Como su título ya nos hace adivinar, La muerte de Venecia (1910), del escritor francés Maurice Barrès (1862-1923), se ocupa de la ciudad de los canales en su dimensión más decadente y terminal. El autor nos confiesa que el brillante pasado histórico de la ciudad, la pompa de sus grandes festejos cívicos, su antigua pujanza comercial, le dejan indeferente. Aquella no es su cultura y no se identifica con ella. Lo que le atrae es otra cosa: su descomposición. Para Barrès Venecia es igual a las rosas y magnolias, que «nunca ofrecen olor más embriagador, ni coloración más fuerte que en el instante en que la muerte les proyecta sus secretos cohetes y nos propone sus vértigos.»
En el primer capítulo del libro, «Hasta mediodía en estos barrios pobres…«, acompañamos al autor en su peregrinaje por las zonas más olvidadas de la antigua Venecia. Barrès se apresura a abandonar el Gran Canal para sumergirse en los estrechos y laberínticos canales, verdadera maraña en la que se agazapan decrépitos palacios y desvencijadas iglesias, y en los que la mórbida sensibilidad del escritor hace desfilar las sombras de Tintoretto, Carpaccio, Tiepolo y otros artistas. Quizás las rápidas y complejas indicaciones del escritor puedan confundir al que no conozca Venecia y desee orientarse con precisión. Esfuerzo innecesario. Debe recordar el lector que el propósito de Barrès no pasa por escribir una guía turística: «no es pintar aquí directamente piedras, agua, nubes, sino hacer inteligibles las disposiciones indefinibles en que nos mete el paludismo de esta ruina romántica.»
En «Una velada dentro del silencio y el viento de la muerte» el periplo del escritor se amplía a las islas de la laguna. En su visita a San Michele, la isla de la muerte, Barrès recuerda a Chateaubriand y a Böcklin (¿se inspiró en el cementerio veneciano para su famosa creación pictórica?). Ni siquiera la concurrida isla de Murano, con sus vidrierías y bellos jardines, se libra de la visión pesimista del autor: sus «cinco siglos de arte están demasiado dañados dentro de su descomposición» para que sea posible instalarse en ella. Esta podredumbre se acentúa aún más en la isla de Mazzorbo, donde Barrès se complace en evocar los antiguos conventos de benedictinas, «gordas como codornices» en vida, y que ahora retornan macabramente en las granadas e higos que crecen sobre sus tumbas. Parecidas consideraciones despiertan en la imaginación del escritor las islas de Burano y Torcello, alcanzándose la plena «licuefacción» en los islotes desaparecidos bajo las aguas, o en el de San Francesco del Deserto, donde la desolación casi alcanza lo sublime.
En el capítulo siguiente, «Las sombras que flotan sobre los ocasos del Adriático«, se abre una interesante galería de personajes famosos relacionados de alguna manera con Venecia: Goethe, Chateaubriand, Byron, Musset y George Sand, Théophile Gautier, Taine, Wagner… Las páginas de mayor atractivo me parecen las dedicadas al pintor suizo Léopold Robert, artista desequilibrado al que sus frustrados amores por una aristócrata (la princesa Charlotte Bonaparte) y el letal influjo de la laguna arrastran al suicidio. De los canales, islas y palacios arruinados, Barrès pasa en este capítulo a las sombras de ilustres visitantes extranjeros, verdaderos fantasmas que en algún caso apenas hollaron la ciudad. Los auténticos venecianos, en cambio, brillan por su ausencia, lo que constituye, a mi manera de ver, la principal carencia del libro. Barrès no ha querido (o no ha sabido) extender su mirada a los pobladores naturales de la ciudad, a los que considera quizás poco decadentes para sus intereses: «una población bonachona, ingenua, ignorante del mal: verdaderas palomas». Es decir, desentonan del conjunto. Para el autor francés la población que realmente cuenta es la formada por «cosmopolitas, millonarios o artistas, más o menos establecidos en los viejos palacios históricos y sobre los que pasan incesantes caravanas de turistas». Una simplificación inaceptable que no le quita, desde luego, valor literario al texto, pero que sí lo reduce a una aproximación muy subjetiva y bastante libresca a la ciudad de los canales.
La muerte de Venecia ha sido traducido para la colección «Terra Incognita» (serie menor), de Olañeta, por Juan José Delgado Gelabert.
Bienvenida esta disección tan acertada de este librito, La muerte de Venecia de Barrès.
Celebro personalmente este comentario que capta a la perfección la visión subjetiva que tuvo Barrès por esta su amada ciudad de Venecia romántica y decadente.