Esta desconocida novelita del alemán Otto Julius Bierbaum (1865-1910) fue publicada en 1908 , dentro de una colección titulada Historias extraordinarias, y con ilustraciones del genial Alfred Kubin. Samalio Pardulus es un artista solitario y contrahecho -física y moralmente-, pintor de diabólicas monstruosidades, que justifica sus caricaturas atroces del hombre y la naturaleza equiparándose con Dios, que según él obra en sus criaturas (supuestamente hechas a su semejanza) caricaturas aún mayores, a modo de divertimento divino. Es posible encuadrar la figura de Samalio en ese grupo de pintores románticos de ficción que, a la sombra del Salvator Rosa evocado por Hoffmann, muestran una decidida inclinación por el lado oscuro de la naturaleza y la moral, o cuando menos aires mefistofélicos y extravagantes. Según Samalio, que profesa unas opiniones religiosas ciertamente poco ortodoxas, Dios ha muerto, y las criaturas son los gusanos de su cadáver: un macabro panteísmo. Culmina Samalio sus infamias artísticas y teológicas incubando un amor incestuoso por su angelical y bella hermana Maria Bianca (la plasmación artística de esta malsana pasión es un lienzo que permanecerá oculto hasta el final, y donde radica la clave artística y moral de la novela). Para vencer la pureza de la virgen, las potencias del infierno le prestan su ayuda (aquí es donde la novela se acerca más al modelo gótico), logrando transmutar al ángel en «ramera del diablo» (al menos, según el punto de vista del pintor Giacomo, el narrador). Al igual que con el famoso relato del Vurdalak, la maldad se extiende por la familia del pintor, y vemos en las últimas páginas al mismo padre del artista -que ha venido desde Roma para intentar salvarlo- convertido «al mal» por la simple contemplación del enigmático cuadro y las implicaciones morales y estéticas que se desprenden de él: bajo su mirada, la ramera se transmuta en Venus, y el pintor-centauro en un crucificado. Tan solo el maestro Giacomo, que ha enseñado a Samalio a pintar (¡) y es testigo escandalizado de todos sus errores, permanece libre del contagio, amparado quizás por su mediocridad.
La novela, felizmente «redescubierta» para los lectores españoles por la editorial valenciana El Nadir, se nos ofrece traducida por Lara González, y acompañada de unas atractivas ilustraciones de René Parra, que ha sabido armonizar muy bien su trabajo con el tono y los colores de la narración.