Cuando el corazón se cierra hace más ruido que una puerta, de Francisco Hermoso de Mendoza

«En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño», y las amistades de toda la vida distan mucho de ser esas líneas paralelas que, según nos enseña la física moderna, se juntan en el infinito. La divergencia es, por el contrario, la norma general que las regula, y un reencuentro largo tiempo acariciado puede dar testimonio de las distancias siderales que nos separan de los otrora colegas íntimos. Porque para sobrevivir hemos de reinventarnos a cada instante, y esto no siempre lo comprenden los amigos. Si añadimos, además, una inteligencia manipuladora que se complace en arreglar las cosas… Pero no desvelemos tanto, y limitémonos a señalar algunas de las mimbres con que ha sido compuesta esta nueva y singular novela de Francisco Hermoso de Mendoza: Cuando el corazón se cierra hace más ruido que una puerta (Ápeiron, 2025). La historia, que va de crímenes y muertes inexplicables, reúne en una casa rural, aislada y sin cobertura, a un grupo de antiguos amigos en busca de una intensa experiencia de reencuentro (la «quedada inolvidable», según dicen). Y así se va a cumplir; porque Hermoso de Mendoza ha tenido la formidable idea de introducirlos en su alojamiento campestre como si fuera una coctelera que es preciso agitar con violencia, a fin de que los distintos ingredientes se mezclen bien. Durante un largo y agónico fin de semana, los diferentes perfiles de este amplio y surtido grupo de amigos, que el autor concibe y despliega con admirable solvencia, se van a ver sometidos a una durísima prueba de convivencia de la que no saldrán precisamente absueltos. El móvil sin cobertura produce monstruos.

Con esta interesante y original novela, Hermoso de Mendoza obra un giro en su narrativa, aunque mantiene vigente el humorismo a que nos tiene acostumbrados, que ahora experimenta, eso sí, un contundente virado a los tonos más oscuros del espectro narrativo. También pervive su inveterada inclinación a la cita o reflexión literaria (que comienza con el titulo de la novela, tomado de una frase de Antunes), función encomendado sobre todo al narrador, Saúl: un profesor de taller de escritura con ganas de sacarle argumento a la quedada. Los deseos, por desgracia, a veces se cumplen, y estos «trece negritos» de la ínsula rural (y alguno más que se deja caer) van a darle materia suficiente haciendo mutis por el foro, aunque no de la previsible manera a que nos tiene acostumbrados el canon del género policíaco ―es decir, justificadas las muertes por razones de odio, intereses económicos o temores de culpable―, sino con el aparente desorden con que van cayendo las hojas de un árbol cuando sopla un ventarrón inesperado que no sabemos bien de dónde viene ni a santo de qué. La quedada devendrá en una palmada tan general que cualquier lógica detectivesca quedará en entredicho. Es la física de una narrativa de género, de tono paródico, a la que Hermoso de Mendoza impone su estética y razón propias.

A mi manera de ver, el autor ha situado su narración en las antípodas de la fábula optimista del Robinson, donde cada carencia o contratiempo encontraba en su bien templado protagonista una respuesta pronta y adecuada. Por el contrario, los personajes de Cuando el corazón se cierra revelan desde un primer momento su incapacidad para estar a la altura de los inesperados y graves sucesos que los golpean. La sociedad del bienestar no crea héroes, desde luego, como tampoco la dependencia tecnológica de móviles y vehículos, verdaderos talones de Aquiles de este grupo de amigos en esparcimiento rural. El entorno cerrado que en algunas novelas policíacas clásicas cumplía la insularidad (Diez negritos) o una nevada copiosa (La ratonera) aquí viene representado por la falta de cobertura y el inesperado pinchado de los neumáticos. Pero que la carretera más cercana esté a solo ocho kilómetros de la casa rural y ni siquiera sean capaces de salir corriendo para huir o pedir ayuda dice muy poco de su resolución. Actúan de una manera que me recuerda a la de esos personajes de El ángel exterminador de Buñuel, incapaces de abandonar las estancias en que se encuentran fatalmente recluidos. O comparando por lo bajo, a una de aquellas grandes manadas de búfalos que sufrían inmóviles los disparos de sus cazadores hasta que no quedaba ninguno en pie. ¡Qué hombres tan civilizados!

Pero el rasgo más lamentable de este grupo de amigos no es, desde luego, la inoperancia, sino su incapacidad para reaccionar con un mínimo de humanidad ante unas muertes que tan de cerca les tocan. Los sentimientos de amistad o incluso filiales quedan como en suspenso frente a unas muertes brutales e inesperadas que los anulan, quizás porque la cobardía impele a los personajes a abrazar, desde un primer momento, la lógica egoísta del superviviente: tal como si compitieran en un reality fuera de control y sin audiencia ante la que llorar. Su comportamiento no es que nos sorprenda demasiado. En realidad, trasluce una de las grandes carencias repetidamente denunciadas en muchas sociedades «avanzadas»: la falta de compromiso. Decía Jünger (un tanto «fuera de tono») que un hombre moderno actúa de manera que, si viera que están violando a su madre, correría… ¡a buscarse un abogado! Lo que sí parece cierto es que, en nuestra obsesión por otorgar realidad a lo virtual, hemos logrado en ocasiones justo lo contrario: dar virtualidad a lo real, de tal manera que más allá de nuestro propio ombligo nada nos conmueve, y cerramos de un portazo el alma (o el corazón) a todo lo demás. Por otra parte, lo extraño, exagerado y truculento de estas muertes que nos presenta Hermoso de Mendoza, junto con la reacción anómala que provocan en sus protagonistas enlaza con otro posible ángulo de lectura de la novela: el que atiende a su componente paródico, que es muy notable y se va incrementando conforme avanza la trama. La alusión del narrador a La ratonera, de la Dama del Crimen, es significativa a este respecto.

Superadas ampliamente las coordenadas más comunes del género, la lectura paródica termina por imponerse. La locura y el absurdo parecen regir el decurso de la novela, trabada de peripecias muy cercanas a lo inverosímil, que son aceptadas por el lector como hipotecas que el autor firma y se va cargando a las espaldas, pero que deberá liquidar de manera convincente en el capitulo final. Cuanto más suba su apuesta, más difícil le resultará salir airoso. Es el reto propio de todo discurso de intriga. Pero dicha obligación se alivia mucho, claro está, cuando la hipoteca se firma bajo la cláusula de la parodia literaria, que es de lo que aquí se trata. También en las muertes me parece ver una punta de parodia, o al menos una notable cuota de grotesco y extravagancia (las de Macarena o José, por ejemplo). El mismo narrador, al igual que los personajes de ópera que mueren cantando sobre las tablas del escenario, aprovecha sus últimos instantes de vida para dedicar al lector las oportunas reflexiones y citas literarias. Antes eran los biógrafos quienes ponían bonitas frases en los labios de los agonizantes célebres (Beethoven, Goethe…). Ahora somos nosotros mismos, redomados narcisistas, quienes convertimos la vida en literatura (o la sacrificamos por una foto o un reto de red social), y nos preocupamos solo de exhibirnos a cualquier precio. Del morir matando al morir citando parece extenderse un complejo proceso civilizador, no sé si encomiable o aterrador.

Adentrados en los últimos capítulos de la novela, pronto descubriremos que el clásico principio regulador de los finales ―«si se muere el protagonista se acaba la peli»― no vale tampoco para la narrativa de Hermoso de Mendoza, que prolonga su recuento de horrores traspasando el testigo de superviviente en superviviente (o de apuntador en apuntador). Se interna así la novela en una serie de codas sucesivas que desembocan en ese anhelado final donde todo se aclara; es decir, donde se efectúa la mirada retrospectiva iluminadora. En esto, al menos, Hermoso de Mendoza cumple con los cánones habituales del género, aunque el desciframiento del enigma no se sustancie en una controlada reunión de sospechosos supervisada por el célebre detective de los irreprochables bigotes. Lo que aquí nos espera, por el contrario, es un final de película gore con asistencia de la guardia civil y el añadido de algún que otro deceso de última hora. Eso sí, se nos revelará la extraña lógica que se escondía tras la sucesión de truculentos despropósitos que han ido tejiendo la trama. Nada más se puede decir por el momento; y cuelgo aquí el crédito final: «Por favor, al salir de la sala no revele a sus amistades el desenlace de la película».

Aseguraba Sartre que «el infierno son los otros», y esta singular novela de Hermoso de Mendoza parece empeñada en mostrárnoslo a las bravas, en movimiento y pintado con los más encendidos colores. El fuego amigo es sin duda el que más duele. Aceptémoslo, y nada de extraño tendrá que una «quedada» de finde con viejas amistades, en un entorno rural y sin cobertura, garantice una carga de leña suficiente como para levantar una pira que los achicharre hasta los huesos. Sobre todo si tercia como detonante esa entrañable y vieja costumbre de intentar ayudar a los amigos… El suelo del infierno está empedrado de buenas intenciones.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Pensé en objetar que no se llega a la madurez sin cambiar. Pero no quería pasarme de listo e interrumpir el desarrollo del juego, tampoco que el grupo hiciese más bromas a mi costa. Ya había sufrido bastante cuando publiqué mi primera novela, un bildungroman autobiográfico titulado Alas de juventud. Novela ninguneada por la crítica y el público. Mi mujer ojeó y hojeó el manuscrito y desistió de leer la novela después de la publicación pues odiaba las relecturas. El único que la leyó fue Doménico. Afirmó que no le parecía autobiográfica porque nada de lo que ahí se relataba era cierto. Le dije que las cosas no son como sucedieron sino como las recordamos. Me mandó a la mierda».
«Es muy probable que en breve acabe en el infierno. No en el de los recuerdos, si hacemos caso al presunto plagiador Jairo, sino en el segundo círculo dantesco: el dedicado a los adúlteros, a los lujuriosos. O en el séptimo: el destinado a los sodomitas. O incluso en el noveno: el dedicado a… Pero no nos adelantemos».
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Lo mejor que sé decir sobre la música, de Robert Walser

En uno de sus relatos menos conocidos, «Nona Vincent» (1892), Henry James ironizaba sobre la dificultad que entraña para un autor «meter de contrabando estilo en un diccionario». Sus palabras venían a cuento de los apuros sufridos por un joven dramaturgo inglés, obligado a ganarse el sustento cultivando cualquier género de escritura. Mezclar ensayo y ficción, imaginación y conocimiento no es, sin embargo, una empresa literaria tan desatinada o imposible como pudiera parecer. Thomas de Quincey, al escribir su monografía sobre Catalina de Erauso, La monja alférez, alumbró una maravillosa novela de aventuras; y no derrochó menos fantasía al componer La rebelión de los tártaros, una supuesta estampa histórica ambientada en el siglo XVII. Hay autores para quienes el ensayo constituye un género casi imposible. Tan pronto como se ponen a escribir sobre un personaje real, un episodio histórico o una obra artística se ven asaltados por la tentación de adentrarse en el fértil terreno de la ficción. Las causas pueden ser muy diversas: exceso de imaginación, afán de originalidad, escasez de documentación, pereza… Si no les falta el talento literario, los resultados pueden ser magníficos, y el lector sin complejos disfrutará de sus textos sin necesidad de pensar demasiado en esa entelequia denominada «fidelidad histórica».

Un placer similar nos brinda este divertido libro de Robert Walser (1878-1956), Lo mejor que sé decir sobre la música (Siruela, 2019), donde encontraremos algunas deliciosas mistificaciones de índole musical. Editado originariamente por Suhrkamp (Das Beste, was ich über Musik zu sagen weiß), el volumen recoge medio centenar largo de textos del gran narrador y poeta suizo, tanto en prosa como en verso, y entre los que se cuentan algunos inéditos. Seleccionados por Roman Brotbeck y Reto Sorg, han sido extraídos de diversos libros del autor y publicaciones periódicas. Gracias a su carácter mixto de ensayo y ficción, los textos de Walser pueden servirnos de vehículo óptimo para transitar desde el docto ámbito del apunte filosófico o teórico sobre la música al de su pura razón literaria. El título del libro nos hace ya un claro guiño, y pocos lectores que conozcan la obra de Walser lo abrirán pensando que van a incrementar sus conocimientos musicales. Porque hablar de los más importantes compositores e intérpretes, analizar las partituras más célebres o escribir la reseña de una ópera o un concierto no suponen para Robert Walser ningún reto a sus conocimientos musicográficos, sino solo un estupendo motivo para poner en marcha la maquinaria de su peculiar imaginación.

Los textos donde mejor se manifiesta la predilección de Walser por escribir «vidas imaginarias» de personajes reales y perfectamente conocidos son los dedicados a sus compositores e intérpretes favoritos: Mozart, Paganini, Chopin, Beethoven… Los gustos musicales del escritor no son, desde luego, nada especiales ni rebuscados. Si hay un rasgo que sea ajeno por completo a la personalidad de Robert Walser es el de la pedantería o la presunción. Ya vengan compuestos en verso o en prosa, constituyan breves semblanzas de músicos, análisis de composiciones famosas o enigmáticas reseñas de conciertos, la fantasía es la única «erudición» que los nutre. Al igual que Federico Carlos Sainz de Robles, haciendo derroche de una imaginación burlona, descubría tras las pintorescas barbas de Ibsen a un viejo capitán de barco («eterno fumador en cachimba y proferidor de tacos traducidos al noruego»), Walser es capaz de ver casi cualquier cosa detrás de un músico famoso. Los dos textos dedicados a la figura de Paganini son magníficos testimonios de cuanto digo; o bien describe un imaginario concierto del virtuoso, o bien hace inventario de los rasgos constitutivos de su estilo interpretativo, que adereza con todos los dones que su fantasía es capaz de concebir: «Amable lector, sonríe, te lo ruego, por todas estas fantasías, exaltadas te dirás, pero sigue escuchando cómo tocaba Paganini».

La imaginación de Walser no solo se adueña de los compositores e intérpretes famosos, sino también de sus obras musicales. En «Sobre La flauta mágica de Mozart», Walser explica el argumento del célebre singspiel con un derroche tal de imaginación que ni el melómano más atento sería capaz de reconocerlo. ¿Podremos perdonarle que confunda el cónclave de sacerdotes que dirige Sarastro con «una asamblea de concejales»? Yo creo que sí. En otras ocasiones ni tan siquiera nos informa del título de la obra que está reseñando. Así sucede en «Obra sin título (II)», donde es posible adivinar ―leyendo con un poco de atención― la crónica de una representación del Fidelio de Beethoven. Estas reseñas «sine nomine», a modo de acertijo, son frecuentes en el libro que nos ocupa. Así, tanto los personajes como el argumento de la ópera que describe Walser en «Sobre una función de ópera» parecen referirse a Las bodas de Fígaro de Mozart, pero solo podemos conjeturarlo. Con la música popular ocurre algo similar, y una partitura tan sencilla como «La antigua marcha de Berna» da pie para una fantasiosa recreación literaria. Para Robert Walser, las obras musicales ―ya sean clásica o populares― representan ante todo un reto a su libre inventiva. La página musical se refleja en el texto literario, pero solo mediante el espejo de una fantasía desbordada; son causa y efecto, por así decir, de una física descriptiva original y exclusiva de Robert Walser.

La libertad que se toma Walser al glosar una obra musical adquiere un sesgo particular cuando se conjuga con el acto de asistir a su interpretación en vivo. Las particulares reseñas de Walser nunca le hubieran granjeado, desde luego, un puesto de crítico musical en un diario o revista especializada. Dos de ellas están dedicadas al Don Giovanni de Mozart. En «Comentarios sobre un estreno del Don Juan de Mozart» nos describe el argumento de manera irreconocible, mientras que en «Don Juan» lo entremezcla con una especie de «novela» imaginada a partir de las supuestas interacciones del público. En la mayoría de los conciertos a los que asiste, Walser da cuenta tanto de la música interpretada como de su entorno, y quizás por ello las óperas y géneros afines tengan un lugar privilegiado en sus crónicas. Muchas veces su atención se dirige de manera preferente a los intérpretes, sobre todo femeninos, sobre los que vierte un generoso caudal de suposiciones imaginadas al compás de la música («El concierto»). Pero también escruta los rostros y ademanes de los otros espectadores, con preferencia los de encantadoras damas que se sientan cerca de él («Concierto»). La interpretación se convierte así en una especie de música de fondo que alimenta los idilios imaginarios del narrador: ya sea con una bella cantante, una virtuosa del teclado o, más sencillamente, la melómana del asiento inmediato. Por otra parte, los rituales propios del concierto de música clásica, que el narrador acoge con una sumisión tan exagerada como burlona, le permite ponerlos de alguna manera en entredicho.

Pero Walser no nos habla solo de la música culta, desde luego. La música popular también ejerce una gran fascinación sobre su imaginación creativa. Puede ser la que disfruta, de manera accidental, en alguno de sus paseos urbanos o campestres, la que se toca en establecimientos públicos como restaurantes y cervecerías o, incluso, la interpretada por los fieles de una modesta capilla. Al enjuiciar esta música tan poco exquisita, «de chunda-chunda y tachí-tachán» («La Vaquería»), la ironía de Walser aflora con suma facilidad. Esto no le impide mostrar una especial debilidad por los músicos modestos, sensibles y anónimos, que actúan en entornos populares, y de los que nos ofrece una estampa poética y amable, nunca patética ni triste («El hombre»). Walser, que parece tener un especial éxito entre criadas y jóvenes humildes, dirige casi siempre una mirada amable a las clases populares, y reserva su acento más crítico y burlón para las clases altas o las gentes presuntuosas. La representación teatral le brinda, pues, una excelente oportunidad para observarlas, y desde su asiento en el gallinero disfruta a lo grande contrastando estos dos tipos de público («Velada teatral»), de manera tan ingenua como divertida.

Los instrumentos musicales también adquieren un especial protagonismo y significado en algunos textos de Walser. Pueden ser el catalizador de la pulsión amorosa, como la que brota entre un joven estudiante, un tanto torpón, y su «bella y majestuosa» profesora («Piano»): una estampa sentimental, como de otra época, salvada por la peculiar ironía y encanto con que el narrador la dibuja. En ocasiones, el instrumento musical popular (laúd, lira, arpa de mano, mandolina…) es la credencial que confiere al músico aficionado un estatus de artista que le permite protagonizar las más rocambolescas peripecias amorosas en torno a una bella e inalcanzable dama. «Simón. Una historia de amor» es un relato de aires trovadorescos, con notas de cuento folclórico, donde una mandolina es tanto el mediador de una relación amorosa como el emblema que permite al joven amante, un auto proclamado paje musical, presentarse ante la dama, sensible pero a la vez algo dominante: una figura femenina muy repetida en Walser. Los amantes caballerescos e ingenuos que se valen de los instrumentos populares menudean en los textos de Walser (como en el poema «Amor de chico»). No parece necesario insistir en que la ingenuidad y un cierto tono paródico son los principales ingredientes de todos estos cuentos de jóvenes músicos aficionados a dar serenatas.

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Robert Walser aborda su relación con la música en tal variedad de registros y contextos que resulta empresa difícil reducirla a otro común denominador que no sea el de la fantasía más libérrima y el más gozoso, fino y bondadoso de los humores. Sin embargo, sería injusto persistir en la idea de que la razón de música walseriana consiste solo en ingeniosas y cómicas apreciaciones subjetivas. En numerosas ocasiones también aflora en sus textos una sensibilidad poética de más hondo calado. Así sucede cuando define su relación personal con la música («Música»), hace un uso metafórico o figurado del lenguaje musical o bien se interna en breves pero sutiles descripciones sonoras: «En aquel momento debían haber llegado al bosque, pues el sonido se tornó más suave y quedo, y subía y bajaba en oleadas». También nos seducen algunas de sus recreaciones poéticas de una experiencia de audición, como las que leemos en «Marina» o en «Conmemoración de Los cuentos de Hoffmann». En este sentido me parece de gran interés el texto titulado «La sonata», donde Walser verbaliza, de manera un tanto inconexa pero muy sugestiva, los diferentes sentimientos, imágenes e historias que le induce la audición de una forma instrumental abstracta como la sonata clásica.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Napoleón lo escuchó [a Paganini] durante dos horas enteras, aunque acaso sea imaginación mía, a la que tengo cierto derecho, pues este artículo se basa de principio a fin en la imaginación y en el enaltecimiento».
«En un rincón se sentaba un hombre de mirada serena, bondadosa, libre. Sus ojos parecían descansar en lejanías inmensas, en países que nada tienen que ver con el mundo. Tocó enseguida una especie de flauta, de manera que todos los que se encontraban en el elegante restaurante lo miraban y escuchaban atentos su música. El hombre de ojos alegres estaba sentado como un niño grande, vigoroso y bienhumorado. Una vez acabado el concierto de flauta le llegó el turno al clarinete, que tocó y manejó con no menor excelencia que la flauta. Aunque interpretaba melodías muy sencillas, su ejecución era soberbia. A continuación cantó como un gallo, ladró como un perro, maulló como un gato y mugió como una vaca. Era evidente que disfrutaba con la variedad de tonos que interpretaba, pero lo mejor llegó después, cuando sacó una rata de una cesta de asas que tenía debajo de la mesa, y jugó con ella al nene querido».
«El azul, el verde y el sol dorado armonizan a la perfección, igual que una dulce, suave, amable canción a tres voces en la que cada voz serpentea alrededor de la otra, una acaricia y besa a la otra, y las tres gloriosas, felices voces se imbrican y entrelazan entre sí».
Traducción de Rosa Pilar Blanco
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Verdades y mentiras sobre mi vida y mi muerte, de Enrique Gallud Jardiel

En una célebre novelita titulada Enoch Soames, el protagonista vendía su alma al diablo a cambio de viajar al futuro y compulsar por sí mismo la buena o mala salud de sus libros. Nada más deseable para un autor que el poder contemplar su obra terminada cara a cara, como si fuera la de un clásico. Aunque no parece factible adoptar dicha perspectiva (ni tampoco emular al personaje de Max Beerbohm), sí podemos tirar de imaginación y escribir una autobiografía tan completa que la incluya, y así ponérselo más fácil a la posteridad. Dejar la biografía ya publicada, o al menos los materiales necesarios para confeccionarla es una prueba de prudencia admirable, semejante a la que aconseja armar esas cápsulas del tiempo que se siembran en los cimientos de los rascacielos: en el peor de los casos, nos librará de los denuestos de nuestros futuros biógrafos, para quienes será pan comido el levantar la estatua que nos inmortalice. La principal dificultad de escribir una autobiografía completa es, obviamente, que nunca podremos redactar su último capítulo, aunque sí imaginarlo; y desde luego, al autor de este libro la imaginación no le falta. Verdades y mentiras sobre mi vida y mi muerte (Ápeiron, 2024), de Enrique Gallud Jardiel, comprende una autobiografía escrita en silvas, un recuerdo en prosa de su larga experiencia teatral y, finalmente, un divertido poema «prospectivo» en nueve cantos que, a diferencia del dantesco, presenta la ventaja de no limitarse al universo cristiano. Lo más llamativo de este simpático e instructivo libro, que terminaremos de leer con una sonrisa en los labios (y hablando quizás en pareados) es, por supuesto, la parte escrita en verso. Hace muchos años, cuando estudiaba en la Complutense, recuerdo que una mañana vino a clase uno de nuestros profesores con un periódico en la mano y se puso a leernos la última columna de Umbral. Luego nos señaló, entre divertido y admirado, que toda ella ―prosa en apariencia― estaba compuesta «en perfectos endecasílabos». Nosotros nos admiramos mucho, porque, a poco que supiéramos, intuíamos que los metros clásicos no eran para eso. Desde entonces la cosa no ha cambiado. Y sin embargo, ahí están todavía, como la espada clavada en el yunque, a la espera de que venga un autor valiente y se atreva a desenvainarlos.

En cualquier caso, puede parecer raro o caprichoso escribir hoy en día una autobiografía en verso. No lo niego. Pero si hay una vida que por movida y peregrina lo justifique es la de Enrique Gallud Jardiel. Aunque reales, algunas de sus peripecias andan tan fuera de lo corriente que parecen reclamar el verso como cosa propia. La primera parte del libro, «La silva autobiográfica» («Mi vida en verso y ripio, contada hasta el final desde el principio»), está compuesta por una veintena larga de silvas en pareados, donde el autor da cuenta de su nacimiento en Valencia, en el seno de una familia de actores, así como de su infancia, años de internado y turbulenta juventud en Madrid: adecuado pórtico a una larga estancia en la India, de cuya cultura y lengua es grande especialista. Sus viajes, estudios, grados y publicaciones en aquellas remotas tierras tienen, para el sencillo habitante del terruño hispánico, una punta de crónica de Indias o viaje de Marco Polo, y no les queda grande la silva: sobre todo porque está cortada y cosida con los hilvanes del mejor y más fino humor. Siguen su retorno a España, la fundación de una compañía teatral y su docencia en una Facultad de Letras madrileña, así como un recuento de sus variadas actividades culturales: conferencias, televisión, periodismo, presentaciones, recitaciones… Una asendereada trayectoria biográfica (suma de «vida» y «milagros», según titula el propio autor) que, echándole un poco de imaginación, parece tan digna de un cómico de la legua del Siglo de Oro como de un mártir de comedia de santos en el Indostán. Pero el verso también nos informa, cómo no, de su actividad literaria, así como de la poética que la sustenta, centrada en la dignificación del humorismo mediante el cultivo de la sátira y la parodia inteligentes. Aunque el autor apenas incide en los aspectos privados o familiares de su biografía, sí que nos revela algunas de sus aficiones, como la música, el cine y, sobre todo, el teatro. Su temprana subida a las tablas, con tan solo seis años de edad, le ha conferido la envidiable cualidad de poder actuar con entera desenvoltura ante cualquier público. «El hijo de la gata ratones mata», que dijo el de Alfarache. Pero ceso ya en mi impertinente «prosificar» de este primer cantar de don Enrique Gallud Jardiel, donde todo es benditamente excesivo, desde sus tres doctorados a los tres centenares de libros.

Con «Aventuras en el reino de Talía», segunda parte del libro, abandonamos el verso, aunque no el humor, que parece brotar por generación espontánea de la pluma del autor, que ahora se va a nutrir de los mil y un sabrosos sucesos y anécdotas propios del mundillo de la farándula. Sin dejar de hacer autobiografía, Gallud Jardiel se sitúa un poco más entre bambalinas, como espectador de ese rico mundo del teatro que lo ha nutrido desde niño. Hijo de actores ―y nieto, por si alguien aún lo ignora, de uno de los más insignes dramaturgos modernos―, Gallud Jardiel habla de lo que sabe, y sabe de lo que habla: su larga trayectoria, de figurante infantil a director de compañía y primer actor, así lo certifica: «El teatro se aprende haciéndolo». Y una parte de esa sabiduría nos la transmite ahora bajo la divertida especie de la anécdota: supersticiones y tabúes propios del gremio, accidentes y bromas durante la representación, retrasos y ausencias inesperadas de actores, lagunas en los diálogos… Algunos sucesos los producen situaciones puntuales, como la de actuar ante reclusos o valerse de animales sobre la escena. En general, toda anécdota entraña una enseñanza, y en este capítulo aprenderemos mucho de la psicología del «respetable» (que «perdona al actor algunos errores tremendos y le castiga cuando comete otros leves»), del atrezo y el maquillaje, de la elección del papel más adecuado o los detalles de una declamación controlada. El actor tiene que estar siempre preparado para salir al paso de esos imprevistos que son carta de naturaleza de un arte que renueva sus retos en cada función, y donde el público actúa como un jurado inapelable ―en ocasiones, inescrutable― que se pronuncia al compás de la representación. En otro orden de cosas, y por sus referencias a un extenso periodo de tiempo, este capítulo es un valioso testimonio de la «intrahistoria» del teatro español, de la comedia o incluso de la zarzuela; como también un merecido recuerdo de algunos de los mejores dramaturgos de la pasada centuria, torpemente olvidados hoy en día: Arniches, Muñoz Seca, Jardiel, Jorge Llopis, Casona, Benavente…

Volvemos al verso con «El turista de los cielos», última sección de la trilogía autobiográfica de Gallud Jardiel, donde el recuerdo deja paso a un juego imaginativo que se proyecta hacia la existencia trasmundana del autor: una pirueta final que se concreta en nueve cantos compuestos en pareados endecasílabos. Rechazado del infierno cristiano por no «estar en lista», se verá obligado a iniciar un cosmopolita garbeo por los diversos infiernos y paraísos de las distintas religiones, siempre bajo la amenaza de quedarse suspendido, como Absalón de los cabellos, entre el cielo y la tierra. Al igual que hizo Dante, pero sin necesidad de intérprete ni embajador alguno, el autor visita, sirviéndose de su sola persona, los valhallas y tártaros de las diversas culturas, que para esos y más altos vuelos tiene papeles de sobra Gallud Jardiel: el cristiano, el musulmán, el germánico, el egipcio, persa, chino… Nada tiene de extraño, me parece, pues quien fue en vida ―con todos los respetos― culo de tan poco asiento, no se iba a conformar ahora en sus postrimerías con visitar un par de infiernos o paraísos de pacotilla. Y si alguien pensaba también ―en virtud del currículo asiático del autor― que terminaría sus días dando con su alma en el cielo de los hindúes, le digo enseguida que no: pues el autor, como buen filólogo y cultivador de esta lengua romance que nos sustenta, tiene a gala poner punto final a los desacatos de su imaginación en pleno solar clásico: no sé si porque allí le prometen una reencarnación muy favorable, o porque el panteón de los dioses griegos se abre en pleno a concederle una entrevista. Deformación profesional se llama: andar con la pluma en ristre hasta el último momento. Tras hollar las profundidades del Tártaro y las cumbres del Olimpo aún le quedan ganas al autor para obrar una trastada final: abrir la caja de Pandora en canal y rendirnos su inventario en más de una veintena de irreprochables endecasílabos trimembres.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«El escenario tenía metro y medio de altura. La catástrofe era inevitable. Unos pocos pasos más y el fantasma se habría partido el cuello cayendo al patio de butacas. Ninguno de los que estábamos en escena tuvimos la rapidez de reflejos necesaria para impedir aquello, mientras la actriz seguía caminando inexorablemente con la mirada perdida (nunca mejor dicho) en el gallinero, al tiempo que se escuchaba en el público un rumor colectivo de advertencia».
«Los espectadores aplauden también a veces al que se equivoca. Haciendo una tragedia griega ―no recuerdo cuál―, una actriz mía, en lugar de hacer una alusión a la guerra de Troya, dijo: “la guerra de Goya”. Se quedó completamente en blanco y en silencio al darse cuenta de su error y, tras unos momentos de angustia que se hicieron larguísimos, le dieron un aplauso y le devolvieron la confianza, por lo que pudo seguir. Si embargo, si en una ópera o zarzuela un cantante roza una nota (y no digamos si suelta un gallo), no lo disculpan en lo más mínimo, sino que se burlan y le critican muy duramente».
«Es mucho mejor llenar una sala pequeña que tener mediada una grande. Un “lleno” con cien espectadores es mejor que una “media entrada” con doscientos cincuenta. La percepción del publico es esa: si no está repleta la sala, es que la obra gusta a algunos, pero no a todos. Ante un lleno nadie se atreve a criticar o a no aplaudir cuando toca hacerlo».
«todos se burlan viendo que sois planos/ y de la forma en que ponéis las manos,/ que, por inepto y torpe, el dibujante/ os las puso una atrás y otra delante».
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El Baile de la Liga de David. Escritos sobre música, de Robert Schumann

Si tuviéramos que escribir una historia de la crítica musical moderna, la figura de Robert Schumann (1810-1856) ocuparía un importante lugar en su primer capitulo. Al igual que su coetáneo Hector Berlioz ―con el que compartió parecidas inquietudes literarias y una temprana e incondicional defensa de la música de Beethoven―, el artista alemán encabeza la reducida lista de compositores cuyos intereses culturales excedieron con mucho el ámbito musical. No solo sus conocimientos literarios y gusto exquisito le ayudaron a poner en música, de la manera más afortunada, una parte significativa de la mejor poesía alemana de su tiempo; también su música para piano nos reporta un mágico mundo de fantasía donde abundan las alusiones artísticas más diversas. Sus mejores logros literarios, sin embargo, los alcanzó en sus críticas y ensayos musicales, publicados en su mayor parte en la Neue Zeitschrift für Musik, una revista fundada por el propio Schumann en 1824. Editado y traducido por Pablo Gianera, El Baile de la Liga de David. Escritos sobre música (Pre-Textos, 2024) recoge un valioso conjunto de quince textos del compositor, procedentes de diversas fuentes. Dotadas de una viva inteligencia, belleza e imaginación, las colaboraciones de Schumann constituyen además un extraordinario testimonio del entorno musical en el que se desarrolló su carrera musical, y representan, por lo tanto, una lectura ineludible para quienes deseen adquirir una visión integral de su figura de artista. Su valoración de músicos emergentes como Chopin o Brahms, su destacado papel en la recuperación y puesta en valor de la obra de Schubert o su defensa a ultranza de compositores como Bach o Beethoven nos dan la medida de su genio crítico, cuya profundidad y amplitud de miras se manifiestan también en la importancia que le concede a los criterios interpretativos, a la recepción de la obra musical y sus condicionantes, o al privilegiado papel que representan la música y la poesía en el conjunto de las artes.

Una excelente muestra de las inquietudes artísticas de Schumann la encontramos en su disertación «Sobre la íntima afinidad de la poesía y el arte musical»: un texto rico en alusiones y citas literarias donde el compositor justifica, con un tono entusiasta y de manera muy subjetiva, la superioridad de la música y la poesía sobre las restantes artes. Si las poéticas clasicistas condenaron a la música a representar un papel secundario en el canon de las artes, por no cumplir con la mímesis aristotélica, los románticos le concederán un primer puesto por su innegable capacidad para «conmover el corazón del hombre»: una preeminencia que, según Schumann, comparte de igual a igual con la poesía. Para el compositor alemán la música y la poesía no solo manifiestan su afinidad en cuanto que están llamadas a unirse y potenciarse mutuamente en el canto, sino también porque comparten un mismo origen y producen un efecto comparable sobre quien las percibe. Estos valores, claro está, sólo se manifiestan cuando dichas artes se cultivan en su más alto nivel. Para los poetas y compositores que se quedan por debajo de lo exigible, Schumann acuña una ingeniosa batería de adjetivos peyorativos, de tal manera que «rimadores», «sonetistas» y «sastres de madrigales» hacen pareja con «expendedores de notas», «canoros del gorjeo» e «industriales del vals». Esta curiosa «ramificación» de su imaginación crítica aflora en varios escritos suyos («miserable digitador» es otro de sus epítetos), donde llega incluso a vanagloriarse de su «riqueza shakesperiana para el insulto».

No podía faltar en la selección de Pablo Gianera uno de los textos más difundidos de Schumann: los famosos Musicalische Haus und Lebens Regeln, más conocidos en nuestras latitudes como Consejos a los jóvenes músicos (seguramente por influencia de la traducción francesa de Franz Liszt: Conseils aux jeunes musiciens). Aunque es tradición que se impriman como anexo a la partitura del Álbum de la juventud de Schumann (así sucede en la Wiener Urtext Edition), su propósito no se reduce a instruir a los jóvenes estudiantes de piano. «Las reglas para la vida musical y hogareña» conforman una especie de compendio pedagógico, formulado en forma de máximas, breves reflexiones y aforismos, que resumen muy bien el pensamiento musical de su autor. Un principio esencial para Schumann es el repudio de lo artificial en el arte, que en el terreno del aprendizaje pianístico se traduce en su desconfianza de los ejercicios de escalas y de mero mecanismo, como también en el rechazo de los teclados mudos, pues la destreza técnica nunca puede ser un fin en sí misma. En consonancia con la amplitud de sus inquietudes culturales, Schumann defiende una formación integral del músico, que incluye tanto conocimientos de armonía y contrapunto como de historia de la música y folclore. Estos estudios le ayudarán a cumplir con otra importante exigencia: ser selectivo en la elección del repertorio. El trato asiduo con las grandes obras musicales del pasado, entre las que señala El clave bien temperado de Bach, constituye otro bagaje imprescindible para el músico, que deberá saber descifrar también las notaciones pretéritas, a fin de poder adentrarse en el descubrimiento de la música antigua. Desde un punto de vista más práctico, subraya Schumann la importancia formativa de tocar el órgano o participar en ejecuciones de música de cámara y en el canto coral. Con todos estos preceptos, Schumann parece anticipar el currículo de los modernos conservatorios de música. Aunque una gran parte de sus consejos van dirigidos a los estudiantes de piano, también los hay de índole más general, como los referidos a los criterios de interpretación. Por una lado, señala las bondades de la sobriedad y el equilibrio, del respeto a ultranza de las intenciones del autor, cuyas obras no deben desfigurarse frívolamente con adornos o licencias caprichosas; por otro, encarece la necesidad de adoptar un tempo ponderado en la interpretación y no perder nunca el compás («andar de un borracho»). En fin, no faltan ni tan siquiera algunas prescripciones en apariencia excluyentes: «Cuando toques, no te preocupes de quién te esté escuchando». // «Toca siempre como si te escuchara un maestro». La necesidad de conjugar en el intérprete la independencia de criterio con una dura exigencia en su trabajo diario lleva a Schumann a formular estos dos principios un tanto contradictorios.

La predilección de Schumann por la exposición de posturas contrarias y su dialéctica se expresa muy bien en el texto titulado «Monumento para Beethoven. Cuatro opiniones» (1836), donde las voces contrapuestas de Florestan, Jonathan, Eusebius y Meister Raro ―heterónimos del propio Schumann― enjuician la oportunidad y condiciones del monumento que por aquellas fechas se planeaba erigir en Viena. Schumann no solo utilizó algunos de dichos sobrenombres como seudónimo en sus críticas musicales, sino que también los hizo comparecer en sus composiciones musicales (Davidsbündlertanze; Carnaval, op. 9); o bien, como en el caso que nos ocupa, les dio vida para que dialogaran en sus críticas y ensayos musicales, a la manera de esos alter ego de Hoffmann (Lothar, Cyprian, Theodor…) que intercambian impresiones en los textos que sirven de marco a muchos de sus relatos fantásticos, y cuya cofradía de San Serapión (1818) es un precedente de la Davidsbündler fundada por Schumann en 1833. El monumento sobre el que se discute da pie al compositor para expresar, por enésima vez y en un grado superlativo, su devoción por Beethoven, que ahora se modula en torno a la controvertida recepción de su obra tardía. Las cuatro voces participantes en la discusión, coincidentes en su defensa de los mismos ideales estéticos de veracidad y honestidad, conforman, en su diversidad, una especie de fuga musical. Gracias a este ingenioso procedimiento compositivo, Schumann puede entregarse a un imaginativo juego polifónico en el que menudean las propuestas de homenaje más desaforadas e imposibles, las críticas a los «filisteos» por sus falsos y extemporáneos aplausos al genio, o la ironía acerca de esos monumentos conmemorativos que, más que homenajear, parecen pedir perdón a la posteridad por la desatención que el artista padeció en vida. ¡La mera posibilidad de quedarse corto en el homenaje a Beethoven justificaría ya de por sí no erigirle ninguno!

Los pensamientos expresadas con brevedad lapidaria reaparecen en el texto titulado «De la libreta de apuntes y pensamientos de Meister Raro, Florestan y Eusebius». Los personajes creados por Schumann comparecen una vez más para brindarnos una variada serie de reflexiones y juicios musicales, en una línea similar a los que integraban «Las reglas para la vida musical y hogareña», pero dotados ahora de un mayor vuelo y atinentes a una más amplia variedad de asuntos: ideas estéticas, éticas o incluso filosóficas acerca del artista y su función en la sociedad se combinan con consejos referidos a la interpretación pianística o a la tarea del compositor. También ocupan un lugar importante algunos breves apuntes sobre diversos compositores: Beethoven, Bach, Chopin, Mozart, Haydn, Paganini, Rossini…, una extensa lista en la que no falta tampoco Clara Wieck, la mujer que estaba llamada a ser su esposa y cuyo temprano genio interpretativo (tenía solo 14 años) merece rendidos elogios. Pero los textos de mayor interés de esta libreta de apuntes quizás sean los referidos a la crítica musical. Al igual que oponía a los poetas con los rimadores, y a los compositores con los meros expendedores de notas, Schumann diferencia ahora a los críticos de los reseñadores, a los talentos de los genios, y a los artesanos de los artistas. Un tema muy importante en estas reflexiones de índole crítica es el de la recepción de la obra musical, que se expresa, entre otros asuntos, en su valoración de la obra tardía de Beethoven o en el diferente aprecio que recibe la obra temprana de los compositores según triunfen posteriormente o no. Schumann se atreve incluso a ofrecernos un listado de las circunstancias externas que influyen en la apreciación de una pieza musical, y cuya difícil conjunción supone «un golpe de seis dados de seis veces seis».

No faltan tampoco en el libro algunos artículos monográficos referidos a un compositor en concreto: Mendelssohn, Brahms, Schubert o Chopin. En el titulado «La Sinfonía en do mayor de Franz Schubert», Schumann da cuenta de su visita a Ferdinand Schubert (1839), que le revela el tesoro de piezas inéditas conservadas de su hermano, entre las que se encontraba el manuscrito de la citada sinfonía. Enviada de inmediato al Gewandhaus de Leipzig, la pieza iniciaría así, gracias al concurso de Schumann, su triunfal andadura de obra inmortal. Tanto en este artículo como en «Últimas composiciones de Franz Schubert» leemos valoraciones críticas que no han perdido un ápice de su vigencia (como el famoso encomio de la «celestial largura» de la Sinfonía en do mayor), expresadas siempre con una conmovedora belleza literaria. Schumann analiza los rasgos propios del compositor vienés, traza una convincente comparativa entre su música y la de Beethoven o reflexiona sobre su problemática y tardía recepción. Pero quizás sea Chopin el músico que despierte los mayores entusiasmos de Schumann (después de Beethoven, evidentemente) y el que recibe una atención más extensa y pormenorizada. Tanto su originalidad de estilo, que lo aleja de la posibilidad de ejercer una influencia significativa, como sus limitaciones instrumentales, formales y de registro son algunas de las claves interpretativas de Schumann, que no deja de reconocer por ello la grandeza de su genio. Además de un par de artículos dedicados a glosar algunas composiciones del polaco (valses, baladas, nocturnos o las Variaciones sobre «La ci darem la mano» de Mozart), Pablo Gianera recoge uno de los textos más bellos y originales de Schumann: «Informe a Jeanquirit en Augsburgo sobre el último baile de historia del arte en la morada del editor». Estamos ante un texto de tintes hoffmanianos, imbuido de una imaginación desbordada y que tiene como escenario un sorprendente baile ofrecido por el editor de una revista musical con el peregrino propósito de escuchar y poner a prueba (mediante el juicio de los asistentes) las obras musicales que se propone luego reseñar. Este improbable baile, donde las composiciones de Chopin alternan con las de otros artistas menores, es el marco ideado por Schumann ―que también baila, y nada menos que con Clara, presentada bajo el nombre de Beda― para embarcarse en una fantástica semblanza del polaco, tanto de su música como de su figura humana: una imagen literaria inolvidable que tal vez recuerde a algún lector el retrato de Bellini rendido por Heine en sus Noches florentinas.

Para finalizar, llamaré la atención del lector sobre un texto muy breve pero de gran riqueza imaginativa y carga simbólica: «De los libros de la Liga de David: el Viejo Capitán». Se trata de una deliciosa estampa, entre fantástica y poética, protagonizada por un personaje de parecida estirpe a la del barón von B. [Bagge] de Hoffmann (Los hermanos de san Serapión, sexta parte) o el violinista mendigo de El pobre músico de Grillparzer, y que al igual que ellos sabe formular «los juicios más certeros y profundos sobre lo escuchado» pero «es un horror cuando toca». Todos los sabios consejos que el barón von B. imparte a su «protegido» sobre el arte del violín se vienen abajo estrepitosamente en el mismo instante en que se pone a tocar. Esta estampa grotesca de un adinerado diletante, mecenas y coleccionista de valiosos instrumentos antiguos, se modula de manera más patética en la figura del pobre músico de Grillparzer, que con menos aspavientos ejemplifica una igual contradicción entre su sensibilidad musical y el pobre resultado que obtiene cuando rasca las cuerdas de su violín. Entre estos dos entes de ficción, el querido y valorado Viejo Capitán de Schumann representa una postura intermedia, ni tan grotesca como la del barón, ni tan desoladora como la del pobre músico. Elevando a su «poético» y «aristocrático» personaje a la categoría de símbolo, Schumann sublima literariamente su menosprecio de las habilidades meramente técnicas, y hace suyo el gesto de su admirado Beethoven cuando aseguraba, ante un aturdido Schuppanzigh, lo muy poco que le importaba su «miserable violín».

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Quién sabe cuánto tiempo la sinfonía de la que estamos hablando hoy [la «Grande», en do mayor, de Schubert] habría permanecido en la oscuridad y tapada por el polvo, si no hubiera acordado yo con Ferdinand Schubert el envío de la partitura a Leipzig, a la administración de la Gewandhaus, o al músico mismo encargado de dirigirla [Mendelssohn], a cuyo ojo afilado no se le escapa ningún tímido brote de belleza, y mucho menos una belleza manifiesta, radiante, magistral. Así ocurrió. La sinfonía llegó a Leipzig, fue escuchado, comprendida, vuelta a escuchar y admirada casi unánimemente».
«Y cuando yo le contaba cuán imborrable era la imagen de él sentado al piano, un profeta perdido en sus visiones, y cómo, mientras tocaba, habitaba uno en el sueño por él creado, y cómo, concluida cada pieza, tiene la costumbre incurable de acariciar con un dedo el teclado aún vibrante, como para desasirse del poderío de su ensoñación, y cómo debe cuidar su vida frágil… ella [Beda/Clara] se apretaba contra mí, con alegría y con miedo, y quería saber más y más cosas de él. Chopin mío, hermoso ladrón de corazones, nunca te envidié, salvo en ese momento».
Traducción de Pablo Gianera
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Mito y sentido, de Joseph Campbell

Preguntar cuál es el sentido de la vida constituye uno de esos interrogantes que, según aseguraba Wittgenstein, no tiene sentido alguno plantearse. Para poder hallar una respuesta válida sería preciso contemplar la vida desde su exterior: una perspectiva que nos resulta imposible adoptar. «El sentido del mundo tiene que residir fuera de él», afirmaba el filósofo austríaco. Sin embargo, la pregunta siempre ha estado ahí, y aunque es cierto que la gente feliz la experimenta de manera poco acuciante, lo cierto es que los mitos siempre han pretendido darle un sentido trascendente a la vida del individuo, como también explicar todo lo relativo al mundo natural y a la sociedad en la que vive. El afortunado título que encabeza este reciente libro de Atalanta, Mito y sentido (Myth and Meaning: Conversations on Mythology and Life, 2023), reúne, pues, dos términos que devienen casi sinónimos, sobre todo si los asociamos a la figura de su autor, el gran mitólogo Joseph Campbell (1904-1987). El mito es siempre donador de sentido, y todo sentido trascendente forma parte de una determinada mitología. Si también damos por buena la opinión de Wittgenstein cuando declara que las preguntas que ahora no tienen respuesta no la tendrán nunca, quizás podamos concluir que tanto la vigencia como la necesidad del mito están aseguradas para rato, al menos mientras existan hombres sobre la tierra. Así parece deducirse de la lectura de este libro de entrevistas a Joseph Campbell, que analiza el significado del mito desde muy variadas perspectivas (histórica, geográfica, filosófica, literaria, psicológica…), todas coincidentes en señalarlo como un fenómeno no solo vivo sino también ineludible: una constante humana, depositaria de un fondo simbólico universal, sujeta a desfases y actualizaciones periódicas. Cuando Heine afirmaba que los dioses antiguos se habían marchado al exilio no se equivocada demasiado; pero el escenario de su refugio no eran los profundos bosques germánicos, sino nuestro propio mundo interior.

El mayor riesgo de un libro de conversaciones como el que tenemos entre las manos ―sobre todo si están referidas a una obra tan extensa y compleja como la de Joseph Campbell― es dejar desatendidas facetas importantes del pensamiento de su autor. No es difícil imaginar los enormes obstáculos que ha tenido que salvar su editor, Stephen Gerringer, para conformar un libro unitario y completo a partir del diverso elenco de fuentes que lo sustentan. Partiendo de un extenso corpus de entrevistas, pertenecientes a diferentes épocas, contextos y formatos (encuestas radiofónicas, conferencias…), Stephen Gerringer ha logrado armar un texto armónico y coherente, que se puede comenzar a leer por cualquier página, y en el que los grandes asuntos de la mitología universal resuenan en un admirable coro. Una compleja tarea de coordinación en la que Gerringer ha llevado la batuta, pero cuya música es enteramente de Campbell. La utilidad del libro es muy evidente: por un lado, brinda a los conocedores del insigne mitólogo la posibilidad de alcanzar una visión panorámica de su pensamiento, quizás no tan profunda como la que transmiten sus grandes textos, pero sí muy comprensiva. Por otra parte, para los que entienden poco o nada de la obra de Campbell, ¿qué mejor introducción que la brindada por el propio autor, modulada en un registro tan didáctico y cercano como el que posibilita el juego de preguntas y respuestas? Finalmente, el libro orquestado por Gerringer constituye también una evidente validación del pensamiento de Campbell, que «asediado» desde muy diferentes puntos de vista se «desnuda» ante el lector sin mostrar ni debilidades ni incongruencias.

En los primeros capítulos del libro las preguntas apuntan a los conceptos básicos del mito, su origen y evolución histórica, así como al carácter universal de los símbolos que lo conforman. Nadie mejor que Campbell para establecer conexiones entre mitos pertenecientes a culturas alejadas entre sí, tanto en el espacio como en el tiempo. También se analizan las diferentes funciones que cumple el mito en una determinada sociedad, y cuya pérdida determina su mutuo desligamiento. El valor de las imágenes visuales en la transmisión y comprensión del mito, o la importancia cardinal que representan los rituales en la vitalidad de sus símbolos son otros tantos asuntos abordados por Campbell, que también concede un amplio espacio al análisis del mito desde un punto de vista histórico y geográfico, tal como aparece expresado en algunos de sus libros, como Las máscaras de Dios o Atlas histórico de mitología universal, a los que se refiere brevemente. Se despliega así, ante nosotros, una visión panorámica de la evolución de los mitos a través de los siglos y de la diferentes sociedades en que se moldean, desde las culturas primigenias y el chamanismo hasta la actualidad. En la transición de un culto a la diosa madre a otro que pone su acento en una divinidad masculina, Campbell advierte un elemento muy significativo en la evolución y caracterización de los mitos, pues la diferente prevalencia de una o de otro, según los distintos pueblos y mitologías (siempre determinadas por su entorno y medios de subsistencia), se traduce en una relación variable con la naturaleza, que Campbell ve representada en la dualidad simbólica de ciertos animales como la serpiente.

La relación entre religión y mitología es otro de los grandes temas tratados en las entrevistas. Para Campbell, una religión es una mitología que ha olvidado el carácter universal y abierto de sus símbolos; o dicho de otra manera: «una mitología tomada en serio e interpretada de manera específica y local». Es importante para Campbell señalar que el mito se expresa a través de un lenguaje simbólico que lo relaciona con la poesía. Desconocer que el mito contiene un conjunto de metáforas puede tener consecuencias dramáticas en el mundo real, pues suele provocar el enfrentamiento de las religiones. A diferencia de los grandes credos occidentales, como el judaísmo, el cristianismo o el islam, que pretenden establecer una relación con lo divino, las religiones orientales persiguen «reconocer la identidad de uno mismo con lo divino», y han de considerarse por ello, según el mitólogo, de mayor rango. La muy documentada voz de Campbell no solo responde a preguntas referidas a temas concretos como el budismo, el yoga o el papel del sueño como mediador trascendente, sino que también atiende a cuestiones más generales, como las diferencias que median entre monoteísmo y politeísmo, o la tradición judeocristiana y las religiones orientales. Campbell no se olvida de señalar su diferente grado de relación con la naturaleza, así como el distinto papel que cumple en cada una el ego del individuo. La creciente influencia de las filosofías orientales en Occidente, que alcanza incluso a nuestras tradiciones religiosas más ortodoxas, resulta muy significativa para Campbell.

No podía faltar en el libro de Campbell un capitulo que abordara el peso que han tenido en su formación algunas grandes figuras de la cultura occidental. Filósofos y pensadores como Kant, Goethe, Schopenhauer o Nietzsche, escritores como Thomas Mann y James Joyce, o psicólogos como Freud y Jung conforman un necesario «contrapeso» a la influencia de las filosofías orientales en el pensamiento del mitólogo, donde oriente y occidente han de iluminarse mutuamente. La huella de Nietzsche en la obra de Thomas Mann tuerce el curso de las preguntas hacia la mitología creativa. Así, Campbell analiza el «trasfondo mitológico» de algunas obras literarias como Ulises, Finnegans Wake, La montaña mágica o las cuatro novelas sobre José de Thomas Mann. En La muerte en Venecia acierta a ver, incluso, una traslación literaria del «viaje del héroe» a un contexto contemporáneo. Una gran parte de este capítulo de influencias occidentales está reservado a la dimensión psicológica de los símbolos míticos, tal como se manifiesta en las obras de Freud y Jung. Campbell nos resume su diferente enfoque metodológico, nos habla de sus relaciones personales y nos informa del opuesto papel que el mito juega en sus respectivas concepciones. La visión que tiene Campbell del mito se ve mucho mejor representada por Jung, para quien «la vida onírica del individuo es el equivalente de la vida de símbolos y mitos de la cultura»; y no tanto por Freud, al que reprocha su reduccionismo sexual y familiar, así como su consideración patológica del mito en su diagnóstico del individuo. La devoción del mitólogo por Jung se hace palpable en la frase que cierra este cuarto capítulo del libro: «No conozco a nadie más a quien pueda dar tanto crédito como guía».

Los siguientes capítulos del libro atienden más a nuestro propio presente: un momento histórico en el que nos hemos desligado de los antiguos mitos y no tenemos ninguno válido que los reemplace. Partiendo del análisis de algunos casos similares, aunque anteriores en el tiempo (como el de los indios de América del Norte), Campbell concluye que el desmoronamiento de una mitología se resuelve siempre en un «giro hacia el interior» de los individuos, a fin de encontrar allí, en lo más profundo de su conciencia, las «formas de las que surgen todos los símbolos». Esta necesidad de obrar un giro interior, que en los años 60 se materializó en el uso y abuso de las drogas, se corresponde con la figura transcultural del «viaje del héroe», tal como se describe en la conocida obra El héroe de las mil caras, de la que Campbell nos desvela algunas de las claves que la sustentan. El significado de dicho viaje, que para el individuo tiene como principal meta el hallar su mitología personal, no es un mero gesto solipsista, según opina Campbell, pues también puede obrar de manera positiva en la transformación de la sociedad: una compleja y larga tarea que deberá partir de la libre iniciativa individual. A este respecto, Campbell no olvida señalar el papel de guía que posee el arte verdadero (arte «propio», según su terminología): el único que posee la capacidad de dirigirnos hacia nuestro interior.

Conforme el libro se ha ido adentrando en las cuestiones que interesan al mundo actual, las preguntas dirigidas a Campbell se han vuelto más apremiantes, como si los lectores desearan hallar en la figura del gran mitólogo una especie de gurú que los orientase. En el penúltimo capítulo, «Para complicar la trama», Campbell aborda críticamente temas tan actuales como la relación entre ciencia y mitología, el ideal del retorno a la naturaleza (ilusorio en las condiciones actuales) o la debilidad del mito norteamericano y su cultura, exportado a todo el mundo. Pero quizás las dudas más urgentes de sus lectores sean las relativas al papel que el mito puede y debe representar en nuestro acelerado y crispado mundo moderno. La única mitología posible hoy en día, señala Campbell, será aquella que cumpla con una doble condición: de una parte, la de adecuarse a la naturaleza tal como la comprendemos a la luz de los últimos descubrimientos científicos; y de otra, la de tomar conciencia de que habitamos una sociedad globalizada, que solo podrá subsistir si acierta a salvar las oposiciones que la destruyen compartiendo un mismo universo de valores. Una mitología común y no dividida por sectarismos religiosos o ideológicos.

Cierra el libro un breve capítulo centrado en la figura de Campbell: formación, influencias, aficiones, docencia, trayectoria literaria y profesional… Un capítulo imbuido de cierto tono confesional, en el que las respuestas del autor a una amplia batería de preguntas —en ocasiones, muy personales— configuran una interesante autobiografía; o dicho de otro modo: describen el «viaje del héroe» particular del autor a lo largo de su vida (todos recorremos el nuestro, claro está, aunque no seamos conscientes ni sepamos interpretarlo). Se redondea así, añadiendo una nota biográfica de cercanía, el valor de este excepcional libro de entrevistas, que sin duda será muy querido por todos los lectores de Joseph Campbell.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Pero si concibes la naturaleza como rival del espíritu, entonces tienes ahí una dualidad. Cuando la naturaleza es rival de espíritu, el ángel alado suprime y somete o mata a la serpiente. En cambio, cuando adoptas el otro punto de vista, la serpiente se alza y adquiere alas, y entonces tenemos la serpiente alada. Ésa es la serpiente de la tradición de Buda. Asciende desde los cándidos niveles del mundo de la tierra y la naturaleza hasta el florecimiento del espíritu».
«La actitud occidental con relación al culto es de rezar juntando las manos y dirigirse afuera; sin embargo, la actitud oriental es la del reposo del yogui o sabio mientras medita. Ésa es la clave. La orientación de las religiones orientales es fundamentalmente metafísica. Se vuelven hacia el interior, hacia el misterio último. Las religiones occidentales, por su parte, debido a esa situación relacional, inciden en la ética. Se centran en la relación temporal y espacial de una persona a otra. Esto es lo que subyace en lo que consideramos progreso, y ha habido un progreso ético».
Traducción de Sebastián Burch
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El acorde de Tristán, de Hans-Ulrich Treichel

Es frecuente que los novelistas cifren el mayor logro de su arte en el modelado de los personajes, y pongan en juego su maestría revelando las facetas ocultas de una identidad compleja. La tradicional distinción entre personajes redondos y planos parece incluir ya un matiz de valoración, al menos en la poética narrativa más convencional. Y sin embargo, no faltan autores que han situado en el centro de sus creaciones a protagonistas insignificantes, complaciéndose en darle vida a un personaje carente de relieve. La vida privada, de Henry James, es una breve y magistral nouvelle que se recrea en dicha paradoja, pues tiene como protagonista a un conocido personaje de la alta sociedad que parece desaparecer cuando nadie lo observa. La validez de esta clase de narraciones queda garantizada si la ironía del autor acierta a convertir sus «fantasmas» en eficientes espejos del medio en que se desenvuelven. Su valor no radica, pues, en lo que son, sino en lo que la simple posibilidad de su existencia denuncia. No creo que fuera otro el propósito de Hans-Ulrich Treichel (1952) cuando puso al frente de su divertida y magistral novela, El acorde de Tristán (Galaxia-Gutenberg, 2002), a un personaje como Bergmann: un compositor alemán de vanguardia, mundialmente famoso, cuya poco convincente figura de artista evidencia la falsedad de su entorno. Solo la hipocresía y el juego de intereses pueden explicar su encumbramiento (los fantasmas, para materializarse, exigen ciertas condiciones). Pintando a Bergmann rodeado de una nube de parásitos y fervientes admiradores, Treichel parece cuestionar gravemente uno de los principios básicos de la física atómica: los «electrones» giran alrededor de un núcleo vacío.

En el personaje de Bergmann se cumple también una curiosa circunstancia: sin decir nada significativo a lo largo de toda la novela, queda perfectamente retratado. Su parquedad de palabra, unida a los silbidos y gestos estrambóticos que dibuja en el aire mientras compone, le confieren además cierta similitud con los personajes cómicos del cine mudo (y como ellos, es fuente de hilaridad para el lector). Comparado repetida e irónicamente con Brahms y Beethoven, su talante de artista de pacotilla ha sido cuidadosamente sugerido por el novelista, que nos lo dibuja reducido a una mera fachada: «parecía salido de una enciclopedia de música». Además de un snob confeso (el alardear de que bebe vino de segunda clase y sus contracturas musculares, de un tipo muy particular, así lo atestiguan). Bergmann es un individuo egocéntrico y caprichoso, que sufre una absurda rabieta al no poder disponer, de manera inmediata, de un piano de cola durante su estancia en Escocia (el lector menos entendido en música intuye enseguida que, dada la cualidad de sus obras, no lo precisa demasiado). Pocas veces veremos a Bergmann entregado a la tarea de la composición (con la única excepción de su deambular gesticulante), pues todo su tiempo parece consagrarlo a tareas triviales, sin relación con la música, o a los actos sociales que promocionan sus composiciones. Acompañado de un variopinto séquito de ayudantes, no es raro que los trate como un tirano veleidoso: o bien los ensalza por encima de todo lo razonable, o bien los ningunea sin motivo aparente. Al igual que esos decadentes príncipes romanos descritos por Suetonio, Bergmann parece en ocasiones bordear la locura. Su talante neurótico se pone al descubierto en el episodio del chaleco perdido en Sicilia, que echa de menos en Nueva York y desea recuperar a toda costa. Pero la pulsión que mejor lo define, por encima de todas las demás, es su temor a verse ensombrecido por quienes lo rodean.

Este escasa consistencia humana del personaje principal desplaza pronto las simpatías del lector hacia el narrador, Georg Zimmer: un bisoño doctorando en Filología Germánica contratado para revisar las memorias de Bergmann, al que acompaña en tres de sus singladuras internacionales: Escocia, Nueva York y Sicilia. La ingenuidad juvenil con la que Georg contempla ese «gran mundo» que rodea al compositor («trabajar para Bergmann era en cierta medida como trabajar para Brahms») constituye un indudable acierto narrativo, pues deja casi todo el juicio irónico en las manos del lector. Resulta también muy significativo que el único problema de revisión planteado por las dichas memorias radique precisamente en su índice onomástico, en el que Bergmann no desea ver recogidos los nombres de sus rivales, no obstante el haberlos citado ―muy a su pesar― en el texto. Las soluciones propuestas por Georg para solventar el problema resultan ser tan irónicas como el hecho de que su nombre vaya a figurar en el índice (como revisor), y no el de Nerlinger, el compositor de vanguardia más importante después de Bergman. Es evidente que el famoso compositor no desea que nadie le haga sombra; un temor que se manifiesta también en el hecho, tan inesperado como sorprendente, de que encargue a Georg ―un perfecto desconocido― la confección de un himno para el cuarto movimiento de su siguiente obra, Campos Elíseos: una composición que parece peligrosamente calcada ―al menos en su planteamiento global― de la Novena sinfonía de Beethoven. Un himno, por otra parte, que deberá adaptarse letra por letra a la música de Bergmann, y no al contrario: una muestra más del carácter egocéntrico del compositor.

Tanto el episodio del himno destinado a Campos Elíseos como todo lo relativo a las memorias de Bergmann puede entenderse también como una alusión irónica a esa lectura académica superficial que posibilitan, en los estudios de Humanidades, los índices onomásticos y de materias: una práctica que el propio Georg utiliza en sus acelerados trabajos de investigación y en la confección del citado himno, buenos ejemplos de una labor tan apresurada como chapucera. La novela de Treichel no se limita, pues, a satirizar el mundo de la música y los grandes compositores. En los descansos que le concede Bergmann a Georg, o cuando puede regresar a su casa entre dos viajes, la sátira se canaliza a través de los recuerdos personales del joven, que comprenden desde sus estudios elementales de música en la escuela a la frustrante experiencia del doctorado. Su proyectada tesis doctoral sobre el olvido en la literatura da mucho juego al respecto, de tal manera que no resultaría demasiado exagerado asegurar que la sátira académica ocupa en la novela de Treichel un puesto casi tan destacado como la musical. La tabula gratulatoria (que acompaña los «opúsculos» propios de los «homenajes a los catedráticos de germánicas»), la rivalidad entre doctorandos, los plagios entre colegas o los estudios estadísticos aplicados burdamente a la filología son otros tantos campos, propios de las humanidades, satirizados y parodiados por Treichel con singular gracia y acierto.

Los tres escenarios internacionales en que se desarrolla la novela, adecuados a un compositor de fama universal como Bergmann, no dejan de obrar cierta perversa influencia sobre Georg. Siempre alojado en hoteles o residencias particulares de gran lujo, en familiar contacto con el genio y otras personalidades musicales, el ego del modesto ayudante corre riesgo de hipertrofiarse, y ya se ve citado en el Grove ―a cuenta del himno― como colaborador de Bergmann. La experiencia del «gran mundo», sin embargo, tiene para el joven doctorando un sabor más amargo que dulce, pues lo más frecuente es que se sienta «fuera de lugar». Su estancia en Nueva York es muy significativa a este respecto. En su visita en solitario a la ciudad, antes de acudir a la cita con Bergmann, Georg sufre ya un fuerte desengaño, cuya comicidad para el lector deriva del contraste que media entre lo que muy ingenuamente espera y lo que encuentra. Durante un buen puñado de páginas Treichel se olvida de la música para centrarse en la sátira ―ciertamente hiperbólica― de la especial idiosincrasia de los habitantes de la Gran Manzana, que resulta poco menos que indescifrable para la mentalidad europea de Georg. La falta de naturalidad que se respira en la metrópoli queda resumida en el hecho, atestiguado durante la visita a Central Park, de que los perros prefieren permanecer sentados en los bancos a caminar, las ardillas rechazan las nueces a favor del kétchup y las limusinas son incomodísimas. Esta mala impresión de Georg tiene su más cómico exponente en la visita que realiza al Rockefeller Center. Su participación en una visita guiada a los estudios de la NBC pone de manifiesto su incapacidad para compartir tanto el humor pueril de los neoyorquinos como sus actitudes gregarias.

Por otro lado, la experiencia de Bergmann no parece ser mucho mejor que la de Georg, al menos en lo que respecta al show televisivo de Dick Raymond, en el que participa a fin de dar publicidad al estreno de Piriflegeton en Nueva York. En dicho espectáculo, muy al gusto estadounidense (hoy en día trasplantado a todas las latitudes, incluida la nuestra), Bergmann se verá obligado a compartir plató con un actor de la serie The New Lassie y una atractiva y polifacética modelo fotográfica: una variedad de entretenimiento popular comparable al que ofrecían los antiguos juegos romanos, en los que se mezclaba la lucha de gladiadores con la caza de fieras salvajes o la ejecución de criminales. Exhibido como si se tratara de un exótico y raro animal europeo, Bergmann no solo merece la última y más breve de las entrevistas (apenas puede decir el título de su obra y anunciar que todas las entradas están vendidas), sino que además intervendrá mientras el público está pendiente de una arriesgada prueba de buceo anaeróbico que ejecuta la otra invitada. Bergmann, que en ocasiones se muestra tan susceptible como para ver ironías en los elogios que le tributan sus rivales, aguanta sin pestañear esta evidente humillación televisada, confiado en que le reportará publicidad. Este detalle da la medida del peso que la promoción tiene en la validez de su música. La estancia neoyorquina de Bergmann y su séquito de colaboradores concluye con el estreno de su Piriflegeton para gran orquesta. En este divertidísimo episodio los dardos de Treichel se abaten no solo sobre la propia obra musical de Bergmann y su fatua pose durante el concierto, sino también en las actitudes de los otros intérpretes y del publico en general, ofreciéndonos una acabada y divertida parodia de los rituales propios de un recital de música clásica.

El propósito de la novela no se reduce, pues, a satirizar la figura de un compositor en particular y su entorno más cercano. La crítica de Treichel se extiende también a la música de vanguardia en general, o al menos, a la concebida bajo criterios disparatados o poco naturales. ¿Qué puede pensar el lector de esas obras compuestas por los rivales de Bergmann, que precisan para concebirse y ejecutarse de grúas, mazos de demolición o aceleradores de partículas? También la notación no convencional, propia de la música de vanguardia, tiene su momento de parodia en la novela, y se concreta en las partituras tanto de Piriflegeton como de Campos Elíseos, brevemente descritas por Georg, y que manifiestan una consistencia conceptual tan endeble como la de esos objetos que pretendemos asir en sueños y que nunca se corresponden con la forma ortodoxa de la vigilia. ¿Es una muestra de la mala conciencia de Bergmann, respecto a la validez de su obra, que no soporte escuchar a Gluck ni a los pianistas de los hoteles? ¿El exagerado temor que experimenta por los compositores rivales no apunta un complejo de inferioridad? ¿No señalan en esa misma dirección sus rabietas infantiles, manías y caprichos de snob? ¿Dónde queda la «vida interior» del gran artista? Desde luego, no parece que Bergmann habite en esa «cámara del tesoro» de la que hablaba Jünger, que concedía al artista o al místico que la disfrutaba una suerte de invulnerabilidad. Tanto las obras de Bergmann como su propia vida o el ambiente artificioso y falso en que se desenvuelve su carrera de compositor parecen resumirse ―tal como los pinta Treichel― en una sola palabra: postureo. Quizás porque al arte, privado del verdadero oficio, no le queda otro lugar donde refugiarse.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«En una de las veladas junto a la chimenea, Bergmann le habló de sus colegas coetáneos, y Georg tuvo al principio la sensación de que se refería a ellos con cierta benevolencia. Elogió sobre todo a Scheer y a Witte por su tozudez consecuente, como la denominaba Bergmann; la tozudez de Scheer consistía en utilizar grúas y mazos mecánicos para derribos en sus composiciones, cosa imposible de poner en práctica en una sala de conciertos. Witte, en cambio, se mostraba tozudo por cuanto necesitaba diversos institutos de investigación y centros de cálculo para sus composiciones. Para una de sus piezas orquestales más celebres, Raíz cuadrada de uno de Pitágoras, recurrió incluso al CERN de Ginebra. “Witte ya no da ni un paso sin la investigación nuclear”, dijo Bergmann. Él sólo necesitaba papel, lápiz y un sacapuntas, añadió. Witte, en cambio, un acelerador de partículas. Bergmann declaró que esperaba de Witte y de Scheer varias composiciones más con grúas, mazos mecánicos, aceleradores de partículas y centros de investigación. «Les apoyo totalmente», dijo Bergmann. Así dejaban las programaciones y salas de conciertos libres para sus propios trabajos, con lo cual todos estaban servidos. Por eso podía homenajear a Witte y a Scheer con cierta tranquilidad en sus memorias. A Nerlinger no lo podía homenajear con la misma tranquilidad. Nerlinger componía óperas y sinfonías como Bergmann. A lápiz y adaptándose a los escenarios y a las salas de conciertos. Bergmann habría preferido no mencionar a Nerlinger. Pero eso habría llamado demasiado la atención».
«Bergmann deseaba un comentario. Pero ¿qué podía decir Georg sobre ademanes y silbidos? ¡Si apenas era capaz de distinguir entre un compás de tres por cuatro y uno de cuatro por cuatro! ¿Cómo iba a manifestarse sobre las complejas estructuras rítmicas que Bergmann silbaba y marcaba en el aire? Bergmann seguía mirándolo con expresión rayana en lo triunfal, como si esperara la aprobación inmediata de Georg. Pero este no dijo nada, sino que intentó sonreír; solo logró esbozar una sonrisa, lo cual lo avergonzó de tal manera que se sonrojó y el sudor le inundó la frente. Bergmann seguía mirándolo, braceaba, silbaba, marcaba el compás en el aire, y así siguió hasta que Georg no aguantó más y preguntó al compositor: “¿Es una obra nueva?”».
Traducción de Adan Kovacsics
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Obras en prosa, de lord Byron

Durante incontables generaciones, la cara oculta de la luna ha permanecido ignorada por el hombre. Fundamento de mitologías, patrón de ciclos naturales, meses y estaciones, el astro de la noche atesoraba un enigma que solo en época reciente nos ha sido dado descubrir. A muchos escritores les acontece algo similar, pues parecen condenados a mostrarnos siempre una sola de sus facetas literarias. O al menos, el fulgor de ciertas obras nos deslumbra hasta el punto de dejarnos casi ciegos frente a las otras. Que esto puede suceder a grandes personalidades del firmamento literario lo prueba el caso de lord Byron (1788-1824), cuyos textos en prosa han sufrido, al menos en nuestro país, un doble ocultamiento: de un lado, el provocado por la propia personalidad de su autor ―uno de esos escritores cuya figura humana parece eclipsar su producción artística―; del otro, el derivado de su obra lírica, de los grandes poemas que le han dado renombre universal: Don Juan, Las peregrinaciones de Childe Harold, Manfredo, Mazeppa, etc. Sin embargo, sus textos en prosa no solo constituyen ―como pronto veremos― un valioso testimonio de su vida, ideología y gustos estéticos, sino que también nos informan de algunos grandes acontecimientos de su tiempo, frente a los cuales siempre adoptó una actitud de compromiso. Si además añadimos un puñado de interesantes páginas de ficción olvidadas, no será fácil exagerar el interés de estas Obras en prosa (2024) que acaba de publicar Renacimiento, editadas y traducidas con sobresaliente acierto por Lorenzo Luengo, que ha puesto además en valor su belleza literaria. Como un avezado cosmonauta de las letras, Lorenzo Luengo, gran conocedor de la obra y figura del bardo inglés (editor y traductor también de sus Diarios), ha emprendido una compleja singladura filológica que le ha permitido trazar esta nueva cartografía, inédita y detallada, de ese astro literario de primer orden que fue lord Byron.

Es conveniente señalar que Lorenzo Luengo ha soslayado en su edición ―tal como explica en las páginas preliminares del libro―, la peligrosa tentación de sembrar el texto de enfadosas notas explicativas a pie de página, que dadas las características de los textos recogidos no sería deseable. Sí ha redactado, por el contrario, sustanciosas y muy documentadas introducciones a cada una de las cinco secciones en que se encuentra dividido el volumen; como también nos brinda el repertorio completo de fuentes bibliográficas en que ha fundamentado su trabajo. En algunos casos, Luengo nos informa del significado de los fragmentos conservados; en otros, establece lazos de relación entre diversas obras del autor; o bien, simplemente, sitúa los escritos en su contexto o, más importante todavía, nos revela las referencias ocultas en los textos. Incluso en los fragmentos de ficción, las alusiones indirectas o la escritura en clave son moneda corriente en el hacer literario de Byron, y no resulta nada fácil entenderlas si no se cuenta con una mano informada que nos oriente. En todos estos textos introductorios, Lorenzo Luengo ha sumado a su portentoso saber una evidente voluntad de estilo, lo que los convierte en pequeñas obras literarias que es preciso leer con toda la atención y detenimiento que merecen.

El primer apartado del libro reúne un puñado de criticas literarias publicadas por Byron en diversas revistas británicas. El lector pronto apreciará que son extremadamente subjetivas, pues Byron andaba lejos de ser ―en palabras de Lorenzo Luengo― un «reseñador imparcial». Habría que preguntarse hasta qué punto se puede ser un crítico objetivo cuando la vara de medir es el propio gusto. Dicho criterio, que puede valer para censurar a talentos de tercera fila, resulta peligroso si se aplica a poetas de la talla de Wordsworth, al que Byron reprocha que haya rebajado su musa, en ocasiones, a tratar «asuntos» que considera «banales». Es cierto que Byron se muestra constante en sus gustos, como cuando se revela enemigo de los convencionalismos y del tono ligero y popular. En cualquier caso, más que como valoraciones literarias imparciales, lo más provechoso será considerar las criticas de Byron como un interesante resumen de su pensamiento estético y de su propia personalidad, expresada con frecuencia mediante una ironía hiriente y muy ingeniosa, como se manifiesta en su reseña de Neglected Genius, de W. H. Ireland, que parece haber sido escogido tan solo para ejercitar el afilado dardo de su ingenio. La crítica más extensa de Byron es la dedicada a William Robert Spencer (1769-1834), al que reprocha sus frecuentes «vers de societé», aunque también alaba algunos de sus poemas, como «El visionario» o su traducción de la Lenore de Bürger. Byron, que alterna, por así decir, el palo con la zanahoria, se despide de Spenser manifestando no «ser ciego a sus errores ni insensible a sus méritos», pero no sin antes haberlo saludado como el campeón de la «ñoñez».

Los escritos políticos de Byron vienen precedidos por un documentado resumen de su actividad en la Cámara de los Lores, a la que solo concurría obligado por su rango. De los tres textos parlamentarios conservados, el más extenso e interesante es el «Discurso contra el Proyecto de ley por la destrucción de los telares de Nottingham» (1812), donde Byron se opone a la pena de muerte que se pretendía aplicar a los responsables de los desórdenes. No solo los justifica en virtud de las grandes penurias sufridas por los encausados, sino que también crítica la torpe actuación de la Administración, que no acertó ni a prevenirlos ni a atajarlos. Tanto en este discurso como en los escritos en apoyo de la Iglesia católica (1812) o a favor de un peticionario ante el Parlamento detenido ilegalmente (1813), Byron manifiesta una ideología progresista; o, cuando menos, la postura elegante de quien se complace en ponerse siempre del lado de los más débiles. Fuera ya del ámbito parlamentario, Lorenzo Luengo recoge tres textos muy breves, pero también interesantes. El primero de ellos, «Escrito sobre el estado de Francia» (1815), es una dura invectiva contra la restauración borbónica, fechado un mes después de la derrota de Napoleón en Waterloo. Mayor valor autobiográfico encierra su «Mensaje a los insurgentes napolitanos» (1820), en el que nos da noticia de un importante donativo monetario para la causa, así como del ofrecimiento de su propia persona como voluntario. Cierra el grupo de escritos políticos un análisis de la situación de Grecia («El estado actual de Grecia», 1824), donde vierte duras críticas sobre sus naturales y resume el clima de corrupción que reinaba en el país.

En el apartado correspondiente a los relatos de ficción, «Augustus Darvell. Fragmento de una historia de fantasmas» (1816) es el texto más famoso de todos, aunque solo sea por el contexto biográfico en el que se gestó: la célebre reunión en la villa Diodati a la que asistieron los Shelley y Polidori. «Augustus Darvell» es un relato ciertamente siniestro, que sugiere más que revela, y que tiene como protagonista a un personaje tan inquietante como inescrutable («byroniano», nunca mejor dicho). Privado de cualquier rasgo de humor o de ironía, comparte con las restantes ficciones su localización exótica (calificativo que incluye tanto a Italia como a España), que en su caso particular se corresponde con el cementerio abandonado de la arruinada y solitaria ciudad de Éfeso. Merece también la pena destacar «El cuento de Calil» (1816), un divertido relato que da cuenta de la fracasada rebelión de los habitantes de Samarcanda, puestos en pie de guerra por las desmesuradas cargas fiscales de Timor el Cojo (Tamerlán). En un gesto típicamente aristocrático, Byron parece complacerse tanto en la pintura de un tirano tosco y despreciable como en la debilidad e inconsecuencia de sus estúpidos vasallos. Un cuento lleno de humor y de sarcasmo, que parece reírse ―por sus continuos cambios en el guion― hasta del mismo lector, pero al que no le falta su trasfondo político. Los tres siguientes textos tienen un carácter fragmentario. En «Bramblebear y lady Penélope. Capítulo de una novela» (1813), Lorenzo Luengo ve un abandonado proyecto narrativo que bien podría habernos dado cuenta, al menos de manera indirecta, de un romance del autor. Ambientado en una España inquisitorial y surtida de châteaux moriscos, «Doña Josefa» (1817) resume un acelerado intercambio epistolar entre dos esposos, al borde de una ruptura matrimonial de tintes un tanto «kafkianos». Parecido tono paródico hallamos en «Italia, o No Corina. Una novela de viaje por un écrivain en poste» (1820), en la que Byron se burla, con mucho ingenio, tanto de las incomodidades del viajero como del género literario que tomó de allí su nombre. Por su parte, «Apuntes sobre la vida y escritos del difunto George Russell de A…, por Henry Ferguson» (1821) es una evidente parodia del panegírico literario, moldeada bajo la forma de una biografía ficticia rendida a un escritor amigo malogrado. No me cabe duda de que Byron se divertiría mucho componiendo esta biografía apócrifa, donde los tópicos del elogio están vueltos del revés. Cierra este conjunto de ficciones un breve texto titulado «Un carnaval italiano» (1823), donde Byron expresa, como de pasada, un aristocrático desprecio por los turistas ingleses del «ton medio» (de medio pelo, diríamos nosotros), que degradan con su mera presencia el augusto suelo de la bella Italia. Al igual que Goethe, nuestro autor experimentó una gran fascinación por el carácter espontáneo del carnaval italiano: una «arlequinada universal de los países católicos» de la que Byron nos ofrece una estampa breve pero vivaz, y donde sus simpatías políticas afloran, irónicas, a cada paso, y desde luego sin máscara alguna.

El capítulo más extenso del libro lo conforman las polémicas literarias en que Byron se vio envuelto: un terreno en el que su ingenio, ironía y grandes conocimientos literarios le permitían desenvolverse a las mil maravillas («soy como un irlandés en una pelea, “y tengo para todos”»). Interesa señalar que los textos polémicos recogidos por Lorenzo Luengo complementan a la perfección las críticas literarias que encabezan el volumen, tanto por la cantidad de ingenios británicos (y de otros países) puestos en solfa o citados a «testificar», como simplemente citados. Hasta el lector más inadvertido pronto percibirá que la polémica literaria en un género cruento y algo tramposo, minado de réplicas y contrarréplicas, acusaciones y defensas, justificaciones y observaciones; tal como si la antigua controversia entre la pluma y la espada se pretendiera resolver haciendo de las dos una sola arma. Aparte de la polémica suscitada por la publicación anónima del Don Juan (en la que el propio autor participa sosteniendo una posición ambigua, aunque no menos beligerante), destacan las surgidas en torno a la figura de Alexander Pope (1688-1744), del que Byron se declara encendido defensor, y que según su opinión (y no se equivocaba) había sido puesto en entredicho por «los nuevos intérpretes de la lira inglesa». Avanzado en sus idea políticas, Byron no lo parece tanto en las estéticas, y sus diatribas contra los poetas lakistas (Wordsworth, Coleridge y Southey), culpables de una supuesta «antipatía natural» por Pope, se hacen extensivas a Keats («un renacuajo de los Lagos»), que también había censurado algunos aspectos de la lírica del «pequeño ruiseñor» de Twickenham (llamado así en virtud de su exigua talla). Pero la principal víctima de las diatribas de Byron es el reverendo y erudito W. L. Bowles, y el punto de fricción, la diferente consideración que les merecían arte y naturaleza como ingredientes de la obra poética. Byron, que ocupaba una posición contraria a la de Bowles (y alineada con la de Pope), defiende sus ideas muy ingeniosa y mordazmente, a lo largo de muchas páginas, y valiéndose hábilmente de sus experiencias viajeras y lecturas enciclopédicas. También defiende a Pope de las acusaciones de libertino que había insinuado Bowles, de tal manera que si de la postergación de la lirica de Pope deducía Byron la decadencia de la lirica inglesa actual, las censuras a su moral lo llevan a concluir que la hipocresía es el «primum movile» de la sociedad inglesa.

Pone punto final al libro un breve capítulo (Miscelánea) en el que se recogen textos muy diversos del autor: desde unas inesperadas consideraciones sobre el idioma armenio y su gramática, a un amplísimo memorándum de lecturas que testificaría (pues no veo motivo para juzgarlo mero farol) el interés universal de Lord Byron (y donde es posible hallar valoraciones literarias sumamente sorprendentes en las que no voy ya a detenerme). También podremos leer unos curiosos recuerdos de su encuentro con Madame de Staël en Londres, así como las cláusulas de un exclusivo club inglés reducido a tan solo dos miembros. Y con estos textos, en apariencia banales, pero llenos de la agudeza y desenvoltura propias de su autor, ponemos fin a nuestro viaje literario alrededor de la cara más desconocida del poeta: una instructiva singladura de la que retornamos con parecida satisfacción a la de quienes vuelven de uno de esos lugares turísticos de los que todo el mundo habla pero que casi nadie ha visitado.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«[…] y sus composiciones me hubieran gustado mucho más de haber estado escritas en un idioma extranjero, si eso le hubiera evitado corromper su idioma natal».
«Que su sensibilidad era extrema es algo que tuve suficientes oportunidades de comprobar; pues, si bien nunca perdía el control de sus emociones, es verdad que tampoco alcanzaba a ocultarlas por completo. Y, con todo, tenía la facultad de conferir a una pasión cualquiera el aspecto de otra, de tal modo que resultaba difícil definir la naturaleza de aquello que operaba en su interior; y la expresión de sus rasgos variaba tan aprisa, y tal sutilmente, que era inútil tratar de rastrearla hasta sus orígenes. Resultaba evidente que Darvell era objeto de alguna invencible ansiedad; pero me sentía incapaz de saber si estaba producida por la ambición, el amor, el remordimiento o el dolor, por una sola de aquellas causas o por todas ellas, o simplemente por un temperamento malsano que en nada se diferenciaría de la enfermedad».
«Tras una breve estancia en París, acompañaron a su vetturino a Suiza e Italia, en las mismas condiciones que antes y en el mismo vehículo, el cual, aunque grande, no era ni veloz ni adecuado. Admitía la lluvia, pero excluía la luz, y sólo dejaba pasar el viento cuando había galernas, o tormentas de nieve. Fuera como fuese, a fuerza de verse obligados a salir cuando subían una colina, o de salir despedidos cada vez que descendían otra, consiguieron ver tantas partes del país como para adquirir una tolerable idea de sus paisajes».
«Mr. Bowles se obstina en que lo más poético de un barco depende del viento: ¿entonces por qué un barco a toda vela es más poético que un gorrino azotado por una ventolera? El gorrino es todo naturaleza, el barco es todo arte («burdas telas», «banderines azules», «altos mástiles»), ambos sufren la violencia del viento, que los manda aquí, allá y a todas partes, y, con todo, nada salvo un hambre atroz podría hacerme ver al cerdo como el más poético de los dos, y eso además en la forma de unos filetes».
Edición y traducción de Lorenzo Luengo
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Conversaciones sobre música, con Wilhelm Furtwängler

No creo que existan muchos directores de orquesta que hayan alcanzado una dimensión mítica comparable a la de Wilhelm Furtwängler (1886-1954). Y no importa que su muerte, relativamente temprana, le impidiera legarnos un patrimonio de grabaciones efectuadas con las cuidadosas técnicas modernas. Ni siquiera llegó a beneficiarse de la estereofonía, y muchos de sus registros, realizados en vivo, lo fueron de manera harto defectuosa. Sin embargo, en esos palmarés comparativos a que son tan aficionados los melómanos, sus discos han alcanzado siempre las más elevadas puntuaciones, y todavía en 2022 un libro publicado en nuestro país sobre Beethoven señalaba la preeminencia de sus versiones de la Quinta y la Sexta sinfonías sobre todas las demás. Tampoco el inevitable proceso de desnazificación que tuvo que sufrir al final de la Segunda Guerra Mundial, consecuencia del relevante papel que representó en la vida musical del Tercer Reich, disminuyó la consideración del público; y nada significó para sus admiradores que hasta 1952 no fuera restituido en su puesto de director de la Filarmónica de Berlín, cargo que había desempeñado ininterrumpidamente desde 1922. Es muy probable que todos estos elementos, dotados de cierto halo «dramático», hayan contribuido ―sumándose a sus grandes valores musicales, claro está― a cimentar lo legendario de su figura. Si sus grabaciones ―con todas las deficiencias achacables a la época― son testimonio elocuente de un poderoso genio interpretativo, los numerosos escritos sobre música que nos legó, así como sus composiciones sinfónicas y de cámara, definen una personalidad musical muy completa y de primer orden. En este sentido, las Conversaciones sobre música (Gespräche über Musik, 1937) que nos presenta Acantilado cobran un altísimo valor, pues nos permiten conocer el sustrato humanista y estético donde arraigaba su praxis interpretativa y creativa, aunque poco digan, en realidad, sobre las tareas específicas de la dirección orquestal. Las breves y abiertas preguntas de su interlocutor, el crítico y compositor Walter Abendroth (1896-1973), constituyen simples apoyos al pensamiento de Furtwängler, que se despliega generosa y libremente ante nosotros, siempre imbuido de una gran coherencia.

La primera conversación recogida en el libro está referida al importante papel desempeñado por el público en el desarrollo de la música. Quizás sea en este punto donde haya que tener más en cuenta el contexto histórico de las conversaciones, pues el concepto de público ideal que tenía Furtwängler no se corresponde con el actual, mucho más amplio y diverso, vinculado por los modernos medios de comunicación y reproducción. A la pregunta formulada por Abendroth de por qué algunas obras musicales han tardado tanto tiempo en imponerse en el repertorio, Furtwängler responde subrayando el pobre criterio de los auditorios: «una masa sin voluntad propia», inclinada a rendirse a lo que él denomina «efectos espurios» de la música. Además, sus reacciones son inevitablemente «caprichosas» e «instintivas», pues carecen de un elemento esencial para comprender en profundidad toda obra musical: el tiempo. La predilección del público por las llamadas coloquialmente «obras taquilleras» (la Quinta de Beethoven, la Incompleta de Schubert…) se explicaría por su mayor «claridad» y una «estructura fácil de abarcar en su conjunto», que ni tan siquiera las malas interpretaciones pueden arruinar. Un elemento cardinal en el pensamiento estético de Furtwängler lo constituye la diferenciación entre lo que él denomina efectos espurios y efectos legítimos (presentes no solo en la dimensión creativa de la música, sino también en la interpretativa, como luego veremos), y que son factores relevantes en la mayor o menor resistencia de una obra musical al paso del tiempo. A este respecto señala el hecho de que ciertas composiciones que lograron en su momento un gran éxito (nombra a Wagner y a Richard Strauss) luego lo perdieran, pues ese efecto espurio en el que se apoyaban terminó convirtiéndose en un «obstáculo para el otro efecto, más profundo a la larga». Furtwängler censura, pues, el uso por parte del compositor de «efectos sin causa» que solo pretenden salvar su creciente distancia con el público, y que suponen una peligrosa amenaza para el futuro de la música.

Inicia Furtwängler su segunda conversación, «Distintas dificultades en la interpretación musical», trazando una línea divisoria entre las obras de autores «clásicos» (Bach, Mozart, Beethoven…) y otras que denomina más «recientes» (Tchaikovski, Wagner, Debussy…). Las primeras, según su opinión, están dotadas de una mayor «organicidad», y por lo tanto son más difíciles de interpretar: «¡Cuán incomparablemente más difícil resulta a menudo para los directores la interpretación de una sinfonía de Haydn ―suponiendo que tenga que destacarse realmente toda la fuerza, toda la profundidad de sentimiento, toda la alegría desbordante de esta música― que la mayoría de obras contemporáneas!». En la música moderna, aquejada de una complejidad que no tiene en cuenta las limitaciones del oído humano, se ha perdido el efecto de la «totalidad» en beneficio de una atención excesiva al detalle; y es por ello que su interpretación, aparentemente más compleja, deviene en una mera cuestión técnica. Furtwängler considera este fenómeno una consecuencia de los tiempos en que vivimos. El compositor cree servir al progreso «rindiéndose a las “exigencias del material”, convirtiéndolo en un fin en sí mismo, aumentando sus complejidades hasta perderse en ellas». Esta falta de organicidad que se manifiesta en ciertas obras musicales, Furtwängler la rebaja a un mero «arrangement» de elementos, que el compositor dispone como si confeccionara una «canastilla de flores». Todas estas objeciones a la música moderna son ciertamente muy cuestionables (cuando no calificables de reaccionarias), pero es preciso reconocer, al menos, que están magníficamente argumentadas y no carecen de ingenio.

En su conversación referida a «Lo dramático en las composiciones de Beethoven», Furtwängler particulariza en el músico de Bonn el dramatismo que la sonata clásica introduce en el discurso musical. Si Bach, con su sereno discurrir de idea musicales, representaba lo épico, Beethoven es para el director de orquesta alemán el paladín de un drama musical que tuvo su precedente más ilustre en la obra de Haydn («con él empieza la música moderna propiamente dicha»). Furtwängler esboza una interesante caracterización de la música de Beethoven, cuya peculiaridad estriba en el empleo de temas y motivos de gran sencillez, cuidadosamente trabajados y a los que sabe rodear de un «aura» especial. Dichos temas se apoyan dramáticamente entre si, interaccionando «como los personajes de un drama». hasta formar una unidad superior que «los recubre como una bóveda». Por el contrario, Furtwängler niega a la música el poder de representar lo trágico, al menos en cuanto fuente de la «catarsis» aristotélica. Ni siquiera la Patética de Tchaikovski lo logra, pues tan solo nos transmite «la desesperación y la resignación más sombrías», sin atisbo alguno de liberación. Según Furtwängler, lo propio de la música es la expresión de lo dionisíaco, de la alegría, como se manifiesta en «los grandes finales en tono mayor de Beethoven». Tanto en esta como en las restantes conversaciones, el lector percibe enseguida que el título que las encabeza no resume en modo alguno todo lo que contienen, y así, en este capítulo hallaremos otras interesantísimas valoraciones sobre Beethoven, como el diferente carácter de las sinfonías pares e impares o el valor de las grandes variaciones «en adagio» propias de algunas de sus últimas composiciones.

La siguiente conversación, «Acerca de la Novena Sinfonía de Beethoven», podría considerarse una prolongación de la anterior. El quid de la cuestión estriba ahora en averiguar qué papel representa una sinfonía coral tan eminente en el conjunto de una obra saludada como el mayor exponente de un arte regido por «reglas puramente musicales». O dicho de otra manera: ¿hasta qué punto no traiciona la Novena sinfonía, con sus coros y solistas, el ideal de la música pura? Furtwängler, que siempre desea hilar fino en todas sus apreciaciones, comienza su intervención preguntándose cuál es el significado de la palabra «idea» desde un punto de vista filosófico. Según su opinión, las ideas se pueden plasmar de muy diferentes maneras, y en la música de Beethoven cualquier idea o contenido extramusical es sometido a un proceso de transformación que lo expresa finalmente a través de un discurso estrictamente musical. En el caso concreto de la Novena sinfonía, Beethoven no solo buscó un poema de contenido «abstracto», cuya puesta en música no lo obligara a entrar en detalles, sino que además se valió, para todo el movimiento final en el que se inserta, de una forma puramente instrumental: la de un «conjunto de variaciones a gran escala». Si hemos de creer a Furtwängler, la voz humana para Beethoven, al menos en este caso, «no es sino un instrumento más que se une al coro formado por el resto». El empleo de un texto literario y de la voz humana no resta, pues, a la sinfonía —siempre en opinión de Furtwängler— un seguro anclaje en la música pura. Es por ello que el compositor de Bonn —concluye— nunca pudo ser un lírico como Schubert o un dramático como Wagner: «En Beethoven, poetas y músicos no se encuentran cómodamente a medio camino». En línea con lo anterior, Furtwängler tilda de «autoengaño» la costumbre de adornar las obras de Beethoven con etiquetas extramusicales. No tenemos derecho alguno (ni tampoco Beethoven nos ha dado motivos) —señala— para leer en su obra «cosas arbitrarias que no tienen que ver con ella». Con esto alude a la costumbre de añadir títulos caprichosos a algunas de sus composiciones (Claro de luna, La caza, Los adioses, La tempestad…). Este es un asunto menor en el que Furtwängler tiene mucha razón. Ahora bien, no cabe duda de que su defensa a ultranza de Beethoven como un campeón incontaminado de la música pura es, al menos, matizable. Abendroth no insiste mucho en el tema (aunque parece albergar ciertas reticencias), y resulta sorprendente que en ningún momento se aluda a otras composiciones, como la Sexta sinfonía, donde los materiales extramusicales parecen reclamar una atención particular.

La quinta conversación, «La creatividad en la interpretación», parece estar más enfocada a la labor del director de orquesta. Así, el primer tema de discusión que plantea Abendroth gira en torno a los ensayos y a su número. Para Furtwängler, el ensayo no debe ser nunca tan «minucioso» que ahogue la espontaneidad del concierto. El propósito ―equivocado en su opinión― de dejar todo absolutamente atado en los ensayos obedece a un desconocimiento del componente improvisatorio que late en toda obra musical. Furtwängler se abandona a una interesante disquisición sobre las formas musicales y su desarrollo histórico, que solo desde una perspectiva posterior han llegado a ser consideradas estructuras fijas, así como a un análisis de la compleja génesis de las diferentes oberturas que Beethoven compuso para su Fidelio. Por lo demás, Furtwängler considera la interpretación musical un correlato de la creación, de tal manera que la crisis que detecta en la composición contemporánea explicaría el deficiente estado actual de la primera, que tiende a lo superficial. Así se manifiesta en el equivocado empleo del «falso rubato», en la «pose» frente a la orquesta (Furtwängler fue un director de gestos desmañados y vacilantes, según se asegura) y en la conversión de la técnica en un fin. Furtwängler advierte del efecto nocivo que ejercen sobre el público aquellas interpretaciones que traicionan el contenido espiritual de la música, al volcarse en la exhibición de efectos llamativos introducidos «desde fuera».

En la sexta conversación, «El compositor y la sociedad», se aborda el estado de fragmentación de la música europea en el primer tercio del siglo XX. Furtwängler, que inicia su intervención haciendo una calurosa defensa de la capacidad que tiene la música para unir a los pueblos, reconoce enseguida que el enfrentamiento entre las diversas escuelas o ismos han convertido a la Europa artística y cultural en un «campamento militar». Para explicar las causas de esta situación, Furtwängler acuña un importante concepto, el de «materia», que viene a ser una especie de constructo estético forjado en torno a los rasgos o materiales de la obra concreta de un autor importante (Wagner, por ejemplo), que sus seguidores e imitadores utilizan como bandera para sus rivalidades, ignorando la individualidad y libertad propias de la verdadera obra artística, sujeta a criterios más flexibles. Achaca, pues, este enfrentamiento no tanto a la propia música, cuyas diferencias el paso del tiempo siempre restituye a una dimensión menor, sino a las camarillas de discípulos e imitadores, teóricos, «expertos» y partidarios, incapaces de distinguir «entre la obra misma y su materia», y que generan abundantes discursos de confrontación. Leeremos también en este capítulo una crítica a los criterios historicistas que por aquel entonces apuntaban ya en la música. El motivo lo da una interpretación de la Pasión según san Mateo que Furtwängler ha oído, y a la que califica de estéril y sin vida. Según su opinión, el miedo a la expresión de nuestros propios sentimientos que subyace en ciertas interpretaciones historicistas constituye una «comedia ridícula». La aridez de dichas interpretaciones tendría su contraejemplo en aquellas otras, de obras más modernas, en las que los mismos intérpretes que le negaban expresividad a la música antigua se abandonan ahora a las «emociones espurias, a rubatos afectados y engañosos». Este rechazo a los criterios historicistas y teóricos en la interpretación de la música antigua de que hace gala Furtwängler (famoso por su interpretación «romántica» de muchas obras clásicas) quizás pueda ser mejor comprendida hoy en día que hace veinte o treinta años, cuando dichos criterios alcanzaban su punto más álgido y dogmático.

Cierra este apasionante libro un texto elaborado diez años después (1947): «Ensayo sobre la música tonal y la atonal». Aunque aparece rotulado como «Séptima conversación», se trata en realidad de una valoración de Furtwängler acerca de lo que por aquel entonces constituía uno de los fenómenos musicales más controvertidos: la atonalidad. El propio Furtwängler, que se confiesa un «defensor acérrimo de la tonalidad». es consciente, al abordar dicho tema, de estar asiendo un «hierro candente» que no le reportará, ni a él ni a nadie, beneficio alguno. La suya es, desde luego, una defensa cerrada de la tonalidad, pero no un ataque a la modernidad o una negación de la necesidad de abrir nuevos caminos al arte que estén en mayor consonancia con el hombre moderno. No debemos olvidar que Furtwängler estrenó obras de autores contemporáneos, como Bartók o Hindemith. Es importante señalar que Furtwängler no ve en la atonalidad una evolución natural e inevitable de la música tonal: el lenguaje de Los maestros cantores desmentiría, según su opinión, que las libertades tonales del Tristán (siempre señaladas como precedente de la atonalidad) fueran algo más que la búsqueda de una «expresión» puntual para una obra musical en particular. Ya de manera más concreta, su rechazo a la música atonal y dodecafónica queda fundamentado en torno a dos puntos principales: en primer lugar, porque solo la tonalidad puede dar cuenta de los principios de tensión y relajación propios de la «vida orgánica», que en la música tonal se corresponden con los procesos cadenciales y la alternancia de consonancias y disonancias; en segundo lugar, porque la «lógica geográfica» de la música tonal nos permite conocer en todo momento el punto concreto del discurso musical en el que nos hallamos. Para Furtwängler, el sentido de la orientación es también un principio básico de la vida orgánica, tanto desde un punto de vista espacial como temporal, y la música atonal, salvo que vaya acompañada de un texto o de una coreografía, adolece de dicha propiedad. No sería difícil objetar que precisamente ese efecto desorientador que Furtwängler atribuye a la falta de tonalidad es un rasgo propio del mundo moderno, que puede convertir a la composición no tonal en un eficiente signo de nuestro tiempo (o al menos, del período de entreguerras). Esto, desde luego, no le resta interés a los fundamentados reparos de Furtwängler, que diagnostica en ese carácter supuestamente «no orgánico» de la música atonal las causas del generalizado rechazo del público: un rechazo que, por otra parte, es muy diferente al que merecieron algunas grandes obras del pasado, pues «se mantiene actualmente más allá de una generación» y no parece que vaya a remitir en el futuro. El giro conservador experimentado por la música culta durante las últimas décadas (que ha dejado «a la izquierda» a compositores en otro tiempo juzgados conservadores, como Messiaen o Dutilleux) parece darle la razón, al menos por el momento.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Si nos dejamos llevar de la mano de la música atonal, caminamos como a través de un frondoso bosque. En la orilla del camino, las flores y plantas más maravillosas atraen nuestra atención. Pero no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos. El oyente experimenta la sensación de estar perdido».
«Pero hay otras prácticas aparte del rubato para simular desde fuera lo que no se puede demostrar desde dentro. Ya hemos mencionado la pose del director. La falta de capacidad de discernimiento respecto de lo que es auténtico y necesario en los gestos del director, de lo que es erróneo, afectado, artificioso, pura “pose”, es un rasgo característico del público de las grandes ciudades. Parece como si en este caso a menudo se considerasen las poses como algo absolutamente indispensable, como si el arte de un director o de un pianista estuviera desprovisto del condimento necesario. Se ha perdido el sentido de la diferenciación entre un gesto expresivo inspirado por la obra y dirigido a la orquesta y un gesto vacío destinado a impresionar al auditorio».
Traducción de Joan Fontcuberta
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Séneca, Sócrates y demás filósofos en la ópera, de Wolfgang Molkow

Quizás no exista otro género musical que haya dado tanto pie para la especulación teórica como la ópera. La relación entre música y texto ha sido una preocupación constante de teóricos de la música, filósofos y compositores: una geometría variable que ha determinado la evolución del género a lo largo de su historia. Como restauración imaginaria del teatro griego de la Antigüedad, la ópera barroca bebió desde sus tempranos inicios de fuentes filosóficas. Sus fundadores, los miembros de la Camerata fiorentina (c. 1590), no solo se basaron en los escritos musicales de Platón y Aristóteles, sino que también prescribieron la supremacía de la palabra sobre la música y, en consecuencia, la preeminencia de la nueva textura de monodia acompañada sobre la polifonía renacentista. Una sola melodía podía representar mejor los «afectos» del texto cantado, adecuándose así a los preceptos de la mímesis aristotélica. Ahora bien, ¿es posible que los propios pensadores o sus discursos lleguen a convertirse en material operístico? ¿Resulta factible que filósofos como Sócrates o Séneca se vistan de personaje y nutran con sus abstractas doctrinas los libretos de un género tan activo y vital? ¿No era la ópera un espectáculo musical de entretenimiento?

El reciente libro de Wolfgang Molkow, Séneca, Sócrates y demás filósofos de la ópera (Ápeiron, 2024), no solo responde a dicha pregunta, sino que también traza una panorámica del género visto desde la perspectiva de filósofos y filosofías convertidos en protagonistas de un espectáculo musical. El estudioso alemán tiene a sus espaldas una dilatada e importante trayectoria artística, que incluye las facetas de pianista, compositor y crítico. Alumno de musicología de Carl Dahlhaus, Molkow es autor de numerosos libros y publicaciones, así como organizador de eventos musicales, tanto en Alemania como en Italia. Séneca, Sócrates y demás filósofos de la ópera es un ensayo breve pero denso, muy documentado y bellamente escrito. Uno de sus elementos más valiosos es, sin duda, la rica información que nos transmite acerca de la ópera moderna y contemporánea, singularmente la escrita en lengua alemana, de la que Molkow se revela un gran conocedor y difusor. Pero lo más significativo del libro quizás sea que su autor ha sabido hallar y describir convincentemente un hilo conductor, el pensamiento filosófico, que enlaza toda la historia del género, permitiéndonos contemplarlo desde un ángulo diferente: el propio de una «ópera de ideas».

Desde que El Estagirita se dejó cabalgar mansamente por la joven Phyllis, bajo la burlona mirada de su pupilo Alejandro (así lo refiere el famoso Lai de Aristóteles), los filósofos han constituido un fácil objeto de burla. El contraste que media entre las elevadas miras de su pensamiento y los tropiezos y exigencias que les impone la realidad puede ser una fuente casi inagotable de ironía. Así sucede en los inicios del género operístico, donde en ocasiones les toca representar papeles tan serios como ridículos. En los capítulos consagrados al estudio de la ópera barroca, Molkow nos ofrece una doble muestra de este carácter ambivalente del filósofo sobre las tablas, elevado y cómico a la par. Así, en L’incoronazione di Poppea (1642), de Claudio Monteverdi, el personaje de Séneca aparece retratado en muchas de sus actuaciones como un «rétor charlatán y taimado», y solo se «salva» en la escena final, al poner voluntario y heroico fin a su vida en la compañía de discípulos y amigos. Una situación similar hallamos en El Sócrates paciente (Der geduldige Socrates, 1721) de Telemann, donde el tratamiento serio del personaje deriva con frecuencia hacia lo bufo. Las repetidas peleas del filósofo con sus dos temperamentales esposas, Mirto y Xantipa, degradan su figura hasta el punto de hacerle representar el papel de marido «calzonazos».

Tampoco en el contexto de la Ilustración, que sitúa a la razón en el centro de la preocupación humanista, faltarán las burlas, sarcasmos y parodias a cuenta de los filósofos de pacotilla. De parecida manera a como en nuestras latitudes hispánicas José de Cadalso se burlaba de los pedantes en Los eruditos a la violeta (1772), compositores napolitanos de la ópera bufa como Galuppi o Paisiello harán diana en el «postureo» filosófico. Así lo manifiestan títulos como Il filosofo di campagna (1754), Il Socrate immaginario (1775) o Gli astrologi immaginari (1779), con su grotesca galería de astrólogos y filósofos improvisados. Su desmesurado y poco fundamentado anhelo de hacerse sabios de imitación y por atajo anticipa ―a mi manera de ver― ese afán diletante, insaciable y universal que veremos encarnado un siglo después en los patéticos Bouvard y Pécuchet de la novela de Flaubert, a quienes una herencia inesperada y los adelantos de la nueva centuria procuran los medios necesarios para embarcarse en una disparatada aventura cultural. 

Fraguada la reforma de la ópera barroca por obra de Gluck y los compositores vieneses del Clasicismo, la filosofía con mayúsculas vuelve a subir a los escenarios y a ser tomada en serio. Molkow estudia en su libro una ópera de Haydn poco conocida, L’anima del filosofo, ossia Orfeo ed Euridice (inédita hasta 1951), pero muy representativa de este cambio de rumbo. También analiza, desde dicha perspectiva filosófica, algunas óperas y singspiele de Mozart, como La flauta mágica, Così fan tutte o Don Giovanni (esta última, haciéndose eco de la interpretación de Kierkegaard). En el personaje de Sarastro, Molkow reconoce el triunfo de la sabiduría y la razón sobre la impetuosidad juvenil de Tamino y los restantes personajes del «cuento de hadas». En un orden muy diferente (en las antípodas de Il Socrate immaginario de Paisiello) habría que situar al cínico y experimentado personaje de don Alfonso, que sienta cátedra en Così fan tutte para enseñarnos su particular filosofía de la vida y del amor. Gran conocedor, al parecer, de la psicología de las mujeres, don Alfonso (rotulado como «filósofo» en el libreto) exhibe una «sabiduría» no tan elevada como la de Sarastro, pero apegada a la «ley natural» y en modo alguno susceptible de ser tomada en broma.

En un entorno propio ya del Romanticismo, y tras un intermezzo italiano consagrado a Busoni y, sobre todo, al Mefistofele (1868) de Arrigo Boito (que desplaza toda la carga dialéctica del discurso filosófico de Fausto al personaje diabólico), Molkow se centra en el análisis del importante fenómeno de la ópera alemana. Ya en la célebre obra de Weber, El cazador furtivo (1821), Molkow cree ver, más allá de las escenas costumbristas y terroríficas del libreto, una dimensión de pensamiento más profunda en la que se cuestiona la existencia de Dios. A partir de esta y otras óperas inaugurales del Romanticismo, como El vampiro (1828) de Heinrich Marschner, se obra un proceso que conduce gradualmente a un teatro musical en el que muchos de los personajes principales son «naturalezas reflexivas»: actores de un drama donde «el pensamiento gobierna sobre la acción». Así sucede en el drama wagneriano, de cuyo potencial filosófico fuera Nietzsche tan consciente ―nos lo recuerda Molkow―, hasta el punto de conceptuarlo como un regreso a lo dionisíaco: una música en cuyo interior yacía «la armonía del mundo». Analiza Molkow el componente discursivo de diversos dramas líricos de Wagner, como Los maestros cantores de Núremberg, a la par que subraya la importancia que adquiere su ingrediente sinfónico, en cuanto que posibilita, con sus demorados y extensos pasajes orquestales, «una alta proporción de momentos reflexivos dentro de sus propias óperas». Este carácter reflexivo de la música orquestal creo que podemos extenderlo también a muchos de los grandes adagios del sinfonismo postromántico (Bruckner, Mahler). No deja de ser significativo que Richard Strauss se aventurara a escribir poemas sinfónicos sobre programas filosóficos, como vemos en Así habló Zaratustra o, incluso, en Muerte y transfiguración. De alguna manera, Beethoven había dejado escrito ya el mandato, no solo con su propia obra final, sino al asegurar también que la música era una revelación más elevada que cualquier filosofía.

Para Wolfgang Molkow, el drama de ideas wagneriano se prolonga, con variaciones y matices, en los compositores de la denominada Nueva Escuela Alemana. Así se manifestaría en la única ópera compuesta por Hugo Wolf, Der Corregidor (1896; ambientada en España), donde la impronta wagneriana se modula, bajo la influencia del último Nietzsche, en una clave más latina, aunque sin renunciar a la densidad sinfónica, los personajes reflexivos o el empleo del leitmotiv como procedimiento estructurador del discurso musical. La huella de Wagner se manifiesta también en la ópera Palestrina (1917), de Hans Pfitzner, que subordina la acción dramática a la especulación teórica; como también en las famosas óperas de Richard Strauss, que, siguiendo el modelo de personajes wagnerianos como Erda, Brunilda o Kundry, incorporan un destacado plantel de protagonistas femeninas caracterizadas por un talante marcadamente reflexivo. Molkow, que extiende esta influencia incluso a la ópera de Puccini, rastrea su huella en títulos como Gianni Schicchi (1918) o incluso La bohème (1896).

Tras este paréntesis de personajes reflexivos, la ópera se abre de nuevo al retorno de los verdaderos filósofos. Molkow analiza la reaparición del personaje de Sócrates en las óperas de Eric Satie (Socrate,1917) y Ernst Krenek (Pallas Athene weint: ‘Palas Atenea llora’, 1955). Por otra parte, el conflicto entre la vida activa y la contemplativa, tal como prefiguraban los personajes de Séneca y Nerón en la obra de Monteverdi, se reedita ahora en una ópera de Paul Hindemith, Die Harmonie der Welt (1951). Sus principales protagonistas, el astrónomo Kepler y el general Wallenstein, actúan como representantes de principios opuestos, y no tanto como enemigos. Parece obvio que en un género operístico vivo y que pretenda ser actual, los filósofos y pensadores llevados a la escena no tengan que pertenecer en exclusiva al pasado. Wolfgang Molkow agrupa en las últimas páginas de su libro un conjunto de óperas protagonizadas por personajes más modernos, como Walter Benjamin o Nietzsche. Así, en Benjamin (2015), de Peter Ruzicka, se representa la huida a España de su protagonista, perseguido por los nacionalsocialistas, y su trágico suicidio en Portbou. Dionysos (2010), «fantasía» operística de Wolfgang Rihm, se inspira en algunos episodios de la vida de Nietzsche, reunidos en un libreto compuesto solo con palabras del filósofo. Lou Salomé (1981), de Giuseppe Sinopoli, recupera también la figura de Nietzsche, al que hace subir a escena en compañía de otras amistades de Lou, como Freud o Rilke. Molkow no solo analiza los contenidos de estas y otras óperas, sino que además nos ofrece valoraciones estilísticas de algunas partituras.

Los filósofos, en suma, han retornado a la ópera contemporánea con todos los honores. A diferencia de sus predecesores barrocos, ya no son fuente de comicidad ni motivo de burla, sino representantes de la tragedia existencial que entraña el choque de mundos irreconciliables. Molkow concluye su trabajo reivindicando la importancia y pertinencia de una «ópera de ideas» en la escena contemporánea; es decir, de un teatro musical, depositario de una larga y valiosa tradición, que no debería renunciar nunca a la «magia teatral», a esa sabia mezcla de «animada teatralidad y contenido intelectual» que ha distinguido a los mejores eslabones del género a lo largo de su historia.

Reseña de ©Manuel Fernández Labrada

«Tanto los representantes de la vieja como de la joven modernidad parecen coincidir en poner el foco en los pensadores como protagonistas. Los filósofos no solo preservan cierta altura estilística que caracteriza a la ópera, sino que también revelan la dimensión más profunda que se esconde detrás de la obra. La presencia del que piensa garantiza, por así decirlo, la existencia del que canta. Y desde el Barroco hasta Brecht y Weill, pasando por Mozart, los dramatis personae salen de detrás de sus máscaras y, en máximas, proclaman su sabiduría, l’antichissima canzon».
«Junto al vecchio buffone, las astutas sirvientas, el notario y el pupilo huérfano está el dottore. El dottore ha estudiado en la universidad de Bolonia o en la de Padua, las más prestigiosas universidades del Renacimiento, y se caracteriza por una actitud de sabelotodo y por su palabrería erudita intercalada con latín macarrónico. Mezcla de manera ridícula conceptos jurídicos, médicos, filosóficos y astrológicos. Lleva puesto un antifaz, un gabán negro con gorguera blanca y un sombrero de gran tamaño: la ropa típica del académico procedente de Bolonia. Sus mejillas están a menudo teñidas de rojo para poner de relieve su amor al vino. Además del médico aparece, naturalmente, el filósofo: tiene el primero el control sobre el cuerpo, el segundo lo tiene sobre el alma. Esta supremacía confiere a los dottori, astrologi y filosofi un aura de pomposa arrogancia que puede ser fácilmente caricaturizada».
Traducción de Roberto Vivero
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El espejo de lo maravilloso, de Pierre Mabille

Como dijo el apóstol, «El viento sopla por donde quiere», y si parece difícil ponerle puertas al campo, ¿cómo será el pretender imponer fronteras a lo maravilloso? Y sin embargo, este bello libro que tenemos entre las manos, El espejo de lo maravilloso (Atalanta, 2024), de Pierre Mabille, aspira nada menos que a cartografiar las lindes de ese reino de la fantasía trascendente y de lo inasible. Lo maravilloso, según Mabille, impregna el mundo entero, está presente en los objetos y seres más humildes, y puede irradiarnos desde cualquier punto. Es similar a una fina veta de oro que atravesase las rocas más comunes; y como sucede con todos los tesoros que se precien, lo que se necesita para descubrirlo es un mapa (y no un microscopio). Es así como se explica la especial conformación del libro, que sin dejar de recoger a modo de antología― un amplísimo caudal de textos muy diversos, nos ofrece también la cartografía precisa para poder recorrer, por nuestra propia cuenta, esa casi infinita terra incognita de lo maravilloso, de la que Mabille nos señala los principales términos que la delimitan. «Aunque constara de cien volúmenes, este libro no estaría menos incompleto», asegura Mabille. Toca al lector, si tal es su voluntad, completarlo.

Pierre Mabille (1905-1952) nos propone en su libro una visita guiada al país de lo maravilloso, sustentada en una cuantiosa variedad de textos literarios y religiosos, folclóricos y mitológicos, de todas las épocas y culturas… Las grandes epopeyas y textos sagrados (Popol Vuh, Kalevala, Gilgamesh, Apocalipsis…) corren parejas con los cuentos y leyendas de una infinidad de países. Poetas de la talla de Rimbaud, Blake, Shakespeare o Goethe, entre muchos otros, se codean con narradores como Carroll, Lewis, Maturin, Poe, Kafka, Meyrink… Autores antiguos (Platón, Apuleyo, Ovidio, Chrétien de Troyes, Tasso…) alternan con los modernos: Giraudoux, Julien Gracq, Jarry, Breton… Un imponente acopio de textos, en suma, con los que su autor ha ejecutado una artística labor de taracea. Mabille tiene el mérito de haber sabido armonizar como si pretendiera entregarse a un glasperlenspiel trascendente una pluralidad de testimonios procedentes de mundos aparentemente opuestos, a los que ha obligado a cantar, en ordenado coro, las maravillas de un mismo universo.

El espejo de lo maravilloso (Le Miroir du Merveilleux, 1940, 1962) se enriquece, además, con un iluminador prólogo de André Breton («Puentes levadizos», 1962). En sus páginas, el gran escritor francés y fundador del surrealismo nos recuerda las diferencias que separan lo maravilloso de lo meramente fantástico. Pero sobre todo nos habla de Mabille: un autor al que conoció bien y con el que comparte una parecida cosmovisión. Diez años después de su desaparición, Breton traza en su prólogo un emocionado recuerdo del amigo, tanto en su dimensión humana como intelectual, valorando El espejo de lo maravilloso como una clave «monumental» para el desciframiento del «espíritu surrealista». El espejo de lo maravilloso es, ciertamente, mucho más que una abultada antología. No es un simple herbario de hojas disecadas y muertas con las que pasar un agradable rato de ocio. En el transcurso de su lectura no sabremos qué admirar más, si el interés y la amenidad de los textos reunidos o el imaginativo y sugerente discurso del propio autor que los ordena. Porque Mabille no se limita a presentar y glosar los componentes de su antología, sino que ramifica y ahonda su pensamiento en mil direcciones diferentes, ampliando y completando lo que los textos recogidos no llegan a decirnos. Para Mabille, aquella vieja imagen retórica de la lengua de bronce se hace de nuevo pertinente al pretender cantar las infinitas variaciones y presencias de lo maravilloso en el mundo.

Mabille ha tenido además la precaución de guardar ordenadamente sus mapas en un estuche adecuado: un castillo dotado de siete espaciosas moradas interiores y cuya puerta es un espejo mágico. En su primera estancia cruzamos ya la frontera de lo maravilloso, resumida en la extasiada sorpresa de quienes alzaron la mirada al cielo nocturno y se preguntaron por el origen y sentido del universo. El misterio de la creación es la primera de todas las maravillas, la que conmueve más al hombre, con la que no deja nunca de soñar y a la que siempre ha deseado encontrar una explicación. La maravilla de la creación se prolonga también en el modesto, aunque sugestivo, mundo de los autómatas, zombis y homúnculos mágicos que nutren la literatura fantástica de todos los tiempos. Autores como William Seabrook o Achim von Arnim son ahora los encargados de presentárnoslos. Pero esto es solo el comienzo. Todavía deberemos recorrer las seis cámaras restantes, donde nos aguardan los prodigios correspondientes: la sugestión de las grandes catástrofes y el fin del mundo, el viaje a través de los elementos (el agua y el fuego, islas y bosques encantados, ordalías, descensos infernales e invocaciones diabólicas), la lucha contra la muerte (resurrecciones de dioses y héroes, rituales de iniciación y reencarnaciones), los viajes maravillosos, la predestinación… Finalmente, en el último gabinete de esta sugestiva torre de los siete suelos nos espera la maravilla más cercana de todas: la incesante búsqueda de la plenitud en el amor, simbolizada por la figura del Grial. Seguramente el lector, en toda esta su navegación por los océanos de lo maravilloso, habrá percibido que Mabille nunca se olvida del mundo «real». La preocupación social impregna los meandros de su pensamiento: «¿No te dije que no aceptaríamos la arbitraria separación entre la realidad y el sueño, y que bajo ninguna condición aceptaríamos un viaje con algún paraíso inaccesible como meta?». El país de los lotófagos no entra en la singladura.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Lector, percibo tu creciente indignación. No te parece bien que, en nombre de lo maravilloso, se te conduzca a estos paisajes oscuros donde pasas tus días más difíciles. Por más que te lo advertí al principio de nuestro viaje, seguías esperando escapar del miedo cotidiano, permanecer medio dormido durante unas horas en un mundo imaginario rico en rosas y piedras preciosas, perfumes y pieles, un mundo habitado por hermosas esclavas que respondieran a todos tus deseos sensuales».
«La existencias de los zombis me ha preocupado tanto que he intentado por todos los medios obtener más información sobre el tema. Algunos me han dicho que en realidad sacaban a los muertos de sus tumbas. Pero otra fuente, que llevaba la marca sangrienta de la iniciación al vudú, me confió que esos seres misteriosos eran humanos vivos sometidos a un cruel hechizo que los transformaba en mano de obra esclava perdida en una especie de descerebramiento animal, pero más barata que las bestias: el estado de asalariado que conocemos en Europa, pero perfeccionado hasta un extremo criminal».
Traducción de Adrià Pujol Cruells
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