Acerca del robo de historias y otros relatos, de Gueorgui Gospodínov

Hay escritores que gozan de una envidiable facilidad para despertar en sus lectores una disposición favorable desde las primeras páginas de sus libros. Unos pocos, como el búlgaro Gueorgui Gospodínov (1968), lo logran incluso antes. El simpático y desenvuelto prefacio, «Prehistorias», que encabeza la edición de su nuevo libro de cuentos, Acerca del robo de historias y otros relatos (Impedimenta, 2024), es una buena muestra de ese talento. Con tan solo tres páginas, el autor nos hace sentirnos casi cómplices de su narrativa, compartiendo con nosotros no solo algunos detalles interesantes de los textos que conforman su libro, sino también un par de reflexiones espontáneas, verdaderos «fogonazos» de lucidez, acerca de lo literario. Una mínima poética que nos convence, aunque de momento no la necesitemos mucho. Si algo tienen estos relatos de Gospodínov es que hablan por sí mismos, y la única incógnita que nos plantean ―y que desearíamos despejar― es la de por qué nos gustan tanto. Quizás su original y cercana sencillez mueva en nuestro interior alguna fibra lectora que teníamos adormecida.

El hecho de que el libro reúna textos de distintas fechas y procedencias (el autor nos lo ha desvelado con todo detalle) no le quita unidad al conjunto, que descansa, a mi manera de ver, en un perfecto equilibrio entre varios principios contrapuestos. De un lado, la admirable sencillez de los relatos, que no está reñida con su indiscutible originalidad, que no nace tanto de una especial elaboración o complejidad del lenguaje como de la elección de los asuntos y una gran libertad en la construcción y desarrollo de las tramas (y donde el giro inesperado es moneda corriente). El estupendo relato que abre la colección, «La octava noche», en el que se recoge una parodia de conferencia enmarcada entre dos breves textos fantásticos, define bastante bien el alcance del libro. Por otro lado, el tono humorístico de los relatos, casi siempre irónicos o incluso paródicos, no les quita un ápice de cercanía, tanto por el hálito cordial que el autor infunde a sus historias como por la humanidad que les brindan sus personajes, pertenecientes en su mayoría al pueblo búlgaro más llano. Un buen representante lo tenemos en ese vagabundo llamado Gaustín, el protagonista de «El hombre de los muchos nombres»: uno de esos locos cuerdos que, como el Licenciado Vidriera de Cervantes, sientan cátedra en plazas y esquinas. El humor con el que Gospodínov nos transmite esa peculiar idiosincrasia búlgara que respiran muchos de sus personajes se canaliza con frecuencia a través de su confrontación irónica con un supuesto mundo más «moderno» o «civilizado». Una aparente burla que en realidad trae a primer plano unos valores humanos que quizás se estén perdiendo en aras de una mayor sofisticación y el culto a las apariencias.

Pero donde mejor se percibe el juego paródico de Gospodínov es en aquellos relatos que parecen apuntar a determinados géneros y estilos literarios. Se trata de historias casi siempre humorísticas, pero en las que es posible hallar desenlaces dramáticos o incluso cruentos. Uno de los relatos más interesantes es «Vaysha la Ciega», compuesto con las hechuras de un cuento folklórico, pero resuelto formalmente de manera muy singular. En un primer momento, el cuento parece entenderse como una alegoría de nuestra neurótica dificultad para vivir el presente, pero un inesperado giro final sumerge el texto en el ámbito metaliterario. A pesar de su trágico desenlace (que parece escrito por Andersen), «El regalo tardío» no deja de ser un divertidísimo cuento de Navidad, protagonizado por un ingenuo mendigo que se cree el protagonista involuntario de un reality. Su ridícula actuación ante la cámara del escaparate le vale al autor para burlarse de su vanidad, pero también de esos tópicos de corrección pequeño burguesa que todos llevamos encastrados en el fondo del alma. Sin embargo, el mensaje que a modo de testamento nos lega el pordiosero denota sabiduría: la felicidad es el regalo que llega a tiempo. En un registro muy distinto podemos situar «L», una imaginativa parodia de relato policial que fuera publicada en su día (así nos lo revela el autor) en Ellery Queen Mystery Magazine. Se trata de una historia bastante macabra, salpicada con algunos guiños explícitos a la Lolita de Nabokov. Lo cómico del asunto es que un concurso literario pueda servir de cebo para atrapar a un asesino aficionado a la escritura. «El tercero» es otro relato paródico de intriga y terror, de inesperado final, en el que Gospodínov parece burlarse de aquellos lectores que necesitan ―como el propio marido de la protagonista― una explicación o glosa final para poder enterarse de algo. Como cabía suponer, el relato amoroso no iba a librarse de comparecer en esta divertida galería de espejos deformantes que nos regala Gospodínov. «Peonías y nomeolvides» narra una acelerada historia de amor, entre fantástica y paródica, que se desarrolla en la sala de espera de un aeropuerto. Un relato dotado de encanto en todos y cada uno de sus pequeños detalles, y cuyo desenlace parece remitirnos al Wakefield de Hawthorne.

Como ya anticipamos, otro aspecto destacable del libro de Gospodínov es el de dar entrada en sus páginas a historias y personajes de su Bulgaria natal. En unos casos, los relatos tienen un cierto componente de crítica histórica; en otros, parecen representar sencillas escenas de tipo «costumbrista». Dentro del primer grupo, uno de los más explícitos es «Forjando el pendiente búlgaro», donde al autor traza una visión alegórica de las penalidades sufridas por el pueblo búlgaro a lo largo de la pasada centuria: una historia de derrota que tuvo su punto de inflexión en la revolución de 1989, pero que no parece haber alcanzado todavía su fin. Las frustraciones de índole histórica que otros pueblos cargan sobre sus espaldas, los búlgaros las llevan ―sin duda, más dolorosamente― prendidas del lóbulo de la oreja. En una parecida línea de reflexión histórica podemos situar «Gaustín», relato con el que Gospodínov cierra su libro. «El hombre de los muchos nombres» reaparece para protagonizar un relato que incide en algunos episodios significativos de la historia del siglo XX, tanto europea como búlgara, que el personaje revive como testigo, gracias a su locura, con sesenta años de retraso. La historia quizás no esté condenada a repetirse, pero sí a parecerse de manera inquietante. Un tono mucho menos dramático hallamos en el relato titulado «Los paños menores de la historia»: una humorística y nada ácida estampa rural de la Bulgaria de finales de los años 70 coloreada por algunos recuerdos de infancia. Los protagonistas de la intrahistoria ―es decir, de los «paños menores» de la historia― casi siempre arrojan una sombra menos opresiva que la de sus actores principales.

Pero las alusiones de Gospodínov a su país dan su mejor fruto literario cuando se desarrollan en un ámbito más reducido, como a modo de modernas estampas costumbristas. Son relatos generalmente humorísticos, donde el autor pretende representar, con tanta ironía como afecto, el «alma» búlgara. Unos encantadores «cuadros» en los que no faltan, en ocasiones, algunos toques autobiográficos, reales o inventados. Tal es el caso de «Primeros pasos», un delicado y cómico popurrí de recuerdos de infancia, donde abuelos, amigos de escuela y primeras lecturas contribuyen a dibujar el paisaje de un mágico reino que no tardará en desaparecer. Dentro de esta categoría narrativa que me he atrevido a denominar «costumbrista», podemos distinguir un grupito de cuentos que se desarrollan en el tren: un lugar idóneo para entrar en contacto con el pueblo. Uno de los mejores es el que da título al libro, «Acerca del robo de historias», donde Gospodínov reivindica la relevancia y actualidad de la tradición oral transmitiéndonos tres historias, protagonizadas por personas de etnia gitana, escuchadas en el tren. Entre ellas destaca la de un violinista ambulante que se gana la vida tocando melodías populares en vagones de tercera, pero que es capaz de emular, cuando quiere y le dejan, al mismísimo Nigel Kennedy interpretando a Vivaldi. «Una segunda historia» es aparentemente poco más que una anécdota graciosa que se desarrolla también en un tren. Pero como sucede en todos los relatos de Gospodínov, bajo la superficie subyace un significado más profundo: las palabras, más que acercarnos, parece que nos distancian, quizás porque la simpatía se mueva en un estrato más profundo e instintivo que el lenguaje. «Historia con estación» es un brevísimo cuento que vuelve a incidir, con mucha ironía y un punto de exageración, en la peculiar mentalidad de las clases populares búlgaras, puesta en evidencia por su económico aprovechamiento de los retretes «de pago» en una estación alemana. En la misma línea cabe situar otro texto aún más reducido, «Mosca en el urinario», una nueva «confrontación» búlgaro-alemana que leeremos con una sonrisa en los labios, pero sin olvidar que, como nos advierte el autor, «ya ninguna historia es inofensiva». Y he dejado para el final uno de los relatos, a mi manera de ver, más encantadores del libro: «Kristín que saluda desde el tren». Una historia mínima, pero cargada de lirismo, que da cuenta de la facundia imaginativa del escritor, que se ve desatada por un ademán tan sencillo como el de saludar al paso del tren. Un gesto espontáneo que, como otros muchos, también vamos perdiendo.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«El tren pasaba por Europa Central, por algún sitio allende los Tatras, por todo el eslavismo del paisaje, entre largas hileras de alfalfa segada, dientes de león y margaritas. Las amapolas junto a las vías se habían vuelto locas. Tenía la sensación de que todas las compañías de ferrocarriles centroeuropeas se mantenían fundamentalmente gracias a la venta de opio. El sol ya se ponía, el ocaso sobre esos valles prometía ser infinito, y Kristín, asomada por la ventanilla, resplandecía como si estuviese hecha de papel de estaño. Recordé lo que decían de que un solo aleteo de mariposa podría cambiar el mundo».
«Habían agotado todos los temas que podían mantener viva una conversación entre dos desconocidos. Y el silencio empezaba a volverse indecoroso. La mesita entre ellos estaba abarrotada de vasos de plástico vacíos que habían adoptado formas de lo más inesperadas de tanto dar vueltas en sus manos. Los palillos para remover el café hacía mucho que estaban desmenuzados en los trozos más pequeños posibles, los sobrecitos de azúcar vacíos se habían transformado en conos y barcos en miniatura».
Traducción de María Vútova
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