En uno de sus relatos menos conocidos, «Nona Vincent» (1892), Henry James ironizaba sobre la dificultad que entraña para un autor «meter de contrabando estilo en un diccionario». Sus palabras venían a cuento de los apuros sufridos por un joven dramaturgo inglés, obligado a ganarse el sustento cultivando cualquier género de escritura. Mezclar ensayo y ficción, imaginación y conocimiento no es, sin embargo, una empresa literaria tan desatinada o imposible como pudiera parecer. Thomas de Quincey, al escribir su monografía sobre Catalina de Erauso, La monja alférez, alumbró una maravillosa novela de aventuras; y no derrochó menos fantasía al componer La rebelión de los tártaros, una supuesta estampa histórica ambientada en el siglo XVII. Hay autores para quienes el ensayo constituye un género casi imposible. Tan pronto como se ponen a escribir sobre un personaje real, un episodio histórico o una obra artística se ven asaltados por la tentación de adentrarse en el fértil terreno de la ficción. Las causas pueden ser muy diversas: exceso de imaginación, afán de originalidad, escasez de documentación, pereza… Si no les falta el talento literario, los resultados pueden ser magníficos, y el lector sin complejos disfrutará de sus textos sin necesidad de pensar demasiado en esa entelequia denominada «fidelidad histórica».
Un placer similar nos brinda este divertido libro de Robert Walser (1878-1956), Lo mejor que sé decir sobre la música (Siruela, 2019), donde encontraremos algunas deliciosas mistificaciones de índole musical. Editado originariamente por Suhrkamp (Das Beste, was ich über Musik zu sagen weiß), el volumen recoge medio centenar largo de textos del gran narrador y poeta suizo, tanto en prosa como en verso, y entre los que se cuentan algunos inéditos. Seleccionados por Roman Brotbeck y Reto Sorg, han sido extraídos de diversos libros del autor y publicaciones periódicas. Gracias a su carácter mixto de ensayo y ficción, los textos de Walser pueden servirnos de vehículo óptimo para transitar desde el docto ámbito del apunte filosófico o teórico sobre la música al de su pura razón literaria. El título del libro nos hace ya un claro guiño, y pocos lectores que conozcan la obra de Walser lo abrirán pensando que van a incrementar sus conocimientos musicales. Porque hablar de los más importantes compositores e intérpretes, analizar las partituras más célebres o escribir la reseña de una ópera o un concierto no suponen para Robert Walser ningún reto a sus conocimientos musicográficos, sino solo un estupendo motivo para poner en marcha la maquinaria de su peculiar imaginación.
Los textos donde mejor se manifiesta la predilección de Walser por escribir «vidas imaginarias» de personajes reales y perfectamente conocidos son los dedicados a sus compositores e intérpretes favoritos: Mozart, Paganini, Chopin, Beethoven… Los gustos musicales del escritor no son, desde luego, nada especiales ni rebuscados. Si hay un rasgo que sea ajeno por completo a la personalidad de Robert Walser es el de la pedantería o la presunción. Ya vengan compuestos en verso o en prosa, constituyan breves semblanzas de músicos, análisis de composiciones famosas o enigmáticas reseñas de conciertos, la fantasía es la única «erudición» que los nutre. Al igual que Federico Carlos Sainz de Robles, haciendo derroche de una imaginación burlona, descubría tras las pintorescas barbas de Ibsen a un viejo capitán de barco («eterno fumador en cachimba y proferidor de tacos traducidos al noruego»), Walser es capaz de ver casi cualquier cosa detrás de un músico famoso. Los dos textos dedicados a la figura de Paganini son magníficos testimonios de cuanto digo; o bien describe un imaginario concierto del virtuoso, o bien hace inventario de los rasgos constitutivos de su estilo interpretativo, que adereza con todos los dones que su fantasía es capaz de concebir: «Amable lector, sonríe, te lo ruego, por todas estas fantasías, exaltadas te dirás, pero sigue escuchando cómo tocaba Paganini».
La imaginación de Walser no solo se adueña de los compositores e intérpretes famosos, sino también de sus obras musicales. En «Sobre La flauta mágica de Mozart», Walser explica el argumento del célebre singspiel con un derroche tal de imaginación que ni el melómano más atento sería capaz de reconocerlo. ¿Podremos perdonarle que confunda el cónclave de sacerdotes que dirige Sarastro con «una asamblea de concejales»? Yo creo que sí. En otras ocasiones ni tan siquiera nos informa del título de la obra que está reseñando. Así sucede en «Obra sin título (II)», donde es posible adivinar ―leyendo con un poco de atención― la crónica de una representación del Fidelio de Beethoven. Estas reseñas «sine nomine», a modo de acertijo, son frecuentes en el libro que nos ocupa. Así, tanto los personajes como el argumento de la ópera que describe Walser en «Sobre una función de ópera» parecen referirse a Las bodas de Fígaro de Mozart, pero solo podemos conjeturarlo. Con la música popular ocurre algo similar, y una partitura tan sencilla como «La antigua marcha de Berna» da pie para una fantasiosa recreación literaria. Para Robert Walser, las obras musicales ―ya sean clásica o populares― representan ante todo un reto a su libre inventiva. La página musical se refleja en el texto literario, pero solo mediante el espejo de una fantasía desbordada; son causa y efecto, por así decir, de una física descriptiva original y exclusiva de Robert Walser.
La libertad que se toma Walser al glosar una obra musical adquiere un sesgo particular cuando se conjuga con el acto de asistir a su interpretación en vivo. Las particulares reseñas de Walser nunca le hubieran granjeado, desde luego, un puesto de crítico musical en un diario o revista especializada. Dos de ellas están dedicadas al Don Giovanni de Mozart. En «Comentarios sobre un estreno del Don Juan de Mozart» nos describe el argumento de manera irreconocible, mientras que en «Don Juan» lo entremezcla con una especie de «novela» imaginada a partir de las supuestas interacciones del público. En la mayoría de los conciertos a los que asiste, Walser da cuenta tanto de la música interpretada como de su entorno, y quizás por ello las óperas y géneros afines tengan un lugar privilegiado en sus crónicas. Muchas veces su atención se dirige de manera preferente a los intérpretes, sobre todo femeninos, sobre los que vierte un generoso caudal de suposiciones imaginadas al compás de la música («El concierto»). Pero también escruta los rostros y ademanes de los otros espectadores, con preferencia los de encantadoras damas que se sientan cerca de él («Concierto»). La interpretación se convierte así en una especie de música de fondo que alimenta los idilios imaginarios del narrador: ya sea con una bella cantante, una virtuosa del teclado o, más sencillamente, la melómana del asiento inmediato. Por otra parte, los rituales propios del concierto de música clásica, que el narrador acoge con una sumisión tan exagerada como burlona, le permite ponerlos de alguna manera en entredicho.
Pero Walser no nos habla solo de la música culta, desde luego. La música popular también ejerce una gran fascinación sobre su imaginación creativa. Puede ser la que disfruta, de manera accidental, en alguno de sus paseos urbanos o campestres, la que se toca en establecimientos públicos como restaurantes y cervecerías o, incluso, la interpretada por los fieles de una modesta capilla. Al enjuiciar esta música tan poco exquisita, «de chunda-chunda y tachí-tachán» («La Vaquería»), la ironía de Walser aflora con suma facilidad. Esto no le impide mostrar una especial debilidad por los músicos modestos, sensibles y anónimos, que actúan en entornos populares, y de los que nos ofrece una estampa poética y amable, nunca patética ni triste («El hombre»). Walser, que parece tener un especial éxito entre criadas y jóvenes humildes, dirige casi siempre una mirada amable a las clases populares, y reserva su acento más crítico y burlón para las clases altas o las gentes presuntuosas. La representación teatral le brinda, pues, una excelente oportunidad para observarlas, y desde su asiento en el gallinero disfruta a lo grande contrastando estos dos tipos de público («Velada teatral»), de manera tan ingenua como divertida.
Los instrumentos musicales también adquieren un especial protagonismo y significado en algunos textos de Walser. Pueden ser el catalizador de la pulsión amorosa, como la que brota entre un joven estudiante, un tanto torpón, y su «bella y majestuosa» profesora («Piano»): una estampa sentimental, como de otra época, salvada por la peculiar ironía y encanto con que el narrador la dibuja. En ocasiones, el instrumento musical popular (laúd, lira, arpa de mano, mandolina…) es la credencial que confiere al músico aficionado un estatus de artista que le permite protagonizar las más rocambolescas peripecias amorosas en torno a una bella e inalcanzable dama. «Simón. Una historia de amor» es un relato de aires trovadorescos, con notas de cuento folclórico, donde una mandolina es tanto el mediador de una relación amorosa como el emblema que permite al joven amante, un auto proclamado paje musical, presentarse ante la dama, sensible pero a la vez algo dominante: una figura femenina muy repetida en Walser. Los amantes caballerescos e ingenuos que se valen de los instrumentos populares menudean en los textos de Walser (como en el poema «Amor de chico»). No parece necesario insistir en que la ingenuidad y un cierto tono paródico son los principales ingredientes de todos estos cuentos de jóvenes músicos aficionados a dar serenatas.
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Robert Walser aborda su relación con la música en tal variedad de registros y contextos que resulta empresa difícil reducirla a otro común denominador que no sea el de la fantasía más libérrima y el más gozoso, fino y bondadoso de los humores. Sin embargo, sería injusto persistir en la idea de que la razón de música walseriana consiste solo en ingeniosas y cómicas apreciaciones subjetivas. En numerosas ocasiones también aflora en sus textos una sensibilidad poética de más hondo calado. Así sucede cuando define su relación personal con la música («Música»), hace un uso metafórico o figurado del lenguaje musical o bien se interna en breves pero sutiles descripciones sonoras: «En aquel momento debían haber llegado al bosque, pues el sonido se tornó más suave y quedo, y subía y bajaba en oleadas». También nos seducen algunas de sus recreaciones poéticas de una experiencia de audición, como las que leemos en «Marina» o en «Conmemoración de Los cuentos de Hoffmann». En este sentido me parece de gran interés el texto titulado «La sonata», donde Walser verbaliza, de manera un tanto inconexa pero muy sugestiva, los diferentes sentimientos, imágenes e historias que le induce la audición de una forma instrumental abstracta como la sonata clásica.
Reseña de Manuel Fernández Labrada






