Seibē y las calabazas, de Naoya Shiga

La aparición de una nueva figura en el horizonte literario siempre es una buena noticia, sobre todo si se corresponde con la de un escritor del interés y talento de Naoya Shiga (1883-1971). Una iniciativa que cumple agradecer a Hermida Editores, que da a conocer, por vez primera en castellano, la obra de este importante autor japonés, muy popular y valorado en su país, donde ha merecido el título de «dios del cuento japonés». Traducido por Makiko Sese y Daniel Villa, Seibē y las calabazas recoge once relatos escritos entre 1908 y 1924, espigados del período más fecundo de la extensa obra literaria de Shiga, reveladores de una notable variedad de tipos y registros: escenas realistas, relatos de intriga, apuntes históricos, cuentos fantásticos… Dentro de este amplio surtido de textos, todos de gran atractivo, las historias que más nos seducen, por su peculiar originalidad e inefable sencillez, son aquellas que representan instantes de la vida cotidiana, como es la que da título al libro. A través de sus páginas nos adentramos en un universo apacible, bellamente descrito, donde los inevitables contratiempos de la vida son encarados con estoicismo. No deja de constituir una admirable paradoja el que unos relatos tan desprovistos de incidentes llamativos nos dejen en la memoria un recuerdo tan imborrable, tan profundo casi como el de una experiencia propia.

A este grupo de relatos entrañables y sencillos pertenecen los cuatro primeros textos seleccionados, donde la infancia goza de un especial protagonismo. En el primero de ellos, Una mañana, se nos invita a contemplar una breve escena familiar, colmada de actos en apariencia intrascendentes, pero que consiguen involucrarnos cordialmente en una manera de vivir muy diferente a la nuestra. La belleza de este primer relato se ve pronto superada por el siguiente, Manazuru, uno de los textos más deliciosos del libro: una delicada pintura de la infancia en su tránsito hacia la madurez, expresada a través de una mínima peripecia cargada de indicios sutiles. Poco más se puede decir. Pretender explicar con detalle relatos como este o el anterior se convierte en una tarea tan impropia como la de coger una mariposa por las alas. La hermana menor de Hayao es el relato más extenso del libro, una pequeña crónica de los avatares de una familia japonesa. Una historia tejida de pequeños sucesos, narrada con una contención que no se altera ni siquiera al desgranar los acontecimientos o vivencias más adversos. Pero el relato más destacado y emocionante de todos es Seibē y las calabazas: un inspirado cuadro de las ingenuas pasiones de la infancia, protagonizado por un niño cuyo entusiasmo por las calabazas pone en evidencia el sospechoso mundo de los adultos, que se nos revela prosaico e interesado, o incluso cruel. Una metáfora acertadísima de la incomprensión que sufrimos durante nuestra más tierna e imaginativa niñez.

El mundo de los adultos, tratado con parecido encanto y sutileza, aparece reflejado en El dios del aprendiz: una original fábula moral llena de esos sentimientos de cortesía y consideración que tradicionalmente atribuimos al pueblo japonés. La generosidad de un adinerado parlamentario, en conflicto con su tímida delicadeza, se combinan con el apetito insaciable y la ingenuidad propias de un modesto aprendiz. Dividido en una suerte de escenas mínimas, algunas enteramente dialogadas, El dios del aprendiz es un elocuente testimonio de la voluntad de Naoya Shiga por reducir la trama de sus historias a lo esencial. Otro detalle original de este relato es su desenlace, que no obedece a una lógica interna, sino a la implicación emocional del autor, que desea competir en gentileza con sus propios personajes. Akanishi Kakita es uno de los relatos más complejos del libro, con varios niveles de lectura y giros imprevistos en su desarrollo. La historia está ambientada en los inicios del período Edo, a mediados del siglo XVII, y da cuenta de las luchas internas del clan de los Date. Akanishi Kakita mereció una adaptación cinematográfica en 1936, quizás por la atractiva personalidad de su protagonista: un samurai ni guapo ni joven ni famoso ni adinerado, pero involucrado en una inesperada historia de amor cuyo desenlace permanecerá en el misterio.

Dentro de la amplia variedad de tipos que recoge el libro, el cuento fantástico tampoco falta entre sus páginas. Inspirándose en el mundo de las fábulas protagonizadas por animales, Reencarnación nos brinda una lección moral: el castigo de un marido iracundo. Un castigo cargado de justicia poética (y de una implícita comicidad), y al que sigue, a manera de moraleja, una curiosa coda dialogada donde el relato, por así decir, se comenta a sí mismo. Pero las cotas de mayor fantasía se alcanzan en Araginu, un cuento de hadas muy imaginativo, moralizante como una fábula, y en el que podemos ver, sin mucho esfuerzo, la huella del mito clásico de Atenea y Aracne. Se hace patente en este lírico relato la habilidad de Shiga para imponer al desarrollo de la trama giros inesperados que nos llenan de deleite y admiración. El siguiente relato, El diario de Claudio, manifiesta la influencia occidental de manera aún más evidente (Shiga estudió literatura inglesa en la universidad de Tokio). Dándole la vuelta a la famosa tragedia de Shakespeare, Shiga pone en boca del rey Claudio un lúcido monólogo en el que logra desbaratar, con una pizca de ironía, la falsa posición de su sobrino Hamlet, subrayando el dolor y la muerte que su alocada imaginación esparce a su alrededor.

El diario de Claudio puede servirnos de transición hacia una última clase de textos, inspirados en sucesos de índole criminal. La intensa meditación del tío de Hamlet anticipa también, de alguna manera, la obsesiva introspección del protagonista de El crimen de Han: una original y delirante encuesta judicial sobre una muerte ―no sabemos si accidental o premeditada― sobrevenida en el transcurso de un ejercicio circense. Si no fuera por lo dramático del caso, quizás nos viéramos tentados a tomarnos a la ligera un texto tan desconcertante, que parece la parodia de un telefilme policíaco. Las llamativas contradicciones e inconsecuencias en que incurren sus personajes nos advierten, quizás, de la dificultad que entraña hallar la verdad de nuestras acciones, incluso cuando las sometemos al escrutinio más sincero. El fondo truculento de este relato se prolonga, intensificado, en el último cuento de la recopilación, La navaja, un texto de corte naturalista, cuidadosamente construido, dotado de un crescendo de tensión que culmina en una tragedia inesperada y gratuita. La navaja es el relato más sobrecogedor del libro, y con diferencia: una pieza de consumada maestría narrativa, sujeta a una estricta unidad de espacio y de tiempo, detalle que contribuye a intensificar su atmósfera irrespirable. Una última prueba de la notable variedad de registros del autor japonés.

El libro se completa con un Epílogo de la traductora, Makiko Sese, que nos regala un documentado paseo ―entreverado de recuerdos personales― por el distrito Minato de Tokio, escenario de uno de los relatos más sobresalientes de Shiga, La hermana menor de Hayao. Visitaremos una urbe compleja, repleta de edificios recientes o reformados (el texto viene acompañado de algunas fotos); una ciudad moderna en la que seguir los pasos de Kawamura, el comedido admirador de Otsuru san, se revela una tarea tan ardua como la de recorrer las aceras de Baker Street tras la pista de su famoso detective. Un agradable paseo, en cualquier caso, que tiene como valor añadido el de invitarnos a reflexionar, no sin cierta melancolía, sobre la dificultad de reconocer las huellas del pasado en unas ciudades sometidas a una transformación vertiginosa. Un pasado que puede encontrar un aliado fiel en la literatura, que sin pretenderlo casi, lo preserva muchas veces del olvido, con una viveza que no hallaremos en los libros de historia. Es así como aún podemos frecuentar el Londres de Dickens, pasear por el Madrid de Galdós o admirar el París de Balzac… La memoria de las ciudades perdura en los libros que inspiraron.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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«La noche se acercaba. Aquí y allá, mar adentro, se empezaba a divisar la lumbre de los barcos pesqueros. La media luna blanquecina suspendida en lo alto comenzaba a aumentar su brillo. Aún les quedaban unos cuatro kilómetros hasta Manazuru. En ese instante pasó junto a ellos la pequeña locomotora con destino a Atami soltando llamativas chispas mientras les adelantaba con su jadeo. La luz mate que se filtraba por las ventanas de los dos vagones enganchados iluminaba vacilante sus perfiles».
(Traducción de Makiko Sese y Daniel Villa)

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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5 respuestas a Seibē y las calabazas, de Naoya Shiga

  1. César Niño Rey dijo:

    «Pretender explicar con detalle relatos como este o el anterior se convierte en una tarea tan impropia como la de coger una mariposa por las alas». Me sucede algo parecido con algunos relatos de Chejov o Munro, aunque no se me había ocurrido expresarlo con una imagen tan exquisita.

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  2. Mar dijo:

    Ha vuelto a ocurrir, tras leer una crítica tuya, Manuel, me lanzo a comprar el libro comentado. En este caso, no conocía a Naoya Shiga, a pesar de mi fascinación por la cultura japonesa. Por tus palabras, los cuentos «Manazuru» y el de las calabazas, que da título al libro, me ha hecho pensar en Los Amigos de Kazumi Yumoto (seguramente, no tendrá nada que ver). Y el relato titulado «Akanishi Kakita» me ha llevado a recordar a Hiromi Kawakami y su Manazuru, Una historia de amor (a lo mejor, tampoco tendrá ninguna relación). Bueno, en cualquier caso, voy a comprar y leer los relatos de Naoya Shiga. Gracias por tus comentarios tan pormenorizados.

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    • Gracias por tu confianza, Mar, que espero merecer. Siempre es una responsabilidad recomendar un libro, incluso cuando lo ha escrito un autor de tanta solvencia. Creo que tu excelente conocimiento de la literatura japonesa te señala, en cualquier caso, como receptora ideal del universo literario de Shiga. Un saludo cordial.

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