Louise Michel (1830-1905) fue una convencida y destacada anarquista francesa, integrante y combatiente de la Comuna de París, que sufrió en sus propias carnes consejo de guerra y un destierro de diez años a Nueva Caledonia. Sus textos literarios son, como no podía ser de otra manera, rabiosamente comprometidos con la causa de los más desgraciados. Los crímenes de la época (1888) lo conforman una serie de relatos que ponen su foco en la injusticia social de su tiempo, en unas clases sociales entregadas a una brutal lucha, llevada a término en el terreno más extremado, el del crimen y el abuso sexual. En esta selva no hay términos medios ni lugar para los matices: las clases dominantes son verdaderos depredadores de los desgraciados, auténtica carne de cañón. Seguramente podrá reprocharse a estos relatos un exceso de radicalismo, un exagerado regusto por recrearse en lo más bajo e inhumano; pero, aun así, creo que no les falta ni fuerza ni interés. Escritos en un lenguaje directo y sencillo (“En un salón, rica y estúpidamente decorado, se encuentran tres mujeres”), con un ritmo narrativo en ocasiones entrecortado, de párrafos breves y frases lapidarias, con frecuencia sentenciosas («Cuando las hijas de los pobres abandonan el nido, nunca suben de nuevo a la rama»), alcanzan una gran eficacia en la consecución de sus fines, que quizás no sean otros que los de denunciar y despertar indignación. No obstante son también literatura. Una vez más la editorial valenciana El Nadir ha tenido el acierto de presentarnos a un autor de interés que desconocíamos en castellano, y que leeremos –un tanto sobrecogidos por su dureza– en la precisa y feliz traducción de René Parra. Unas páginas introductorias, escritas por Blas Parra, nos ayudarán también a comprender mejor la obra de una escritora a la que los periódicos conservadores de su época apodaron «la virgen roja» y «la petrolera de la revolución».
“Primeros y últimos amores” ejemplifica bien esa sociedad injusta y depravada que desea pintarnos la escritora, en la que hacen infernal pareja el amor y la muerte, pero siempre a costa de las mujeres de la clase más baja. Condenadas por un primer desliz, marginadas en el seno de su propia familia por una mentalidad trasnochada, resultan las víctimas inevitables de una pulsión masculina anormal que parece desconocer los límites entre el deseo y el crimen. La descripción que nos ofrece Louise Michel de los aledaños de la rue Mouffetard, y de los hornos de yeso donde los más miserables encuentran refugio en las duras noches del invierno –comidos de chinches y acosados cruelmente por la policía–, configura algunas de las escenas más dolorosas de todo el libro. En “Rapaces”, dos jóvenes e inocentes bretonas recién llegadas a París son recogidas en una casa donde, bajo la excusa de recibir caridad cristiana (a cargo de la marquesa de Donadieu), son sometidas por miembros de la “buena sociedad” a un continuado abuso sexual. Huidas a su pueblo, nadie las cree, y sólo reciben el desprecio de todos. Un joven paisano que viene a París para indagar la verdad de su denuncia, descubre las instalaciones ocultas de un verdadero matadero… Como era de esperar, la Justicia echará tierra sobre el asunto y los inocentes recibirán un injusto castigo. “La carta anónima” se desarrolla en un terreno menos público, más privado, el de la violencia de género ejercida brutalmente contra las mujeres en el seno de la institución matrimonial. En “Los vampiros” se nos muestra la depravación en su estadio más avanzado. Los dos protagonistas de las horrendas gestas nocturnas en el Père-Lachaise representan clases sociales bien contrapuestas: el bestia de la calle y el desequilibrado de la clase alta, aliados “en los antros a los que acude la futura carne de horca”, pues parece como si sólo en el crimen pudieran unirse ricos y pobres. En este relato la demencia criminal parece extenderse a todas las clases; pero es sólo Pierre Mardi, el hijo del orfanato, el que recibe el castigo; mientras que Jean Eléazar continúa con sus clandestinas transgresiones hasta su cruento final; un final, incluso, sobre el que la hiprocresía social tiende un tupido velo. En “El bello Raymond”, único relato ambientado en época histórica, la de Carlos VI e Isabel de Baviera, se pasa revista al libertinaje de las aristócratas maduras (“De jóvenes las habían perdido, viejas perdían a los demás”), que encuentran un castigo brutal a sus juegos amorosos. Como era de esperar, de los dos culpables pagará el hijo del pueblo, el más inocente. Finalmente, “El viejo Abraël, leyenda del siglo veinte» es una visión profética y utópica de un futuro feliz, bastante ingenua, que nosotros nos hemos encargado ya de desmentir.

El Capitalismo como vampiro, en un grabado de finales del XIX