Un liante entre los clásicos, de Enrique Gallud Jardiel

Hace ya tiempo que descubrimos que las únicas burlas que merecen la pena son las que apuntan a lo más alto. Una de las primeras parodias literarias, la Batracomiomaquia, tomaba como diana de su sátira al elevado mundo de los héroes homéricos. Esopo, un simple esclavo, se rio de las pirámides de Egipto y Diógenes, desde su modesto tonel, se permitió mostrarse grosero con Alejandro (desde entonces los bufones siempre se meten con los reyes). La fama de David no dependió tampoco de su puntería, sino de la gigantesca talla de su adversario. Los ejemplos son tan numerosos como las arenas del mar de Homero. Quizás por ello, los grandes clásicos de la literatura universal estaban condenados a sufrir las pullas que Enrique Gallud Jardiel les arroja desde las páginas de su nuevo y divertidísimo libro: Un liante entre los clásicos (Ápeiron, 2025). Un libro que se abre con Shakespeare y se cierra con Cervantes, y donde se le toma el pelo a diez obras maestras de la literatura universal, tanto foráneas como nacionales, clásicas o modernas. Un magistral compendio de todos los recursos válidos para poner en solfa un texto literario. Ahora bien, me apresuro a señalar que las burlas y parodias (o como demonios las llamemos) que nutren este ingenioso libro no nacen ni del desamor ni de la ignorancia, sino de todo lo contrario. Son similares a las bromas que gastamos a las personas que conocemos bien y apreciamos mucho. Es decir, que Enrique Gallud es más amante que liante, conoce perfectamente la literatura y anda por ella como Pedro por su casa. Y donde hay confianza… hay familiaridades. ¡Benditas familiaridades cuando nos hacen sonreír!

«Quien bien te quiere te hará llorar», asegura el refrán popular. O dicho de otro modo: Enrique Gallud Jardiel le tira a los clásicos de las orejas lo mismo que nosotros, más indocumentados y menos osados, le tiramos a la cola de nuestros perros, siempre con el mayor cariño del mundo y asumiendo de buen grado la posibilidad de llevarnos algún mordisco más que merecido… No son pocas, desde luego, las libertades que se toma el autor con los clásicos más afamados (aquellos que algunos consideran tan «intangibles» que nunca se resuelven a leerlos). Y la más gorda de todas es la de invitarse, con toda la cara del mundo, a personaje de sus libros, protagonizando una especie de cosplay de literato que no se resigna a contemplarlos desde fuera. Al igual que Alonso Quijano se creyó caballero andante y se echó a los caminos en busca de aventuras, nuestro liante se disfrazará de personaje a fin de poder meterse por las guardas (véase la ilustración de portada) hasta el mismísimo corazón de sus clásicos más queridos. Un derroche de libérrima imaginación, en suma, a la que solo pondrá coto el respeto que todo alumno aventajado debe a sus maestros.

Tras una breve pero sustanciosa introducción, donde el autor defiende la importancia de la imaginación en la literatura y la inutilidad de las explicaciones «verosímiles», el liante se presentará como invitado nada menos que en el castillo de Elsinor. Porque si un yanqui pudo meterse en la corte del rey Arturo, no veo yo por qué un valenciano no podría hacer lo propio en la del príncipe Hamlet, que le pilla incluso más cerca. Pronto descubriremos que su verdadera intención al viajar a Dinamarca era la de ver un fantasma de los de verdad (desde que Wilde levantó la veda en Canterville no es de mal tono burlarse de las apariciones, ni siquiera de las más regias o atormentadas). Envalentonado quizás por lo incorpóreo del espectro, don Liante se salta todas las reglas del protocolo y le cuestiona duramente al monarca difunto la inconsistencia de sus rencores y deseos de venganza, que son los mismos que sustentan el drama. Amparándose además en las dudas proverbiales del príncipe heredero, poco le costará convencerlos a todos de que lo mejor es quedarse quietecitos y dejar las cosas como están. Si Shakespeare lo hubiera sabido… ¡otro gallo (y no el del primer acto) nos cantara!

Porque no cabe duda de que el liante sabe infiltrarse como patógeno bacilo en el cuerpo de los más encopetados clásicos y echar por tierra, a fuerza de lógica, chistes y anacronismos, sus argumentos y motivaciones. Y así, como polilla dispuesta a merendarse otra trama más, se personará en la isla de Robinsón con el aventurado propósito de liberar por las buenas al bueno de Viernes, impartiéndole un curso acelerado de derechos humanos a su explotador explorador. Porque conocer de antemano los argumentos y desenlaces de los textos da mucho poder sobre los simples personajes, tan ignorantes (¡los pobres!) de las asechanzas que urden a sus espaldas los autores, y que por ello andan siempre proclives a colgarse del clavo ardiente del sentido común que les ofrece el liante, que sabe pinchar la urdimbre de sus aventuras como si de un globo de niños se tratara. Al igual que aquel viajero en el tiempo que le enseñaba al capitán del Titanic los periódicos del día siguiente para convencerlo del inminente desastre que lo amenazaba, el liante coge a los protagonistas de las solapas y se los lleva a su terreno a golpes de spoilers amenazantes.

Y si alguien teme todavía que el libro de Gallud Jardiel sea una mera sarta de allanamientos de volumen deslavazados y sin orden ni concierto le bastará leer algunos capítulos para convencerse de lo contrario. Porque el narrador, como buen liante que es, gusta de ligar unas historias con otras; es decir, tiene la precaución (para garantizarse lectores y sin necesidad de citar en nota a la princesa de Las mil y una noches) de no finalizar ninguna de sus historias sin ponernos previamente en antecedentes de la siguiente. O lo que es casi igual: cierra cada capitulo del libro ofreciéndonos un aperitivo o tráiler de la siguiente función, donde también dicta documentadas y oportunas lecciones de historia de la literatura. Y es que no se conforma con «liar» a los personajes de los libros, sino que también desea hacer lo mismo con los lectores y atarnos con nudo marinero a sus invenciones, a fin de mantenernos prisioneros hasta la última página del volumen. Solo entonces nos dejará salir del libro por la página del colofón: allí donde figuran un perro y un gato que, muy juiciosamente, han estado todo el rato jugando al ajedrez mientras nosotros corríamos el riesgo de troncharnos de risa.

Pero hay algo más. En el capítulo dedicado al Guillermo Tell de Schiller descubrimos que el motivo del liante para asaltar determinados libros no es en realidad su calidad literaria (que también la tienen), sino el mismo afán que movía los pies del Quijano, desfacer entuertos; aunque en el caso particular del ballestero revolucionario se encontrará con una Suiza puesta del revés y con los papeles del drama intercambiados, tal como si en vez de un libro de Schiller hubiera allanado por confusión otro que se le pareciera (porque un liante también puede liarse). Pero no tema el lector por la suerte del niño de la manzana, que el tunante sabrá ponerlo todo del derecho, aunque sea al precio de propiciar desastres aún mayores. Porque ya se sabe que las buenas intenciones pavimentan el suelo del infierno. Que en el desempeño de este propósito de «mejorar destinos» el liante no siempre desdeña valerse de artimañas poco presentables lo podremos apreciar en el siguiente capítulo, el correspondiente al Tenorio, donde el muy tunante ayuda al burlador a raptar a la monja doña Inés contra el gaje de beneficiársela. Y ya no es solo que se permita modificar la trama del drama, sino que también hace sombra a los versos del poema, injertándole ingeniosas «morcillas» rimadas que casi dejan pequeños a los originales (ya de por sí algo ripiosos, que todo hay que decirlo) y que nos harán reír a mandíbula batiente.

El elenco de entuertos que pretende remediar el liante no tiene fin y se extiende también al terreno de lo cultural. Y así, en la aventura dedicada a subvertir el famoso best seller de Umberto Eco, El nombre de la rosa, su intención es la de recuperar el segundo libro de la Poética de Aristóteles, aquel venenoso infolio que el alter ego de Borges, el bibliotecario Jorge de Burgos, se comía a puñados y en horas extras para evitar que supiéramos que el magister estimaba en mucho la risa. Porque el pedigrí de la comedia es asunto de capital importancia para quien vive, como el liante, de la guasa. Ahora bien, si halla o no halla el libro (o si se mete o no se mete también en él y con qué resultados) son incógnitas que no despejaré al lector, pues ya va siendo hora de que me calle. Le dejo, pues, que siga avanzando por su cuenta y riesgo. Quedan por delante otras muchas incursiones igual de ingeniosas, trabajadas y divertidas, entre las que figuran el salvar de la quema al monstruo de Frankenstein, restituir a Roxane a los brazos de Cyrano (con discutibles resultados), librar a Troya de su cruento final (y de paso agenciarse el Nobel de la Paz), impedir los crímenes de Raskólnikov (uno de los episodios más divertidos) o conceder la palma de una victoria definitiva a don Quijote (con un desternillante «escrutinio» de una biblioteca de best sellers modernos). Vamos, que le voy a dejar que se ría a solas mientras yo tomo prudentemente el pomo de la puerta y me largo por la contracubierta. Porque de tanto entrar y salir de los libros en tan mala compañía me ha entrado miedo de que este liante de las letras, contra quien no valen ni seguros ni alarmas anti okupas, halle la manera de metérseme en la reseña, o peor aún, en mis otros libros y me los deje hechos unos verdaderos zorros que ni siquiera yo mismo los reconozca luego.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«¿Es preciso que la imaginación se justifique a sí misma? ¿Por qué Gregor Samsa se convierte en bicho de repente y sin venir a cuento, vamos a ver? Kafka no se toma el más mínimo trabajo para decírnoslo. ¿Por qué salen brujas en Macbeth, cuando nadie ignora que las brujas no existen? ¿Por qué nos cuenta la historia que Pericles, Alfonso X «el Sabio» y otros señores gobernaron bien en su momento si todo el mundo sabe que los políticos honestos y capaces ―al igual que las brujas― tampoco existen?».
«Me introduje en la abadía por el agujero por el que se tiraban los desperdicios ladera abajo, porque la regla de la Orden de San Benito mandaba a los frailes orar y laborar, pero no decía nada de reciclar. En la basura, entre las mondas de patatas y los prospectos de los Testigos de Jehová (que incluso hasta allí habían llegado para convertir a los frailes dudantes), encontré un maloloroso, raído y desechado hábito, dentro del cual habité los días siguientes y a cuyo hedor me tuve que habitar (habituar, quiero decir). Me hizo sufrir mucho, a decir verdad, porque me estaba grande y me lo iba pisando constantemente, aparte de que era de lanilla y picaba».
«Obligué al pintor amigo de Dorian Grey a que le hiciera un retrato de estilo cubista, que era tan horroroso desde el principio que en ese rostro los vicios no se mostraban ni tanto así».
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Cuentos herejes, de Ryunosuke Akutagawa

Muchas veces un simple cambio de perspectiva nos permite descubrir detalles insospechados en algo que creíamos conocer bien. Adoptar la mirada ajena sobre cualquier asunto puede ser enriquecedor. Tal es el poder transformador de la literatura, que nos ayuda a contemplar el mundo desde un ángulo diferente. A este respecto, los Cuentos herejes de Ryunosuke Akutagawa (1892-1927) nos brindan la oportunidad de revisitar un conjunto de historias y creencias muy cercanas, pertenecientes a la religión católica, iluminadas por la mirada de un oriental. De parecida manera a como Lafcadio Hearn proyectó su visión europea sobre unas tradiciones y leyendas japonesas que llegó a conocer muy bien, Akutagawa hace lo propio con el acervo cristiano de diablos y divinidades, persecuciones, martirios y curaciones milagrosas. El contexto histórico de los relatos que integran el libro es el de las misiones en el Japón (ss. XVI y XVII). Un tema apasionante y casi novelesco que inspiró dos bellas narraciones del escritor japonés Shūsaku Endō: Silencio (1966) y El samurái (1980). En una fecha muy anterior nuestro dramaturgo Antonio Mira de Amescua había compuesto Los mártires del Japón (c. 1618). Era un momento en que la gesta evangelizadora gozaba de una gran actualidad. La presencia de misioneros europeos en aquellas lejanas tierras tocaba a su fin.

Cuentos herejes (Pre-Textos, 2025) está integrado por catorce relatos de diferente hechura estilística, unidos por el común denominador de evocar estampas cristianas en el Japón del siglo XVII. Algunos de estos cuentos tienen un componente folclórico bastante acusado. Otros son relatos edificantes, en ocasiones muy ingenuos, inspirados en las historias desarrolladas por los misioneros para difundir su credo entre gentes sencillas. Los hay también más literarios, brotados directamente de la pluma de Akutagawa. La ironía, cuando no la crítica, se insinúa con frecuencia entre sus páginas. Demonios y santos, conversos y paganos, milagros y martirios… Muchos interesantes detalles de esta aventura evangelizadora en tierras japonesas aparecen expuestos en el prólogo de la edición, escrito por el gran narrador venezolano (y experto en cultura japonesa) Ednodio Quintero, que traza una breve pero muy completa semblanza de Akutagawa, tanto de su atormentada vida como de su obra literaria, abierta a las influencias occidentales. También valora Quintero su interés por analizar la influencia cristiana en el contexto de la cultura japonesa, y que fue evolucionando con el paso del tiempo, como puede percibirse en el diferente talante de los relatos seleccionados, que figuran en el libro ordenados cronológicamente.

Frente a la legión de múltiples yōkai que pueblan el imaginario popular japonés, el diablo (diabo) cristiano sirve al mal con su sola persona y, en ocasiones, investido de un regusto folclórico que parece también importado. Es el caso de «El tabaco y el diablo», un relato etiológico que explica la llegada de la planta al Japón. Su poder adictivo y efectos nocivos sobre la salud no podían tener mejor explicación que su origen en un diablo extranjero. Por suerte los japoneses, al igual que los campesinos europeos, aprenderán pronto a engañarlo. El breve cuento titulado «El diablo», procedente de un «antiguo manuscrito» y narrado por el padre Organtino, cuenta el caso particular de un diablo ―quizás «enamorado»― que vacila entre seguir su naturaleza maléfica y corromper a la joven hija de una familia distinguida o cumplir su deseo personal de salvaguardar su pureza. Parecidos escrúpulos morales hallamos en «Lucifer», otro cuento inspirado en La destrucción de Dios (1620). Escrito por un apóstata, Fabián, no solo satiriza las creencias cristianas y se burla de la omnipotencia divina, sino que también da cuenta en sus páginas de una singular entrevista donde el ángel caído reivindica una vez más a los demonios cristianos, a los que define como seres conocedores de la verdad y no siempre perversos: «intentamos convencer a las personas para que se conviertan en seres malvados, y al mismo tiempo procuramos no hacerlo». Es decir, al igual que el Mefistófeles de Fausto, forman parte «de aquella fuerza fatal / que queriendo hacer el mal, / logra sólo hacer el bien».

Otro grupo importante de cuentos es el que relata historias de martirio. «Juliano Kichisuke» es la breve crónica, extraída de una fuente cristiana de la época, de la vida, proceso y ejecución en la cruz (con los consecuentes portentos naturales acompañantes) de un mártir muy joven e ingenuo. Para Akutagawa, Juliano «es el cándido e idiota sagrado que más admiro entre todos los mártires del Japón». Algunas de las historias recogidas en el libro proceden de una Legenda aurea compuesta por los jesuitas de Nagasaki, con fines proselitistas, en 1596 (y que nada tiene que ver con la de Santiago de la Vorágine). Entre estas historias de muertes horrendas destaca «El mártir», un extenso y muy elaborado relato que esconde una gran sorpresa en su desenlace. El heroísmo de su protagonista confirma de nuevo la impresión de que son precisamente estas historias de martirio las que merecen un tratamiento más respetuoso con la ortodoxia cristiana. «Ogin» es otro bello relato que relata los sufrimientos de un viejo matrimonio y una jovencita adoptada que, tras la delación de sus vecinos, van a ser quemados vivos durante la Nochebuena. Al relato, que da testimonio del atroz martirio que padecieron los conversos cristianos durante las persecuciones del siglo XVII, se le añaden, sin embargo, algunas pinceladas de ironía, como el lector podrá valorar en su inesperado y poco ortodoxo desenlace.

Las mayores muestras de escepticismo las hallamos, como cabía esperar, en las narraciones que refieren curaciones milagrosas. En «El informe de Ogata Ryõsai» se expone de manera aséptica y objetiva un milagro acaecido en el seno de una familia perteneciente a la «secta de los cristianos». El testimonio, rendido por escrito, del médico que atiende a la enferma abre la puerta a una explicación «racionalista» del aparente portento. Sin salirnos del tema milagroso, podemos distinguir un grupo de relatos muy elaborados y que transmiten una imagen poco ortodoxa de las divinidades cristianas. «El Cristo de Nanking» está protagonizado por una joven prostituta china, enferma de sífilis, que se cura, al parecer, por intervención divina. El mensaje ético es muy evidente: la generosidad puede prender en el corazón más humilde y obtener su merecida recompensa. Sin embargo, el sueño donde Jesucristo actúa como un dios pagano y la descripción de un paraíso donde la comida celestial se consume con palillos (aunque también se afirme que «Jesucristo jamás ha probado comida china») no dejan de constituir escenas muy poco respetuosas. Un bello cuento, en cualquier caso, que también se cierra con el colofón de una explicación racionalista. Otro texto encuadrable en este apartado de «joyas literarias» es «La santa vestida de negro». Se trata de un estupendo relato de anticuario, fantástico y bastante terrorífico, que gira en torno a una reliquia familiar: una estatua de ébano y marfil de la Kannon María, y que posee la misma mirada y sonrisa malévolas que aquella estatua romana que tanto hacía sufrir al protagonista de La Venus de Ille de Mérimée (ni siquiera le falta la inscripción latina a modo de advertencia). En Akutagawa el milagro tiene un componente secundario un tanto insidioso y nada angélico, cercano al del célebre relato de W. W. Jacobs, aunque no tan terrible.

No faltan tampoco en estos Cuentos heréticos algunos relatos que combinan religión con aventura. «La leyenda de San Cristóbal» es un buen ejemplo de cómo una historia edificante puede estirarse hasta conformar una amena novelita de aventuras. Extraído de la Legenda áurea de 1596. el relato se complace inicialmente, de manera un tanto infantil, en las habilidades de gigante de su protagonista, Réprobo el montañés. Luego, como si fuera un samurái, Réprobo buscará un amo poderoso al que servir. Tras lucir las armas del rey de Antioquía (para el que realiza hazañas equiparables a las de Gulliver en Lilliput), acompañará al diablo y a un ermitaño con todas las trazas de ser el mismísimo San Antón en el desierto. Finalmente, bajo el patrocinio del Señor más poderoso de todos, Jesucristo (Yesu Kirishito), y ya con su definitivo nombre de San Cristóbal, desempeñará su reconocida tarea de porteador en un caudaloso y peligroso río, donde salvará, como cuenta la tradición, al propio Niño Jesús. En un línea también aventurera, aunque con muy pocos aditamentos religiosos, podemos situar el relato titulado «Crónica de una deuda liquidada»: una breve aunque compleja historia, narrada en tres capítulos y por tres voces diferentes unidas por su carácter confesional. Akutagawa compone un divertido relato de intriga donde se alcanzan altas cotas de elaboración literaria y que solo tiene en común con las otras historias la época en que sucede: un Japón donde aún es posible que un empresario practique el cristianismo y un ladrón solicite una misa para un difunto que le ha salvado la vida. El valor edificante de la historia no reposa ahora en su componente religioso, sino en el respeto a dos principios éticos muy apreciados por los japoneses: el amor filial y la obligación de devolver un favor.

El final de los dioses extranjeros en el Japón parece anunciarse también en algunos relatos. «La sonrisa de los dioses» es un bellísimo texto donde se expresa el extrañamiento que padece un misionero en su nueva tierra. La meditación sobre el poder de los dioses autóctonos y la oración, en las que el padre Organtino se abisma durante el relato, desembocan en la visión de una teofanía pagana (como la protagonizada por la diosa Õhirume), presagio de la derrota final de los «bárbaros del sur». Este relato representa también un documentado homenaje al poder de la cultura japonesa para «trasformar y adaptar lo que proviene del exterior». Una mirada más crítica e irónica sobre el cristianismo parece abrirse paso, pues, en estos últimos relatos. Así sucede en «Oshino», donde la orgullosa viuda de un guerrero, que solicita ayuda a un religioso cristiano para la curación de su hijo, expresa una reacción inesperada ante la espontánea catequesis que le imparte el sacerdote (ciertamente, un poco bocazas). La irritada madre contrasta con ventaja el sistema propio del entorno samurái con la piedad cristina, la espada con la cruz. Finalmente, en «Diario de una dama de compañía» asistiremos a las excentricidades e inconsecuencias de una conversa, la orgullosa y malhumorada dama Shurinʾin: una mujer grotesca y algo absurda que utiliza los animales de Esopo para insultar y ridiculizar a sus servidores y que termina protagonizando un suicidio innecesario (prohibido, además, por su nueva religión). Esta ácida burla de una cristiana confirma de nuevo el carácter doblemente «herético» de los relatos recogidos por Quintero, que no solo dan cuenta de una religión extranjera, sino que también la retratan de una manera poco ortodoxa. Los cuentos se sitúan, pues, en un terreno donde el juego de la imaginación es lo verdaderamente importante: el mejor territorio, sin duda, para que la literatura levante su reino.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Enmudecido, con los brazos cruzados, permanecí durante un buen rato observando el hermoso rostro de la santa vestida de negro. Sin embargo, luego creí detectar un gesto misterioso que flotaba sobre aquel semblante de marfil: no, misterioso no es la palabra; mejor dicho, una burla maliciosa brotaba del rostro entero».
«Y el señor Jesucristo, ese Dios suyo al que tanto veneran, ¿se lamentó de su destino sólo porque lo crucificaron? Me parece un ser despreciable. ¿Qué se puede esperar de una religión que convierte a un pusilánime en objeto de adoración? Jamás permitiré que usted, que dice creer en ese miserable, se acerque al altar de mi difunto esposo, y menos aún que ponga una mano sobre mi hijo».
«Era el mismo que le había robado la espada a Toyotomi, el que despojó del precioso coral al comerciante Okachi, aquel que había derribado el aromatizado árbol de Ukita, el que le birló el valioso reloj al capitán Pereira, el que logró violentar cinco baúles de joyas en una sola noche, el mismo que había asesinado con su espada a ocho samuráis en Aichi. A Jinnai Macao se le atribuían las hazañas más extravagantes, que lo habían convertido en un mito viviente. Y aquel afamado malhechor caminaba delante de mí por la calle nevada, apenas iluminada por un tenue resplandor, con el sombrero de bambú inclinado sobre su cabeza. ¿Cómo no me iba a sentir feliz ante semejante espectáculo?».
Traducción de Ryukichi Terao y Ednodio Quintero
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Los árboles en lo visible e invisible, de Ernst Zürcher

Dudo si las trágicas semanas que vivimos durante el pasado verano, con una parte significativa de nuestro territorio forestal y rural asolado por las llamas, fueron el mejor contexto para leer este libro. Quisiera creer que las desgracias sirven también de advertencia. Quizás el lector informado, sucedido lo ya irremediable, podrá valorar mejor la importancia de lo que se ha perdido. Si existe un hogar para nosotros es el bosque: un lugar auténtico y entrañable donde el espacio y el tiempo adquieren un significado trascendente. Al recorrerlo, toda nostalgia desaparece y nuestros pasos se cargan de alegría y una cierta solemnidad: «soledad del bosque / ¡qué alegre es! / No siento pena / ni envidia», escribía Ludwig Tieck. Porque el bosque es el escenario de nuestros sueños y fantasías más queridas, aquel en el que desearíamos habitar para siempre. Visto incluso desde esta limitada perspectiva deberíamos lamentar el enorme daño que hemos sufrido. Nada mejor para percibirlo que recorrer el territorio devastado por un incendio y compararlo con lo que fue. El espacio se ha reducido a un vacío desolador. Los relieves y parajes diversos que antes solo era dado descubrir en el curso de una larga y estimulante caminata se nos ofrecen desnudos en un solo golpe de vista. Esto solo por lo que respecta al mundo vegetal. Porque la pérdida de todo tipo de animales, bienes materiales valiosos y vidas humanas queda fuera de cualquier medida. El bosque es nuestro espacio natural de convivencia y su muerte es difícilmente reparable.

Estos fueron algunos de los pensamientos —nada originales, por cierto— que me acompañaron durante la lectura del libro de Ernst Zürcher, Los árboles en lo visible e invisible: Sorprenderse, comprender, actuar (Atalanta, 2025), y que terminaron por quitarme las ganas de escribir sobre nada que tuviera que relacionar con la catástrofe. Me parecía un asunto demasiado delicado y doloroso. Transcurrido algún tiempo, intentaré recuperar e hilvanar, en una breve reseña, algunos de mis recuerdos de lectura. Como el título ya nos anuncia, el trabajo de Zürcher no pretende tanto dotarnos de conocimientos botánicos (aunque también los transmita, y en abundancia) como ayudarnos a fraguar un reencuentro vivificante y trascendente con una de las mas valiosas «realidades» naturales que persisten en nuestros días, y de la que el hombre moderno de las ciudades se ha distanciado. El de Zürcher es un libro que nos estimula a movilizar nuestra capacidad de asombro ante el árbol, así como a recuperar una relación más consciente y estrecha con los «seres de madera». Los árboles en lo visible e invisible se extiende, pues, en las más diversas direcciones, desde las puramente científicas a las más especulativas, del estudio de la relación inmemorial del hombre con el árbol a los retos climáticos actuales y la relevancia de los bosques en su correcta regulación. El libro viene acompañado, además, de un atractivo cuadernillo central de fotos en color, así como de interesantes textos complementarios: un prólogo de Joaquín Araújo, un prefacio de Francis Hallé y un posfacio de Bruno Sirven. A ellos se suman un extenso repertorio bibliográfico y un capítulo de anexos donde se tratan temas tan variados como los árboles nacionales o los principios de un silvicultura más cercana a la naturaleza.

Poner en sintonía las tradiciones milenarias sobre el árbol (en sus componentes espirituales, mágicos o míticos) con los descubrimientos científicos actuales es uno de los empeños de este libro, que persigue hacer de nuestro conocimiento del árbol no tanto una fría ciencia como una experiencia participativa y transformadora. Un buen ejemplo de este propósito lo encontramos en el ameno capítulo dedicado al tejo, donde Zürcher incide en la significación del árbol en la cultura celta, y repasa aspectos tan interesantes como el de su extremada longevidad. Asociado a templos y lugares sagrados precristianos, su apenas perceptible crecimiento, característica propia de su etapa de vejez, le ganó al tejo la consideración de árbol inmortal o árbol de vida. Su extraordinaria longevidad (cinco mil años, en algunos casos), analizada y confirmada por la ciencia actual, explicaría ese carácter de árbol sagrado que le atribuyen innúmeras culturas repartidas por todo el mundo. También expone Zürcher la relación del tejo con los yacimientos megalíticos o la toponimia celta, donde las diferentes raíces léxicas que lo nombran reaparecen profusamente, tal como el autor rastrea y resume. Su asociación mítica al inframundo, sus usos medicinales o el aprovechamiento de su madera para la construcción de arcos y flechas son otros tantos valores del tejo a los que la ciencia moderna ha encontrado una explicación, tal como Zürcher detalla.

Otra muestra de este enfoque, que persigue armonizar tradición con ciencia, lo hallamos en el capítulo dedicado a los usos de la madera, donde se estudian sus valores de resistencia mecánica, durabilidad, transmisión del sonido, etc. En los diversos trabajos con la madera (ya sea la empleada para construcción, como leña o en la fabricación de instrumentos musicales, etc.), la práctica tradicional relacionaba el momento óptimo de la tala con factores como las fases lunares o la altura de los árboles. Las modernas investigaciones han «homologado» científicamente estos saberes antiguos, señalando, por ejemplo, la influencia de los ciclos lunares en el componente acuoso de la madera, un factor muy determinante en su mejor aprovechamiento. Es decir, «la ciencia está en disposición de constatar que en las fitoprácticas relacionadas con la Luna que llevan a cabo los silvicultores reside un núcleo de observaciones objetivas». En el extenso capítulo que Zürcher dedica a la madera ―tanto a la luz de los saberes tradicionales como de la ciencia― no faltan otras interesantes apreciaciones, como el bienestar térmico que garantiza la madera en las viviendas, la protección que reporta ante las radiaciones electromagnéticas o los efectos beneficiosos y reconfortantes del fuego de leña en el hogar.

Uno de los muchos temas interesantes tratados en el libro de Zürcher es el de los factores que determinan las dimensiones y edades tan fabulosas que alcanzan algunas especies arbóreas. Para explicarlo desde un punto de vista científico, Zürcher subraya la importancia de la fase de crecimiento puramente vegetativo de los arboles, así como los factores de colonización de los espacios abiertos. Las especies pioneras, que alcanzan siempre un menor desarrollo, ocupan el medio a modo de avanzadilla y «preparan la llegada» de las «especies de sombra». Es decir, los árboles menos longevos anteceden a los más longevos en la formación del bosque. Zürcher analiza también con detalle la conformación de la madera, atiende a la fotosíntesis y a la cronobiología de los árboles o profundiza en la influencia de los ciclos lunares en su desarrollo y crecimiento. El trabajo de Zürcher es una verdadera enciclopedia de los árboles, que se extiende y ramifica, como una selva virgen, en las más diversas direcciones, y como tal, sería impropio intentar resumirla en un puñado de párrafos. Me limitaré a citar otros temas interesantes recogidos en el libro, como los olores de la madera y sus efectos terapéuticos, la reconfortante ionización negativa que propician los bosques, el efecto saludable de los aceites esenciales de algunas maderas en la reducción del estrés, la integración óptima de árboles y bosques en los espacios agroganaderos o su influencia decisiva en la regulación del clima y la generación de lluvias.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Ese fuego [de leña] nos conecta de nuevo con un elemento que nos ha acompañado desde el principio de los tiempos y que ha jugado un papel crucial en la evolución humana. El antiguo mito griego de Prometeo ilustra de forma dramática el vínculo del fuego con la libertad humana; seguramente se trate de un arquetipo universal, en el sentido en que lo interpretaba Jung. Prender una lumbre de leña y vivirla constituye un retorno a lo elemental, a la inmediatez y a la lentitud, un poco como la recuperación de los largos paseos».
«Plinio el Viejo menciona en su Historia natural (libro XVI, cap. XX) que su veneno [tejo] es tan activo que en Arcadia (en el centro del Peloponeso) las personas que se quedaban dormidas o reposaban bajo ese árbol morían […] Albert Kukowka, profesor de Medicina en la Universidad de Greiz (Alemania), ha descubierto que en los días calurosos el tejo segrega bajo su copa un alcaloide en forma gaseosa que puede provocar alucinaciones».
Traducción de Ernst Zürcher y Atalanta
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Leer es vivir. El entusiasmo de la literatura, de Jorge Morcillo

Una creencia muy difundida y aceptada por lo común es la de considerar arte y vida como dos magnitudes contrapuestas o, cuando menos, difícilmente compatibles. Hay acuñado al respecto un aforismo latino que resulta muy explicativo: ars longa, vita brevis. Recuerdo que en uno de sus poemas preferidos, Borges hacía abjurar a Emerson de su experiencia de gran lector. Es decir, se complacía en imaginar que el filósofo de Concord pudiera haber deseado, al final de su vida, «ser otro hombre». Cuando Flaubert se congratulaba de que los criados vivieran la vida y le dejaran a él la literatura también parecía reconocer esa presunta incompatibilidad, aunque suscribiéndola de buen grado. ¿Cabe incluir a los lectores empedernidos —una rara avis— entre esos cultos y artísticos «desperdiciadores» de la vida? ¿Acaso la expresión popular «ratón de biblioteca» no lo ilustra de manera convincente? El nuevo libro de Jorge Morcillo, Leer es vivir (Niña Loba, 2025), se opone tajantemente a tales sospechas. Es más, según la opinión de su autor —respaldada por intensas y abundantes lecturas— «la literatura nos devuelve el entusiasmo por la vida». Es decir, la lectura es otra forma de vida no menos enriquecedora que la real. Quizás por ello Borges se vanagloriaba más de lo leído que de lo escrito, y el autor colombiano Nicolás Gómez Dávila, en uno de sus más bellos aforismos, nos recomendaba ser «librescos»: «sepamos preferir a nuestra limitada experiencia individual la experiencia acumulada en una tradición milenaria». No es otro el mensaje que nos propone este estimulante compendio de lecturas compuesto por Jorge Morcillo: «los seres humanos nunca estamos solos. Siempre hay alguien que pensó lo mismo y lo expresó mejor». Porque la lectura es la puerta que nos facilita el acceso a esa vida compartida y, por ende, más plena.

Leer es vivir. El entusiasmo de la literatura es el recuerdo y análisis pormenorizado de las lecturas que han nutrido al autor a lo largo de su vida. Pero también es algo más. El libro de Jorge Morcillo tiene el mérito de aunar a su carácter literario y autobiográfico; es decir, al recuento de sus lecturas predilectas y del contexto en que se forjaron, todas las trazas de una llamada a la lectura. Aunque parezca un detalle menor, se incluyen en el libro generosos extractos de algunas de las obras reseñadas, que potencian ese carácter de «invitación a la gran literatura» que tiene el trabajo de Jorge Morcillo. Pero no quisiera tampoco que alguien pensara que este singular ensayo es encuadrable en esa selva libresca que conforman hoy en día los libros encabezados por el epígrafe «elogio de…» (pronto no quedará ya nada que elogiar, sino quizás el elogio del propio elogio). Leer es vivir constituye más bien la confesión sincera de unas lecturas que para el autor han sido y son fuente de vida, pero no necesariamente para los demás, y que expone y disecciona con una total sinceridad. Nada resulta más fácil ni tentador para un autor que el incurrir en el postureo al hablar de las lecturas que han informado su escritura, y nada parece más alejado de ello que la actitud que Jorge Morcillo manifiesta en todas y cada una de las páginas de su ensayo (y que le permite reconocer, por ejemplo, que nunca ha conectado demasiado con la obra de Kafka, no obstante guardarle el mayor respeto).

El libro se inicia con el recuerdo de las primeras lecturas del autor, así como de las circunstancias que lo condujeron a abrazar la literatura en una temprana etapa de su vida. Debemos admitir que Jorge Morcillo se desenvuelve a las mil maravillas en este registro, digamos «mixto». que compagina vida con literatura. El eficiente engarce que obra Jorge Morcillo de los libros leídos en su trayectoria personal se abre con el relato de un dramático episodio escolar que lo alejó de las odiadas y deprimentes aulas durante una temporada. La literatura representó entonces para él una providencial tabla de salvación. ¿Quién no ha necesitado de alguna ―ya sea artística, literaria, musical o incluso la que reporta una simple afición― durante los turbulentos y difíciles años de la adolescencia? Sus posteriores destierros de alumno díscolo en la biblioteca del centro escolar se constituirán en nuevas oportunidades para el crecimiento de su pasión por los libros. Las diatribas del autor contra la escuela no cogerán por sorpresa a ninguno de sus lectores, que seguramente las recordarán de libros anteriores. Jorge Morcillo no está solo, desde luego, en este desamor por aulas y profesores. Podemos catalogar como similares o, al menos, cercanas algunas confidencias de Hermann Hesse esparcidas por sus escritos, o su novela temprana Bajo la rueda (1906): dramática pintura (con una base autobiográfica) de los efectos nocivos que un sistema educativo represivo provoca en un infante singularmente dotado. En estos primeros años se produce además, en el joven rebelde apasionado por los libros, el tránsito de una lectura de mero entretenimiento al encuentro con ese «algo mas» que tiene la «gran literatura»; es decir, se obra la transformación paulatina de un lector entusiasta que devora la literatura de manera espontánea en otro más crítico y consciente, capaz de embarcarse en lecturas de mayor complejidad.

Pero no vaya a pensar nadie que Leer es vivir se desenvuelve en un férreo orden cronológico. Al discurso temporal Jorge Morcillo ha sabido superponer una ordenación cíclica por afinidades estrictamente literarias; y así, un capítulo dedicado a su descubrimiento del Drácula de Bram Stoker puede incluir otras lecturas cercanas realizadas en etapas posteriores; su temprana devoción a Eudora Welty, traernos a colación una estupenda anécdota de Faulkner; o la noticia de un primer deslumbramiento por la prosa de Borges, expandirse hasta englobar a todos sus autores hispanoamericanos predilectos. Puede darse el caso de que el hallazgo de un nuevo escritor favorito (George Sand) lo propicie la valoración negativa de otro autor predilecto (Nietzsche). No son los «profesores» ni los manuales al uso, desde luego, quienes marcan las lecturas de Jorge Morcillo: es el diálogo entre los propios libros lo que alumbra su camino. Es justo reconocer que Jorge Morcillo acierta a movilizar toda clase de recursos para dotar de coherencia y variedad a un abanico de lecturas tan extenso y variado como el que nos propone. La mezcla entre el análisis de los textos y las notas autobiográficas (cuidadosamente medidas y distribuidas) dotan al libro de una gran unidad. Por lo demás, el elenco de autores citados y comentados es tan numeroso y variado que sería tarea imposible intentar reducirlos a un común denominador: nombres conocidos y poco conocidos, escritores clásicos y actuales, nacionales y extranjeros, narradores y poetas (como la olvidada Renée Vivien, a la que dedica un intenso capítulo), ensayistas, filósofos; libros menudos y «tochos»… Twain, Hugo, Bloom, Bolaño, Balzac, Kafka, Kraznahorkai (al que brinda un extenso y certero análisis), Bernhard, Saramago… ¡Por citar solo algunos! En fin, un complejo y casi inabarcable atlas de lecturas por el que Jorge Morcillo se desplaza con la soltura que confieren muchos años de lectura oficiada bajo la bandera del entusiasmo. No es ocioso recordar aquí que el autor publica un conocido blog de reseñas literarias, Las ruinas del cálamo, fiel testimonio de sus variadas inquietudes culturales.

Aparte del análisis particularizado de sus textos predilectos y notas autobiográficas (que incluyen algunas confidencias bastante personales), el libro de Jorge Morcillo nos ofrece también múltiples apreciaciones literarias de índole más general. Entre ellas, merece la pena señalar su encendida defensa de los libros difíciles, de la soledad y silencio que precisa la creación literaria, de la traducción como puente de unión entre culturas o de la importancia de las pequeñas editoriales independientes como semillero de la mejor literatura. Leer es vivir nos descubre además, en ocasiones, la relación dialéctica que media entre las lecturas del autor, incluidas las más tempranas, y su escritura de ficción. Cuáles son sus autores de cabecera —es decir, aquellos cuyas obras lee y relee sin descanso― o sus hábitos lectores y de escritura son algunas de las interrogantes que los seguidores de Jorge Morcillo quizás se planteen, y que podrán ver respondidas en este libro, donde no faltan tampoco algunas incursiones, entre críticas y nostálgicas, en las revistas literarias, antiguas y modernas, o en la literatura de «entretenimiento» (Simenon es el autor más light que parece tolerar). El entusiasmo del autor por la literatura de calidad desemboca con frecuencia en duras invectivas contra la «industria literaria» y el encasillamiento por géneros, que tanto empobrecen el panorama literario contemporáneo. Enemigo de lo que me permitiré calificar de «filisteísmo literario», Jorge Morcillo no tiene, desde luego, pelos en la lengua, y puesto en el trance de hacer pasar por el molinillo de su crítica al establishment literario… ¡sálvese quién pueda! Estas aristas o espinas de su juicio de lector ―también reaparecen en su narrativa de ficción― son la consecuencia de un ansia de sinceridad que solo parece saciarse al hacerse del todo explícita, y le confieren a su voz literaria un tono y ritmo enteramente propios y peculiares.

Leer es vivir. El entusiasmo de la literatura representa, en suma, el testimonio de una vida entregada por entero y con verdadera pasión a la literatura: un bello y denso ensayo, entre erudito y autobiográfico, fraguado en el conocimiento profundo de muchos libros, el entusiasmo por la lectura y una extremada sinceridad de juicio.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Todo lo que es profundo y complejo prevalece sobre lo que es simple y aparece masticado».
«Jane Austen es la autora que menos he leído de esos tres, y es que le pillé manía por los elogios de una corte de adolescentes insufribles a las que no veía con ningún interés. Lo de estas chicas era un “marujeo literario” propiciado por el cine y los culebrones de aire romántico; es decir, era todo lo contrario a la literatura que ya vivía en mí».
«Para leer y para escribir hay que estar aislado. Las creaciones necesitan de silencio y recogimiento. Cuando Clara Janés le comentó a una periodista que la felicidad suprema era estar encerrada en un convento se refería a esto, no a que fuese a ordenarse monja. La periodista no lo entendió y cambió de cuestión».
«Chesterton tiene el dudoso privilegio de ser el único autor del que yo robé sus obras completas».
«Recuerdo que me levantaba por las mañanas y, tras desayunar y tomarme el café, me ponía a leer. Hasta recuerdo que me gustaba sentarme en una mecedora a fumar y  pensar en las páginas que acababa de leer. Fue una lectura lenta, reflexiva, dolorosa. Tenía la sensación de que ese sería el último «libro nuevo» [2666] que leería de Roberto Bolaño y fui consciente de que «ese flaco con gafas» había sido un compañero fiel desde finales de mi adolescencia».
«Por eso he de confesar que este Leer es vivir es un libro escrito contra mí mismo. Contra ese lector analítico que soy hoy en día y al que cada vez le cuesta más entusiasmarse con lo que lee. Es más, creo que esa es la verdadera razón de estas “memorias lectoras”: recobrar de alguna manera “el tiempo leído”, que es como decir “el tiempo vivido”. Volver al ser ese lector libre y sin complejos que, casi sin formación y sin conocimientos, disfrutaba mucho más que el lector hijo de puta (tal y como afirmaba Halfon en Un hijo cualquiera) en el que me he convertido».
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Filosofía en Benidorm, de Roberto Vivero

No parece aventurado asegurar que un escenario adecuado puede favorecer la agudeza del pensamiento. Las musas son divinidades exigentes, y su buen gusto les prohíbe manifestarse en lugares impropios o anodinos. Nada debe sorprendernos, por lo tanto, que ciudades como Toledo, Ronda o un pintoresco castillo en Duino hayan inspirado algunas de las páginas más bellas de un poeta como Rilke, tan sensible a la influencia de su entorno. Tampoco extraña mucho saber que el famoso Premio de Roma consistiera en facilitar a los artistas ganadores una prolongada estancia en la ciudad de los césares. Parece razonable. Creo que hasta podríamos dar por buena la fundación de una escuela de traductores en la torre de Babel o de un club de poetas líricos en la luna. Ahora bien, pretender organizar un congreso de Filosofía en una ciudad como Benidorm (donde la postura más filosófica que cabe adoptar es la de «armarse de paciencia» a la hora de plantar la sombrilla) es harina de otro costal. Cualquier lector lo intuye, y sin necesidad siquiera de razonarlo adivina que un poderoso contrasentido acecha bajo el sarcástico título de esta extraordinaria novela de Roberto Vivero: Filosofía en Benidorm (Ediciones Oblicuas, 2023). Sobra decir que nada hay en el libro que atente contra esta célebre metrópolis costera, que solo actúa como símbolo de la inconsecuencia de sus protagonistas (o de su consecuencia, pues, una vez vistos y oídos, resultaría mucho más difícil imaginarlos en Toledo o en Ronda). Porque el escenario de Filosofía en Benidorm es, en exclusiva, uno de esos grandes hoteles de playa con el personal estresado por el exceso de trabajo (es decir, por aguantar las exigencias caprichosas y la grosería de los clientes): un auténtico «hotel de los líos» donde tienen lugar otros dos congresos, «Por[ ]no saber» y «El mundo está en tu cabeza» (de sexo y divulgación científica), y que, para más inri, da acogida en sus cuadras a una nutrida tropa de alumnos de Cuarto de la ESO en viaje de estudios. ¿Alguien da más?

Son mimbres más que suficientes, desde luego, para armar una bronca satírica como la que nos regala Roberto Vivero: una narración continua cuyos múltiples hilos se anudan con habilidad hasta conformar una novela coral poblada de numerosos personajes. Un virtuoso continuum sin interrupciones que no precisa ni de una división en capítulos ni de ningún otro subterfugio estructurador. La maestría del narrador se pone de manifiesto ya en la primera página del libro, que inicia su andadura sin llamativos preliminares. Vivero corta, por así decir, el decurso temporal de los sucesos en un punto cualquiera (un diálogo en la cocina del hotel), y a partir de ahí emprende su relato sin perder el aliento ni un solo instante, acrecentando más y más el interés de la trama, que avanza sin respiros y de una manera tan natural como si el narrador estuviera sentado en una de las tumbonas de la piscina (o en el salón de actos donde se imparten las conferencias) y diera cuenta de todo lo que oye y observa. El ritmo de la novela viene dado principalmente por la alternancia entre los jugosos diálogos de sus personajes y las delirantes y divertidas intervenciones de los ponentes. A estos dos elementos recurrentes se suman otros de índole más episódica, aunque no menos ácidos, como la cómica irrupción del Colectivo C.I. Igual a Cincuenta y Familiares, que acude al hotel para manifestarse a favor de la democratización de la Filosofía (dando lugar a situaciones hilarantes y repletas de ironía), o la visita inesperada de dos concejales de Urbanismo, Deportes y Festejos, que sufren unas cómicas confusiones en su breve intervención conjunta. Otras divertidas peripecias que se suman a las anteriores son la repentina aparición del cantante e ídolo de adolescentes Ángel Turé, que despierta los furores de las alumnas de la ESO. o la actuación de una de esas jóvenes orquestas («La oreja de Beethoven») que producen tanto dolor de cabeza. ¡Y no son las únicas!

Los principales destinatarios de la sátira son los ponentes del congreso de Filosofía («Saber, vivir, bien»), que se ponen en evidencia a través de sus diálogos y comportamientos, tan vulgares como impresentables. El libro de Roberto Vivero no es la clásica sátira del filósofo que, embebido en sus disquisiciones teóricas, pierde de vista la realidad del mundo y se convierte en motivo de risa para el hombre práctico y materialista, que contempla divertido el contraste que media entre su altura de miras y la miseria cotidiana en que chapotea. Se trata, más bien, de todo lo contrario: la pintura de quienes son conscientes de representar una impostura que les sirve para obtener unos beneficios materiales que poco tienen que ver con el saber. y sí mucho con el disfrute de prebendas y privilegios («chupar del bote»). Su confeso desdén por la cultura y su ávido deseo de aprovecharse de todo, desde las dietas a las subvenciones, los retratan de cuerpo entero. Su vulgaridad, sus extremadas rivalidades o el sexo reprimido que transparentan sus conversaciones son otros tantas pruebas de cargo expresadas mediante un lenguaje coloquial que nada tiene de intelectual y mucho de faltón. Las cervezas, la comida, el fútbol, mirar el móvil u observar los atributos físicos de las camareras parecen ser las únicas aficiones sinceras de estos «sofistas» modernos, que actúan como si, a fuerza de haber penetrado en los secretos de su religión, hubieran descubierto su falsedad y continuaran en el tajo como sacerdotes de una fe muerta.

Pero la novela no se reduce, desde luego, a conceder la palabra a unos personajes en su mayoría detestables. También nos ofrece una lograda parodia del discurso seudofilosófico que camufla su incompetencia, y que se manifiesta en las mesas redondas y conferencias impartidas durante el congreso, trufadas de los más jugosos disparates o la vaciedad más absoluta. Los títulos descacharrantes y las derivas desquiciadas (como las referidas al imparable avance de la tontología en los medios académicos o la consideración de la existencia humana como un juego de ordenador) son las principales señas de identidad de unos discursos que se presentan aderezados con todos los tópicos retóricos y filosóficos imaginables, que divagan como nacidos de la mente de un loco y a los que no falta en ocasiones una cierta lucidez irónica (la propia del bufón). Otra notable fuente de comicidad emana de la interacción de ponentes y público (siempre reducido a un puñado de personas), que convierte al salón de conferencias en una especie de barraca de feria. Unas charlas grotescas, en suma, que se desenvuelven al compás de los comentarios cínicos y la desatención de los colegas, y a las que la necedad de un público casual —que parece descubrir que la filosofía, a fin de cuentas, vale para algo (sobre todo cuando dice tonterías u obviedades)— pone la guinda del ridículo. Así sucede en la divertida conferencia sobre ética que imparte Pepa Rubiales Corín.

Pero no todos los dardos van dirigidos contra los filósofos. También los hay que apuntan hacia otros ámbitos culturales, como el de los concursos y revistas de literatura, representados por la figura del filólogo, poeta, editor y miembro de jurado Sebastián Guzmán, que está de paso por Benidorm tras el fallo de un concurso de poesía. La enseñanza secundaria tampoco sale bien parada en el libro, y no solo por el adocenado comportamiento de los alumnos estabulados en el hotel o la pasividad de sus profesores acompañantes. La mayor carga irónica recae sobre Fernando, el profesor de Filosofía (el Empanado, según apodo dado por los filósofos), que no se pierde ninguna de las conferencias. Su boba admiración por los filósofos universitarios y sus delirantes disquisiciones no impide que sus inesperadas preguntas siembren el desconcierto entre los ponentes. Pero Fernando no solo pone en apuros, de manera involuntaria, a los conferenciantes, sino que también ridiculiza a su propio gremio mediante su repetida confesión de ignorancia: una especie de tic retórico irreprimible con el que sazona todas sus intervenciones. Ni siquiera el personal del hotel, que alivia su estrés fantaseando sobre la posibilidad de asesinar a los clientes (a los filósofos en particular), se salva de la quema. La dejación de funciones de su director o los trapicheos para suministrar alcohol a los adolescentes así lo delatan.

Ingredientes tan explosivos y variados como los que Roberto Vivero ha mezclado en su novela tenían que terminar interactuando forzosamente. Como cabía temer, algunos filósofos intentarán relacionarse con los alumnos de Secundaria, y no precisamente con las más honestas intenciones. De ahí las torpes y patéticas maniobras del eterno doctorando Gerardo Mata Candiles para lograr que Víctor (un pitagorín de Cuarto de la ESO) le escriba la conferencia que deberá leer al día siguiente. Aún más ridículo resulta el humillante flirteo que Santiago Blanca Piedra intenta mantener con la evasiva adolescente Alma, que parece vivir tan solo pendiente de su móvil. En un orden paralelo están los compadreos que otros filósofos entablan, en la barra del bar, con los empleados del hotel, que les revelan jugosas intimidades de alcoba de sus propios compañeros. Pero las interacciones de mayor calado se producen entre los diversos congresos que tienen lugar en el hotel, cuyos ponentes llegan a proponerse, en alguna ocasión, intercambiar sus actuaciones. Los tres congresos comienzan a entremezclarse en el texto, provocando en el lector la más divertida de las confusiones. Porque porno, filosofía y divulgación parecen ser solo diferentes manifestaciones de un mismo disparate [«¿Tú estás segura de que en el hotel no hay un congreso de locos de atar?», pregunta alguien del público, singularmente sagaz]. No es pues de extrañar que la ponencia de una peluquera deje con la boca abierta a un filosofo, o que las charlas sobre porno parezcan más sutiles que las de filosofía. O al menos, más divertidas. ¡El medio es el mensaje! Pero esto no es todo, pues los últimos compases de la novela nos revelarán que algo inadvertido ha sucedido mientras tanto; es decir, lo que parecía una novela satírica se nos ha transformado de sopetón en un acertijo policíaco que obligará al lector a replantearse su lectura bajo una nueva luz, o incluso, a buscar víctimas y verdugos (ningún thriller los ha camuflado mejor). Y mira que el narrador de esta «crónica de una muerte anunciada» nos lo había insinuado en la primera página… ¡Los lectores nunca terminaremos de aprender!

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«―Señora mía ―dice doña Pepa Rubiales Corín mirando a Dani de reojo―, ni puedo decir ni puedo dejar de decir, sino todo lo contrario y al mismo tiempo qué otra cosa podría decir, que nosotros los entendemos completamente, y que si el pueblo, la mayoría se sienten identificados con ustedes, eso a nosotros nos parece poco, y por eso puedo decirle e incluso le digo que entre ustedes y nosotros no hay ninguna diferencia, que somos iguales, de ahí que no podamos identificarnos con ustedes».
«Esta ignorancia es el principio de la libertad contemporánea, pues cuanto más ignorantes somos, más libres somos, pues aquello que se llamaba conocimiento no era sino la colonización del otro por parte de otro, y sabemos que esta colonización siempre va en la misma dirección: los fuertes colonizan a lo débiles y los fuertes son los brutos y los débiles son los inteligentes. La libertad es el margen de ignorancia, porque el universo es mecánico y el azar es nuestro no saber. El ejemplo paradigmático de esto lo tenemos en la relación mujer-hombre, coño-polla. El coño fue colonizado por la polla a través de la ciencia en general y de la ginecología en particular. La ciencia quiere introducir el conocimiento, y saber es poder desde el punto de vista, desde el ojo de ese dedo que todo lo apunta que es la polla. Este es un mundo de hombres, lo que es tanto como decir que es un mundo de fuerza, pollas, colonización y complejos».
«Es responsabilidad nuestra, ciertamente, del mundo universitario, perfeccionar, en este sentido, lo que ya es y, de manera retroalimentaria, devolverles a ustedes [maestros y profesores de secundaria], a modo de conclusión, el favor exigiéndoles que sigan por ese camino. La tontología, como ha quedado demostrado esta mañana con la brillante intervención del Colectivo, es, ciertamente, una realidad futura y un futuro real. Por lo tonto… quiero decir, por lo tanto, es por ello que hemos de seguir trabajando en la misma línea y nunca, jamás perder la esperanza, porque, de alguna manera, la tarea, en este sentido, ya está en marcha y, ciertamente, solo es cuestión de tiempo que, a modo de conclusión, a pesar de los ultramontanos defensores a capa y espada de obsoletos principios que ya son final y muerte; digo que es por ello que ya solo es cuestión de tiempo que la tontología impere en todos los ámbitos y subámbitos de la transmisión de conocimientos. Es posible, Es inevitable. Es por ello».
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Sobre el teatro de marionetas y otros textos acerca de la representación, de Heinrich von Kleist

Pocos autores han dejado tras de sí una obra tan intensa —y de una perfección tan implacable— como la del escritor prusiano Heinrich von Kleist (1777-1811). Si a la brevedad de su legado, escaso éxito en vida y grandes cualidades literarias sumamos su temprano y novelesco fin (Michel Tournier escribió unas páginas muy bellas al respecto —«Kleist o la muerte de un poeta»—, en las que recreaba su suicidio compartido con Henriette Vogel), nada de extraño tiene que Kleist sea valorado como una de las figuras más sugestivas y originales del Romanticismo europeo. A su selecto grupo de relatos breves (Michael Kohlhaas, La marquesa de O, el terremoto de Chile…) y piezas teatrales (Pentesilea, Catalina de Heilbronn…) se unen algunos textos de índole ensayística, mucho menos conocidos pero de similar intensidad. A esta última categoría pertenecen los escritos recogidos en el nuevo libro de Acantilado, Sobre el teatro de marionetas y otros textos acerca de la representación (2025), que incluye una versión preliminar y poco difundida de «Santa Cecilia o el poder de la música». Todas las piezas reunidas tienen como común denominador el haber sido publicadas en el efímero periódico fundado por Kleist, Berliner Abendblätter (1810); como también el brindarnos —aplicadas a diferentes ámbitos artísticos (teatro, pintura, danza o música)— agudas consideraciones sobre la naturalidad y el amaneramiento, la reflexión y la acción, el lenguaje y el pensamiento… A la valiosa nota preliminar del traductor, Adan Kovacsics, se añade, a modo de epílogo, un ensayo de Victor Molina, «En torno a un hilo», donde la lectura del texto de Kleist da pie para una amplia y muy documentada disertación, trenzada a partir del hilo conductor de la marioneta: un elemento ―muchas veces desatendido― que determina un caminar que es tanto vuelo como caída, y que el ensayista extiende a una amplia variedad de dominios artísticos y culturales.

El famoso texto de Kleist que abre la colección, «Sobre el teatro de marionetas», se conforma como un diálogo entre dos conocidos que se encuentran casualmente en un parque milanés durante la exhibición de un espectáculo de títeres. El señor C, un exitoso bailarín y gran aficionado a las marionetas, instruye al narrador sobre las bondades que encierra ese bello arte popular, en principio ideado «para el vulgo». Los movimientos de las marionetas de hilo, regidos por las leyes de la naturaleza ―es decir, de la gravedad y el equilibrio―, representan una valiosa escuela de naturalidad para cualquier bailarín. La conciencia humana, contraria a las leyes de la naturaleza, determina la pérdida de la gracia y la espontaneidad, como se pone de manifiesto en las dos estupendas historias referidas en el relato: la del joven que toma conciencia de su propia belleza y la del oso que detiene con sus garras las estocadas de un experto esgrimista. Un apunte teórico complementario a dichas ideas apareció publicado unas semanas antes en la misma revista, «Sobre la reflexión. Una paradoja»: un texto de apenas dos páginas donde Kleist sostiene que la reflexión previa o simultánea al acto lo anula o entorpece. Lo más provechoso sería aplicarla al hecho ya consumado, a fin de que pudiera servirnos de guía para futuras actuaciones. En un registro similar podemos situar otro de los textos recogidos en el libro: «Sobre la paulatina elaboración de los pensamientos al hablar». Este breve y polémico ensayo, que su autor no llegó a ver publicado, analiza la interdependencia del lenguaje con el pensamiento. Para Kleist, el acto de hablar ayuda a aclarar las ideas más incluso que la reflexión. El propio texto parece sugerir, en su espontánea deriva temática (finaliza refiriéndose a la inoperancia de los exámenes públicos), que las ideas también pueden brotar y afinarse conforme las ponemos por escrito.

Estas ideas acerca de la gracia y la espontaneidad reaparecen en algunos de los textos referidos al teatro. La nota preliminar de Adan Kovacsics nos revela, entre otras cosas, su trasfondo personal; es decir, los obstáculos que padeció Kleist a la hora de dar salida a sus textos dramáticos en el escenario berlinés. De ahí sus críticas, más o menos veladas, al director del Real Teatro Nacional de Berlín, el actor August Wilhelm Iffland. Bajo el epígrafe de «Teatro», Kleist escribe la reseña de una representación de la comedia El tono del día, de Julius von Voss; aunque, en realidad, se limita a satirizar de manera muy sutil al actor principal, Iffland, al que censura su amanerada interpretación, confiada por entero al movimiento de las manos. Recordemos, a este respecto, lo escrito en el ensayo sobre las marionetas: «la afectación aparece cuando el alma (vis motrix) se encuentra en un punto [en este caso, las manos] que no es el centro de gravedad del movimiento». A una índole menos particular pertenecen las ideas expuestas en «Comentario sin importancia», donde Kleist defiende la necesidad de velar para que la programación teatral no se rija solo por el beneficio económico y atienda a los avisos de una crítica no domesticada: sobre todo en el contexto de un teatro estatal como el berlinés, carente de una competencia que pudiera compensar o equilibrar la situación poniéndola en evidencia. «Escrito de un honesto berlinés sobre nuestro teatro, dirigido a un amigo en el extranjero» incide en las mismas críticas al Teatro Real berlinés regentado por Iffland, aunque ahora formuladas de manera indirecta, es decir, a través de las alabanzas de un «honesto» (es decir, ingenuo) berlinés dotado de escasas luces y mucha palabrería inútil. El recurso retórico de remitir una carta a un corresponsal extranjero tiene también su propia carga irónica (recordemos las Lettres persanes de Montesquieu o las Cartas marruecas de Cadalso); es decir, podemos presuponer que la situación berlinesa, expuesta ante una mirada no limitada por los condicionantes locales, provocará la sorpresa o el estupor del corresponsal, seguramente no tan «honesto» como el berlinés. Por lo demás, el soterrado sarcasmo que se esconde bajo el tono elevado y buenista del anónimo espectador detona finalmente cuando cita las obras destinadas a la «tarea de formar la nación» que se han representado en la sala berlinesa: El quintero Comino, El sobrino Cuco y Roque Hogaza.

Ya en el ámbito de las artes plásticas, la edición de Acantilado recoge dos interesantes textos referidos a la pintura. En «Carta de un pintor a su hijo» se pretende acallar los escrúpulos morales de un joven artista que confiesa a su progenitor sentir estimulada su sensualidad por el influjo de una bella Madonna que está pintando. «Los efectos más divinos […] emanan de las causas más bajas e insignificantes», argumenta el padre para tranquilizarlo; de la misma manera que un amor fogoso y furtivo engendra un niño que «andará lozano entre la tierra y el cielo y dará trabajo al filósofo». La carta representa, pues, una extensión de la ideas anteriormente expuestas: la fecundidad de los sentimientos espontáneos frente al cálculo y la meditación excesiva. Por otro lado, «Sensaciones ante una marina de Friedrich» constituye un bellísimo ejemplo de crítica impresionista. Kleist subraya el sentimiento de soledad que emana de la pintura (El monje frente al mar, 1810), así como la terrible fuerza de la naturaleza representada, que se corresponde con la propia confusión que le causa la novedad del lienzo, ante el que se confiesa incapaz de permanecer indiferente. Es verdad que también parece reprochar a la pintura el pretender provocar en el espectador una experiencia que no puede reducirse a los pocos elementos representados («forma parte de ello el haber ido allí, el tener que volver, el querer atravesarlo»…). Un lienzo, además, cuyos límites no se sabe muy bien dónde están, y que, en una libre asociación de ideas, le insta a citar a Ossian, a Ludwig Kosegarten (el poeta de la isla de Rügen, escenario de algunas importantes pinturas de Friedrich) y a Edward Young (el autor de Pensamientos nocturnos). Como también a observar atentamente a quienes se acercan al lienzo a fin de estudiar sus reacciones…

Cierra la compilación un conocido texto narrativo de Kleist relacionado con el arte de los sonidos: «Santa Cecilia o el poder de la música». En el contexto de un milagro católico (la suplantación de una monja enferma por la Santa), la fascinación que la música ejerce sobre los cuatro jóvenes iconoclastas ―que los disuade de ejecutar su salvaje atentado― procede de un ámbito emocional que nada tiene que ver tampoco con la conciencia o la reflexión. El fervor religioso que les induce la misa anónima interpretada por las monjas tiene, sin embargo, un componente tan malsano que se constituirá en un verdadero y terrible castigo. La versión traducida por Kovacsics es la que Kleist publicó en tres números consecutivos del Berliner Abendblätter (1810), mucho más breve y embrionaria que la definitiva y más conocida del año siguiente (Relatos, 1811). Resulta, pues, muy conveniente aprovechar la ocasión para comparar las dos redacciones, que en su segunda elaboración añade una amplia y detallada explicación retrospectiva de los hechos, motivada por la búsqueda que emprende la madre de los jóvenes (un personaje ausente en la primera publicación), que los encontrará, seis años después, internados en un manicomio local. La narración extendida, que añade elementos propios de una indagación policial (con relatos de testigos, como la abadesa o el comerciante de paños, y pruebas inculpatorias, como la carta enviada a la madre por sus hijos), extrema también la violencia y el horror del castigo padecido por los jóvenes: una locura de tintes sobrenaturales que los impele a cantar una y otra vez el Gloria in excelsis. La Música muestra así una cara angélica y otra diabólica; es decir, exhibe una cualidad taumatúrgica variable, según la pieza musical sea entonada por las monjas para salvar las vidrieras de su convento o mascullada por los jóvenes impíos como humillación y castigo de sus pecados: una cantilena infernal que llena de espanto a quienes la escuchan.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Pues así como, según Adam Smith, el panadero, sin mayor conocimiento químico de las causas, puede deducir que sus panecillos son buenos si se compran a decenas, la dirección, sin ocuparse en absoluto de la crítica, puede deducir de forma infalible que pone buenas piezas sobre el escenario si los palcos y los asientos están atestados de gente en sus representaciones […] Y, en efecto, si en un teatro como el berlinés la ley suprema fuera llenar la caja sin tener en cuenta otras consideraciones, el escenario debería entregarse directamente a acróbatas, malabaristas y payasos».
«Sin embargo, mis propias sensaciones frente a este maravilloso cuadro [El monje frente al mar] son demasiado confusas; por eso me he propuesto, antes de atreverme a expresarlas del todo, aprender a través de las manifestaciones de quienes, por parejas, pasan por delante de él desde la mañana hasta la tarde».
Traducción de Adan Kovacsics
«Al momento empiezan a entonar el Gloria in excelsis con una voz terrible, espantosa, semejante al rugido de los leopardos o al aullido que los lobos dirigen al cielo en lo más frío del invierno. Os aseguro que los pilares de la casa temblaron y que, ante el empuje del aliento que exhalaban sus pulmones, tan denso que casi podía tocarse, los cristales de las ventanas estuvieron a punto de saltar en pedazos, y repiquetearon como si alguien estuviera lanzando pesados puñados de arena contra su superficie. Despavoridos ante esta horripilante escena nos dispersamos, con los pelos de punta; dejando atrás capas y sombreros, huimos por las calles adyacentes que, en cuestión de segundos, están atestadas por cientos de personas que se han despertado asustadas. La gente se abre paso a empujones y derriba la puerta de la casa; luego sube la escalera que conduce a la sala donde parece encontrarse la fuente de aquel sonido estremecedor, que se diría surgido de lo más profundo del infierno, como si los pecadores condenados por la eternidad, entre terribles sufrimientos, envueltos en llamas, elevaran una plegaria a Dios implorando su misericordia».
(«Santa Cecilia o el poder de la música», versión de 1811, traducción Roberto Bravo de la Varga)
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La biblia de los idiotas, de Lorenzo Luengo

Hay libros que más allá de su valor literario, y sin constituir propiamente una autobiografía, nos ayudan a formarnos una imagen más completa de un determinado escritor. El nuevo libro de relatos de Lorenzo Luengo, La biblia de los idiotas (Alamut/Marelle, 2025), cumple ampliamente con este doble cometido, al ofrecernos una interesante recopilación, comentada por el propio autor, de su obra breve más temprana. Aunque Lorenzo Luengo es un escritor joven y con mucha carrera literaria por delante, no ha dudado en volver la mirada hacia el pasado para ofrecernos una muestra de su musa más juvenil (algunos textos fueron compuestos a los dieciocho años). Luengo, que conoce bien la historia de la literatura y ha traducido los diarios y la obra en prosa de Byron (además de a Hawthorne y a Ellen Harrison), sabe que en el arte todas las piezas cuentan, que hasta la obra menos conocida aporta su grano de arena en la definición de un escritor. Para ello, ha desempolvado los mejores relatos de su mocedad, les ha pasado revista y, tras comprobar que siguen en plena forma, los ha reivindicado como dignos cimientos de su carrera literaria, salvándolos así de un inmerecido olvido. Y los hace formar fila junto a otras novelas más recientes: El quinto peregrino, Abaddon, El dios de nuestro siglo… No me cabe la menor duda de que todos sus lectores se lo agradecerán.

Con la única excepción de un relato que aún permanecía inédito («Las máquinas de la luna»), La biblia de los idiotas recoge textos publicados entre 1992 y 2004, ganadores de numerosos concursos literarios y/o difundidos en revistas como la estupenda Artifex. Nos hallamos ante un ramillete de relatos muy elaborados, predominantemente fantásticos, que componen un excelente testimonio de la potente e imaginativa prosa de Lorenzo Luengo, casi siempre enriquecida con múltiples referencias culturales, especialmente literarias. El conjunto, por lo demás, muestra una apreciable unidad y coherencia, no obstante la diversa procedencia de los cuentos que lo integran. Se abre y cierra la recopilación con dos breves e intensos relatos. El primero de ellos, «Figuras», tiene como protagonista a una ajada y decadente dama, Madame Pruszinsky, antigua belleza y amante del narrador, cuya procacidad juvenil parece haberse reconvertido en una extraña patología: regurgitar elaboradas figuritas de cristal. Más allá de su evidente dimensión fantástica, este hermoso cuento podría valernos también como alegoría del acto creativo: de la «maldición» que entraña el doloroso alumbramiento de las formas perfectas. «Larga distancia» es otra ficción igualmente enigmática, también dotada de un final abierto y aderezada con algunos toques surrealistas. Su joven protagonista, Emma, se ve atrapada en una especie de juego de espejos, de reflejos retardados donde la vida pública y privada, la ciencia y los fenómenos paranormales parecen hacerse guiños imposibles. Un relato siniestro, con algunos detalles incluso macabros, que concluye con un naufragio en una isla desierta donde no faltan las voces del horror; o quizás, de la locura.

Además de su acusado componente fantástico, otro de los rasgos vertebradores de casi todos los relatos reunidos por Lorenzo Luengo es la pasión que traslucen por los libros y la literatura, y que da pie, en ocasiones, a un juego literario en el que la erudición alcanza ese punto óptimo donde puede ya transmutarse en fuente de ficción. «La biblia de los idiotas», el relato que da título a la colección, tiene como protagonista a un solitario amante de los libros, empeñado en cartografiar todos aquellos lugares mágicos que solo existen en la imaginación de sus autores: una empresa tan difícil como la de redactar el Libro de arena de Borges o leer su Biblioteca imaginaria, y que se sustancia en una libre y feliz lectura de algunos de sus autores predilectos: Nabokov, Wedekind, Canetti, Robert Walser, Kafka, Borges… «La memoria del corazón» es un relato de iniciación cuyas pinceladas costumbristas no disimulan su muy escaso respeto al rigor histórico, lo que permite, entre otras cosas, la comparecencia conjunta y amigable de Goya, Byron y Victor Hugo (y con Aleixandre no demasiado lejos). Partiendo de un ensayo del famoso crítico y teórico de la literatura francés, «La paradoja de Barthes» desarrolla hasta el extremo la idea (en cierto modo, temible) de que la lectura de un libro nos transforma en su autor: circunstancia que permite al narrador —un librero y editor amateur— entablar un gozoso e instructivo encuentro con Borges que constituye todo un homenaje. ¿Pero de qué Borges hablamos?

La dimensión aventurera, aliada con la fantasía, tampoco falta en el libro de Lorenzo Luengo. «Jujun-ka» es la trágica historia de Joseph Carey Merrick: un ser maldito de cabeza monstruosa (un «hombre elefante»), dotado de una sensibilidad especial que le impele a fugarse de la clínica en que está recluido para buscar un destino desconocido. Es sin duda un personaje romántico, incluso con un cierto aire byroniano: los ademanes orgullosos en que envuelve su deformidad, así como su interminable peregrinar en pos de un destino excepcional son rasgos que le confieren una impronta más trágica que grotesca, que armoniza muy bien con las sombrías pinceladas paisajísticas en las que Lorenzo Luengo envuelve su dramática singladura hacia el más oscuro corazón de las tinieblas imaginable: «allí donde nadie sea un enemigo para mí y donde mi rostro no sea enemigo de nadie». Acompañado en un principio por algunos amigos, testigos iniciales de su aventura, los últimos pasos de un destino tan excepcional como el suyo solo podrán fraguarse en la más absoluta soledad; y será una carta, escrita de su puño y letra, la que nos informe ―el monstruo, al fin, toma la palabra― de la culminación de su tortuosa peregrinación. Allí, en el filo de lo apenas imaginable, aquella extraña sensibilidad que lo obligaba a mudar continuamente de asiento termina revelándose como un sexto sentido que le ha permitido escuchar y responder a una lejana llamada: la de un destino forjado a la medida de su monstruosidad.

«La cotorra de Humboldt» se desenvuelve también en un escenario de aventura y ficción, aunque modulado en un tono satírico, a veces humorístico. diametralmente opuesto al de «Jujun-ka». El relato se conforma a partir de una frase de Darwin leída por el autor: «Humboldt encontró en Sudamérica una cotorra que era la única criatura viviente que hablaba palabras del lenguaje de una tribu extinguida». Partiendo de esta sorprendente noticia, y con el propósito de revertirla en un arriesgado giro de ciento ochenta grados, Lorenzo Luengo enrola en su relato al mismísimo Humboldt, al que hace protagonizar una rocambolesca aventura acompañado de la cotorra. El inescrutable léxico de tan impagable mascota (al que suponemos un potente efecto afrodisíaco) le otorga como primera recompensa el acceso libre a un exclusivo santuario de reservadas geografías femeninas, pertenecientes a la venerable Liga de exploradores en la que Humboldt milita. Sin embargo, lo que en un primer momento podría interpretarse como un divertimento erótico a costa de la sexualidad oculta de las rendidas damas pronto se desvelará como una fantasía de mayor alcance. La misteriosa ave esconde en su enigmático lenguaje una peligrosa arma viral que no tardará en desencadenar un delirio lingüístico de dimensiones casi apocalípticas.

Como no me parece necesario ―ni tan siquiera conveniente― acompañar al lector en toda su travesía de La biblia de los idiotas, concluiré mi reseña con un breve comentario de «Un cierto aroma»: uno de los relatos más elaborados y llamativos del libro. El texto aparece conformado, al menos en parte, por un intenso duelo verbal entre un afectado dandi de origen modesto, el joven Eldegger, y un adinerado sibarita entendido en vinos, enfrentados por la posesión de Leonora, la joven esposa del anciano. El relato —casi una escena dramática dialogada— se desarrolla en un ambiente decadentista con frecuentes alusiones a Wilde, Byron y Huysmans, y constituye un verdadero tour de force narrativo donde la batería dialéctica de los contendientes ―y de la propia voz del narrador― proviene del mundo de la enología. Admira la habilidad del autor para ir desenvolviendo los hilos de la trama, de tal manera que la verosimilitud nunca deja de sustentar el despliegue del discurso, fundamentalmente retórico, que enfrenta al joven arribista con el viejo impotente. Un relato, en apariencia frívolo, que desemboca en un duelo de connaisseurs que se consumará finalmente, de manera inesperada, en una ceremonia casi litúrgica del horror (Hic est enim sanguis meus). No dudo de que los buenos catadores literarios apreciarán este estupendo relato, en el que quizás acierten a señalar aromas a Poe, a la dramática sombra de Tiestes o a la pobre señora de Fayel.

Completa el libro un texto de indudable interés, «Penúltimas palabras: Contar el cuento»: un breve pero sustancioso epílogo donde Lorenzo Luengo comenta sus relatos y nos informa de las circunstancias de su escritura y publicación; como también nos brinda un condensado y vivo retrato personal que incluye el recuerdo de algunas curiosas anécdotas propias de la carrera de un escritor principiante. Rescatando sus relatos de un posible olvido (o, al menos, de su incierta dispersión), Lorenzo Luengo recupera también su propia memoria: la de un joven autor que escribe de manera incansable (de noche y de día), lee convulsivamente a sus escritores favoritos y cifra todo su empeño en publicar en revistas y ganar concursos literarios que le permitan abrirse camino y dar a conocer su nombre. ¡Pobre de aquel que no acierte a reconocerse en esta figura de joven entusiasta! De alguna manera, el autor ha logrado transformarse también en «personaje» para sus lectores, y acompañar en el libro a sus tempranos ejercicios de ficción. Parafraseando a Nabokov, Lorenzo Luengo nos recuerda que lo importante en la obra de un autor es «la historia de su estilo»; y a este respecto, La biblia de los idiotas nos ofrece, ciertamente, un interesante resumen de una etapa crucial en la carrera literaria de todo autor que se precie, la de su formación.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Recuerdo que hacía mal tiempo, caía la tarde, y yo había cerrado la tienda al penúltimo de los escritores malogrados que me atosigaban con sus fatales manuscritos. La tienda estaba en penumbra, y el pequeño radiador se bastaba para calentarnos los pies ahora que la lluvia empezaba a emborronar las calles, el paso fantasmal de los transeúntes, el escaparate polvoso con mi nombre en semicírculo. La voz de Jorge Luis Borges también estaba en penumbra, como las páginas de Cumbres borrascosas, que aquella noche parecía provenir de un lugar muy lejano, una tierra perdida en los abismos del tiempo. Se aclaró ligeramente la garganta y me contó lo siguiente:».
«A través de los altavoces que la agencia había distribuido por la playa se escuchó al lingüista italiano ―curiosamente apellidado Rosetta― lanzar un grito espantoso. Pero el desfase entre la velocidad de transmisión del sonido y lo que el ojo advertía en tiempo real hizo que el grito llegase unos momentos después de que todo el mundo hubiera visto explotar el cohete, y así fue como cierta mañana de octubre un hombre llamado Rosetta estuvo a la vez vivo y muerto en mitad del cielo. Las decenas de personas que se habían congregado en la playa para ver el lanzamiento del cohete (en su mayoría niños y padres de familia) miraban el cielo con la boca abierta, algunos llorando o echándose las manos a la cabeza, pero lo que en realidad miraban era el aullido del lingüista italiano suspendido allí, como rubricando el firmamento, el final de la pintura, sobreviviendo a su propia muerte».
«Desconozco cómo eran las cosas cuando las bases y los fallos de los premios se publicaban en diarios de provincia y nada más, pero en los pocos años en que yo los frecuenté, estaban tan disputados que ganar uno solo de ellos suponía someterse al escrutinio de una STASI compuesta por centenares de participantes incrédulos que habían quedado tirados incomprensiblemente en la cuneta de las decisiones preliminares. Incluso ganar limpiamente podía conllevar poco menos que una auditoría del relato premiado, y la crucifixión pública ―dentro de lo públicas que son estas cosas— de un escritor que sabia jugar no sólo con los milagros del título versátil y la edición flexible sino también con la no menos flexible interpretación de unas bases.»
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Y cuanto menos musical, mejor… La escena operística madrileña entre 1925 y 1965, de Aitor Merino Martínez

Siempre se ha señalado como hecho significativo que en la inauguración del Teatro Real de Madrid (1850) se programara una ópera italiana (La favorita, de Donizetti). El desaire que sufría la música española con dicho gesto, impensable en cualquier otro país con un mínimo de orgullo nacional, es difícil de perdonar. Ni siquiera el mermado desarrollo de nuestra música escénica y el predominio de un público desafecto y volcado a la ópera italiana son excusas suficientes para justificarlo. Este dato tan revelador, sin embargo, no puede hacernos olvidar que durante tres cuartos de siglo el Teatro Real fue un referente musical de primer orden, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, protagonista de importantes estrenos y escenario habitual de las voces más prestigiosas. Aunque en sus últimos tiempos la sala venía manifestando signos de decadencia, su repentino cierre a finales de 1925 constituyó una gran amenaza para la música escénica en España. ¿Cómo justificar una clausura tan prolongada? Aunque en 1966 se reabrió como auditorio de música sinfónica y sede del conservatorio, todavía habría que esperar hasta 1997 para que volviera a funcionar ―tras sufrir una serie de importantes remodelaciones, iniciadas en 1988― como gran teatro de ópera nacional. Esta vez, en su «inauguración», se ofició un justa aunque tardía reparación: la interpretación de dos obras de Manuel de Falla, El sombrero de tres picos y La vida breve.

Este prolongado, injustificable y vergonzante abandono tuvo una grave repercusión en el desarrollo de la escena musical madrileña; y explica, aunque no justifica, la desatención que el período ha merecido entre los estudiosos: un hueco que el reciente libro de Aitor Merino Martínez contribuye eficazmente a completar. Y cuanto menos musical, mejor… La escena operística madrileña entre 1925 y 1965 (Ápeiron Ediciones, 2025) constituye un documentado estudio de la cartelera madrileña, tan necesario como apasionante, que atiende tanto a los espacios y sus escenografías como a los repertorios, sus intérpretes o los agentes sociales, públicos o privados, implicados en su explotación y difusión. Merino, que fundamenta su labor en un amplio elenco de fuentes bibliográficas, hemerográficas o incluso orales, logra fraguar un sólido análisis multidisciplinar del tema, escrito con un pulso excelente, que se extiende más allá de los componentes estrictamente musicales hasta ofrecernos un convincente retrato de la época. El autor ha sabido, además, adentrarse en los vericuetos de su investigación con una amenidad y claridad no exentas de rigor. Un sobresaliente trabajo, en suma, al que la documentación fotográfica aportada (43 ilustraciones, en ocasiones inéditas) añade un plus de interés, y que, haciendo de la debilidad fortaleza, ha logrado poner en valor un periodo de la música escénica española injustamente olvidado hasta la fecha.

Dado el carácter convulso y fragmentario del periodo analizado, Merino ha creído oportuno dividir su estudio en tres grandes apartados. El primero (1925-1931) lo determina el cierre por decreto del Teatro Real en noviembre de 1925. El estudioso analiza tanto las causas que propiciaron su clausura (el riesgo de derrumbe, motivado quizás por las obras del metropolitano) como el exilio que sufrieron dos importantes instituciones musicales que albergaba: la Orquesta Sinfónica de Madrid y el Conservatorio de Música y Declamación. Este periodo vendrá marcado por la aparición de un nuevo público urbano de clase media, más preocupado por el relumbre social del fenómeno operístico que por su valor artístico (el título del libro, Y cuando menos musical, mejor…, lo anticipa irónicamente). Asistir a la ópera significaba, para dichas gentes, una ceremonia social que otorgaba un marchamo de exclusividad. La situación no era nueva, desde luego, y se hacía extensible también al teatro (basta con leer Tormento de Galdós para comprobarlo en la figura de Rosalía de Bringas). El fenómeno, en cualquier caso, se intensificará ahora; entre otras cosas, porque las clases altas, más entendidas y exigentes, buscarán su entretenimiento musical en otros escenarios nacionales de mayor altura, como los de Barcelona, Oviedo o Bilbao, y poco o nada se las tendrá en cuenta para la programación de las temporadas madrileñas.

Entre los espacios elegidos para sustituir al Real, el primero de todos fue siempre el Teatro de la Zarzuela. A sus óptimas cualidades escénicas y musicales añadía la posibilidad del subarriendo: un recurso que facilitaba rentabilizar el negocio operístico cediendo el recinto para otro fines. Desde un primer momento, los espectáculos ofrecidos por el Teatro Real se habían gestionado mediante concurso público; es decir, se cedía su explotación a empresarios privados que presentaban una memoria. Este sistema se prolongaría hasta el periodo republicano. Frente a los agentes que primaban los aspectos pecuniarios del negocio, otros pretendían ofrecer espectáculos novedosos y de mayor interés. Merino nos ofrece un interesante estudio de las distintas propuestas del momento, desmenuzando sus componentes económicos, ideológicos y artísticos. Resulta llamativo el importante monto presupuestado para satisfacer los cachés de los grandes divos del momento, como Miguel Fleta o Conchita Supervía: testimonio de su decisivo papel a la hora de llenar los teatros. Algunos recintos madrileños, como el Teatro Calderón, también representaron óperas de manera puntual: su menor excelencia artística la compensaban con un precio de entrada más reducido. Otro elemento importante del contexto operístico lo constituían las compañías itinerantes, tanto nacionales como extranjeras, que compensaban sus limitaciones ofreciendo propuestas operísticas consolidadas que dinamizaban la escena madrileña (o de provincias, donde cumplían la función social de facilitar la «interacción de las élites locales»). Aunque sus carteleras no dejaban de ser estéticamente conservadoras, mantenían conectado al público madrileño con algunos estrenos europeos.

En el siguiente apartado del libro, correspondiente al periodo republicano (1931-1939), Merino analiza los diferentes organismos musicales, tanto públicos como privados, encargados de velar por el mantenimiento de la escena operística. La creación de la Junta Nacional de Música y Teatros Líricos (1931-1935) venía a satisfacer una antigua demanda social: que el Estado actuara como garante de la tan anhelada restauración de la música española. Merino desglosa los ambiciosos objetivos que se había impuesto la Junta: un programa regeneracionista que superaba ampliamente el asunto operístico y asumía retos tan formidables como la puesta en valor del repertorio nacional, la dignificación profesional del músico, la creación de escuelas de música y orquestas regionales, de una editorial nacional de música o, incluso, la difusión de la música española en el extranjero. Aunque sometida a un posible veto oficial, su dirección fue encomendada a grandes personalidades musicales del momento, como Oscar Esplá, Amadeo Vives o Adolfo Salazar (y contaba con vocales de no menor prestigio, como Falla, Turina o Bacarisse, entre otros). El autor analiza las distintas temporadas auspiciadas por dicha Junta, que sumó a los espacios habituales otros más novedosos, como la Plaza de Toros de Madrid, que acogió una exitosa temporada de ópera en 1935. A pesar de sus buenas intenciones, la Junta no cumplió con sus objetivos. Merino resume las principales causas que explicarían su fracaso: disparidad de criterio entre sus gestores, escasez de recursos económicos, la difícil situación política o, incluso, la misma ambición del proyecto, poco realista. El hecho de tener que alquilar los espacios (al no contar con un teatro estatal) incrementaba mucho los gastos. Finalmente, el litigio que la enfrentó con el tenor Miguel Fleta terminó por desacreditarla.

Una de las muchas polémicas musicales suscitadas durante el periodo republicano fue la cuota que debía representar la ópera extranjera en la escena nacional, y si debía de cantarse en su lengua original (como defendía Turina ) o traducida al español (postura de Amadeo Vives). La disputa superaba, desde luego, el ámbito nacional. Recordemos que todavía en 1950 María Callas cantaba en italiano el Parsifal de Wagner. En el caso español, óperas como El barbero de Sevilla o Carmen se interpretaban en castellano sin el menor complejo. Esta y otras discusiones, mantenidas entre diversas personalidades musicales del momento, conceden un gran valor al trabajo de Merino, que nos ofrece una vívida visión del mundillo musical, no siempre movido por intereses legítimos y desinteresados. Merino extiende su estudio a las diferentes instituciones, tanto públicas como privadas, que sucedieron a la Junta Nacional. Mucho menos ambiciosas, lograron al menos mantener viva la escena operística en el difícil contexto de la Guerra Civil: Junta Nacional de la Música y Teatros Líricos y Dramáticos (1935-1936), Consejo Central de la Música (1937-1939) y Consejo Superior de Cultura (1938-1939). El estudioso subraya también los logros del Comité Ejecutivo y Organizador Pro Arte y Crisis Teatral (1935), una entidad privada gestionada por los propios artistas que logró niveles muy apreciables en la temporada de 1936. Merino finaliza su trabajo referido al periodo republicano ofreciéndonos un balance crítico del repertorio interpretado, así como un detallado análisis (documentado fotográficamente) de los tres únicos estrenos operísticos oficiados durante la década: ¡Ultreya!, de Eduardo Rodríguez Losada (1935); Christus (1936) y Arrorró (1937), de Juan Álvarez García.

Finalizada la Guerra Civil, y en un ambiente marcado por el más férreo control ideológico y la ausencia de muchas de las destacadas figuras del periodo anterior, la actividad operística madrileña continuó gracias a la iniciativa de algunos empresarios como Ercole Casali. Fundador de Espectáculos Líricos S.L. y de la Compañía Italiana de Ópera, Casali organizó varias temporadas operísticas entre 1940 y 1944 no exentas de cierto atractivo, pero aquejadas de un notable inmovilismo. A finales de los años 40 reaparecieron las compañías itinerantes, en esta ocasión nacionales, como la del Liceo de Barcelona, que ofreció en el Teatro de la Zarzuela una breve pero interesante temporada (1948) dedicada en exclusiva al repertorio ruso y alemán. Merino destaca la aportación de la soprano Lola Rodríguez Aragón, una figura clave en la difusión del repertorio lírico español (contó con el respaldo de compositores como Falla o Turina). Además de organizar varias representaciones en teatros madrileños de la época, asumió en 1958 la dirección artística del Teatro de la Zarzuela, y fundó y dirigió la Escuela Superior de Canto de Madrid, donde se formaron importantes intérpretes del momento. Entre las instituciones del régimen franquista que se ocuparon de la escena lírica señala Merino la Obra Sindical de Educación y Descanso, que promovió encuentros y actuaciones conjuntas con otros países afines, como Italia o Alemania. La firma en 1943 de un acuerdo de colaboración con su equivalente alemán, Kraft durch Freude (‘Fuerza a través de la alegría’), facilitó la programación de conciertos y festivales hispano alemanes en los que intervinieron las secciones musicales de las Juventudes Hitlerianas, que contaban con un representante permanente en España. Aunque la escena madrileña se mantuvo activa durante todo el periodo, el autor subraya el desfase y desconexión de su cartelera. También analiza los dos únicos estrenos absolutos del periodo: Montbruc se va a la guerra, de Juan Dotras Vila (1946), y La canción del amor mío, de Francisco López y Juan Quintero (1957). Obras de una estética muy conservadora, su estudio nos revela detalles significativos del momento, como la acción represiva y censora que cumplía la SGAE o el gran predicamento que disfrutó la popular y polifacética figura de Luis Mariano.

Una representación de Carmen en el verano de 1962, patrocinada por el Ayuntamiento de Madrid en la Plaza Mayor, sería el germen, transcurridos unos años, del nacimiento de la Antología de Zarzuela (1966): un exitoso espectáculo, ideado por José Tamayo y Pilar López, que extendería sus actuaciones hasta la década de 1990 y serviría de trampolín a la música española en el extranjero. A partir de 1963 se logrará un avance importante en la restauración de la escena operística de la capital, gracias a la fundación de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid, una entidad formada por aficionados que impulsará temporadas operísticas propias durante las siguientes tres décadas. En el contexto de una apertura del régimen al exterior, así como de su deseo de legitimarse a través de la cultura, Merino analiza la celebración de los XXV Años de Paz, cuyos fastos auspiciarían una ambiciosa temporada operística en el Teatro de la Zarzuela (1964), a la que se adhirió la citada asociación. De las diez óperas representadas, nueve pertenecían a lo más conocido del repertorio internacional (Rossini, Verdi, Puccini, Mozart, Bizet y Gounod), y una sola a la escuela nacional. La nueva versión de Pepita Jiménez, realizada por Pablo Sorozábal, modificaba su desenlace original —detalle muy significativo—, a fin de mantener la vocación religiosa de Luis, aunque al precio de condenar a Pepita a la muerte. Aunque muy conservadora, la temporada contó con la participación de cantantes españoles muy renombrados, como Alfredo Kraus, Teresa Berganza, Pilar Lorengar o Isabel Penagos.

Merino dedica las últimas páginas de su libro al estudio del proyecto (1962) impulsado por la Fundación Juan March para la edificación de un nuevo Teatro Nacional de la Ópera en el actual Paseo de la Castellana. Aunque finalmente no se materializó, el autor nos desvela interesantísimos detalles del concurso internacional de proyectos que se convocó a tal fin, como también delinea un análisis crítico de la propia Fundación en su faceta de patrocinador musical. Mientras tanto, a la espera de que este nuevo recinto operístico viera la luz, las actuaciones sobre el Teatro Real, tantas veces interrumpidas, se centraban solo en su rehabilitación como sede del Conservatorio de Música y de la Escuela de Arte Dramático; unos trabajos que luego se extenderían también a su sala principal, y que culminarían en 1966. Contrariando las directrices oficiales (que preveían, entre otros desaguisados, rellenar de cemento el foso de la orquesta), el arquitecto del proyecto, Manuel González Valcárcel, cuidó de que su intervención no comprometiera una futura recuperación del edificio como espacio operístico. Clausurado en 1988 como sede sinfónica (coincidiendo con la apertura del reciente Auditorio Nacional), el mismo González Valcárcel acometería su definitiva restauración en 1991: unas obras que se presentaron complejas y que no finalizarían hasta 1997. Pero esa es ya otra historia.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«La ópera continuó siendo una forma significativa de expresión cultural en Madrid, siempre en interacción con las realidades políticas, sociales y económicas del momento. Por todo ello, vincular la ópera madrileña exclusivamente al Teatro Real y omitir el periodo en que este estuvo cerrado sería reducir en gran medida las herramientas de análisis disponibles para entender la realidad social, política, económica e ideológica de la España de la época. A través de la ópera y de las iniciativas que la mantuvieron viva durante estos años, se puede acceder a una valiosa documentación histórica que ilustra las transformaciones de la sociedad española en un momento clave de su historia».
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La voz tras el escenario, de Mario Praz

Hay libros que son como mágicos baúles repletos de maravillas, cofres del tesoro que guardan en su interior las más preciadas gemas de una imaginación culta y privilegiada. La  voz tras el escenario. Una antología personal (Atalanta, 2025), de Mario Praz (1896-1982), es uno de esos raros volúmenes a los que no les sobra ni una sola página, y donde la belleza de su escritura se conjuga con el interés y la profundidad de la materia tratada. Suma de variados textos de distinta data, todos valiosos y primorosamente perfilados, el libro de Mario Praz nos permite adentrarnos en el mundo más íntimo y querido de ese gran humanista y crítico que fue el autor italiano. Toda antología tiene su urdimbre de arca de Noé: el antólogo se propone salvar, del diluvio del olvido universal, aquellos especímenes de la obra que considera más valiosos y significativos para la supervivencia de su autor. En el caso presente es el propio Praz quien confecciona su personal tabla de salvación, dosificando hábilmente el estudio erudito y elegante con el recuerdo personal y la fabulación literaria. Paisajes todos de un mismo territorio donde el conocimiento y la belleza son las únicas consignas que abren y cierran sus fronteras.

La voz tras el escenario nos ofrece, de un lado, una variada muestra de ensayos sobre arte y literatura, imbuidos de una sabiduría que tiene la impronta del trato cercano y duradero con aquello que se ama; textos que en muchas ocasiones aparecen enmarcados en un recuerdo o experiencia personal. Desde los trabajos más amplios y generales («Sobre el estilo Imperio») a otros de mayor detalle («La mano de Rodin»), La voz tras el escenario nos desvela la personalidad de un gran estudioso y amante del arte y la literatura. Algunos textos atienden también a figuras individuales, como los dedicados a Winckelmann o a Piranesi (cuyas carceri relaciona con la biblioteca de Babel borgiana). El arte, en todas sus manifestaciones ―que se extienden a la arquitectura, las artes menores o incluso la jardinería―, se combina en el pensamiento de Praz con el apunte literario profundo y documentado. No faltan en el libro algunos estudios que abordan prioritariamente asuntos literarios («El jardín de Armida»); o bien, escritores como Vernon Lee (en su faceta humana y ensayística), D’Annunzio o  Swinburne (Praz fue un gran conocedor de la literatura inglesa). Una magistral muestra de esta perenne simbiosis de arte y literatura la hallamos en el ensayo titulado «La belleza de Medusa». El examen de los ecos literarios despertados por la monstruosa cabeza de la gorgona, trenzada de víboras (según la pintura atribuida a Leonardo), le sirve a Praz para incidir en la fascinación que experimentaron los románticos por lo tenebroso: un principio estético que inspiró muchos de sus trabajos más apreciados.

La amplitud de temas culturales que interesan a Praz es otro rasgo que pone de manifiesto el libro. En «Sangre, voluptuosidad, muerte» se nos ofrece un apunte crítico sobre la tauromaquia, compuesto a la luz de algunos escritores, como Montherlant o Barrès, que ensalzaron en el martirio del toro unos valores supuestamente estéticos y raciales. También las figuras de cera, de las que Praz fue coleccionista, encuentran su hueco en el libro. «Las figuras de cera en la literatura» es un admirable y documentadísimo estudio que nos abre las puertas de un amenazador mundo de simulacros, cuyo poder para inquietarnos (recordemos también «El gabinete de las figuras de cera». de Panizza) no han logrado desactivar los terrores del mundo moderno. El gran interés de Praz por el coleccionismo se manifiesta de manera inequívoca en otros textos, como «Viejos coleccionistas» o «Adiós, queridos cuadros»: crónicas del carácter inestable de las colecciones, ya sean las atesoradas por particulares (colección Marmottan) o las que son fruto del expolio a las naciones. En fin, el humor y la ironía se condensan también en algún que otro texto de carácter más festivo, como el titulado «Delantalitos», donde el aristocrático Praz nos recomienda un travieso truco  para descubrir el alma verdadera de cualquier persona, la que se oculta tras las apariencias. En un tono opuesto, «Fuera de lugar» nos recuerda la trágica condición del apátrida, de la displaced person: un triste fenómeno que da «la medida de nuestra civilización».

Muchos textos de La voz tras el escenario tienen su argumento en el recuerdo del pasado. Si en los ensayos de Praz son habituales las notas autobiográficas, la remembranza personal se encuadra con frecuencia en el entorno artístico y cultural que fue su medio natural. En «El jardín del caballero», un paseo en bicicleta por Florencia facilita al autor entrever, en una lejanía que es tanto espacial como temporal, un misterioso parque sobre elevado y clausurado en el que de niño se internaba acompañado de sus institutrices, cuyo atractivo, evocado desde la perspectiva que otorga la madurez, es fuente de reminiscencias literarias y sensaciones teñidas de una exquisita melancolía. Todo el encanto de los jardines cerrados, del hortus conclusus y del paraíso perdido planean sobre estas breves e inspiradas páginas. También los recuerdos escolares, bellamente evocados, comparecen en el libro. En «Una clase», la contemplación de una vieja fotografía grupal con sus compañeros de liceo le da pie para abismarse en una meditación sobre los inescrutables destinos que el futuro nos depara a cada uno. En «Sciabolino» Praz traza el retrato de un tipo humano muy particular y un tanto grotesco: un viejo profesor de francés de su liceo (‘sablecito’), evocado con una mezcla de humor y nostalgia. Una fina muestra de la habilidad de Praz para revivir personajes pintorescos.

Finalmente, no faltan en esta valiosa antología algunos textos que se aproximan más a la ficción. Son estampas de mundos bellos e idealizados, que no dejan de estar imbuidos de los recuerdos personales y las experiencias culturales de su autor. Es justo volver a insistir, a este respecto, en la afinidad de tono que guarda todo el libro, donde el ensayo, la memoria y la ficción forman parte de un mismo territorio que el lector disfruta en su amena variedad y sin bruscas transiciones. «Fin del verano» es una pintura nostálgica de la llegada del otoño a una casa de campo alpina, percibida por una apacible anciana que rememora con tristeza la desaparición de sus amadas flores primaverales. Un relato compuesto con finas pinceladas, ejecutadas con la minuciosidad propia de quien fue, además de erudito, todo un orfebre de las palabras. La voz tras el escenario es, en suma, un ameno jardín que solo se puede conocer visitándolo. El antólogo es un jardinero que selecciona plantas de diversa procedencia y las ordena para configurar un nuevo escenario natural del que es artífice y conservador. Mario Praz, que hubiera sido quizás un estupendo arquitecto de jardines, nos propone con su libro un placentero paseo entre las más bellas floraciones de su conocimiento, su recuerdo y su imaginación.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Hay una extraña exaltación de la grandeza en estas ruinas, una complacencia en la desolación y el deterioro. Hay un aire triunfal en estos vestigios, una munificencia en esta exhibición de muros derruidos y de vegetación salvaje, como hay una grandiosidad ostentosa en la forma en que sus pequeñas figuras de vagabundos y mecánicos se envuelven en los harapos y jirones de sus ropas. La ciudad en ruinas que Piranesi crea no necesita de la munificencia de ningún mecenas, está construida con pocos medios, en verdad solo con el inestimable dinero de la fantasía de un artista».
«¿Quién puede decir con qué profundidad inciden ciertas impresiones de la infancia? Palmira era morena y esbelta, y recuerdo que, cuando leí por primera vez sobre la reina de Palmira, llevada en triunfo a Roma, oprimida por su carga de joyas, vi a esta esbelta hermana de la reina de Saba en la figura de mi morena y esbelta niñera. Subía con ella los escalones del jardín cerrado. El cortés jardinero, vestido de gris, estaba allí para abrir el portón».
Traducción de Pilar González Rodríguez
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Cara de foto, de Marina Saura

Recuerdo que en uno de sus libros Ernst Jünger afirmaba que la arqueología era la ciencia del dolor, pues daba cuenta, mejor que ninguna otra, del paso del tiempo y de la ruina que corona toda obra humana. Muchas veces he pensado que la fotografía también puede representar un valor cercano, aunque de signo contrario. Si la ruina, en su progresivo deterioro, señala el transcurrir del tiempo histórico, la fotografía, en su obstinado permanecer, termina constituyéndose en testimonio del nuestro. Quizás por ello la contemplación de un álbum de fotos familiares nos depara casi siempre un sentimiento agridulce. Las viejas fotografías nos hablan de lo que fuimos un día, de los seres queridos que se marcharon, de lo que nunca, en suma, podremos recuperar. Desde el mismo instante en que disparamos la cámara, la fotografía y cuanto contiene se inserta en la historia e inicia su inexorable andadura hacia el pasado. Allí se queda como anclada, a la espera de que algún día nuestra mirada vuelva sobre ella para constatar la pérdida que sufrimos. Ese doble vivir que nos concede paga siempre como tributo la moneda de la melancolía.

De igual manera, cuando desaparecemos, las imágenes de nuestro mundo particular se vuelven indescifrables, como esas fotos anónimas que en ocasiones hallamos entre las páginas de un viejo libro de segunda mano (los chamarileros, que no saben qué hacer con ellas, las introducen como bonus en su interior). Las escenas y los rostros que nos interpelan desde el pasado perecen sin remedio en nuestra estima al faltarnos una clave que les dé vida. El reciente libro de Marina Saura, Cara de foto (De Conatus, 2025), es un magistral ejemplo de cómo es posible revivir los recuerdos y compartirlos con los demás transformándolos en una obra artística. A partir de distintas imágenes, ya sea fijadas sobre papel o grabadas en su memoria, la escritora hace renacer de sus cenizas todo un mundo de experiencias personales, al que reviste de los valores estéticos y humanos necesarios para que pueda despertar el interés y la complicidad de sus lectores. Cara de foto es un bello álbum de recuerdos, impregnado de nostalgia, poesía y dramatismo, que nos va conquistando conforme profundizamos en su lectura. Las cualidades que atesora entre sus páginas se despliegan ante nosotros como la bondad de esas personas que la guardan en el fondo de su corazón y solo un trato asiduo revela.

Aunque la mayor parte de los textos que configuran el libro de Marina Saura mantienen alguna relación con la fotografía, los recuerdos evocados en sus páginas no siempre parten de una instantánea real. La silueta de una mujer entrevista en el autobús, que la narradora identifica como perteneciente a una antigua amiga, puede ser el desencadenante de un viaje al pasado («Turbión»). Pero los recuerdos pueden despertarse igualmente desde nuestro propio interior, pues allí también atesoramos imágenes significativas. En la percepción del mundo circundante actuamos como una cámara oscura («Soy una cámara», asegura Marina Saura en su más breve capítulo); es decir, retenemos en nuestra memoria solo una pequeña porción de los sucesos, y luego, al evocarlos muchos años después, les concedemos orden y volumen auxiliándonos de la palabra y la imaginación. Quizás por ello tendemos siempre a idealizar el pasado, a embellecerlo con los tonos más amables. Somos como unos arqueólogos imaginativos que se obstinaran en reconstruir un templo sobre las ruinas de un establo. ¿Importa eso mucho? Quizás no. Según sostienen algunas religiones, lo verdadero permanece a la espera en algún lugar.

Pero debo apresurarme a señalar que el libro de Marina Saura anda lejos de mostrarnos solo la foto amable de sus recuerdos. En su emocionante colección de estampas autobiográficas, casi siempre teñidas con los matices crepusculares de la melancolía, no falta la crónica de algunas experiencias extremadamente amargas y duras («Sed»). Los tonos oscuros son tan necesarios en la narración como en la fotografía, y el libro nos los da en abundancia. La autora, que nunca se muestra autocomplaciente, habla siempre con sinceridad y valentía. El discurso autobiográfico —en todos sus grados y matices— es un género difícil, pues debe ganarse a pulso, más que ningún otro, el interés del lector. No solo debe transmitirle las claves necesarias para su comprensión, sino que también debe saber trascender los recuerdos particulares a un ámbito más común y universal. Marina Saura lo logra con creces en su bello y original libro, donde la crónica personal se conjuga con todo tipo de meditaciones profundas e ingeniosas, de evocaciones llenas de encanto, ricas en esos pequeños detalles ―ya sean objetos cotidianos, colores o fragancias olvidadas― que dan vida a una narración. Todo logrado a través de un sutil análisis introspectivo, revestido de abundantes notas imaginativas que no traicionan su verdad esencial.

En el mundo actual, donde las imágenes se agolpan a miles en la memoria de nuestro móvil o en el disco duro del ordenador, hacer una foto se ha convertido en un gesto trivial. Muchas no volveremos a verlas nunca. Y sin embargo, las fotos, como los libros, solo nos entregan su tesoro a cambio de una lectura atenta y demorada. Así nos lo ha enseñado Marina Saura, que ha sabido convertir las imágenes de su recuerdo en un atractivo y complejo testimonio literario de la memoria. Sueños de adolescencia, primeros amores, errores de juventud, situaciones de desarraigo, sentimientos de abandono, etapas de gran soledad («Verano blanco»)… Una crónica que no solo atiende a un grupo reducido de familiares y personas cercanas, sino que también da cuenta, por extensión, de un mundo de ayer que todavía permanece vivo en el recuerdo de la autora. Entre la variada colección de estampas que colman el libro se hilvana, repartida en varios capítulos, una intensa y sincera historia de amor y desamor, y donde la fotografía no solo es una parte importante del argumento, sino también una feliz metáfora del papel subordinado de la mujer al hombre. De las diversas figuras familiares evocadas en el libro, la de la madre merece varios retratos muy logrados («Esclava de»). Entre ellos destaca una emotiva y dramática pintura de su ancianidad («Extramuros»): una jornada de domingo narrada con sinceridad, comprensión y mucho amor.

Como nos enseña la figura de Lot, volver la mirada atrás es un gesto peligroso. No todo el mundo puede enfrentarse a su pasado y salir indemne. Como el descenso de Heracles al inframundo, pretender resucitar los recuerdos acarrea grandes riesgos. Pero también beneficios, pues a veces se impone la conveniencia de retroceder para ajustar cuentas con nuestra historia. Decía Hesse que «el viajero que regresa es alguien distinto al hombre que permaneció en casa». También de un viaje al pasado se puede aprender mucho y retornar transformado. Si la indagación ha sido sincera, podrá disfrutarse de ese valor catártico que conlleva sacar a la luz lo que permanecía oculto, darle un nuevo sentido, o incluso exponerlo a la mirada ajena buscando alguna suerte de empatía o comprensión. La autora de este bello libro quizás haya logrado un beneficio similar. El tono más optimista y esperanzado de sus últimas páginas así me lo hacen suponer. Se habría cumplido, una vez más, aquello que postulaba Hölderlin en uno de sus más emocionantes poemas: «donde hay peligro crece también la salvación».

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«En el fondo, mi destino era parecido al de los figurantes de cine. Ellos saben que en el momento en que se les distingue bien la cara en un plano han firmado su sentencia de muerte porque no les llamarán más para trabajar en la misma película. Son contratados para ejercer de bulto. Son gente intercambiable sin rostro y, por la cuenta que les trae, cuanto menos se los reconozca mejor, más sesiones cobran. Sólo que yo no era una figurante ni alguien accesorio, ni siquiera alguien normal, sino la mujer del fotógrafo. Más aún, una actriz condenada a ser invisible, protagonista de una vida equivocada».
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