Adina (anagrama de Diana) es el nombre de la heroína de esta deliciosa novelita que la editorial Navona (en traducción de Pilar Lafuente y con prólogo de Jorge Ordaz) ha tenido el acierto de ofrecernos. Perteneciente a la primera etapa creativa del autor (1874), y encuadrable por tanto entre las que me atreveré a calificar «de fácil lectura», Adina constituye un relato encantador con muchos de los elementos característicos de su autor: ambientación italiana, confrontación entre las culturas americana y europea, diálogos magistrales, finura del análisis psicológico, final inesperado… Al igual que en La copa dorada, o en El último de los Valerios, tampoco falta la pieza arqueológica; en este caso un intaglio, un valioso topacio figurado que pudo pertenecer al mismísimo Tiberio, y que será el desencadenante del drama. El cínico y poco atractivo Sam Scrope se aprovechará de la ignorancia de Angelo Beati, un ingenuo y atractivo campesino (su nombre lo dice todo) que encuentra dormido en mitad de la campiña romana (como el Endimión de la fábula), para arrebatarle por unos pocos escudos, arrojados despectivamente al suelo, la valiosa pieza que acaba de hallar casualmente. La venganza de Angelo, una vez sospechado el superior valor de la gema, será inmiscuirse en la relación amorosa que acaba de fraguarse entre Sam Scrope y la bella Adina Waddington, fascinante representación del ideal femenino jamesiano. A estas alturas del relato el lector se habrá dado cuenta ya de la importancia simbólica de los nombres (repárese en el significado de la escena final sobre el puente de San Angelo); pero también de que Sam Scrope merece perder sus dos tesoros… Quizás la resolución de la novela pueda parecernos forzada, a no ser que pensemos que el destino de una persona puede estar cifrado en su propio nombre.
Reseña de Manuel Fernández Labrada