No parece aventurado asegurar que un escenario adecuado puede favorecer la agudeza del pensamiento. Las musas son divinidades exigentes, y su buen gusto les prohíbe manifestarse en lugares impropios o anodinos. Nada debe sorprendernos, por lo tanto, que ciudades como Toledo, Ronda o un pintoresco castillo en Duino hayan inspirado algunas de las páginas más bellas de un poeta como Rilke, tan sensible a la influencia de su entorno. Tampoco extraña mucho saber que el famoso Premio de Roma consistiera en facilitar a los artistas ganadores una prolongada estancia en la ciudad de los césares. Parece razonable. Creo que hasta podríamos dar por buena la fundación de una escuela de traductores en la torre de Babel o de un club de poetas líricos en la luna. Ahora bien, pretender organizar un congreso de Filosofía en una ciudad como Benidorm (donde la postura más filosófica que cabe adoptar es la de «armarse de paciencia» a la hora de plantar la sombrilla) es harina de otro costal. Cualquier lector lo intuye, y sin necesidad siquiera de razonarlo adivina que un poderoso contrasentido acecha bajo el sarcástico título de esta extraordinaria novela de Roberto Vivero: Filosofía en Benidorm (Ediciones Oblicuas, 2023). Sobra decir que nada hay en el libro que atente contra esta célebre metrópolis costera, que solo actúa como símbolo de la inconsecuencia de sus protagonistas (o de su consecuencia, pues, una vez vistos y oídos, resultaría mucho más difícil imaginarlos en Toledo o en Ronda). Porque el escenario de Filosofía en Benidorm es, en exclusiva, uno de esos grandes hoteles de playa con el personal estresado por el exceso de trabajo (es decir, por aguantar las exigencias caprichosas y la grosería de los clientes): un auténtico «hotel de los líos» donde tienen lugar otros dos congresos, «Por[ ]no saber» y «El mundo está en tu cabeza» (de sexo y divulgación científica), y que, para más inri, da acogida en sus cuadras a una nutrida tropa de alumnos de Cuarto de la ESO en viaje de estudios. ¿Alguien da más?
Son mimbres más que suficientes, desde luego, para armar una bronca satírica como la que nos regala Roberto Vivero: una narración continua cuyos múltiples hilos se anudan con habilidad hasta conformar una novela coral poblada de numerosos personajes. Un virtuoso continuum sin interrupciones que no precisa ni de una división en capítulos ni de ningún otro subterfugio estructurador. La maestría del narrador se pone de manifiesto ya en la primera página del libro, que inicia su andadura sin llamativos preliminares. Vivero corta, por así decir, el decurso temporal de los sucesos en un punto cualquiera (un diálogo en la cocina del hotel), y a partir de ahí emprende su relato sin perder el aliento ni un solo instante, acrecentando más y más el interés de la trama, que avanza sin respiros y de una manera tan natural como si el narrador estuviera sentado en una de las tumbonas de la piscina (o en el salón de actos donde se imparten las conferencias) y diera cuenta de todo lo que oye y observa. El ritmo de la novela viene dado principalmente por la alternancia entre los jugosos diálogos de sus personajes y las delirantes y divertidas intervenciones de los ponentes. A estos dos elementos recurrentes se suman otros de índole más episódica, aunque no menos ácidos, como la cómica irrupción del Colectivo C.I. Igual a Cincuenta y Familiares, que acude al hotel para manifestarse a favor de la democratización de la Filosofía (dando lugar a situaciones hilarantes y repletas de ironía), o la visita inesperada de dos concejales de Urbanismo, Deportes y Festejos, que sufren unas cómicas confusiones en su breve intervención conjunta. Otras divertidas peripecias que se suman a las anteriores son la repentina aparición del cantante e ídolo de adolescentes Ángel Turé, que despierta los furores de las alumnas de la ESO. o la actuación de una de esas jóvenes orquestas («La oreja de Beethoven») que producen tanto dolor de cabeza. ¡Y no son las únicas!
Los principales destinatarios de la sátira son los ponentes del congreso de Filosofía («Saber, vivir, bien»), que se ponen en evidencia a través de sus diálogos y comportamientos, tan vulgares como impresentables. El libro de Roberto Vivero no es la clásica sátira del filósofo que, embebido en sus disquisiciones teóricas, pierde de vista la realidad del mundo y se convierte en motivo de risa para el hombre práctico y materialista, que contempla divertido el contraste que media entre su altura de miras y la miseria cotidiana en que chapotea. Se trata, más bien, de todo lo contrario: la pintura de quienes son conscientes de representar una impostura que les sirve para obtener unos beneficios materiales que poco tienen que ver con el saber. y sí mucho con el disfrute de prebendas y privilegios («chupar del bote»). Su confeso desdén por la cultura y su ávido deseo de aprovecharse de todo, desde las dietas a las subvenciones, los retratan de cuerpo entero. Su vulgaridad, sus extremadas rivalidades o el sexo reprimido que transparentan sus conversaciones son otros tantas pruebas de cargo expresadas mediante un lenguaje coloquial que nada tiene de intelectual y mucho de faltón. Las cervezas, la comida, el fútbol, mirar el móvil u observar los atributos físicos de las camareras parecen ser las únicas aficiones sinceras de estos «sofistas» modernos, que actúan como si, a fuerza de haber penetrado en los secretos de su religión, hubieran descubierto su falsedad y continuaran en el tajo como sacerdotes de una fe muerta.
Pero la novela no se reduce, desde luego, a conceder la palabra a unos personajes en su mayoría detestables. También nos ofrece una lograda parodia del discurso seudofilosófico que camufla su incompetencia, y que se manifiesta en las mesas redondas y conferencias impartidas durante el congreso, trufadas de los más jugosos disparates o la vaciedad más absoluta. Los títulos descacharrantes y las derivas desquiciadas (como las referidas al imparable avance de la tontología en los medios académicos o la consideración de la existencia humana como un juego de ordenador) son las principales señas de identidad de unos discursos que se presentan aderezados con todos los tópicos retóricos y filosóficos imaginables, que divagan como nacidos de la mente de un loco y a los que no falta en ocasiones una cierta lucidez irónica (la propia del bufón). Otra notable fuente de comicidad emana de la interacción de ponentes y público (siempre reducido a un puñado de personas), que convierte al salón de conferencias en una especie de barraca de feria. Unas charlas grotescas, en suma, que se desenvuelven al compás de los comentarios cínicos y la desatención de los colegas, y a las que la necedad de un público casual —que parece descubrir que la filosofía, a fin de cuentas, vale para algo (sobre todo cuando dice tonterías u obviedades)— pone la guinda del ridículo. Así sucede en la divertida conferencia sobre ética que imparte Pepa Rubiales Corín.
Pero no todos los dardos van dirigidos contra los filósofos. También los hay que apuntan hacia otros ámbitos culturales, como el de los concursos y revistas de literatura, representados por la figura del filólogo, poeta, editor y miembro de jurado Sebastián Guzmán, que está de paso por Benidorm tras el fallo de un concurso de poesía. La enseñanza secundaria tampoco sale bien parada en el libro, y no solo por el adocenado comportamiento de los alumnos estabulados en el hotel o la pasividad de sus profesores acompañantes. La mayor carga irónica recae sobre Fernando, el profesor de Filosofía (el Empanado, según apodo dado por los filósofos), que no se pierde ninguna de las conferencias. Su boba admiración por los filósofos universitarios y sus delirantes disquisiciones no impide que sus inesperadas preguntas siembren el desconcierto entre los ponentes. Pero Fernando no solo pone en apuros, de manera involuntaria, a los conferenciantes, sino que también ridiculiza a su propio gremio mediante su repetida confesión de ignorancia: una especie de tic retórico irreprimible con el que sazona todas sus intervenciones. Ni siquiera el personal del hotel, que alivia su estrés fantaseando sobre la posibilidad de asesinar a los clientes (a los filósofos en particular), se salva de la quema. La dejación de funciones de su director o los trapicheos para suministrar alcohol a los adolescentes así lo delatan.
Ingredientes tan explosivos y variados como los que Roberto Vivero ha mezclado en su novela tenían que terminar interactuando forzosamente. Como cabía temer, algunos filósofos intentarán relacionarse con los alumnos de Secundaria, y no precisamente con las más honestas intenciones. De ahí las torpes y patéticas maniobras del eterno doctorando Gerardo Mata Candiles para lograr que Víctor (un pitagorín de Cuarto de la ESO) le escriba la conferencia que deberá leer al día siguiente. Aún más ridículo resulta el humillante flirteo que Santiago Blanca Piedra intenta mantener con la evasiva adolescente Alma, que parece vivir tan solo pendiente de su móvil. En un orden paralelo están los compadreos que otros filósofos entablan, en la barra del bar, con los empleados del hotel, que les revelan jugosas intimidades de alcoba de sus propios compañeros. Pero las interacciones de mayor calado se producen entre los diversos congresos que tienen lugar en el hotel, cuyos ponentes llegan a proponerse, en alguna ocasión, intercambiar sus actuaciones. Los tres congresos comienzan a entremezclarse en el texto, provocando en el lector la más divertida de las confusiones. Porque porno, filosofía y divulgación parecen ser solo diferentes manifestaciones de un mismo disparate [«¿Tú estás segura de que en el hotel no hay un congreso de locos de atar?», pregunta alguien del público, singularmente sagaz]. No es pues de extrañar que la ponencia de una peluquera deje con la boca abierta a un filosofo, o que las charlas sobre porno parezcan más sutiles que las de filosofía. O al menos, más divertidas. ¡El medio es el mensaje! Pero esto no es todo, pues los últimos compases de la novela nos revelarán que algo inadvertido ha sucedido mientras tanto; es decir, lo que parecía una novela satírica se nos ha transformado de sopetón en un acertijo policíaco que obligará al lector a replantearse su lectura bajo una nueva luz, o incluso, a buscar víctimas y verdugos (ningún thriller los ha camuflado mejor). Y mira que el narrador de esta «crónica de una muerte anunciada» nos lo había insinuado en la primera página… ¡Los lectores nunca terminaremos de aprender!
Reseña de Manuel Fernández Labrada






