Decía George Steiner, en una entrevista concedida a la periodista francesa Laure Adler, que «un gran texto puede pasar siglos esperando». Afortunadamente, para descubrir la obra del escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) no ha sido preciso aguardar tanto tiempo, aunque sí lo bastante como para que su autor haya merecido el título de «escritor secreto» o «ilustre desconocido». Es verdad que su «emboscadura» (empleando un concepto desarrollado por Ernst Jünger, uno de sus primeros valedores) ha sido consciente y deliberada, asumida como condición ideal del sacerdocio literario:
Brotar como manantial en la selva, no como chorro municipal en plaza pública.
Recluido en la gran biblioteca de su casa bogotana, entregado a la perseverante lectura —en su lengua original— de los textos cardinales de nuestra cultura occidental, Gómez Dávila llevó adelante su tarea literaria con sumo sigilo, reduciéndola estrictamente a la esfera de lo privado. Algunas publicaciones puntuales de sus aforismos en editoriales oficiales colombianas apenas tuvieron repercusión. Como algunos clásicos de nuestro Siglo de Oro, Nicolás Gómez Dávila fue descubierto en Europa, a finales de los 80, por autores alemanes, quizás en virtud de una afinidad ideológica que no tiene por qué restarle un valor objetivo e independiente. Ediciones Atalanta tuvo ya el gesto generoso de publicar en 2009 su obra aforística completa, Escolios a un texto implícito, prologada por Franco Volpi, el que fuera ilustre introductor de Gómez Dávila en Italia. Concediéndole al bogotano honores de clásico, Atalanta nos ofrece ahora este Breviario de escolios, un precioso epítome de la obra completa seleccionado por José Miguel Serrano y Gonzalo Muñoz. No resulta difícil imaginar las dificultades vencidas por los editores, que han debido velar por la comprometida tarea de no desdibujar la obra original (ya de por sí «pointilliste»); y de no dejarse llevar, en su elección, por criterios de corrección política, la principal «espina» —o virtud, según se vea— de la obra que nos ocupa.
Escolios a un texto implícito es un monumental conjunto de más de diez mil aforismos, con un elevadísimo nivel de elaboración, tanto conceptual como formal, fruto de una exigente labor de orfebrería intelectual desarrollada callada y pacientemente a lo largo de toda una vida. La incómoda etiqueta de «reaccionario», que el propio autor se aplica en algunos de sus aforismos (con cierta arrogancia, o quizás como el que se pone la venda antes de sufrir la herida), deberemos matizarla entendiéndola como una oposición tajante y sin complejos a toda modernidad considerada espuria, provenga de donde provenga. Fuera de esto, pretender encasillar ideológicamente la obra de Gómez Dávila sería injusto y torpe. La pertinencia actual de su aforística no radica, evidentemente, en constituirse en apoyo ingenioso de posturas políticas conservadoras o irracionales, máxime cuando su autor no abriga —así nos lo recuerda repetidas veces— intención apologética alguna. Convendría tomarla, más bien, como una invitación a explorar horizontes de reflexión alejados de lo políticamente correcto: una excelente oportunidad para poner a prueba nuestro pequeño tesoro burgués de convicciones irrenunciables. La desacralización de la sociedad moderna, la crítica de la democracia formal y del Estado, el patrioterismo, los nacionalismos, la vanidad de la ciencia y del progreso, la inmoralidad de la política, la insignificancia de los líderes, la estupidez como sello de lo humano, los límites de la razón, las amenazas de la técnica, la hipocresía del ignorante, la cultura de pacotilla, el igualitarismo, la grandeza de la derrota… Todas estas ideas, y otras muchas quizás menos llamativas, configuran —en palabras del autor— la visión «pointilliste» de un texto implícito, que no parece ser otro —a mi manera de ver— que el de una modernidad que no le convence, que le ha defraudado y a la que detesta, y cuyo catalizador legitimado, más que la realidad observada o experimentada, son las innúmeras y universales lecturas realizadas durante decenios en su biblioteca particular:
Seamos livresques, es decir: sepamos preferir a nuestra limitada experiencia individual la experiencia acumulada en una tradición milenaria.
Escolios a un texto implícito revela una visión muy desengañada del hombre y su legado reciente, una concepción casi nihilista de la vida moderna de la que solo lo aparta su creencia en Dios y el respeto que todavía le guarda a un puñado de cosas, como el amor, la escritura, los libros, algunos valores, el silencio… y poco más. Una reflexión cuya amargura resultante es el precio que hay que pagar para alcanzar —como nos recuerda José Miguel Serrano en su excelente ensayo introductorio— la lucidez: última meta y refugio final del pensador desengañado y rendido.
Más allá de su alcance y agudeza, de «su dura punta de diamante», los escolios manifiestan también una belleza formal indiscutible, una notable riqueza de imágenes y figuras que actúan sobre nuestra sensibilidad en combinación con un radical despojamiento de lo accesorio no carente de labores de estilo, que en el reducido marco del aforismo se concretan ocasionalmente en efectos rítmicos y fónicos propios del verso: «De los seres que amamos su existencia nos basta». // «Solo las letras antiguas curan la sarna moderna». No falta tampoco en el libro una reflexión ética sobre la tarea del escritor, el libro y la propia literatura, así como una mínima y rotunda ars poetica, discontinua entre los grandes temas de su pensamiento: «Las letras necesitan, con frecuencia, sangrías de adjetivos». // «El escritor que no ha torturado sus frases tortura al lector». Estas y otras máximas de índole estética revelan una exigencia artística en la formulación del aforismo que los lectores también celebramos.
Reseña de Manuel Fernández Labrada