Prosper Mérimée (1803-1870) fue un enamorado de España, a la que visitó en numerosas ocasiones y le sirvió de fuente de inspiración para una parte importante de su obra literaria: Carmen, Las ánimas del purgatorio, La perla de Toledo, El teatro de Clara Gazul… Estas Cartas de España las conforman un conjunto de cuatro textos, fechados en Madrid y Valencia, en el año de 1830 (con anotaciones posteriores), que parecen esbozar en cuatro pinceladas la España más negra y profunda: «Las corridas de toros», «Una ejecución», «Los ladrones», y «Las brujas españolas». Pero nada más contrario al espíritu de este exquisito autor francés que el recrearse en los detalles sórdidos. No son ciertamente goyescas estas amables estampas literarias, llenas de colorido y aderezadas con la amenidad de sus mejores textos narrativos.
«Las corridas de toros» es una interesantísima y amena crónica de la fiesta, vista por por un extranjero culto al que no se le escapa la crueldad del espectáculo (mayor incluso que la de hoy en día, con sus cuatro o cinco caballos muertos por toro, o las banderillas ardientes), pero que se confiesa incapaz de cerrar los ojos una vez comenzada la faena. Una parte no desdeñable del encanto de esta carta estriba en la manera de presentar a los lectores franceses algunos detalles de la fiesta. Así, las plazas de toros son circos; las manolas que se sientan en las gradas, grisettes; los alguaciles, crispines; y los toreros aparecen vestidos con un traje que es «poco más o menos el de Fígaro en El barbero de Sevilla«. Pero esto no debe hacernos suponer que la mirada de Mérimée sea superficial ni desatenta, ni deja desprovisto al texto de un interés documental indudable.
En «Una ejecución» el autor es testigo del ahorcamiento de un joven homicida valenciano. La procesión de franciscanos y laicos acompañantes, el confesor y su sermón final, el notario y los alguaciles, la escolta de soldados, la actuación del verdugo, la actitud del público… Toda esta parafernalia religiosa y civil que acompaña al ajusticiamiento cumple -según Mérimée- la caritativa función de aturdir al condenado en sus momentos finales. El autor, que asegura no creer en las ceremonias católicas, las estima en este caso particular, comparándolas con ventaja al «cortejo mezquino e innoble que acompaña en Francia las ejecuciones». Esta visión tan positiva del escritor -seguramente idealizada- se extiende también a los presidios españoles, donde, a diferencia de lo que ocurre en el país vecino, los reclusos no pierden por completo su humanidad. El pueblo nunca los rechaza, pues los vaivenes políticos han hecho entrar en prisión a muchos hombres honrados, y «aunque el número de esas víctimas políticas sea muy pequeño, basta para cambiar la opinión sobre todos los penados».
A diferencia de las anteriores, la carta titulada «Los ladrones» nos ofrece principalmente información de segunda mano. No sin cierta ironía asegura Mérimée haber recorrido Andalucía, de arriba a abajo y durante meses, sin lograr darse de bruces con ningún asaltante, no obstante los espantables relatos de postillones y venteros. Resulta cómico a este respecto su encuentro con los ocho honrados granjeros que vienen de la feria de Écija, armados hasta los dientes, y que confunde en un primer momento con una cuadrilla de maleantes. Tanto en Carmen, como en Colomba o Mateo Falcone (estas de ambientación corsa), Mérimée mostró a las claras su inclinación por el tipo de bandolero, al que no le duele reconocer todos los valores que el Romanticismo obsequió a los «outsiders». En el caso de los bandoleros andaluces, no podía ser menos, y a las muestras de valentía, caballerosidad con las mujeres y generosidad hacia los pobres, añade razones que justifican su necesidad de «echarse al monte». Una profesión que tiene su noviciado como contrabandista , y que aboca inevitablemente al bandolerismo con tan solo perder la montura o tener un sangriento encontronazo con los aduaneros. Finaliza la carta con una serie de curiosas anécdotas referidas al famoso bandolero José Heredia, «el Tempranillo», al que pinta como un verdadero héroe popular.
Finalmente, en «Las brujas españolas«, Mérimée se burla tanto de la extendida credulidad en las «sorcières», como de la fanática adoración popular a las vírgenes locales. La inconsecuencia de la superstición es puesta cómicamente de manifiesto en el personaje de Vicente, guía y acompañante del escritor en su viaje a Murviedro, que es capaz de creerse las mayores patrañas y, a la par, considerar imposible que las brujas monten en una escoba. El relato de las viejas hechiceras que navegan todas las noches de Peñíscola hasta América pone un divertido punto final a la carta.
Esta edición de las Cartas de España que presentamos (en la versión anotada de Manuel Serrat Crespo) acaba de aparecer en la recién estrenada «serie menor» de la colección Terra Incognita de Olañeta. El que desee leer una colección más completa, deberá acudir a la publicada en 2005 por la editorial Renacimiento, donde se recoge además una carta sobre el Museo del Prado.
Reseña de Manuel Fernández Labrada