Pocos ensayos he leído últimamente que me hayan deparado mayor placer que este de Antonio Pau, Rilke y la música, que acaba de publicar la editorial Trotta, y donde se examinan, con rigor y admirable amenidad, las especiales relaciones que el poeta de las Elegías mantuvo, a lo largo de su vida, con el arte de los sonidos. Aunque nadie ignora que música y poesía son dos magnitudes artísticas estrechamente vinculadas, yo siempre había tenido la sospecha de que la particular personalidad de Rilke era, de alguna manera, incompatible con el «arte de las musas». Me parecía que una sensibilidad tan extremada como la suya, capaz de verse afectada seriamente por el roce, sobre su rostro, de las manos de un barbero -según le confiesa por carta a su amiga Lou Andreas Salomé-, difícilmente podría enfrentarse a la audición de una obra musical de cierto carácter -pongamos una sinfonía de Beethoven- sin sufrir una grave crisis nerviosa. ¿Podía acaso imaginar a Rilke soportando con estoicismo las maniobras musicales de un vecino pianista, por muy dotado que estuviera, por muy bellas que fueran las piezas interpretadas? Cualquiera que lea este admirable ensayo de Antonio Pau, Rilke y la música, perdonará tan malévolas suposiciones; y, lo que es aún más importante, profundizará en la comprensión de la obra de un poeta que pretendió (y logró quizás) emular a Orfeo con solo palabras. Poemas, fragmentos de prosa y extractos de la abundante correspondencia de Rilke, finamente traducidos por el autor, ilustran los diferentes capítulos del libro, confiriéndole un valor e interés añadido.
A diferencia de otras artes, como la escultura o la pintura, hacia las que Rilke se mostró pronto muy receptivo, la música le supuso, durante una gran parte de su vida, un verdadero desafío. Y es que la música se oponía al silencio, y el silencio era para Rilke la condición previa inexcusable, el suelo fértil donde solo podía florecer el proceso creativo. El silencio permitía, al poeta solitario, escuchar esa «melodía de las cosas» que es la fuente y quintaesencia de toda creación artística. Resulta significativo a este respecto la cita extraída por Antonio Pau de Los apuntes de Malte Laurids Brigge, donde Rilke se hace eco de la sordera de Beethoven, de su obligado confinamiento sonoro, en el que ve una confirmación de su pensamiento. El poeta teme el efecto seductor de la música, perturbador de su débil equilibrio cuando la «gran obra» aún no está acabada. Será preciso esperar, pues, a que, completados los grandes ciclos de Los sonetos a Orfeo y de las Elegías de Duino, el poeta pueda entregarse sin temores ni reparos al arte de los sonidos, una aceptación paulatina en la que ejercieron una importante influencia algunas lecturas y experiencias musicales, todas cuidadosamente analizadas por Antonio Pau. Es el caso del libro de Fabre D’Olivet, La Musique, expliquée comme science et comme art (1896), que le desveló a Rilke el fondo trascendente, supraterreno de la música, que congeniaba con su particular cosmovisión. En las cultas veladas del castillo de Duino, bajo la tutela de los príncipes de Thurn y Taxis, mecenas y melomános a partes iguales, tuvo también Rilke la oportunidad de escuchar música de cámara en un entorno privilegiado (fue allí donde se gestó el alumbramiento de las Elegías): cuartetos de Mozart y de Beethoven. Asimismo influyeron en su acercamiento al arte de los sonidos las relaciones que mantuvo con diversos artistas y personalidades musicales: los compositores Ferruccio Busoni y Ernst Krenek, la pianista Magda von Hattingberg, la clavecinista Wanda Landowska o la violinista Alma Moodie. De estas influencias, la más importante quizás fue la de Magda von Hattingberg (Benvenuta), por la que el poeta experimentó una pasión amorosa no correspondida. La pianista, que admiraba en el poeta su lado espiritual y literario, le presentó a Busoni, y cruzó con él una bella e interesantísima correspondencia, trufada de atinadas y profundas reflexiones musicales. Como manifestación de este cambio de actitud en Rilke, analiza Pau una serie de poemas de los años finales, a partir de 1918, donde se manifiesta de manera casi explícita la «rendición» del poeta al arte de los sonidos. Rilke, que siempre se había mostrado muy reacio a que sus poemas fueran puestos en música (tanto como a su traducción a otras lenguas), «capitularía» también en este último frente a finales de 1925, al proponer al compositor Ernst Krenek (con el que había entablado una reciente amistad) que musicara su trilogía O Lacrimosa. Música y poesía se reencontraban al fin.
Rilke y la música se completa con una detallada cronología y un pequeño, pero selecto, álbum de fotografías. Ahora que nos vemos con tanta facilidad asediados por una avalancha de imágenes triviales o de dudoso gusto, se agradece hallar una galería de fotos tan interesante y esmeradamente reunida.
Reseña de Manuel Fernández Labrada
«Algún día podré soportar la música: cuando sepa que dentro de mí hay un núcleo de existencia que no podrá ser perturbado, y no quede yo a merced de ella, de universo en universo. Cuando sienta en mí suficiente fuerza de gravedad para soportar lo que la música representa: entonces dejaré que su movimiento vibre a través de mí.» (de una carta de Rilke a Sidie Nadherny, 1908; traducción de Antonio Pau)

Rilke y Wanda Landowska