Un largo sábado (Un long samedi. Entretiens) reúne seis entrevistas de George Steiner con la periodista francesa Laure Adler. Son seis breves pero enjundiosas conversaciones, realizadas entre los años 2002 y 2014, donde se hilvanan los principales hitos biográficos de Steiner con las preocupaciones esenciales de su multifacético pensamiento. Es innegable que existe confianza —quizás una química compartida— entre los dos artífices del libro, y que Laure Adler es el catalizador adecuado para que el discurso de Steiner fluya copioso, cercano y, sobre todo, espontáneo. Cuando un autor ha escrito tantos libros como George Steiner puede parecer gratuito y trivial repasar los grandes temas de su pensamiento con una simple entrevista. ¿No nos lo ha dicho ya todo en sus obras y con mayor profundidad? Es seguro que sí, pero muchos de los que hemos leído esos textos también deseamos saber algo más de la persona que los ha escrito. Además, aunque las conversaciones han sido, obviamente, revisadas con posterioridad, algo debe quedar de su oralidad original. No debemos descartar los valores añadidos del diálogo, del magisterio improvisado al calor de la conversación, de la espontaneidad inducida por una taza de café… Ni tan siquiera en los pensadores más rigurosos. Si es verdad lo que cuentan, Sócrates no escribió ni una sola línea.
Uno de los mayores logros del libro, a mi manera de ver, radica en la inteligente manera en que los temas de reflexión invocados por Laure Adler se insertan en la trayectoria biográfica de Steiner, brindándonos una panorámica integradora de su personalidad. Así, el primer capítulo del libro, «Una educación accidentada. Del exilio al Instituto», culmina con una brillante indagación sobre los límites y miserias de la lengua y las humanidades, que son comparadas desventajosamente con las ciencias exactas, resultado todo ello de una temprana experiencia de Steiner en el Institute for Advanced Study de Princeton. En esta afamada institución americana, donde recaló tras una breve estancia londinense trabajando para The Economist, Steiner tuvo ocasión de relacionarse con la fascinante pléyade de grandes científicos que allí se congregaban, como Oppeheimer o André Weil, que dejaron una huella notable en su pensamiento. Detalles de su infancia itinerante, repartida entre Francia y Estados Unidos, completan este primer capítulo, dotado de una importante carga biográfica. En la segunda conversación, «Ser un invitado en la Tierra. Reflexiones sobre el judaísmo», se abordan las complejas y —en ocasiones— contradictorias relaciones de Steiner con el judaísmo. Orgulloso de pertenecer a una raza que ha dado al siglo XX personalidades del mayor relieve (Marx, Freud, Einstein) y que ha monopolizado un «abrumador porcentaje de premios Nobel», Steiner se manifiesta muy crítico con la política del estado de Israel, donde es considerado, según asegura, persona non grata. Por contra, Steiner pone en valor el carácter apátrida y nómada de su pueblo, un paradigma que nos anima a suscribir en cuanto que se corresponde con una realidad humana innegable: todos somos unos invitados en la Tierra. La actitud de los judíos americanos, el creciente antisemitismo o el futuro de la cultura y la raza judías son otros temas de actualidad repasados en este interesante capítulo, que toca muy de cerca la sensibilidad del entrevistado. El siguiente diálogo, «Cada lengua abre una ventana a un nuevo mundo», gira en torno a un tema de capital importancia en el pensamiento de Steiner, muy determinado —como subraya Laure Adler— por su propia experiencia vital. Nacido en el seno de una familia judía, culta y políglota, su padre le advirtió pronto de la necesidad de conocer varias lenguas para sobrevivir en un ambiente hostil. Quizás por ello defiende Steiner con tanta vehemencia el multilingüismo, no cree en el concepto de lengua materna y rechaza «la idea de que enseñar varias lenguas a un niño puede provocar en él una especie de trastorno esquizofrénico». Él es, desde luego, un ejemplo vivo de todo esto, del poder enriquecedor de las lenguas, que le han permitido aproximarse a la cultura de manera singularmente variada y completa. Pero Steiner se manifiesta también muy crítico con el predominio mundial de la lengua «anglo-americana», un fenómeno que amenaza con estrangular a las otras lenguas de cultura y al propio inglés. Quizás la cuestión más controvertida de este capítulo sea su visión de las mujeres en relación con el lenguaje y la creación artística, una valoración que provoca una interesante polémica con su entrevistadora, Laure Adler. La no universalidad de la lengua (en contraposición a otros lenguajes, como la música o las matemáticas), su relación con el sexo o la resistencia de la «obra genuina» a la traducción son otros de los muchos y apasionantes temas de discusión que van surgiendo, de manera aparentemente natural, a lo largo de la conversación. En ««Dios es el tío de Kafka». Del Libro a los libros», Steiner se ocupa de otro tema cardinal en su pensamiento: la importancia y fragilidad del libro como vehículo de cultura: «El hallazgo de un libro puede cambiar una vida». Medita el humanista sobre el incierto futuro del libro y de la lectura, en un mundo en el que los jóvenes casi no leen y las novedades apenas duran un par de semanas en los estantes de las librerías. Sin embargo, «un gran texto puede pasar siglos esperando». Además, las condiciones idóneas de lectura —silencio, espacio privado y una pequeña biblioteca particular— resultan cada vez más problemáticas en la sociedad actual. Nos recuerda también Steiner en este apartado la importancia de la Biblia, una lectura ineludible para comprender la cultura occidental. «Las humanidades pueden volver inhumano. El siglo XX ha empobrecido moralmente al hombre» es otro capítulo de extraordinaria intensidad e interés. Se repasa en él un tema que siempre ha ocupado un importante lugar en la reflexión ética de Steiner: la contradicción entre la existencia de una sociedad tan avanzada culturalmente como la europea y las atrocidades que su élites han protagonizado durante el siglo XX. Se pregunta Steiner si las humanidades no anestesian «nuestra sensibilidad moral», volviéndonos más indiferentes a las miserias del mundo real. Figuras como Heidegger, Céline o Wagner son traídas a colación como ejemplos de discordancia entre ética y estética, humanidad y alta cultura. La música, el cine o la crítica del psicoanálisis (Freud) completan este capítulo, que nos desvela también el significado del sugerente título que encabeza las conversaciones: Un largo sábado. Finaliza el volumen con «Epílogo. Aprender a morir», una coda donde Steiner hace balance, tras una vida larga y fructífera, de su dedicación al magisterio de la cultura, labor en la que se considera —haciendo gala de un excelente humor— un buen cartero: «No siempre resulta fácil encontrar el buzón correcto para hablar de una obra, para presentar una nueva obra». En la línea de su trabajo Los libros que nunca he escrito, Steiner lamenta de no haberse atrevido nunca a escribir literatura, a empeñar su vida en la aventurada empresa del artista creador, una figura que ha colocado siempre por encima del humanista erudito. Otros temas de gran actualidad, como la eutanasia, el aborto o la ancianidad completan este último capítulo, que acaba con una emotiva defensa de los animales, del respeto que se merecen, quizás uno de los grandes temas pendientes de la ética moderna.
Reseña de Manuel Fernández Labrada