No creo que existan muchos directores de orquesta que hayan alcanzado una dimensión mítica comparable a la de Wilhelm Furtwängler (1886-1954). Y no importa que su muerte, relativamente temprana, le impidiera legarnos un patrimonio de grabaciones efectuadas con las cuidadosas técnicas modernas. Ni siquiera llegó a beneficiarse de la estereofonía, y muchos de sus registros, realizados en vivo, lo fueron de manera harto defectuosa. Sin embargo, en esos palmarés comparativos a que son tan aficionados los melómanos, sus discos han alcanzado siempre las más elevadas puntuaciones, y todavía en 2022 un libro publicado en nuestro país sobre Beethoven señalaba la preeminencia de sus versiones de la Quinta y la Sexta sinfonías sobre todas las demás. Tampoco el inevitable proceso de desnazificación que tuvo que sufrir al final de la Segunda Guerra Mundial, consecuencia del relevante papel que representó en la vida musical del Tercer Reich, disminuyó la consideración del público; y nada significó para sus admiradores que hasta 1952 no fuera restituido en su puesto de director de la Filarmónica de Berlín, cargo que había desempeñado ininterrumpidamente desde 1922. Es muy probable que todos estos elementos, dotados de cierto halo «dramático», hayan contribuido ―sumándose a sus grandes valores musicales, claro está― a cimentar lo legendario de su figura. Si sus grabaciones ―con todas las deficiencias achacables a la época― son testimonio elocuente de un poderoso genio interpretativo, los numerosos escritos sobre música que nos legó, así como sus composiciones sinfónicas y de cámara, definen una personalidad musical muy completa y de primer orden. En este sentido, las Conversaciones sobre música (Gespräche über Musik, 1937) que nos presenta Acantilado cobran un altísimo valor, pues nos permiten conocer el sustrato humanista y estético donde arraigaba su praxis interpretativa y creativa, aunque poco digan, en realidad, sobre las tareas específicas de la dirección orquestal. Las breves y abiertas preguntas de su interlocutor, el crítico y compositor Walter Abendroth (1896-1973), constituyen simples apoyos al pensamiento de Furtwängler, que se despliega generosa y libremente ante nosotros, siempre imbuido de una gran coherencia.
La primera conversación recogida en el libro está referida al importante papel desempeñado por el público en el desarrollo de la música. Quizás sea en este punto donde haya que tener más en cuenta el contexto histórico de las conversaciones, pues el concepto de público ideal que tenía Furtwängler no se corresponde con el actual, mucho más amplio y diverso, vinculado por los modernos medios de comunicación y reproducción. A la pregunta formulada por Abendroth de por qué algunas obras musicales han tardado tanto tiempo en imponerse en el repertorio, Furtwängler responde subrayando el pobre criterio de los auditorios: «una masa sin voluntad propia», inclinada a rendirse a lo que él denomina «efectos espurios» de la música. Además, sus reacciones son inevitablemente «caprichosas» e «instintivas», pues carecen de un elemento esencial para comprender en profundidad toda obra musical: el tiempo. La predilección del público por las llamadas coloquialmente «obras taquilleras» (la Quinta de Beethoven, la Incompleta de Schubert…) se explicaría por su mayor «claridad» y una «estructura fácil de abarcar en su conjunto», que ni tan siquiera las malas interpretaciones pueden arruinar. Un elemento cardinal en el pensamiento estético de Furtwängler lo constituye la diferenciación entre lo que él denomina efectos espurios y efectos legítimos (presentes no solo en la dimensión creativa de la música, sino también en la interpretativa, como luego veremos), y que son factores relevantes en la mayor o menor resistencia de una obra musical al paso del tiempo. A este respecto señala el hecho de que ciertas composiciones que lograron en su momento un gran éxito (nombra a Wagner y a Richard Strauss) luego lo perdieran, pues ese efecto espurio en el que se apoyaban terminó convirtiéndose en un «obstáculo para el otro efecto, más profundo a la larga». Furtwängler censura, pues, el uso por parte del compositor de «efectos sin causa» que solo pretenden salvar su creciente distancia con el público, y que suponen una peligrosa amenaza para el futuro de la música.
Inicia Furtwängler su segunda conversación, «Distintas dificultades en la interpretación musical», trazando una línea divisoria entre las obras de autores «clásicos» (Bach, Mozart, Beethoven…) y otras que denomina más «recientes» (Tchaikovski, Wagner, Debussy…). Las primeras, según su opinión, están dotadas de una mayor «organicidad», y por lo tanto son más difíciles de interpretar: «¡Cuán incomparablemente más difícil resulta a menudo para los directores la interpretación de una sinfonía de Haydn ―suponiendo que tenga que destacarse realmente toda la fuerza, toda la profundidad de sentimiento, toda la alegría desbordante de esta música― que la mayoría de obras contemporáneas!». En la música moderna, aquejada de una complejidad que no tiene en cuenta las limitaciones del oído humano, se ha perdido el efecto de la «totalidad» en beneficio de una atención excesiva al detalle; y es por ello que su interpretación, aparentemente más compleja, deviene en una mera cuestión técnica. Furtwängler considera este fenómeno una consecuencia de los tiempos en que vivimos. El compositor cree servir al progreso «rindiéndose a las “exigencias del material”, convirtiéndolo en un fin en sí mismo, aumentando sus complejidades hasta perderse en ellas». Esta falta de organicidad que se manifiesta en ciertas obras musicales, Furtwängler la rebaja a un mero «arrangement» de elementos, que el compositor dispone como si confeccionara una «canastilla de flores». Todas estas objeciones a la música moderna son ciertamente muy cuestionables (cuando no calificables de reaccionarias), pero es preciso reconocer, al menos, que están magníficamente argumentadas y no carecen de ingenio.
En su conversación referida a «Lo dramático en las composiciones de Beethoven», Furtwängler particulariza en el músico de Bonn el dramatismo que la sonata clásica introduce en el discurso musical. Si Bach, con su sereno discurrir de idea musicales, representaba lo épico, Beethoven es para el director de orquesta alemán el paladín de un drama musical que tuvo su precedente más ilustre en la obra de Haydn («con él empieza la música moderna propiamente dicha»). Furtwängler esboza una interesante caracterización de la música de Beethoven, cuya peculiaridad estriba en el empleo de temas y motivos de gran sencillez, cuidadosamente trabajados y a los que sabe rodear de un «aura» especial. Dichos temas se apoyan dramáticamente entre si, interaccionando «como los personajes de un drama». hasta formar una unidad superior que «los recubre como una bóveda». Por el contrario, Furtwängler niega a la música el poder de representar lo trágico, al menos en cuanto fuente de la «catarsis» aristotélica. Ni siquiera la Patética de Tchaikovski lo logra, pues tan solo nos transmite «la desesperación y la resignación más sombrías», sin atisbo alguno de liberación. Según Furtwängler, lo propio de la música es la expresión de lo dionisíaco, de la alegría, como se manifiesta en «los grandes finales en tono mayor de Beethoven». Tanto en esta como en las restantes conversaciones, el lector percibe enseguida que el título que las encabeza no resume en modo alguno todo lo que contienen, y así, en este capítulo hallaremos otras interesantísimas valoraciones sobre Beethoven, como el diferente carácter de las sinfonías pares e impares o el valor de las grandes variaciones «en adagio» propias de algunas de sus últimas composiciones.
La siguiente conversación, «Acerca de la Novena Sinfonía de Beethoven», podría considerarse una prolongación de la anterior. El quid de la cuestión estriba ahora en averiguar qué papel representa una sinfonía coral tan eminente en el conjunto de una obra saludada como el mayor exponente de un arte regido por «reglas puramente musicales». O dicho de otra manera: ¿hasta qué punto no traiciona la Novena sinfonía, con sus coros y solistas, el ideal de la música pura? Furtwängler, que siempre desea hilar fino en todas sus apreciaciones, comienza su intervención preguntándose cuál es el significado de la palabra «idea» desde un punto de vista filosófico. Según su opinión, las ideas se pueden plasmar de muy diferentes maneras, y en la música de Beethoven cualquier idea o contenido extramusical es sometido a un proceso de transformación que lo expresa finalmente a través de un discurso estrictamente musical. En el caso concreto de la Novena sinfonía, Beethoven no solo buscó un poema de contenido «abstracto», cuya puesta en música no lo obligara a entrar en detalles, sino que además se valió, para todo el movimiento final en el que se inserta, de una forma puramente instrumental: la de un «conjunto de variaciones a gran escala». Si hemos de creer a Furtwängler, la voz humana para Beethoven, al menos en este caso, «no es sino un instrumento más que se une al coro formado por el resto». El empleo de un texto literario y de la voz humana no resta, pues, a la sinfonía —siempre en opinión de Furtwängler— un seguro anclaje en la música pura. Es por ello que el compositor de Bonn —concluye— nunca pudo ser un lírico como Schubert o un dramático como Wagner: «En Beethoven, poetas y músicos no se encuentran cómodamente a medio camino». En línea con lo anterior, Furtwängler tilda de «autoengaño» la costumbre de adornar las obras de Beethoven con etiquetas extramusicales. No tenemos derecho alguno (ni tampoco Beethoven nos ha dado motivos) —señala— para leer en su obra «cosas arbitrarias que no tienen que ver con ella». Con esto alude a la costumbre de añadir títulos caprichosos a algunas de sus composiciones (Claro de luna, La caza, Los adioses, La tempestad…). Este es un asunto menor en el que Furtwängler tiene mucha razón. Ahora bien, no cabe duda de que su defensa a ultranza de Beethoven como un campeón incontaminado de la música pura es, al menos, matizable. Abendroth no insiste mucho en el tema (aunque parece albergar ciertas reticencias), y resulta sorprendente que en ningún momento se aluda a otras composiciones, como la Sexta sinfonía, donde los materiales extramusicales parecen reclamar una atención particular.
La quinta conversación, «La creatividad en la interpretación», parece estar más enfocada a la labor del director de orquesta. Así, el primer tema de discusión que plantea Abendroth gira en torno a los ensayos y a su número. Para Furtwängler, el ensayo no debe ser nunca tan «minucioso» que ahogue la espontaneidad del concierto. El propósito ―equivocado en su opinión― de dejar todo absolutamente atado en los ensayos obedece a un desconocimiento del componente improvisatorio que late en toda obra musical. Furtwängler se abandona a una interesante disquisición sobre las formas musicales y su desarrollo histórico, que solo desde una perspectiva posterior han llegado a ser consideradas estructuras fijas, así como a un análisis de la compleja génesis de las diferentes oberturas que Beethoven compuso para su Fidelio. Por lo demás, Furtwängler considera la interpretación musical un correlato de la creación, de tal manera que la crisis que detecta en la composición contemporánea explicaría el deficiente estado actual de la primera, que tiende a lo superficial. Así se manifiesta en el equivocado empleo del «falso rubato», en la «pose» frente a la orquesta (Furtwängler fue un director de gestos desmañados y vacilantes, según se asegura) y en la conversión de la técnica en un fin. Furtwängler advierte del efecto nocivo que ejercen sobre el público aquellas interpretaciones que traicionan el contenido espiritual de la música, al volcarse en la exhibición de efectos llamativos introducidos «desde fuera».
En la sexta conversación, «El compositor y la sociedad», se aborda el estado de fragmentación de la música europea en el primer tercio del siglo XX. Furtwängler, que inicia su intervención haciendo una calurosa defensa de la capacidad que tiene la música para unir a los pueblos, reconoce enseguida que el enfrentamiento entre las diversas escuelas o ismos han convertido a la Europa artística y cultural en un «campamento militar». Para explicar las causas de esta situación, Furtwängler acuña un importante concepto, el de «materia», que viene a ser una especie de constructo estético forjado en torno a los rasgos o materiales de la obra concreta de un autor importante (Wagner, por ejemplo), que sus seguidores e imitadores utilizan como bandera para sus rivalidades, ignorando la individualidad y libertad propias de la verdadera obra artística, sujeta a criterios más flexibles. Achaca, pues, este enfrentamiento no tanto a la propia música, cuyas diferencias el paso del tiempo siempre restituye a una dimensión menor, sino a las camarillas de discípulos e imitadores, teóricos, «expertos» y partidarios, incapaces de distinguir «entre la obra misma y su materia», y que generan abundantes discursos de confrontación. Leeremos también en este capítulo una crítica a los criterios historicistas que por aquel entonces apuntaban ya en la música. El motivo lo da una interpretación de la Pasión según san Mateo que Furtwängler ha oído, y a la que califica de estéril y sin vida. Según su opinión, el miedo a la expresión de nuestros propios sentimientos que subyace en ciertas interpretaciones historicistas constituye una «comedia ridícula». La aridez de dichas interpretaciones tendría su contraejemplo en aquellas otras, de obras más modernas, en las que los mismos intérpretes que le negaban expresividad a la música antigua se abandonan ahora a las «emociones espurias, a rubatos afectados y engañosos». Este rechazo a los criterios historicistas y teóricos en la interpretación de la música antigua de que hace gala Furtwängler (famoso por su interpretación «romántica» de muchas obras clásicas) quizás pueda ser mejor comprendida hoy en día que hace veinte o treinta años, cuando dichos criterios alcanzaban su punto más álgido y dogmático.
Cierra este apasionante libro un texto elaborado diez años después (1947): «Ensayo sobre la música tonal y la atonal». Aunque aparece rotulado como «Séptima conversación», se trata en realidad de una valoración de Furtwängler acerca de lo que por aquel entonces constituía uno de los fenómenos musicales más controvertidos: la atonalidad. El propio Furtwängler, que se confiesa un «defensor acérrimo de la tonalidad». es consciente, al abordar dicho tema, de estar asiendo un «hierro candente» que no le reportará, ni a él ni a nadie, beneficio alguno. La suya es, desde luego, una defensa cerrada de la tonalidad, pero no un ataque a la modernidad o una negación de la necesidad de abrir nuevos caminos al arte que estén en mayor consonancia con el hombre moderno. No debemos olvidar que Furtwängler estrenó obras de autores contemporáneos, como Bartók o Hindemith. Es importante señalar que Furtwängler no ve en la atonalidad una evolución natural e inevitable de la música tonal: el lenguaje de Los maestros cantores desmentiría, según su opinión, que las libertades tonales del Tristán (siempre señaladas como precedente de la atonalidad) fueran algo más que la búsqueda de una «expresión» puntual para una obra musical en particular. Ya de manera más concreta, su rechazo a la música atonal y dodecafónica queda fundamentado en torno a dos puntos principales: en primer lugar, porque solo la tonalidad puede dar cuenta de los principios de tensión y relajación propios de la «vida orgánica», que en la música tonal se corresponden con los procesos cadenciales y la alternancia de consonancias y disonancias; en segundo lugar, porque la «lógica geográfica» de la música tonal nos permite conocer en todo momento el punto concreto del discurso musical en el que nos hallamos. Para Furtwängler, el sentido de la orientación es también un principio básico de la vida orgánica, tanto desde un punto de vista espacial como temporal, y la música atonal, salvo que vaya acompañada de un texto o de una coreografía, adolece de dicha propiedad. No sería difícil objetar que precisamente ese efecto desorientador que Furtwängler atribuye a la falta de tonalidad es un rasgo propio del mundo moderno, que puede convertir a la composición no tonal en un eficiente signo de nuestro tiempo (o al menos, del período de entreguerras). Esto, desde luego, no le resta interés a los fundamentados reparos de Furtwängler, que diagnostica en ese carácter supuestamente «no orgánico» de la música atonal las causas del generalizado rechazo del público: un rechazo que, por otra parte, es muy diferente al que merecieron algunas grandes obras del pasado, pues «se mantiene actualmente más allá de una generación» y no parece que vaya a remitir en el futuro. El giro conservador experimentado por la música culta durante las últimas décadas (que ha dejado «a la izquierda» a compositores en otro tiempo juzgados conservadores, como Messiaen o Dutilleux) parece darle la razón, al menos por el momento.
Reseña de Manuel Fernández Labrada






