[Esta reseña la publiqué previamente en El Cuaderno: 4-II-2019]
Si hay un género novelístico por excelencia, es aquel que pone su acento en el corazón aventurero del hombre. Desde la Odisea de Homero, el Gilgamesh sumerio o el Ramayana indio, tanto la aventura como el viaje ―magnitudes estrechamente relacionadas― constituyen un ingrediente fundacional y perdurable de todas las literaturas. En El héroe de las mil caras, Joseph Campbell señaló como uno de los principales patrones del pensamiento mítico, presente en todas las culturas, el donominado «viaje del héroe»: un periplo aventurero trufado de obstáculos y pruebas, aliados y adversarios, que culmina con una recompensa y ―en la mayoría de los casos― el retorno al hogar. En nuestro tecnificado e hipercontrolado mundo occidental, tanto la aventura como el viaje continúan siendo dos valores altamente estimados, pero la primera nos parece ya como cosa de otra época (la desgracia, en cambio, nos acecha a la vuelta de la esquina, pero es algo muy diferente). El móvil, los satélites y la realidad virtual parecen confabulados en arruinarnos cualquier conato aventurero que no sea mero sucedáneo, y constituyen, hoy por hoy, los grandes enemigos de la sorpresa. Todos andamos enredados en la misma madeja, y ni siquiera somos capaces de viajar a lugar alguno sin echarle antes un vistazo por el google o guiarnos por el GPS. Recuerdo, a este respecto, a un lector de una de mis primeras novelas, que se extrañaba ―con esa ingenuidad en ocasiones tan demoledora― de que mi personaje principal careciera de móvil, posesión que le hubiera granjeado una inestimable ayuda para vencer los obstáculos y contratiempos que yo le había puesto por delante para desarrollar la trama. O fallaba el móvil o fallaba la cronología. Me quedé estupefacto, sin saber qué responder. «Una persona pegada al móvil no es merecedora de protagonizar ninguna novela», estuve a punto de decirle. Pero me callé a tiempo. E hice bien, pues estoy convencido de que algún escritor con más talento que yo será capaz de desarrollar una verdadera odisea en torno a la pérdida de un smartphone.
Pero el corazón aventurero se resiste a dejar de latir, al menos como género literario, aunque se vea obligado a refugiarse en latitudes con poca cobertura o épocas más propicias. Una buena muestra de ello es Costas perfumadas (2005), primera incursión en la narrativa de Agustín Vidaller: una bella novelita que se ha ganado recientemente una merecida segunda edición en Trea. La misma editorial nos obsequió, hace poco más de un año, con el segundo trabajo del escritor oscense: Oasis. Una odisea negra (2017), donde se mantiene la impronta aventurera y la ambientación exótica, aunque trasladadas a un periodo histórico más remoto: el Egipto faraónico. Historia y aventura, combinadas con el viaje, hacen buenas migas en la literatura. La novela de Vidaller narra una expedición al reino de Kush, una peligrosa incursión en terra incognita cuya resolución ―como corresponde a la aventura escrita con mayúsculas― no podrá ser el cumplimiento de lo previsto. El botín del viajero será siempre una cuestión de aprendizaje, una enseñanza, pues ya se sabe que el que regresa a casa no es el mismo que se marchó: «el viaje lo cambia todo», asegura el protagonista, a la vuelta de su periplo. Reconozcamos que la mejor novela de aventuras es, a fin de cuentas, un bildungsroman acelerado. De manera parecida a como Halio, en la bella novela de Graves, mandaba a la princesa Nausícaa ciento doce flechas con la cabeza de bronce, para advertir a los obstinados pretendientes de que desistieran de su impertinente empeño, el señor de la Doble Corona, en la novela de Vidaller, envía a su siervo Harquf al mítico país de Kush para que le traiga un instrumento de muerte: mil veces mil flechas con las que conquistar el reino de Mittani. Pero solo le traerá una. El símbolo es transparente.
Ambientada hacia 1911, en las misteriosas riberas africanas del Índico occidental, Costas perfumadas tiene como protagonista a un joven marino europeo, tempranamente fracasado, adicto al opio y desnortado, en la línea de algunos personajes de Stevenson o Conrad. Su ruina definitiva quedará en suspenso gracias a su encuentro con un sospechoso patrón de dhow: una especie de superhombre de cabotaje, por encima del bien y del mal (un poco a la manera del Kurtz conradiano), que mezcla generosas dotes de cinismo e indiferencia al dolor ajeno con una desmedida afición al tabaco y a la buena literatura. Navegando por costas que bordean interiores enigmáticos y aterradores, donde los valores burgueses del hombre occidental muestran toda su debilidad, el joven marino se verá compelido a participar en un vergonzante tráfico de esclavos que incluye mujeres y niños: un noviciado en la infamia que solo atina a sobrellevar gracias al alcohol. La muerte de su decadente mentor lo convertirá en protagonista de otra operación clandestina, de tintes morales quizás menos sombríos, pero más peligrosa si cabe: la venta de armas a los rebeldes somalíes. Una comprometida aventura que se desarrolla en ese complejo tablero de fuerzas que tensan las grandes potencias europeas, que en los prolegómenos de la Gran Guerra todavía andan repartiéndose descaradamente el continente africano. Secuestrado por los guerreros somalíes del Mad Mullah, nuestro protagonista se verá arrastrado a una travesía por el África interior más inhóspita y peligrosa, sufriendo aventuras y penalidades sin cuento, que alcanzan uno de sus puntos culminantes en el episodio de las ametralladoras saboteadas. Aparte de testimoniar la meticulosa documentación del autor en el atrezzo de la guerra, esas inservibles herramientas de destrucción, inescrutables para los guerreros que las reverencian, son también un poderoso símbolo: una prefiguración siniestra de toda esa basura tecnológica y contaminante, en vías de reciclaje, con la que «obsequiamos» actualmente a los países empobrecidos.
En las antípodas de la literatura de mero entretenimiento, las dos novelas de Vidaller superan ampliamente los límites del género en que he pretendido ―no sé si con mayor o menor acierto― encuadrarlas, insertándose, en cualquier caso, en su tradición más exigente y elaborada, aquella que se sirve del viaje y su experiencia más extrema como instrumentos para indagar en la condición humana y su destino. Exploración que el oscense extiende también al discurso narrativo, trabajado y pulido hasta el extremo, construido con un lenguaje exquisito y de una riqueza léxica apabullante, apoyado en una minuciosa documentación, tanto histórica como cultural, que se aplica a los menores detalles. Con un tono a veces sentencioso, cruzando con frecuencia los límites que separan la prosa de la poesía, al final de cada uno de sus párrafos el autor nos sorprende siempre con una frase ingeniosa y feliz. No se debe ocultar, sin embargo, que la prosa de Vidaller plantea un cierto reto al lector, que en ocasiones puede verse compartiendo la desorientación del protagonista de la novela. La escritura también puede ser una aventura, y la del autor es sin duda descubrir nuevas texturas narrativas, alcanzar altas cotas de belleza y complejidad, que exigen al lector su adaptación a una nueva perspectiva: una inmersión que le apartará de esa cómoda y simplificada contemplación de la aventura a la que nos tiene acostumbrados la novela más convencional.
Reseña de Manuel Fernández Labrada
«Fingidamente acaricié la bruñida superficie de cada una de ellas pretendiendo que el trato con una máquina, si se quiere obtener algo de ella, no debe ser diferente del trato con una muchacha. En realidad yo ni siquiera sabía cómo trataban a sus mujeres. Recorrí en medio del silencio las cajas de mecanismos arañadas con bayonetas, los cilindros de refrigeración agrietados a culatazos, y entendí con conmiseración que los hombres que así habían pugnado habían cumplido bien su último deber, prohibiéndome toda posibilidad de traicionar su heroísmo. La virtud más excelente es el valor, pero el valiente nunca sabe que vive en un tablero de ajedrez.» (Costas perfumadas)
«Dos únicas cosas hubo que me apartasen de aquella desdicha y decadencia, y que me hicieran finalmente conseguir la flecha que te traigo. Una fue que me nombraron rey por tres días. La otra fue que no soporté el remordimiento de no haber sido justo durante tan breve reinado.» (Oasis. Una odisea negra)

Un antiguo mapa de Somalia
He leído un relato de Vidaller en elcuaderno.com y me ha parecido un autor muy interesante.
Sí, a mí también me lo parece. Tengo entendido que pronto va a sacar un libro de relatos en Trea. Un saludo