Plegaria para pirómanos, de Eloy Tizón

Al hablar de las sonatas para piano de Beethoven, es un lugar común asegurar que una parte importante de su mérito estriba en que el autor acertó a componer treinta y dos piezas musicales tan magistrales como diferentes. En esto Beethoven se adelantaba a la sensibilidad artística moderna, para quien la consecución de una fórmula de éxito tan solo puede resolverse en un cambio de dirección. La reciente publicación en Páginas de Espuma del nuevo libro de relatos de Eloy Tizón, Plegaria para pirómanos (2023), me ha movido a reflexionar sobre la pertinencia y actualidad de esta exigencia artística, que parece cardinal para el escritor madrileño. ¿Existe una ley del libro de relatos? En el caso particular de Plegaria para pirómanos parece ser la de alcanzar la excelencia por caminos contrarios y complementarios, aunque sin renunciar a una suerte de unidad. Un empeño difícil en cuanto que presupone una conciliación de opuestos. La polifonía tiene sus exigencias y limitaciones, y solo una mano diestra sabe ensanchar sus límites sin romperla ni volverla ininteligible. La unidad en la diversidad es, pues, una antigua aspiración estética, a la que esa [mal o bien] llamada posmodernidad ha dotado de algunos recursos nuevos. En cualquier caso, y teorías aparte, lo que el libro de Eloy Tizón ofrece al afortunado lector que lo tome entre sus manos es un conjunto de relatos magistrales, atractivos y muy diversos en su unidad (el personaje recurrente, Erizo, es solo el eslabón más perceptible). Nueve cuentos empeñados en apartarse de los caminos más trillados del relato corto; que parece querer reinventarse, conquistar nuevos dominios, contradecirse y desdoblarse, para luego reafirmarse en una dirección tan opuesta como inesperada. Del juego metaliterario a la reflexión existencial, del relato que solo se remite a sí mismo, en una especie de pliegue especular, al que señala nuestro entorno más cercano… Hablar de los textos que integran Plegaria para pirómanos es una empresa arriesgada; intentar explicarlos, una tarea tan difícil como inútil. Pero al menos nos tranquiliza saber que el lector no podrá sufrir ningún daño. La mejor literatura es la que está hecha a prueba de explicaciones.

«Grafía», el relato que abre la colección, desarrolla una brillante y elaborada metaficción de la que el texto es su primer reflejo. Un mosaico disimulado de citas y autores ―se nos revela en una nota― que informan una narración en las antípodas de esa Halma Tigredi en la que anidan mil escribidores mercenarios, condenados a remar en la galera del éxito de ventas. El cuento se articula en torno a tres modelos de escritor: un autor de culto con un nombre poco prometedor, Xavier Serio, otro que aspira a emularlo (el narrador, Erizo), y un tercero, Halma Tigredi, que es como la bestia de las siete cabezas y diez cuernos de ese Apocalipsis literario que se nos viene encima. Aunque los tres retratos son propiamente caricaturas, nos decantaremos por la del narrador, que al menos sabe resistirse a las tentaciones del maligno; es decir, a la de convertirse en uno de los mil demonios que habitan el alma sin alma de Halma Tigredi. Ya se sabe que el camino difícil es el único que merece la pena. En eso no se puede ser original. Mejor las manos limpias.

Nada más diferente a «Grafía» que el siguiente relato del libro, «El fango que suspira»: una dramática evocación de la soledad que padecen algunas personas mayores. Una narración suscitada por el caso concreto de una anciana que fallece olvidada en su domicilio: una noticia demasiado habitual en los periódicos que Eloy Tizón trasciende alumbrando una meditación que nos concierne a todos (el título no puede ser más significativo). Una parte importante del texto da cuenta de la indiferencia con la que el mundo responde a dicha pérdida: los engranajes administrativos que se ponen en marcha, la remodelación del piso donde vivía la mujer, sus nuevos inquilinos… Como la caída de Ícaro en el célebre cuadro de Brueghel, nuestra salida de escena se produce en medio de una naturaleza indiferente que prosigue su camino. Pero lo que en la pintura del flamenco era una consoladora lección de estoicismo, en nuestro caso particular se ve ensombrecida por el patético espectáculo de los restos que dejamos atrás, testigos de la fragilidad de nuestros anhelos: un motivo que Eloy Tizón glosa en unas páginas muy cercanas y llenas de sentimiento («alguien distribuirá la casa en bolsas»). Morimos doblemente. Una historia que nos toca muy adentro y que nos pone en la piel de quienes caminan por delante de nosotros.

El siguiente relato, «Agudeza», está construido de manera bastante compleja, y supone un nuevo punto y aparte en el guion del libro. Dos historias en una, pero de carácter muy diferente, narradas con gran riqueza verbal y un acusado humorismo (de ese que duele un poco) por un abnegado integrante de la tribu de los tímidos; es decir, por uno de esos en los que hace presa fácil la fiera acechante de las oportunidades perdidas y el miedo a triunfar. Una especie de gatillazo emocional ha impelido al narrador a emprender una inesperada huida, nada decorosa, de una cena romántica –quizás demasiado perfecta– que se estaba oficiando a borde de un barco. Casi de inmediato, los sentimientos de culpa hacen presa en él, transformando su relato en un doloroso examen de conciencia que no arroja pecados, sino algo quizás mucho peor. La virtud y la simpleza, como lo sublime y lo ridículo, caminan siempre peligrosamente juntos. De cuando el triunfo puede doler tanto como un par de lentillas mal puestas. Algo así como lo que concluía Borges en su soneto a Emerson: «desearía ser otro hombre». Pero ya es demasiado tarde y quizás no merezca la pena.

«Dichosos los ojos» es un texto más lírico que narrativo: una celebración casi épica del valor que esconde lo cotidiano. Una suerte de inventario jubiloso donde lo bueno y lo menos bueno de la vida son como las notas de una sinfonía cuyo significado ―esto es lo mejor― no acertamos a comprender en su totalidad. Los árboles no dejan ver el bosque, pero algunos son muy bellos y con eso nos va bastando. O dicho de otra manera: no podemos contemplar el tapiz completo, pero sí admirar algunas de sus partes. Que tenga o no tenga un sentido superior es algo que se nos escapa por el momento, pero ¿por qué no soñar con que sí lo tiene? Un nuevo cambio de rumbo nos conduce a «Mi vida entre caníbales», una enigmática fábula protagonizada por unas educandas muy desmelenadas y aceleradas, internas de un colegio religioso, que ensayan en el sótano un drama teológico que lleva el peligroso y equívoco título de Los infortunios de la Virtud. Como era de esperar con tales mimbres, algo se tuerce entre bastidores: el sospechoso hombre de los caramelos desaparece, los vídeos son secuestrados por orden judicial y la trama ―me temo― queda bajo secreto de sumario. El relato se repliega sobre sí mismo (quizás como un erizo) y al lector se le deja con un merecido palmo de narices. No sé si el teatro es la vida (o la vida es un teatrillo), pero no me extraña nada que al final tan solo nos quede «el cuento». De la dificultad de amaestrar a las pulgas para que no salten.

Un nuevo golpe de timón y nos adentraremos en un relato de porte autobiográfico. «Ni siquiera monstruos» constituye un virtuoso ejercicio literario que, más allá de la exposición de algunos hechos particulares, se propone abrir una causa general contra todos esos avatares de la vida que nos lo ponen tan difícil. Una indagación protagonizada por un fotógrafo en crisis (el amigo Erizo) que anda enfrascado en la complicada tarea de averiguar cuál fue la china que le hizo tropezar y darse de bruces contra el suelo. «A partir de cierto punto, todo es caída». ¿Pero cuándo? Un relato empeñado en dar cuenta de ese efecto mariposa que rige nuestro destino, de esas pequeñas cosas inoportunas que nos lo fastidian, y que en el caso concreto del narrador bien pudieron ser, por un lado, un trauma escolar sufrido en edad temprana, y por el otro, una crisis familiar desencadenada por un «descuido» sin aparente importancia. O quizás fueran otros. ¡No lo sabemos! Y es que, huérfanos de toda providencia, con el caos como único aparejo para regir nuestra derrota, escribimos una biografía que hasta a nosotros mismos nos parece descabellada. «A veces lleva toda la vida encontrar una respuesta y, cuando al fin lo consigues, ya ha cambiado la pregunta».

«Anisópteros» se nos presenta como un relato enigmático y oscuro (transitamos el camino opuesto a «Dichosos los ojos»), muy diferente a cualquiera de los anteriores: una angustiosa pesadilla (o quizás algo peor) sobre la que parece pendular en todo momento una ominosa «nostalgia del cuerpo». Un diálogo incorpóreo y fantasmal (¿no será un monólogo?), preñado de recuerdos y alucinaciones, en torno a «lo que está vivo de la muerte, su entraña cruda, que chilla». ¡Un cuento de verdadero terror! Sin desembarazarnos por completo de las pesadillas nos sumergiremos en el siguiente relato, «Cárpatos», escrito con un admirable derroche de imaginación y fantasía, no falto tampoco de algunas gotas de humor. Una droga consumida en la barra de un tugurio con nombre transilvano catapulta al narrador a sudar la gota gorda en lo que parece ser un campo de instrucción de guerrilleros, un reality en plena selva o un cursillo de preparacionistas. Un relato de tintes paródicos, con algunos toques surrealistas (como la aparición del alce en el interior de la mina), que no es sino un capítulo más de las tribulaciones de Erizo, para quien la vida tiene todas las características de un contrato firmado sin haber leído antes la letra pequeña. A estas alturas del libro ya hemos descubierto que cada relato nos invita a correr una aventura tan diferente como impredecible. Cada cuento de Eloy Tizón es un túnel en el que entramos sin saber qué veremos dentro ni por dónde saldremos. ¡Bendita literatura!

Cierra el volumen uno de los textos más ricos en reflexiones del libro, «Confirmación del susurro», que toma el disfraz epistolar para escudriñar las entretelas de un cantautor retirado (songwriter), tan pasado de rosca como lúcido, que permanece recluido en lo que parece ser (pecando un poco de malpensados) una exclusiva clínica de desintoxicación (Mount Baldy). La misiva que dirige a una tal Marianne está cargada hasta los topes de la nostalgia del recuerdo, y es crónica tanto de amores como de odios (la historia del paparazzi Morfo). Una carta imbuida de esa clarividencia que solo se conquista a golpes de desengaño. «La vida está creada de tal manera que es imposible alcanzar conclusión alguna». Pues eso mismo.

Reseña de ©Manuel Fernández Labrada

«Me reafirmé en mi idea: Halma Tigredi era una catedral. Un puzle. Un relato colectivo y polisémico erigido piedra a piedra con los esfuerzos mancomunados de una pandilla de mercenarios dispersos.  Y el negocio que me estaban proponiendo aquella tarde, en aquel gabinete de lectura de la biblioteca pública de Rotonda, con toda la pujanza de las madreselvas, los atardeceres malvas y las armaduras metálicas, no era otro que entrar a formar parte de esta nueva masonería, o logia, consagrada a santificar a su diosa. Había algo feudal en todo aquello, incluso artúrico o templario. Con un escalofrío presentí que pretendían convertirme en una gárgola, un púlpito o una pila bautismal del tiempo de las Cruzadas».
«Encadenado a la misma ventanilla de siempre, divisas y domiciliaciones, subrogaciones y renta per cápita, volcado de datos y fluctuaciones del euríbor, ahora sube ahora baja una décima, acordándome de mi recomendadora Virucha Trigales y su mueca de asco y sus traducciones fumadas, aislado en mi burbuja con ficus, aparte, entre dos columnas, tú a lo tuyo, Erizo, ajeno a chismorreos y conspiraciones de máquina del café, porque vivir también es eso: vivir es no enterarse».

«Paisaje con la caída de Ícaro» (c. 1558), de Pieter Brueghel el Viejo

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2 Responses to Plegaria para pirómanos, de Eloy Tizón

  1. Avatar de Alfredo Espino Alfredo Espino dice:

    Muchas gracias por esta aguda reseña, Manuel, presiento, por lo que dices y muestras, que algo como esto es de aquello que quisiera encontrar más a menudo y que, a estas alturas de la vida, apenas busco con esperanza.

    Con mi gratitud, un saludo amistoso.

    Alfredo Espino

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