sus fronteras. Hay temas que, por desgracia, nunca pierden su actualidad.

Escritos entre 1915 y 1918, los dos relatos tienen como referente la Primera Guerra Mundial. En el caso de Obligación impuesta (Der Zwang, 1920), el protagonista es un pintor alemán refugiado en Suiza, Ferdinand. Convocado por el consulado de su país en Zúrich para que se incorpore a filas, ve amenazada su tranquila vida de artista, que disfruta junto con su esposa Paula en una idílica casita emplazada frente a un lago. Lo más significativo del relato quizás sea la constatación de que todos aquellos argumentos pacifistas que habían nutrido al protagonista en tiempos de paz, son barridos en un instante por la llegada de un simple papel oficial (la escena, con la ominosa aparición del cartero entre la bruma del amanecer, está magistralmente trazada). Con independencia de la resolución particular del relato ―que no desvelaré―, constituye un acierto indudable del narrador el detallarnos esa fuerza invencible que inmoviliza a Ferdinand, propia de su condición humana de animal social (si no fuera así, claro está, no habría guerras). Zweig no solo disecciona minuciosamente el vaivén anímico del protagonista, contrastante con la inamovible oposición de su esposa, sino que también procura mantener la incógnita de su decisión hasta el final, obligándonos así, durante un buen puñado de páginas, a ponernos en la piel de alguien que bien pudiéramos haber sido nosotros mismos.

El hecho de que Zweig no se resolviera a terminar el segundo relato, Wondrak (c. 1915), da fe de la dificultad para expresar un credo pacifista durante los años de la Gran Guerra. Al igual que la citación del consulado encuentra al pintor Ferdinand en el pueblecito suizo donde se oculta, la orden de alistamiento que pone en marcha la trama de Wondrak alcanza a su destinatario en un remoto rincón del bosque bohemio. Allí habitan Ruzena Sedlak, alias «la Calavera» (por la fealdad de su rostro), y su hijo Karel, fruto de una violación. Los grandes sufrimientos padecidos por esta despreciada hija ilegítima de un sifilítico, guardesa de una solitaria cabaña de caza, parecen otorgarle un margen ético suficiente como para justificar con creces su negativa a entregar al Estado austríaco (no le faltan matices nacionalistas al relato) un hijo que ha criado con mil esfuerzos y que es su más preciado y único bien. Su papel en el drama es, pues, equivalente al de Paula, aunque representado con un grado de compromiso mucho mayor. Si en Obligación impuesta la decisión final venía de la mano de Ferdinand, el joven recluta de Wondrak, Karel, es una figura enteramente pasiva, sujeta a la voluntad de su madre. Todo el protagonismo de la rebeldía queda, pues, en manos de esta verdadera «madre coraje», que se enfrenta con uñas y dientes a la autoridad militar. La lucidez de Paula en su denuncia del poder y de la guerra se ha transformado en la rabia ciega de Ruzena, propia de un animal acorralado al que pretenden arrebatarle su cría. De una forma o de otra, a la luz de la razón o del instinto, las mujeres parecen estar naturalmente dotadas para oponerse sin vacilaciones al despropósito de la guerra. Como aquellas esposas de la Lisístrata de Aristófanes, que hacían huelga sexual a sus maridos para apartarlos del combate, las mujeres encarnan, según parece, el último reducto de sentido común al que un hombre puede aferrarse para eludir una «obligación impuesta» en la que no cree.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«¿Por qué tienen el poder? Porque se lo dais. Sólo tendrán el poder mientras sigáis siendo unos cobardes. Todo esto que a la humanidad le parece ahora tan monstruoso no son más que diez hombres con firme voluntad en cada uno de sus países, y otros diez hombres pueden destruirlo a su vez. Un hombre, un único hombre que se afirma en su vida y lo niega acaba con el poder. Pero mientras os inclinéis y digáis “¡A lo mejor me libro!”, mientras os apartéis para esquivar el golpe y prefiráis escapar de entre sus dedos en lugar de darles en el corazón, seréis siervos y no mereceréis nada mejor. Uno no se puede rebajar a arrastrarse cuando es un hombre; ha de decir “no”, ése es el único deber de hoy y no el dejarse llevar al matadero».
«Ruzena se quedó pálida. La sangre huyó de su rostro precipitadamente. En eso no había pensado; él también cumpliría dieciocho años y entonces podrían llevarse a su niño. Ahora lo comprendía, para eso lo habían inscrito en aquel maldito libro de la oficina del burgomaestre aquellos ladrones, para llevárselo a rastras a su guerra, ¡malditos! Se quedó allí sentada, absorta, y cuando Karel asombrado levantó los ojos hacia ella, se asustó por primera vez de su madre, pues lo que vio ya no era una persona».
Traducción de Roberto Bravo de la Varga

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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