[Prepublicado en El Cuaderno, 25-II-19]
En las páginas iniciales de Bailén, el cuarto de sus Episodios nacionales, Galdós brinda la palabra a un curiosísimo personaje: un veterano combatiente de Austerlitz que se vanagloria de conservar estampadas en su antebrazo ¡nada menos que las herraduras del caballo de Napoleón! Era quizás ese mismo corcel blanco que despertó el entusiasmo de Heine cuando, con solo trece años de edad, lo vio trotar alegremente por las calles de Düsseldorf, acariciado por la marmórea mano de su dueño. O el que David pintó, erguido sobre sus patas traseras, rebosante de energía, a punto de trasladar a su egregio jinete a las alturas del San Bernardo. El interés que el caballo ha despertado entre artistas y literatos a lo largo de la historia no es sino el reflejo —más o menos consciente— de su trascendencia en el devenir de la Humanidad: del caballo de Alejandro, Bucéfalo, al que reclamaba Enrique III, a cambio de un reino, en la célebre tragedia de Shakespeare; del tarpán de Atila, el belicoso Othar, al anónimo y agonizante jamelgo que nos pintó Picasso en su sobrecogedor mural… Una galería infinita de ilustres cuadrúpedos donde realidad y ficción parecen confundirse, pues la huella del caballo ha marcado de manera indeleble nuestra manera de percibir la realidad:
Ladran, amigo Sancho, luego cabalgamos
El caballo ha sido compañero de nuestras aventuras más gloriosas, pero también de los trabajos más duros y humildes. Nos ha trasladado por todo el mundo y ha participado en conquistas y expediciones sin cuento, inviables sin su concurso. Ha muerto en primera línea de combate, aterrorizando con su acometida al enemigo; y también en la retaguardia, atado a un carro de suministros o a una pieza de artillería. El caballo ha sido amado hasta el delirio y el disparate —nombrado cónsul por un príncipe romano—; pero también explotado y maltratado, exhibido y sacrificado en todo tipo de crueles espectáculos… El caballo, en suma, ha compartido lo mejor y lo peor del hombre; ha sido una de sus mejores herramientas: una parte sustancial de todo lo que, para bien o para mal, ha gestado a lo largo de la Historia.
El libro de Ulrich Raulff, Adiós al caballo. Historia de una separación (Das letzte Jahrhundert der Pferde, 2016), que acaba de publicar Taurus (editado y traducido por Joaquín Chamorro Mielke), viene a paliar el olvido casi general al que los historiadores —con algunas excepciones— han condenado al caballo. Su estudio bastaría por sí solo, asegura el autor, para configurar, si no una rama de la Historia, al menos un enfoque inédito de una parte muy relevante. El tema es casi inabarcable, y quizás por ello el libro se circunscribe a un periodo concreto: el siglo y medio comprendido entre Napoleón y las dos guerras mundiales. Etapa muy significativa, cuyo término marcó la disolución definitiva del «pacto centáurico» —así lo denomina Raulff— que había unido estrechamente a las dos especies desde la noche de los tiempos.
El libro de Ulrich Raulff, muy documentado y amenizado con ilustraciones de gran interés (que incluyen un álbum fotográfico en color), es muy rico de registros y está escrito, no obstante su rigor y profundidad, con la vocación de llegar a un amplio abanico de lectores. Los primeros capítulos se centran en el protagonismo indiscutible de que gozó el caballo como medio de transporte y herramienta de trabajo, tanto en el mundo urbano como en el rural. Curiosamente, el elevado número de caballos que se movían por las grandes ciudades provocaba parecidas molestias —aunque menos graves para la salud— a las que ahora nos hacen sufrir los vehículos de motor: atascos en el tráfico urbano, accidentes de circulación y la correspondiente contaminación, tanto acústica como ambiental (excrementos, orina, moscas…). El caballo, verdadero «motor de avena», era además la única fuente de energía disponible para las labores agrícolas, en un medio rural que, hasta mediados de la pasada centuria, no contaba con el motor de gasolina o la electricidad. No menos determinante ha sido la importancia del caballo en la guerra. Raulff investiga su participación en las contiendas de la naciente confederación estadounidense, tanto en las luchas contra los indios como en la Guerra de Secesión. Las dos guerras mundiales vieron su progresivo abandono de la primera línea de combate, donde cedió terreno a las nuevas armas y medios mecánicos de locomoción, en una geografía europea cada vez menos abierta y sembrada de vallas y obstáculos. Esta decadencia ofensiva del caballo, que terminó relegándolo a la retaguardia, no fue aceptada fácilmente por las consolidadas caballerías de los ejércitos europeos, que siguieron aferrándose —en ocasiones con consecuencias dramáticas— al prestigo del arma ecuestre. En otro orden de cosas, y también a lo largo del periodo histórico acotado por Raulff, se fue desarrollando un importante conjunto de saberes en torno al caballo, una verdadera ciencia del caballo, impulsada en parte por el extraordinario auge de las carreras ecuestres y el mundo de las apuestas, a las que el autor consagra un estudio denso y documentado. Raulff, que a lo largo de todo el libro presta una gran atención a las manifestaciones literarias y artísticas, nos informa de los primeros estudios anatómicos y cronofotográficos del caballo, que beneficiaron, entre otros, a los artistas románticos y realistas (aunque no tanto a los más experimentales). Otras interesantes investigaciones recogidas por el autor son los estudios lexicológicos del campo semántico del caballo (en alemán), la adopción del estribo y el desarrollo de un arnés más eficiente, el descubrimiento del caballo de Przewalski, así como una simpática semblanza de los estudios en torno a la inteligencia equina protagonizados por Hans el listo y los restantes caballos de Elberfeld. Señalaremos también que El caballo es, para Raulff, el animal «metafórico por excelencia», gran significante de nuestra cultura, tanto en la literatura como en las artes plásticas, donde actúa como emblema del poder y la realeza. El valor simbólico del caballo se extiende a una multiplicidad asombrosa de dominios, como el de las relaciones sexuales, la muerte, o incluso lo sobrenatural en su dimensión fantasmal y terrorífica (La pesadilla, de Füssli, sería un buen ejemplo).

Comanche, el único superviviente de Little Bighorn
Uno de los aspectos del libro que quizás suscite un mayor interés entre los lectores es el relativo al maltrato o sufrimiento del caballo: una cuestión que aflora, de manera más o menos explícita, en casi todos los capítulos —como corresponde a la sensibilidad contemporánea de su autor—, pero que se condensa de manera especial en el titulado: «Turín, un cuento de invierno». Parafraseando un poema de Heine (Alemania, un cuento de invierno), Raulff coloca en el centro de su reflexión un famoso episodio de la vida de Nietzsche. En enero de 1889, el filósofo alemán contempló en las calles de Turín a un cochero apaleando cruelmente a su caballo cojo (un espectáculo nada inhabitual entonces). Hondamente alterado, Nietzsche se abrazó llorando al cuello del animal, llamándolo «mi hermano» y provocando un alboroto que solo cesó con la oportuna llegada del casero del filósofo, que lo apartó del caballo y lo condujo a su alojamiento. Fue el inicio de una locura de la que ya no se recuperaría. Exagerado o no, este emotivo incidente le sirve a Raulff para adentrarse en una nueva visión, la del caballo maltratado: una de las «cuatro figuras sufrientes del XIX que contribuyeron a cambiar el sistema moral». Las otras tres eran el niño obrero, el soldado herido y el huérfano. La correspondiente figura del hombre compasivo se manifestó, por un lado, en las voces que denunciaban, de manera más o menos explícita, el sufrimiento del caballo durante las guerras mundiales; y por otro, en el desarrollo del proteccionismo animal, que parecía responder con su compromiso a una cuestión cardinal planteada por el filósofo Jeremy Bentham:
La pregunta no es si [los animales] pueden razonar ni tampoco si pueden hablar, sino si pueden sufrir
Aunque sería ridículo e injusto pensar que las generaciones antiguas no amaban a sus animales (el maltrato que han sufrido a lo largo de la historia quizás no sea mucho mayor que el que nos hemos infligido mutuamente los humanos), no deja de ser cierto que una de las características del pensamiento ético moderno, al menos en las sociedades del bienestar, es su firme defensa de los derechos del animal: un territorio que no hemos terminado aún de explorar. Al hilo de todo esto, habría que preguntarse si nuestra creciente devoción por los animales, singularmente los domésticos, no esconde alguna importante carencia. ¿Por qué seguimos abrazándonos, como Nietzsche, al cuello del caballo? ¿Qué es lo que hemos perdido y ya no hallamos en ninguna otra parte?
Reseña de Manuel Fernández Labrada
«La compasión por el caballo en la guerra es un motivo muy difundido en la literatura, con un giro bastante peculiar en el siglo XX: el caballo queda definitivamente del lado de las víctimas. A diferencia del siglo XIX —y de todas las épocas pasadas—, el caballo no está ya del lado de los protagonistas de la historia —como parte de una violenta maquinaria que todo lo atropella y pisotea—, sino que él mismo cae bajo las ruedas del progreso. La literatura de las guerras mundiales ve al caballo casi exclusivamente como un animal moribundo, muerto o en descomposición» (traducción de Joaquín Chamorro Mielke).

Los soldados rinden homenaje a los ocho millones de caballos, burros y mulas muertos durante la Primera Guerra Mundial (1918)
Excelente análisis y comentario del libro de Raulff, doblemente cuando es el caballo el que los suscita. Cordialmente, AO
Gracias, Antonio. Un saludo cordial
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