El epistolario cruzado entre Hermann Hesse (1877-1962) y Stefan Zweig (1881-1942), publicado por Acantilado en la traducción de José Aníbal Campos, nos ha de servir, al menos, para constatar dos hechos importantes: De un lado, el exquisito cuidado que los literatos de entonces concedían al género epistolar (en principio, efímero), que juzgaban una importante herramienta en el desarrollo de su carrera; de otro, la diversa manera en que dos personalidades literarias contemporáneas encararon y superaron las grandes crisis históricas de la primera mitad del siglo XX. Ya en las primeras cartas se nos ofrecen dos maneras contrastadas de vivir el oficio de escritor: de un lado Hesse, el autor de escasísimos medios que se dirige a su colega para solicitarle un libro suyo que no puede comprar; y de otro Zweig, el acomodado hijo de un industrial que nunca conocerá las estrecheces económicas. ¡Qué petulante resulta el segundo cuando alardea de sus fáciles viajes!: «Dios sabe dónde estaré a lo largo del año, tal vez con las golondrinas en el sur, tal vez de nuevo en Francia o en Alemania, pero seguramente no por mucho tiempo en Viena. Pero, en fin, ¿quién pretende convertirse en un astrólogo?» (IV, 05). Pronto se nos muestra también el diferente temperamento de los dos corresponsales: el extrovertido Zweig, maestro de las relaciones públicas, frente al huraño y solitario Hesse, que busca su refugio en la naturaleza y rechaza la ciudad. Resulta ilustrativo a este respecto el episodio en que Hesse expresa reiteradamente el deseo de que su retrato no aparezca en la monografía que su colega se propone dedicarle en un semanario alemán, exigencia que no dejará de producir un cierto enojo y perplejidad a Zweig. Pero ni estas ni otras muchas diferencias impedirán el desarrollo de una cordial y extensa relación epistolar (1903-1938), en la que se trasluce, sobre todo, una acertadísima comprensión literaria mutua. Zweig, que parecía el mejor situado en la dura carrera de la vida, será a la postre quien peor resistirá la presión histórica de su tiempo, quizás por su situación demasiado visible en el contexto internacional. El autor más leído en lengua alemana del momento puso fin a su vida en 1942, en Petrópolis (Brasil), donde había intentado sin éxito apartarse de un mundo en ruinas que terminó sepultándolo. Se completa esta edición con un esclarecedor epílogo de Volker Michels, que reflexiona agudamente sobre una llamativa discordancia que comparten ambos escritores: un extenso y fiel público lector, pero una escasa atención de la crítica especializada, que prefiere ocuparse con autores de más difícil exégesis.
Reseña de Manuel Fernández Labrada