El Baile de la Liga de David. Escritos sobre música, de Robert Schumann

Si tuviéramos que escribir una historia de la crítica musical moderna, la figura de Robert Schumann (1810-1856) ocuparía un importante lugar en su primer capitulo. Al igual que su coetáneo Hector Berlioz ―con el que compartió parecidas inquietudes literarias y una temprana e incondicional defensa de la música de Beethoven―, el artista alemán encabeza la reducida lista de compositores cuyos intereses culturales excedieron con mucho el ámbito musical. No solo sus conocimientos literarios y gusto exquisito le ayudaron a poner en música, de la manera más afortunada, una parte significativa de la mejor poesía alemana de su tiempo; también su música para piano nos reporta un mágico mundo de fantasía donde abundan las alusiones artísticas más diversas. Sus mejores logros literarios, sin embargo, los alcanzó en sus críticas y ensayos musicales, publicados en su mayor parte en la Neue Zeitschrift für Musik, una revista fundada por el propio Schumann en 1824. Editado y traducido por Pablo Gianera, El Baile de la Liga de David. Escritos sobre música (Pre-Textos, 2024) recoge un valioso conjunto de quince textos del compositor, procedentes de diversas fuentes. Dotadas de una viva inteligencia, belleza e imaginación, las colaboraciones de Schumann constituyen además un extraordinario testimonio del entorno musical en el que se desarrolló su carrera musical, y representan, por lo tanto, una lectura ineludible para quienes deseen adquirir una visión integral de su figura de artista. Su valoración de músicos emergentes como Chopin o Brahms, su destacado papel en la recuperación y puesta en valor de la obra de Schubert o su defensa a ultranza de compositores como Bach o Beethoven nos dan la medida de su genio crítico, cuya profundidad y amplitud de miras se manifiestan también en la importancia que le concede a los criterios interpretativos, a la recepción de la obra musical y sus condicionantes, o al privilegiado papel que representan la música y la poesía en el conjunto de las artes.

Una excelente muestra de las inquietudes artísticas de Schumann la encontramos en su disertación «Sobre la íntima afinidad de la poesía y el arte musical»: un texto rico en alusiones y citas literarias donde el compositor justifica, con un tono entusiasta y de manera muy subjetiva, la superioridad de la música y la poesía sobre las restantes artes. Si las poéticas clasicistas condenaron a la música a representar un papel secundario en el canon de las artes, por no cumplir con la mímesis aristotélica, los románticos le concederán un primer puesto por su innegable capacidad para «conmover el corazón del hombre»: una preeminencia que, según Schumann, comparte de igual a igual con la poesía. Para el compositor alemán la música y la poesía no solo manifiestan su afinidad en cuanto que están llamadas a unirse y potenciarse mutuamente en el canto, sino también porque comparten un mismo origen y producen un efecto comparable sobre quien las percibe. Estos valores, claro está, sólo se manifiestan cuando dichas artes se cultivan en su más alto nivel. Para los poetas y compositores que se quedan por debajo de lo exigible, Schumann acuña una ingeniosa batería de adjetivos peyorativos, de tal manera que «rimadores», «sonetistas» y «sastres de madrigales» hacen pareja con «expendedores de notas», «canoros del gorjeo» e «industriales del vals». Esta curiosa «ramificación» de su imaginación crítica aflora en varios escritos suyos («miserable digitador» es otro de sus epítetos), donde llega incluso a vanagloriarse de su «riqueza shakesperiana para el insulto».

No podía faltar en la selección de Pablo Gianera uno de los textos más difundidos de Schumann: los famosos Musicalische Haus und Lebens Regeln, más conocidos en nuestras latitudes como Consejos a los jóvenes músicos (seguramente por influencia de la traducción francesa de Franz Liszt: Conseils aux jeunes musiciens). Aunque es tradición que se impriman como anexo a la partitura del Álbum de la juventud de Schumann (así sucede en la Wiener Urtext Edition), su propósito no se reduce a instruir a los jóvenes estudiantes de piano. «Las reglas para la vida musical y hogareña» conforman una especie de compendio pedagógico, formulado en forma de máximas, breves reflexiones y aforismos, que resumen muy bien el pensamiento musical de su autor. Un principio esencial para Schumann es el repudio de lo artificial en el arte, que en el terreno del aprendizaje pianístico se traduce en su desconfianza de los ejercicios de escalas y de mero mecanismo, como también en el rechazo de los teclados mudos, pues la destreza técnica nunca puede ser un fin en sí misma. En consonancia con la amplitud de sus inquietudes culturales, Schumann defiende una formación integral del músico, que incluye tanto conocimientos de armonía y contrapunto como de historia de la música y folclore. Estos estudios le ayudarán a cumplir con otra importante exigencia: ser selectivo en la elección del repertorio. El trato asiduo con las grandes obras musicales del pasado, entre las que señala El clave bien temperado de Bach, constituye otro bagaje imprescindible para el músico, que deberá saber descifrar también las notaciones pretéritas, a fin de poder adentrarse en el descubrimiento de la música antigua. Desde un punto de vista más práctico, subraya Schumann la importancia formativa de tocar el órgano o participar en ejecuciones de música de cámara y en el canto coral. Con todos estos preceptos, Schumann parece anticipar el currículo de los modernos conservatorios de música. Aunque una gran parte de sus consejos van dirigidos a los estudiantes de piano, también los hay de índole más general, como los referidos a los criterios de interpretación. Por una lado, señala las bondades de la sobriedad y el equilibrio, del respeto a ultranza de las intenciones del autor, cuyas obras no deben desfigurarse frívolamente con adornos o licencias caprichosas; por otro, encarece la necesidad de adoptar un tempo ponderado en la interpretación y no perder nunca el compás («andar de un borracho»). En fin, no faltan ni tan siquiera algunas prescripciones en apariencia excluyentes: «Cuando toques, no te preocupes de quién te esté escuchando». // «Toca siempre como si te escuchara un maestro». La necesidad de conjugar en el intérprete la independencia de criterio con una dura exigencia en su trabajo diario lleva a Schumann a formular estos dos principios un tanto contradictorios.

La predilección de Schumann por la exposición de posturas contrarias y su dialéctica se expresa muy bien en el texto titulado «Monumento para Beethoven. Cuatro opiniones» (1836), donde las voces contrapuestas de Florestan, Jonathan, Eusebius y Meister Raro ―heterónimos del propio Schumann― enjuician la oportunidad y condiciones del monumento que por aquellas fechas se planeaba erigir en Viena. Schumann no solo utilizó algunos de dichos sobrenombres como seudónimo en sus críticas musicales, sino que también los hizo comparecer en sus composiciones musicales (Davidsbündlertanze; Carnaval, op. 9); o bien, como en el caso que nos ocupa, les dio vida para que dialogaran en sus críticas y ensayos musicales, a la manera de esos alter ego de Hoffmann (Lothar, Cyprian, Theodor…) que intercambian impresiones en los textos que sirven de marco a muchos de sus relatos fantásticos, y cuya cofradía de San Serapión (1818) es un precedente de la Davidsbündler fundada por Schumann en 1833. El monumento sobre el que se discute da pie al compositor para expresar, por enésima vez y en un grado superlativo, su devoción por Beethoven, que ahora se modula en torno a la controvertida recepción de su obra tardía. Las cuatro voces participantes en la discusión, coincidentes en su defensa de los mismos ideales estéticos de veracidad y honestidad, conforman, en su diversidad, una especie de fuga musical. Gracias a este ingenioso procedimiento compositivo, Schumann puede entregarse a un imaginativo juego polifónico en el que menudean las propuestas de homenaje más desaforadas e imposibles, las críticas a los «filisteos» por sus falsos y extemporáneos aplausos al genio, o la ironía acerca de esos monumentos conmemorativos que, más que homenajear, parecen pedir perdón a la posteridad por la desatención que el artista padeció en vida. ¡La mera posibilidad de quedarse corto en el homenaje a Beethoven justificaría ya de por sí no erigirle ninguno!

Los pensamientos expresadas con brevedad lapidaria reaparecen en el texto titulado «De la libreta de apuntes y pensamientos de Meister Raro, Florestan y Eusebius». Los personajes creados por Schumann comparecen una vez más para brindarnos una variada serie de reflexiones y juicios musicales, en una línea similar a los que integraban «Las reglas para la vida musical y hogareña», pero dotados ahora de un mayor vuelo y atinentes a una más amplia variedad de asuntos: ideas estéticas, éticas o incluso filosóficas acerca del artista y su función en la sociedad se combinan con consejos referidos a la interpretación pianística o a la tarea del compositor. También ocupan un lugar importante algunos breves apuntes sobre diversos compositores: Beethoven, Bach, Chopin, Mozart, Haydn, Paganini, Rossini…, una extensa lista en la que no falta tampoco Clara Wieck, la mujer que estaba llamada a ser su esposa y cuyo temprano genio interpretativo (tenía solo 14 años) merece rendidos elogios. Pero los textos de mayor interés de esta libreta de apuntes quizás sean los referidos a la crítica musical. Al igual que oponía a los poetas con los rimadores, y a los compositores con los meros expendedores de notas, Schumann diferencia ahora a los críticos de los reseñadores, a los talentos de los genios, y a los artesanos de los artistas. Un tema muy importante en estas reflexiones de índole crítica es el de la recepción de la obra musical, que se expresa, entre otros asuntos, en su valoración de la obra tardía de Beethoven o en el diferente aprecio que recibe la obra temprana de los compositores según triunfen posteriormente o no. Schumann se atreve incluso a ofrecernos un listado de las circunstancias externas que influyen en la apreciación de una pieza musical, y cuya difícil conjunción supone «un golpe de seis dados de seis veces seis».

No faltan tampoco en el libro algunos artículos monográficos referidos a un compositor en concreto: Mendelssohn, Brahms, Schubert o Chopin. En el titulado «La Sinfonía en do mayor de Franz Schubert», Schumann da cuenta de su visita a Ferdinand Schubert (1839), que le revela el tesoro de piezas inéditas conservadas de su hermano, entre las que se encontraba el manuscrito de la citada sinfonía. Enviada de inmediato al Gewandhaus de Leipzig, la pieza iniciaría así, gracias al concurso de Schumann, su triunfal andadura de obra inmortal. Tanto en este artículo como en «Últimas composiciones de Franz Schubert» leemos valoraciones críticas que no han perdido un ápice de su vigencia (como el famoso encomio de la «celestial largura» de la Sinfonía en do mayor), expresadas siempre con una conmovedora belleza literaria. Schumann analiza los rasgos propios del compositor vienés, traza una convincente comparativa entre su música y la de Beethoven o reflexiona sobre su problemática y tardía recepción. Pero quizás sea Chopin el músico que despierte los mayores entusiasmos de Schumann (después de Beethoven, evidentemente) y el que recibe una atención más extensa y pormenorizada. Tanto su originalidad de estilo, que lo aleja de la posibilidad de ejercer una influencia significativa, como sus limitaciones instrumentales, formales y de registro son algunas de las claves interpretativas de Schumann, que no deja de reconocer por ello la grandeza de su genio. Además de un par de artículos dedicados a glosar algunas composiciones del polaco (valses, baladas, nocturnos o las Variaciones sobre «La ci darem la mano» de Mozart), Pablo Gianera recoge uno de los textos más bellos y originales de Schumann: «Informe a Jeanquirit en Augsburgo sobre el último baile de historia del arte en la morada del editor». Estamos ante un texto de tintes hoffmanianos, imbuido de una imaginación desbordada y que tiene como escenario un sorprendente baile ofrecido por el editor de una revista musical con el peregrino propósito de escuchar y poner a prueba (mediante el juicio de los asistentes) las obras musicales que se propone luego reseñar. Este improbable baile, donde las composiciones de Chopin alternan con las de otros artistas menores, es el marco ideado por Schumann ―que también baila, y nada menos que con Clara, presentada bajo el nombre de Beda― para embarcarse en una fantástica semblanza del polaco, tanto de su música como de su figura humana: una imagen literaria inolvidable que tal vez recuerde a algún lector el retrato de Bellini rendido por Heine en sus Noches florentinas.

Para finalizar, llamaré la atención del lector sobre un texto muy breve pero de gran riqueza imaginativa y carga simbólica: «De los libros de la Liga de David: el Viejo Capitán». Se trata de una deliciosa estampa, entre fantástica y poética, protagonizada por un personaje de parecida estirpe a la del barón von B. [Bagge] de Hoffmann (Los hermanos de san Serapión, sexta parte) o el violinista mendigo de El pobre músico de Grillparzer, y que al igual que ellos sabe formular «los juicios más certeros y profundos sobre lo escuchado» pero «es un horror cuando toca». Todos los sabios consejos que el barón von B. imparte a su «protegido» sobre el arte del violín se vienen abajo estrepitosamente en el mismo instante en que se pone a tocar. Esta estampa grotesca de un adinerado diletante, mecenas y coleccionista de valiosos instrumentos antiguos, se modula de manera más patética en la figura del pobre músico de Grillparzer, que con menos aspavientos ejemplifica una igual contradicción entre su sensibilidad musical y el pobre resultado que obtiene cuando rasca las cuerdas de su violín. Entre estos dos entes de ficción, el querido y valorado Viejo Capitán de Schumann representa una postura intermedia, ni tan grotesca como la del barón, ni tan desoladora como la del pobre músico. Elevando a su «poético» y «aristocrático» personaje a la categoría de símbolo, Schumann sublima literariamente su menosprecio de las habilidades meramente técnicas, y hace suyo el gesto de su admirado Beethoven cuando aseguraba, ante un aturdido Schuppanzigh, lo muy poco que le importaba su «miserable violín».

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Quién sabe cuánto tiempo la sinfonía de la que estamos hablando hoy [la «Grande», en do mayor, de Schubert] habría permanecido en la oscuridad y tapada por el polvo, si no hubiera acordado yo con Ferdinand Schubert el envío de la partitura a Leipzig, a la administración de la Gewandhaus, o al músico mismo encargado de dirigirla [Mendelssohn], a cuyo ojo afilado no se le escapa ningún tímido brote de belleza, y mucho menos una belleza manifiesta, radiante, magistral. Así ocurrió. La sinfonía llegó a Leipzig, fue escuchado, comprendida, vuelta a escuchar y admirada casi unánimemente».
«Y cuando yo le contaba cuán imborrable era la imagen de él sentado al piano, un profeta perdido en sus visiones, y cómo, mientras tocaba, habitaba uno en el sueño por él creado, y cómo, concluida cada pieza, tiene la costumbre incurable de acariciar con un dedo el teclado aún vibrante, como para desasirse del poderío de su ensoñación, y cómo debe cuidar su vida frágil… ella [Beda/Clara] se apretaba contra mí, con alegría y con miedo, y quería saber más y más cosas de él. Chopin mío, hermoso ladrón de corazones, nunca te envidié, salvo en ese momento».
Traducción de Pablo Gianera
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