August, de Christa Wolf

En el famoso filme de Orson Welles, Ciudadano Kane, los últimos pensamientos del protagonista retrocedían a un episodio de su infancia en apariencia insignificante, resumido en una palabra misteriosa que provocaba el desconcierto de sus biógrafos. Solo el espectador de la película descubría, al final, el significado del enigma; esto es, que una vida llena de sucesos y triunfos puede quedar eclipsada por el recuerdo de un simple juguete: Rosebud. No cabe duda de que también los escritores, cuando llega el momento de hacer balance, vuelven con frecuencia su mirada a la infancia. Las experiencias más anodinas, incluso las más dolorosas, olvidadas durante mucho tiempo, regresan revestidas de una nueva luz. Se impone, quizás, la necesidad de hacer las paces con uno mismo, como también con los demás. Descubrimos entonces que la infancia, ya perdida en el pasado, era el tesoro más preciado de todos, y deseamos salvarla mientras aún quede tiempo… Mucho de esto hay, me parece, en este encantador relato, August (2011), compuesto por Christa Wolf en el último año de su vida. Una narración muy breve que tiene como referente dolorosas experiencias de exilio y de enfermedad. Unos hechos de enorme dramatismo que se rememoran bajo una mirada melancólica aunque también comprensiva. Reconforta comprobar que la escritora, tras una larga vida a la que no le faltaron ni amarguras ni desengaños, es capaz de ofrecernos todavía un texto tan bello y optimista, donde los valores humanos brillan por contraste y se asume una sabia reconciliación con el propio destino.

Ahora que se cumplen, además, sesenta años de la construcción del Muro de Berlín (iniciado el 13 de agosto de 1961), no es mal momento para volver la mirada y reencontrarnos con aquellos escritores que, por diversas razones –casuales en su mayoría–, se quedaron al otro lado. Es el caso de Christa Wolf (1929-2011), una de las figuras literarias más significativas de la República Democrática Alemana. Nacida en la Prusia oriental, en los territorios alemanes que a partir de 1945 pasaron a ser de soberanía polaca, Christa Wolf se vio obligada a emprender, coincidiendo con los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial, un duro y peligroso exilio hacia occidente. Refugiada con su familia en Kalkhorst, a orillas del mar Báltico, dentro de las fronteras de la que luego sería la RDA, la novelista vivirá también la penosa experiencia de verse internada en un sanatorio para tuberculosos habilitado en el Castillo de Kalkhorst, el mismo en el que se desarrollan las experiencias del niño August. Aunque las principales obras de Wolf fueron publicadas en nuestro país hace ya tiempo, una nueva editorial de peregrino nombre, Las migas también son pan, nos ofrece ahora una atractiva edición de este emocionante testamento de la escritora alemana. Un relato tan breve que correría el riesgo de pasar desapercibido, si no lo salvara la belleza deslumbrante de su prosa, el interés autobiográfico de los sucesos narrados y la pura emoción que atesoran sus apenas treinta páginas.

Convencida defensora del marxismo, Christa Wolf militó durante muchos años en el partido socialista alemán (SED), aunque con el paso del tiempo dejó traslucir un cierto distanciamiento ideológico. Así se testimonia en su libro Noticias sobre Christa T (1968), una obra que provocó, por su individualismo confeso, una gran sorpresa y malestar en el régimen que gobernaba su país. En su novela Lo que queda (publicada en 1990, aunque escrita, al parecer, en 1976), no solo desvelaba (a destiempo, según sus detractores) algunas de las miserias de la ya extinta Alemania del Este, sino que también confesaba haber colaborado, como informante, con la mismísima Stasi. Por otro lado, el hecho de que Christa Wolf expresara su oposición a la reunificación de Alemania (una postura compartida con Günter Grass) puede parecernos, desde nuestra perspectiva actual, un error de bulto (¿Adónde iríamos ahora, pobrecitos de nosotros, con tan solo media locomotora?). Pero ella tenía sus razones; unas razones que todavía seguían bien vivas en 1996, cuando publica su novela Medea: una revisión del mito griego donde la provinciana hija del rey de la Cólquide hace un pobre papel en la sofisticada corte de Corinto: un trasunto de la situación de los alemanes del Este en la nueva nación unificada. Todo este caminar a contracorriente, como era de esperar, ensombreció un tanto su figura, siempre compleja y bastante polémica, lo que no le impidió merecer importantes galardones (entre ellos, el doctorado honoris causa por la Complutense de Madrid), como tampoco el ser considerada una artista literaria de primera magnitud.

Christa Wolf escribió este emotivo relato, August, con la intención de ofrecérselo como regalo a su marido, Gerhard Wolf, con ocasión de su sexagésimo año de matrimonio. Resumía en él uno de sus más amargos —y a la vez más preciados— recuerdos de infancia. Una memoria que se iniciaba con un tren de refugiados bombardeado y un pequeño huérfano que tan solo sabe su fecha de cumpleaños. Aunque la historia se narra desde la perspectiva del niño que da nombre a la novela, August, el personaje con mayor peso es el de la adolescente Lilo, alter ego de la novelista, que inspira un amor platónico en el joven huérfano, tan necesitado de protección. Lilo es una figura femenina poseedora de una sorprendente madurez, generosa y nada posesiva en sus afectos, dotada de un seguro instinto ético (así se manifiesta en su desaprobación de la macabra valentía de Harry). No podemos olvidar que Christa Wolf fue una escritora muy comprometida con la lucha feminista, como se aprecia en esa extensa galería de mujeres fuertes que protagonizan casi en exclusiva todos sus escritos, y a la que habría que añadir esta adolescente tan desprendida y valiente que es Lilo.

Narrado en tercera persona, el relato se desarrolla en dos órdenes temporales diferentes, de importancia y extensión desiguales, pero cuidadosamente entrelazados y correspondientes a un mismo personaje, August. De un lado, el individuo ya adulto: un viudo melancólico y solitario que evoca los sucesos de su infancia mientras conduce un autobús de turistas en un viaje de Praga a Berlín. Un trabajador a punto de jubilarse que completa sus evocaciones de niñez con el recuerdo de su desaparecida mujer, Trude, a la vez que da testimonio indirecto del modesto medio social en que vive. De otro lado, el niño huérfano internado en el sanatorio para tuberculosos del Castillo de Kalkhorst, que nos ofrece una desgarradora pintura de los otros niños que comparten su mismo destino. Ese aire malsano que respirábamos en el célebre balneario de Thomas Mann lo encontramos también aquí, en este tétrico Castillo de las polillas, acrecentado por las grandes penurias que sufren sus habitantes. Aunque en el relato también se recogen las semblanzas de personajes adultos (médicos, enfermeras, pacientes mayores, etc.), los verdaderos protagonistas son los niños y adolescentes internados, cada uno de ellos con su particular historia dolorosa, sufriendo en soledad las heridas que la guerra de sus mayores les ha dejado como único legado. La novelista consigue plasmar un emocionante contraste entre aquellos niños piadosamente ignorantes de su situación, la mayoría, y aquellos otros que se han visto obligados a asumir un rol de adulto. Es el caso de la ya citada Lilo, que colabora en el cuidado de los enfermos mientras sufre la pesada carga de saber quiénes van a morir.

Pero la narración no se remite tan solo al destino de un puñado de vidas individuales, los niños y adultos que pueblan este vetusto sanatorio emplazado en un lugar inapropiado y malsano —como se señala repetidas veces—, donde esperan un triste desenlace atendidos por un personal escaso, padeciendo grandes penurias de alimentos y calefacción. La mirada de la novelista va mucho más allá. En el relato del bombardeo que sufre el tren de refugiados en que viaja August, así como en otras alusiones que encontramos en el discurso del personaje adulto, no es difícil descubrir un comentario oblicuo a esas olvidadas tragedias que sufrieron muchos alemanes inocentes durante la contienda, silenciadas por los vencedores y extirpadas de su memoria por las propias víctimas en una suerte de piadosa amnesia colectiva. Pocos alemanes se han atrevido a hablar de ello. Es el caso, entre otros muchos, del hundimiento por un submarino soviético del barco de refugiados Wilhelm Gustloff (1945), un drama denunciado por Günter Grass en su novela A paso de cangrejo; o los devastadores bombardeos de las ciudades alemanas (Dresde, Colonia, Hamburgo) por la aviación aliada, con millones de víctimas civiles, tal como aparece reflejado en esa estremecedora indagación antibelicista de W. G. Sebald: Sobre la historia natural de la destrucción.

No es posible terminar la reseña sin referirnos al excelente epílogo que acompaña a esta bella edición de August, escrito por el traductor, Marcos Román Prieto, profesor de la Universidad de Sevilla y especialista en la figura de Christa Wolf. Marcos Román no solo nos facilita todas las claves necesarias para comprender el denso texto de Wolf, sino que también nos aporta interesantes datos biográficos de la autora, como también un completo panorama de las circunstancias históricas en que se ambienta el relato. Es el caso del drama humano que supuso el desplazamiento, en pleno invierno, de los más de diez millones de emigrados que –al igual que la novelista– corrieron a refugiarse a la otra orilla del Óder durante los últimos meses de la contienda. Completa su texto el traductor con un útil mapa de las fronteras entre Alemania y Polonia. También con algunas fotografías antiguas del Castillo de Kalkhorst: añejas imágenes que contribuyen a incrementar el hechizo que nos provoca este estremecedor relato.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«Tampoco sabía si el bombardeo sobre el tren que transportaba a los refugiados tuvo lugar antes o después de cruzar el gran río, ese al que llamaban Óder, pues estaba durmiendo cuando sucedió. Cuando comenzó el estallido y la gente se puso a gritar, fue una mujer desconocida, y no su madre, la que lo agarró del brazo y lo sacó del tren. Después, él se lanzó sobre la nieve detrás del terraplén y permaneció tumbado hasta que el ruido cesó, y el maquinista gritó a todos los que aún vivían que debían subir inmediatamente. August no volvió a ver nunca más ni a su madre ni a esa mujer desconocida. Sí, allí quedaron personas esparcidas por el campo que no subieron a aquel tren, que continuó enseguida el viaje».
Traducción de Marcos Román Prieto
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Memorias de un antihéroe, de Kornel Filipowicz

Parece que la figura del antihéroe goza de una asentada tradición literaria. En un famoso fragmento lírico conservado, Arquíloco de Paros (s. VII a. C.), poeta y mercenario, se jactaba de haber abandonado su escudo en el transcurso de una batalla, a fin de ponerse a salvo con mayor facilidad. El detalle parece tan relevante (la ética guerrera espartana exigía «volver a casa con el escudo o sobre él») que algunos filólogos han llegado a ver en dicho poema nada menos que el testimonio de un primer declive de la épica. El motivo tuvo éxito, desde luego, y después lo encontramos en otro poeta griego, en Alceo, que tambien deja su escudo en manos enemigas. Unos siglos más tarde, todavía Horacio se vanagloriaba en una de sus odas de haber arrojado el suyo en la batalla de Filipos (42 a. C.). Las cosas han cambiado poco desde entonces, y en la célebre novela de Stephen Crane, La roja insignia del valor, la primera acción bélica del protagonista consiste en tirar el fusil y salir corriendo. Los griegos disculpaban la cobardía de sus ejércitos echándole la culpa a Pan, que provocaba en los soldados, al igual que en los rebaños, un pánico invencible que los ponía en fuga. Nosotros le quitamos hierro al asunto amparándonos en el instinto de conservación y en la repugnancia que nos inspiran las guerras. No resulta demasiado difícil ponerse en el lugar del antihéroe. Sobre todo, cuando no se sabe muy bien por qué se lucha.

Una de las más sorprendentes y originales recreaciones de la figura del antihéroe la encontramos en Memorias de un antihéroe (Pamiętnik antyboatera, 1961), del escritor polaco Kornel Filipowicz (1913-1990). Una novela admirablemente escrita, que atrapa irremisiblemente al lector desde la primera página, y que ahora podemos disfrutar en la estupenda traducción de Teresa Benítez, publicada por la editorial barcelonesa Las afueras. Ambientada durante la invasión alemana de Polonia (1939-45), la novela tiene como protagonista a un acabado ejemplo de antihéroe; pero no de aquellos que —como Alonso Quijano o Lázaro de Tormes— alcanzan sus fines conquistando el aprecio de los lectores. Hay muchas variedades de antihéroe (sobre todo en la literatura moderna), y el que ahora nos ocupa es de los de última clase; es decir, de aquellos con los que resulta imposible identificarse. No es la suya una disculpable debilidad de un momento, como tampoco una cobardía vergonzante que se intenta ocultar. Todo lo contrario. El protagonista de Memorias de un antihéroe expone sin tapujos sus pensamientos y acciones más viles, disfrazando su egoísmo y falta de compromiso bajo los ropajes del sentido común, esbozando una filosofía del sálvese quien pueda a la que pretende elevar a principio universal, relativizando cualquier valor que no sea el de la propia supervivencia. Un antihéroe que tiene mucho del trepa sin escrúpulos, dotado además de una desconcertante sinceridad que ni tan siquiera parece un ejercicio de cinismo.

La personalidad de Kornel Filipowicz no parece corresponderse, desde luego, con la figura del antihéroe. El escritor polaco luchó en la guerra contra los alemanes, participó en la resistencia antinazi y fue apresado e internado en varios campos de concentración. Simpatizante de la izquierda desde muy joven, Filipowicz padeció, al igual que otros muchos escritores e intelectuales centroeuropeos, la paradoja de vivir sus últimos años enfrentado a la deriva totalitaria del régimen que gobernaba en su país. Estos y otros datos, de gran utilidad para una mejor comprensión de la novela, los hallaremos en el interesantísimo prólogo que abre el libro, escrito por el recientemente desaparecido Adam Zagajewski (1945-2021), que nos regala además una vívida estampa de la personalidad de Filipowicz, que se extiende incluso a la de su compañera, la eximia poetisa Wisława Szymborska (Premio Nobel de 1996). Pero, sobre todo, Zagajewski sitúa al novelista en el contexto de la literatura polaca de su tiempo. Ajeno a los juegos experimentales de otros insignes escritores de su país, como Gombrowicz o Witkiewicz, Filipowicz fue un autor de talante más clásico, moderado y humanista, que en sus escritos prefiere siempre sugerir más que afirmar (Memorias de un antihéroe es un texto ejemplar a este respecto), que deja libre al lector para que valore y extraiga sus propias conclusiones. Una muestra de confianza que el lector siempre agradece.

La sorpresa inicial que nos depara la lectura de la novela creo que se explica por la descarada sinceridad de que hace gala el protagonista en la crónica de sus infamias. Esto viene magnificado, sin duda, por la nula intervención del autor en la historia, que nos ahorra cualquier juicio propio sobre su personaje, al que deja defender sus ideas sin contrapeso; es decir, le permite modular sin contradicción alguna, en todos los tonos imaginables y en las más variadas circunstancias, la cantinela de que él, por así decir, nunca volverá a pasar hambre. Solo algún destello de feroz ironía nos permite adivinar la opinión del autor. Así sucede cuando le hace decir a su personaje (que había sido abofeteado previamente por un oficial de las SS): «estampó en mí el sello de ciudadanía que me ha permitido vivir en paz durante tres años». El lector se queda, pues, a solas con el antihéroe, en libertad plena para juzgarlo según le parezca, lo que probablemente le incitará también a plantearse, haciendo un ejercicio de honestidad, qué hubiera hecho él en una situación similar; o lo que resulta todavía más inquietante, a preguntarse cuántas personas preferirían seguir la cómoda senda del antihéroe si se les presentara la oportunidad. En cualquier caso, parece segura la intención del autor: avisarnos del peligro que entraña la falta de compromiso, una debilidad en la que todos estamos siempre a punto de recaer.

Otro rasgo muy llamativo del protagonista es su completa falta de empatía hacia los perdedores. El patriotismo no es, desde luego, uno de sus puntos fuertes. Así lo testimonia la mirada favorable que dirige al ejercito alemán vencedor, contrastante con el desprecio que le merecen los soldados polacos derrotados, con sus uniformes arruinados en un solo día de combate y sus viejos fusiles de la Primera Guerra Mundial. Su nula simpatía por los vencidos es el apoyo que le permite levantar la cabeza sin sonrojo. Es decir, sustituye la vieja táctica de rebajar al enemigo por otra aún más mezquina: rebajar al amigo para poder traicionarlo luego sin complejos. Otro recurso del que se vale para acallar cualquier escrúpulo consiste en relativizar todo lo que sucede a su alrededor, acogiéndose a una especie de fatum histórico al que le parece poco inteligente oponerse. Las fronteras cambian, también los gobernantes y algunos nombres, pero los países permanecen. Consumada la ocupación, el periódico local, tras unos días de confusión, vuelve a publicar ecos de sociedad, chistes y la misma hoja filatélica de antes. Todo ha cambiado y todo sigue, aparentemente, igual. Es fácil cerrar los ojos y dejarse llevar por una indiferencia cobarde, como la de esos pobres animales de rebaño que escuchan impávidos, sin espantarse, las detonaciones de los disparos que los van diezmando. ¿Solo nos sentimos concernidos cuando nos golpean en la cara?

Al protagonista, por de pronto, no le va nada mal en su papel de antihéroe. Mientras todo el mundo sale corriendo al enterarse de la llegada de los alemanes, él termina tranquilamente sus vacaciones en el campo, actuando en todo momento como un espectador neutral de los hechos. Retornado a la ciudad, encuentra su apartamento en perfecto estado de conservación, y puede volver a disfrutar de sus pequeños lujos burgueses. La nueva situación de excepcionalidad le permite, además, regodearse en algunas miserables ventajas: nadie le reclamará ahora los pagos pendientes de sus nuevos muebles y de la bicicleta. Es el mezquino consuelo del no hay mal que por bien no venga. Tampoco experimenta incomodidad alguna al percatarse de que los judíos andan por las calles ignominiosamente marcados con una cruz, ni tan siquiera cuando descubre entre sus filas a algunos de sus conocidos. También se burla de todos aquellos que aseguran ingenuamente que la guerra apenas durará un año, pues los países de occidente en bloque acudirán pronto al rescate de Polonia. La mirada que dirige a sus compatriotas es fría como el hielo, y donde otros verían gestos heroicos, manifestaciones patrióticas o afán de rebeldía, él solo descubre zafias bravuconadas condenadas al fracaso. Aplaude la delación y se ratifica en su derecho a disfrutar de una vida tranquila al precio que sea. Para él lo heroico no es un valor moral, sino, en el mejor de los casos, el precio que algunos pagan interesadamente para alcanzar una fama póstuma (pero que no está en modo alguno garantizada). En consecuencia, pronto lo veremos iniciar una cómoda senda de colaboracionismo con los enemigos de su patria, adoptando incluso una identidad alemana. Pero la guerra, que ha ido cambiando de signo de manera lenta pero imparable, lo privará de su ventajosa posición, relegándolo de nuevo a una situación de incertidumbre en la que lo prioritario será, una vez más, asegurar la propia supervivencia.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Lentamente la profesora fue asomando la punta del cañón por la ventana entreabierta de la buhardilla y empezó a disparar. Disparó y disparó, y repuso todos los cargadores hasta llegar al último. Y qué cosas, ¡disparó cien balas y mató solo a dos alemanes! La vi al día siguiente; la trasladaban en un coche descapotable. Llevaba un vestido negro con lunares blancos, tenía la boca torcida, debajo de la nariz una mancha negra, uno de sus ojos estaba cerrado, como si todavía apuntara a un objetivo, y llevaba el pelo enmarañado, como gallina mojada. Una loca. ¿Era esa la apariencia de un héroe? ¡Valiente heroísmo! ¡Eso era una bazofia! Iba sentada entre dos oficiales alemanes. Uno lucía unas gafas con montura dorada. Ambos tenían una expresión muy tranquila y amable».
Traducción de Teresa Benítez
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Mi amor, la osa blanca, de Vitali Shentalinski

Algo tienen los desolados paisajes polares que nos fascina, quizás porque provocan en nosotros, al igual que los desiertos, la experiencia de lo sublime: una cualidad propia de los lugares inhóspitos y peligrosos, dotados de una belleza especial que nos atrae y nos espanta a la vez. En el mundo antiguo, las fronteras de lo conocido las marcaban, aparte de los océanos, los grandes arenales deshabitados y las extensiones heladas del norte. Allí no había nada que mereciera la pena buscar. Para el hombre moderno, en cambio, los desiertos, los polos y los glaciares, las dilatadas estepas o las montañas más inaccesibles parecen guardar un mensaje valioso que conviene descifrar. Son parajes donde podemos experimentar la sensación de sentirnos una gota de agua en la inmensidad. Territorios ideales para los ascetas y filósofos (Zaratustra nos habla desde un desierto), nos instan a profundizar en nosotros mismos, a conocernos mejor. También nos ponen en ocasiones a prueba, al obligarnos a enfrentar los peligros que representan. No es extraño, pues, que muchos poetas y artistas vean en su extrema reducción la quintaesencia de una belleza sublime y trascendente. Esta sensibilidad está detrás de algunos paisajes y representaciones polares de Friedrich, como también en muchas páginas memorables de Saint-Exupéry, Pierre Loti o Théodore Monod. Es la misma «magnífica desolación» de que nos hablaba Buzz Aldrin, el segundo hombre que pisó la luna.

Una parecida fascinación compartió el escritor ruso Vitali Shentalinski (1939-2018), que en los últimos años de su vida volvió la vista atrás, a sus diarios, para poner a punto este bellísimo relato de aventuras polares: Mi amor, la osa blanca, fruto de su estancia de 1971 en la isla de Wrangel, emplazada a 160 kilómetros al norte de la Siberia oriental. Un valioso recuerdo de su juventud, no obstante las grandes privaciones y peligros que se vio obligado a arrostrar. Pero aparte de un enamorado conocedor de las latitudes árticas, Vitali Shentalinski fue también un importante investigador de la literatura soviética, un pionero en el estudio de los escritores represaliados bajo el régimen soviético (Bábel, Bulgákov, Ajmátova, etc.). Al amparo de los nuevos aires de la perestroika, Shentalinski logró acceder, a finales de los años ochenta, a una abundante documentación clasificada, tanto del KGB como de otras instituciones rusas, que le permitiría posteriormente, durante la primera década de este siglo, sacar a la luz cuatro títulos de gran interés: Esclavos de la libertad, Denuncia contra Sócrates, Crimen sin castigo y La palabra arrestada, todos ellos publicados en nuestro país por Galaxia Gutenberg. Esta misma editorial pone ahora a nuestro alcance el último libro de Shentalinski: Mi amor, la osa blanca, un texto en las antípodas de sus monografías literarias, referido al estudio y protección de los animales salvajes. Dotado de un estilo rápido y espontáneo, propio de un diario de campaña, el libro no renuncia a reflejar en sus páginas la belleza natural de los paisajes árticos. Aparte de abundantes noticias y descripciones relativas al comportamiento animal (que incluyen avistamientos de zorros polares, búhos y renos), el diario recoge también interesantes observaciones geográficas, climáticas, o incluso etnográficas. Las reflexiones y confesiones personales tampoco están ausentes del libro de Shentalinski, que encuentra en el nada complaciente escenario de sus aventuras la mejor escuela imaginable de valores. Ya lo decía Hölderlin: «allí donde crece el peligro, crece también lo que nos salva».

Las aventuras polares de Shentalinski se habían iniciado en 1960, en esa misma isla de Wrangel, donde permaneció durante tres años trabajando como operador de radio. Su posterior experiencia con los osos polares transcurre a lo largo de los meses de febrero a abril de 1972, aunque no saldría a la luz hasta 2018, tal como nos informa el propio autor en el epílogo de la edición. La expedición, compuesta solo de dos miembros, venía comandada por el zoólogo Stanislav Biélikov (en la actualidad, un especialista mundial en el oso polar, miembro de la Academia de Ciencias Naturales de la Federación Rusa). Aunque Shentalinski no era un naturalista, sus estancias anteriores en la isla de Wrangel, así como su formación en la Escuela del Ártico de Leningrado lo recomendaban para ocupar el puesto de técnico auxiliar de la expedición, una tarea que le permitía cumplir con su deseo de regresar a un lugar que tanto añoraba y tomar notas para su futuro libro. Pertrechados muy modestamente (ni siquiera cuentan con un equipo de radio), viajando en una motonieve sueca que se cala a cada instante, la pareja de aventureros consigue a duras penas alcanzar su meta inicial: un pequeño refugio de madera (balok) en los aledaños del macizo montañoso de Dream Head. Las dificultades de esta primera travesía (se ven obligados a completarla a pie) son ya un anticipo de las muchas otras que deberán enfrentar durante su estancia en la isla. Aparte del peligro que entrañaba acercarse a los osos polares («el mayor depredador del planeta Tierra»), los expedicionarios padecerán los embates de un clima durísimo, viéndose obligados a sufrir las terroríficas ventiscas que golpean con frecuencia las paredes de su balok, que en ocasiones les impiden salir a trabajar y hacen descender la temperatura interior hasta los veinte grados bajo cero. Una empresa de investigación muy arriesgada que adquiere, sobre todo en las últimas páginas del diario (esperando un rescate que no llega), tintes verdaderamente heroicos.

Auspiciada por el Laboratorio Central de la Protección a la Naturaleza de Moscú, la expedición tenía como finalidad el estudio del oso blanco, y más concretamente, el de su fase de reproducción. La isla de Wrangel constituía un lugar privilegiado a este respecto, pues durante los meses de invierno las osas preñadas abandonaban la banquisa ártica para refugiarse en tierra firme, a fin de parir en el interior de unas guaridas que excavaban en la nieve. Llegada la primavera, tras haber permanecido en hibernación durante todo el invierno, las osas salían al exterior acompañadas de sus crías, ya perfectamente formadas. Y ese era precisamente el momento escogido para la llegada de Biélikov y Shentalinski, que debían cumplir con un ambicioso programa de investigación: valorar el estado de la especie y de su ecosistema, hacer recuento de ejemplares, estudiar el emplazamiento, configuración y dimensiones de sus guaridas, pesar y marcar ejemplares, recoger excrementos, fotografiar y filmar a los animales (una veintena larga de estas extraordinarias fotos ilustran el libro). La expedición coincidió, además, durante sus primeros días, con la llegada de unos tramperos ocupados en capturar osos jóvenes para los zoológicos, circunstancia que nos brinda interesantes apuntes complementarios, y alguna que otra escena pintoresca (como la pelea nocturna de los oseznos capturados bajo las literas del refugio). Las dos expediciones, como no podía ser de otra manera, se prestan mutua ayuda ―la de los tramperos está mucho mejor equipada―, lo que no impide a Shentalinski criticar una práctica que, aunque legal, condena a los animales capturados a «una vida penosa». La condición auxiliar de Shentalinski, su mirada no estrictamente profesional, lo sitúa en una posición ideal para concitar la identificación del lector actual. Incluso en su propia tarea de zoólogos, Shentalinski expresa en ocasiones sus diferencias con Biélikov, señalando la perturbación que supone para los animales la intromisión en su hábitat natural (para marcarlos o pesarlos deben anestesiarlos previamente, disparándoles jeringas con sernylán). Aunque un inesperado y amenazador telegrama de las autoridades recorta de manera inapelable sus actividades (se les prohíbe anestesiar y marcar ejemplares), no serán de poco mérito los logros alcanzados por la expedición. Así, por vez primera, el hombre asistirá al momento tan especial en que una osa y sus cachorros abandonan la guarida tras su largo confinamiento. En su epílogo de 2018, Shentalinski hace una postrera valoración de la expedición, que, no obstante la modestia de sus medios («puede parecer chapucera, mal equipada y temeraria»), fue una de la primeras de un ciclo que se prolongaría durante muchos años, que alcanzaría importantes resultados en la protección del oso blanco, y que merecería para el parque natural de la isla de Wrangel la consideración de Patrimonio de la Humanidad.

La osa blanca, con todo su glamour de estrella en la lista roja de las especies amenazadas, no es la única protagonista del relato. Recortándose contra el sublime escenario de las soledades polares, el autor nos descubre una estupenda galería de tipos humanos, fraguados en su lucha diaria contra un medio siempre hostil. Son los suyos unos perfiles de gran fuerza y atractivo, que no necesitan de retoques artísticos para cautivarnos («es imposible que uno sea más listo que la vida misma, esta le da mil vueltas a cualquier escritor», opina Shentalinski). Es el caso del guarda del parque natural de la isla, Zdenia Pléchev, así como de su esposa Elia: una especie de marsupial ―según el autor― que puede llevar en el bolsillo sin fondo de su delantal tanto una bobina de hilo para coser como una llave inglesa. O el conductor Kolia Yezhov, el lacónico y habilidoso mecánico que arregla cualquier desperfecto sin decir una palabra (solo abre la boca cuando está bebido), poseedor de un «alma generosa aunque profundamente escondida». Pero la figura de mayor relieve es la de Eplerequey, un cazador chukchi (etnia paleosiberiana) que habita en uno de los rincones más inhóspitos y salvajes de la isla, acompañado de Timnerultinoy, su diminuta pero enérgica mujer, y los perros de su trineo. Un ingenuo personaje que exhibe en la pared de su refugio un retrato de Lenin para contrarrestar las murmuraciones maliciosas de quienes aseguran que los yanquis vienen a visitarlo con frecuencia… ¡en un submarino! (Alaska está a un tiro de piedra de la isla, y desde la casa del esquimal puede escucharse la radio de Nome emitiendo música de Jazz). No son pocas las sorpresas y aventuras que aguardan al lector en las páginas de este emocionante diario. Una de las últimas corre a cargo de un grupo de turistas de riesgo que aparece inopinadamente en mitad de la noche. Son siete jóvenes provenientes de los Urales, que viajan sobre sus esquís, construyen iglúes para pernoctar y desean ver osos polares. Tras la alarma inicial que despiertan en los dormidos zoólogos (en su duermevela, Shentalinski cree asistir a una invasión norteamericana) vendrá la fiesta. Esa noche en el balok podrán fumarse cigarrillos y se escucharán cantos rusos.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«A continuación, una caminata de unos diez kilómetros, fantasmal e inolvidable. Nos introducimos en una cañada. Oscuridad total, avanzamos a tientas. En algún lugar de por aquí, algo más a la derecha, al pie de la ladera debe de estar el balok, nuestro refugio a partir de ahora… Lanzamos una bengala y lo avistamos: ¡ahí está! Pegado a la pendiente, apenas visible bajo la nieve. A la luz de la linterna distinguimos un estrecho túnel excavado en la nieve en dirección a la puerta de entrada. Las puertas son dos: la exterior y la interior. Dentro, literas grandes y pequeñas de dos pisos, una vieja estufa de hierro. Una de las dos ventanas está cegada por una chapa de madera y la otra, de cristal, presenta una obra maestra de arte decorativo —una maravillosa planta de hielo—. En los rincones hay restos de nieve».
«Me viene a la memoria el rostro del chukchi Eplerequey, marrón, de cutis cortado por el viento, un rostro de expresión abierta, incluso, de cierta amplitud, con el reflejo de las nubes voladoras en los ojos. Desde siempre, desde el día en que nos conocimos, supe que allí, en el último confín de la superficie terrestre más próximo al Polo Norte, había una persona».
(Traducción de Andréi Kozinets)
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La lucha por el futuro humano, de Jeremy Naydler

Alguna grave desconfianza debemos albergar hacia nuestro futuro, cuando las utopías se van retirando de nuestro horizonte de expectativas. ¡Qué lejos quedan aquellas sociedades tan perfectas ideadas por Platón, Moro, Campanella o Francis Bacon! Lo que ahora seduce a los escritores es su reverso negativo, la distopía. Huxley, Bradbury y Orwell imaginaron algunas de las más representativas de nuestro tiempo. Es como si nos pareciera más razonable sospechar que nuestro proyecto de Humanidad terminará torciéndose. El reiterado aviso de que estamos devastando el planeta, junto con los tibios remedios que arbitran los poderes públicos explican sobradamente este pesimismo que padecemos. No todas las distopías se fundamentan en la crítica de un avance tecnológico descontrolado, pero no deja de ser un elemento importante en muchas de ellas. El tipo de progreso que tanto se admiraba hace cien años, basado en el culto a la máquina, es ahora uno de los más cuestionados. En las novelas de Jules Verne, uno de sus más señalados profetas, ya se detectaban señales del peligro. Así, en El secreto de Maston, un sabio excéntrico no dudaba en modificar el eje de rotación de la Tierra, valiéndose de un potente cañón, a fin de explotar los recursos minerales de los casquetes polares derretidos (parece que Verne también fue visionario en esto). Que no se consiga culminar semejante disparate por culpa de un pequeño error de cálculo no deja de constituir un desenlace bastante inquietante. Se ha dicho que el Romanticismo representó una reacción ante los escasos avances reales que la Ilustración aportó al bienestar humano. A nosotros, la última centuria, a pesar de sus innegables éxitos tecnológicos, también nos ha impartido duras lecciones, y no es raro que los escritores hayan rebajado mucho el tono de sus elogios. Ahora, quienes mejor cantan las bondades del progreso son los ideólogos del transhumanismo y las grandes corporaciones tecnológicas.

Estas y otras parecidas reflexiones surgen tras la lectura de un nuevo libro que acaba de publicar Atalanta: La lucha por el futuro humano: 5G, realidad aumentada y el internet de las cosas, de Jeremy Naydler. Un texto de enorme interés y actualidad, que coloca en la diana de su crítica a esas tres grandes avanzadillas del progreso tecnológico, a las que el autor engloba bajo la etiqueta de revolución digital. La desconfianza que despiertan en una parte importante de la población mundial no es un fenómeno nuevo ni sorprendente. La lucha por el futuro humano recoge cinco ensayos de diferente data (publicados originalmente entre 2000 y 2019), reunidos, actualizados y prologados por el autor en 2020: un resumen riguroso y sugestivo de la situación actual, apoyado en numerosos estudios y conjugado con una visión filosófica muy personal. Las preocupaciones de Naydler se extienden, por una lado, al ser humano en su globalidad, tanto en lo que respecta a su salud física como espiritual; pero también a nuestro entorno, al parecer, gravemente amenazado. El peligro para la vida natural no procede tan solo de las radiaciones electromagnéticas de que se valen las nuevas tecnologías digitales del 5G, sino también del abandono en que dejaremos al mundo real si se cumplen los pronósticos de una futura migración a lo virtual. Es preciso subrayar que Naydler no propone en su libro un rechazo a los avances tecnológicos, ni la adopción de posturas extremas o marginales. Hasta los mayores adalides de la ciencia reconocen que el vertiginoso avance tecnológico no nos deja tiempo para reflexionar. Aunque nuestra confianza en el progreso ya no es tan ciega como lo era hace cien años, sí parece ser lo suficientemente firme como para que nos entreguemos con cierta ligereza a todo cuando se nos presenta bajo la etiqueta de novedad tecnológica. Subraya Naydler que el no quedarse atrás en un mundo de competencia globalizada podría ser una explicación a la aparente sordera de los poderes públicos ante todos los avisos. Lejos de encarnar profecías apocalípticas, en el libro de Naydler solo se respira el sano sentido común de quien no desea subirse a un tren sin preguntar antes cuál es su destino.

El ser humano siempre ha vivido alimentando la ilusión de que su futuro será mejor que su presente; y el desarrollo tecnológico, con sus promesas, novedades y continuos perfeccionamientos, se acomoda mucho a tales expectativas. Esta cualidad tan humana nos hace especialmente vulnerables a los aspectos más oscuros de la tecnología. Uno de los más divulgados es la adicción que nos produce el uso frecuente de los dispositivos digitales, que nos vuelve dependientes, según Naydler, de «algo transitorio y esencialmente externo a nosotros». Así lo testimonian los numerosos estudios y encuestas que se han venido realizando en las últimas décadas, y que señalan una adicción creciente en las sociedades avanzadas. Otra consecuencia es la fragmentación psíquica que en ocasiones padecemos. Nuestro espacio personal ya no es tan inviolable como antes, pues en cualquier momento y lugar podemos ser interrumpidos. Aunque apagar el móvil es una posibilidad real, el mantenerlo encendido se ha convertido en una norma social difícil de desafiar. En esta misma línea de fragmentación psíquica sitúa Naydler nuestro moderno desempeño de la multitarea (hablar por teléfono mientras conducimos o paseamos al perro quizás sea una de sus manifestaciones más sencillas y visibles), que tanto estrés produce, según todos los estudios. La habilidad para emprender múltiples tareas a la vez constituye uno de esos valores, aparentemente modernos (la multitarea es un concepto acuñado en el campo de la cibernética), que insidiosamente se introduce en nuestros hábitos (como la idea de que deberemos cambiar de trabajo numerosas veces a lo largo de la vida), de tal manera que llegamos a conceptuar como logro lo que en realidad es una servidumbre. También nos advierte Naydler de los peligros que entrañan las diferentes identidades que nos permiten adoptar los juegos y redes sociales virtuales. Los desórdenes psicológicos que puede provocar ese enmascaramiento son innegables (la literatura al respecto es abundante). El verdadero reto, opina Naydler, es «vivir con plenitud en el mundo real». No todos estos fenómenos preocupantes de la tecnología digital están en una misma fase de desarrollo. Es el caso de la denominada realidad virtual, aún en ciernes. El objetivo de la industria que la promueve es que permanezcamos el mayor tiempo posible online, lo que exige que las vivencias artificiales ofertadas sean cada vez más indiscernibles de las reales: un mundo cuyas imágenes prefabricadas, sin embargo, supondrá un empobrecimiento para la mente humana. Pero el futuro más preocupante para Naydler es el que pinta al hombre convertido en un cíborg, al incorporar directamente a su cerebro las interfaces que por ahora son externas.

La senda que conduce al acoplamiento de la tecnología digital al cuerpo humano se inició, hace ya casi una década, con el advenimiento de los primeros relojes inteligentes, seguidos luego por las gafas que permiten combinar nuestras percepciones con la información externa que nos suministra la denominada realidad aumentada. Se configura así una nueva realidad híbrida que nos desvía de nuestro «encuentro directo con el mundo». Estadios posteriores, aún en desarrollo, prevén el uso generalizado de implantes neurales o lentes de contacto biónicas. En otro orden de cosas, pero también muy relacionado con lo anterior, sitúa el autor al llamado internet de las cosas, cuya primera consecuencia será la pérdida de privacidad, pues no cabe duda de que los dispositivos puestos a nuestro servicio recopilarán en todo momento nuestros datos personales, dejándonos expuestos a la vigilancia de empresas y gobiernos (Shoshana Zuboff ha acuñado un término que define a esa nueva situación: «capitalismo de la vigilancia»). Desplazando su mirada del hombre al medio natural, Jeremy Naydler nos recuerda también que el funcionamiento de todos estos dispositivos conectados solo será posible gracias a una red mundial de transmisión de datos, lo que se traducirá en una brutal electrificación del aire que respiramos (los efectos perniciosos de la radiación electromagnética, tanto en lo que atañe a hombres, animales y plantas, aparecen expuestos en diferentes partes del libro, siempre muy documentados). El autor dedica uno de los cinco capítulos de su libro a pintarnos el horizonte del 5G, al que no duda en calificar de «ataque múltiple», en virtud del amplio impacto que ocasionarán las radiofrecuencias emitidas. Hablamos de las antenas de la red terrestre, emisoras de ondas milimétricas de alta potencia: cientos de miles de miniestaciones casi imperceptibles situadas en cualquier lugar. Por otra parte, la puesta en órbita del enjambre de satélites necesario para dar cobertura a la transmisión de datos (más de 100.000, según algunas estimaciones) exigirá el correspondiente gasto de cohetes propulsores que los pongan en órbita, con el consiguiente daño a las capas protectoras de la atmósfera. Todas estas tecnologías digitales confluirán, si se cumplen los vaticinios de los teóricos del transhumanismo y de la singularidad, en un mundo donde quedarán abolidas las diferencias entre el ser humano y la máquina, la realidad física y la virtual.

Aunque las respuestas que el autor propone ante este reto tecnológico están repartidas a lo largo de todo el libro, es en su último capítulo, Traer la luz al mundo: nuestra más profunda vocación humana, donde adquieren un rango predominante. En sus planteamientos filosóficos, Naydler subraya la contraposición entre el electromagnetismo y la luz. Para el autor, la luz natural representa, en relación con el pensamiento humano, lo que la electricidad supone para la inteligencia artificial. En su valoración de la luz frente a la electricidad («una fuerza hostil a la vida», según Rudolf Steiner), Naydler se fundamenta en una tradición filosófica milenaria y universal. El objetivo de este capítulo sería, pues, el de sugerirnos una base espiritual que nos pueda fortalecer en la lucha práctica contra los abusos de la tecnología; o expresado de otra manera, el de ayudarnos a desarrollar un contrapeso humanista desplegado en un horizonte más imaginativo. En este sentido obra también el original enfoque del segundo capítulo del libro, donde un relato mítico persa, el Himno de la perla, le sirve al autor de paradigma comparativo a una serie de fenómenos que giran en torno a la consideración del hombre como una simple máquina biológica, y al cerebro como un ordenador neural. La extrañeza que puede producir en algún lector la particular índole de este capítulo de cierre (contrastante con los documentados estudios científicos expuestos en las páginas anteriores) nos indica hasta qué punto hemos renunciado a cualquier tipo de pensamiento espiritual, siquiera alegórico, para ayudarnos a entender el mundo. Naydler no se limita a recopilar encuestas y estudios críticos, sino que también pretende dar una respuesta más amplia, entroncada en una tradición humanista. Y es en esto en lo que el libro se diferencia de otros muchos que nos vienen avisando del peligro, y donde radica su aportación más personal. Para Naydler esto no significa en modo alguno renunciar al activismo militante ―el autor insiste en ello― ni al empleo de argumentos científicos como réplica. En un orden menor, el autor nos anima también a seguir estrategias de carácter más individual, como la introducción en nuestras vidas de expresiones artísticas «no mediatizadas por las máquinas», la meditación profunda, el contacto directo con la naturaleza, el compromiso con su conservación o el ejercicio de nuestro sentido crítico. Unos remedios modestos que ―poniéndonos pesimistas― parecen presuponer una cierta claudicación. Es como si la gran batalla ya la hubiéramos perdido, y ahora tocara replegarnos a las barricadas y luchar casa por casa, defendiendo pulgada a pulgada nuestro espacio de libertad.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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«El resultado es que nuestras vidas se fragmentan cada vez más. El espacio psíquico que creamos cuando estamos hablando con un amigo, paseando por un bosque o leyendo un libro no está tan protegido como antes. Puede ser literalmente invadido por cualquiera que desee ponerse en contacto con nosotros. Lo que sufre aquí es la introversión. La moderna tecnología de las comunicaciones trabaja en contra de la creación de lugares seguros donde alimentar la introversión. Aunque tenemos la opción de apagar nuestros dispositivos, las expectativas que la sociedad ha depositado en ellos al abrazar ansiosamente todas sus ofertas conspiran para que los mantengamos encendidos. Nos vemos así arrastrados a un estilo de vida cada vez más extrovertido, en el que sutilmente se han restringido las posibilidades de ahondar en nuestra comunión con la naturaleza, con nuestros amigos, con nosotros mismos y con los mundos interiores de la psique y del espíritu».

(Traducción de Antonio Rivas)

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En sueños de otros, de Estefanía González

Aseguraba Terencio, en un dicho ya proverbial, que «nada de lo humano le resultaba ajeno». Entendida la frase como un precepto ético, podría deducirse que nada debería de resultarnos tan sencillo como empatizar con nuestros semejantes. Sin embargo, una de nuestras grandes carencias radica precisamente en la dificultad que experimentamos para ponernos en el lugar del otro. Y es que el camino hacia la empatía exige acometer una delicada operación, la de intentar comprender el mundo desde un punto de vista ajeno, muchas veces contrario al de nuestros propios intereses. Un gran paso que solo podremos dar individualmente y con esfuerzo. Recuerdo a este respecto un famoso relato de Hesse, El agüista, donde el autor narraba su experiencia con un ruidoso vecino de habitación que no le dejaba ni dormir ni trabajar. Una incómoda situación que solo pudo vencer mediante un ejercicio de imaginación que le permitió identificarse emocionalmente con el molesto compañero de balneario. Es una anécdota quizás trivial, pero ilustrativa de lo mucho que puede ayudarnos la empatía en la convivencia con nuestros semejantes. En el caso particular del escritor, esta facultad empática puede resultar especialmente valiosa. Aunque no toda la literatura camina por una senda realista, la empatía ha sido el necesario don de muchos autores que han pretendido dar un testimonio profundo de la sociedad y de sus gentes. ¿Cómo imaginarnos a Balzac, si no es entregado a la ambiciosa tarea de ponerse en el lugar de cada uno de sus infinitos personajes? La mirada comprensiva no es sino una mirada compartida. Decía Freud que «amar al projimo como a ti mismo» es una empresa no solo imposible, sino también radicalmente injusta. Pero quizás sí podamos, al menos, intentar ponernos en su lugar. O mejor aún, compartir sus sueños.

Esta es, quizás, una de las metas que se ha propuesto alcanzar Estefanía González con su nuevo libro, En sueños de otros, que en estos días ve la luz publicado por la editorial Tres Hermanas. Amparada en el valor simbólico de aquellos componentes básicos que los filósofos presocráticos distinguieron en la materia (Aire, Tierra, Agua y Fuego), la escritora asturiana traza una división cuatripartita en su libro: una figurada manera de confesarnos su voluntad de extender la mirada a una amplia variedad de experiencias humanas, de lograr una ubicuidad que le permita ponerse en la piel de un abigarrado conjunto de seres. Autora de dos poemarios anteriores, Hierba de noche (2012) y Raíz encendida (2014), Estefanía González nos ofrece ahora sus primeros trabajos de narrativa, reunidos en un libro de admirable unidad y solvencia. Y es que no hay tanta diferencia, a fin de cuentas, entre poema y prosa breve; al menos cuando comparten un mismo cuidado por la forma, la exploración de sentimientos sutiles, la fina observación y los matices: cualidades todas que informan ese casi centenar de minificciones que recoge En Sueños de otros. Un libro que, sin traicionar su coherencia, reúne textos de muy diversa índole, servidos por una notable capacidad fabuladora, necesaria para dar vida al extenso muestrario humano que puebla sus páginas. Algunos textos nos parecerán muy cercanos al poema. Es el caso de Corro o Tarzán, donde predominan el juego verbal o la sugerencia. Otros, por el contrario, son plenamente narrativos, dando entrada incluso al diálogo y a un tono más coloquial. No faltan tampoco las ficciones enigmáticas o de carácter experimental (En el taller de lectura). Todas las historias, sin embargo, coinciden en un mismo punto, en tener como mejor capital a sus personajes, a los que Estefanía González define muy hábilmente, sirviéndose solo de unos pocos trazos, sin comprometer el equilibrio de unos textos escritos con la vocación de no extenderse más allá de lo preciso. 

El primer apartado del libro, Aire, recoge un puñado de relatos en los que parece bullir un anhelo de liberación: la necesidad de abandonar un ambiente viciado para respirar un aire nuevo y mejor. Así lo manifiestan esas relaciones tóxicas que tan bien retrata la autora. Es la urgencia impostergable de apartarse de una tiranía o de una manipulación: un ansia que expresan, a veces con gran crudeza, quienes la padecen, y que se extiende incluso hasta el deseo de borrar los recuerdos (El señor Marcus, Nunca significa). Esta aspiración, que se sublima en ocasiones mediante la fantasía (como la que derrocha la protagonista de La soledad sonora), se manifiesta aún con mayor plasticidad a través de la experiencia onírica. Encontraremos así sueños enigmáticos, casi surrealistas, de gran belleza poética (Noches rabiosas, Eclipse), de tan difícil interpretación como muchos de los que nos asaltan en nuestra experiencia cotidiana. En otros el significado es más transparente. Tal sucede en El aparcamiento, donde la cuarta planta subterránea de un centro comercial se convierte en la puerta de entrada a un mundo nuevo. Y claro está, también queda la posibilidad de soñar (imaginar) despierto: una habilidad siempre atribuida con cierto desdén a los soñadores, pero que puede convertirse en una envidiable (y divertida) manera de sustraernos a una realidad aburrida y alienante (Cotidianeidad). Además de los sueños y las fantasías, muchos de los relatos que integran este primer apartado (y el libro en general) recogen escenas observadas en la calle, cuya resolución nos provoca a veces inquietantes meditaciones (Un viento épico). Incluso en los gestos compulsivos de alguien que busca infructuosamente algo (Bolso), puede el espectador atento descubrir la señal de una de esas carencias afectivas que aniquilan el alma.

Aunque las cuatro partes en que Estefanía González divide su obra no son, en modo alguno, compartimentos estancos, las experiencias oníricas disminuyen en el segundo apartado, donde predominan los textos con un mayor poso de realidad. El componente más terrenal de nuestra humanidad, el que representa el peso de la materia que nos oprime, parece ser la divisa de un variado plantel de figuras dolientes, necesitadas de cariño, marginadas… Seres con los estigmas de la derrota impresos en su rostro y en sus actitudes. Traumas de infancia (Vergüenza), el sadismo de las relaciones de dominancia (El nuevo), las insufribles presiones familiares (En paz); mujeres que necesitan escapar de un ambiente opresivo (Solito, piscina, ronroneo), ancianos desvalidos (Va y sonríe), niños indefensos, exdrogadictos, enfermos, mendigos… En ocasiones, las escenas se ven suavizadas por un leve humorismo o un inesperado rasgo de humanidad (La ecuatoriana, Mi sol). Y no son únicamente los desfavorecidos quienes protagonizan estas páginas, también son las parejas cerradas en su egoísmo (Rendirse), los autosatisfechos, los amigos de aferrarse a una vida cómoda y sin complicaciones. Entonces la maldad se manifiesta en una visión incapaz de empatizar con el sufrimiento y la miseria, y que en vez de aguardar a comprender juzga con repugnancia. Los relatos parecen así escritos desde la ironía (Perrillos), como invitándonos a compartir una mirada que nos espanta. 

Mediada la lectura, nos adentramos en un nuevo conjunto de relatos donde el elemento acuático constituye un sutil leitmotiv que hilvana los diferentes textos, aunque sin comprometer su fondo. Leemos unas historias que abarcan desde las aguas que nos acunan en el crucial momento de nuestro nacimiento (Fluidos) hasta las que deberemos cruzar en el último día (Festines en sombra). Porque toda la experiencia humana se resume en ese elemento móvil y vivificante, símbolo de una inestimable flexibilidad de espíritu, cuya falta nos condena a convertirnos en piedra insensible. Al igual que en páginas anteriores, también ahora el mundo infantil cobra un gran protagonismo. Para quien desea ahondar en la condición humana, el niño es una fuente privilegiada de aproximación: un cristal transparente que nos permite observar muchas veces lo que el adulto oculta. Así lo vimos en ese estupendo relato de la primera parte del libro, Juegos, donde la crueldad infantil era solo un reflejo anticipado. Ahora, desde una perspectiva más amable (Música, maestro), los niños representan como nadie la saludable y reconfortante fluidez acuática. ¿Hay algo más dinámico y dúctil que un niño? El agua también simboliza, finalmente, ese catalizador que tanto precisamos para reconducir nuestra atormentada humanidad a una situación de equilibrio (Sonido del otoño, Un gesto inútil). Quizás por ello las lágrimas muchas veces nos curan.

Mudando al elemento más contrario, el libro recoge en sus últimas páginas una constelación de textos relativos a la experiencia amorosa: ese fuego sutil del que ya nos hablaba Safo. Es el difícil diálogo entre los sexos, muchas veces insatisfactorio, casi siempre cercano al conflicto. Unos relatos en los que caben todas esas dolorosas pulsiones del eros: esa ineludible danza (Se levantó) que los dioses nos obligan a bailar en beneficio de la perpetuación de la especie (y quizás también de su particular diversión). Un baile que en ocasiones nos obliga a emparejarnos ―grotesto guiñol― con quien menos nos conviene. Presentándose como una coherente continuación de todo lo anterior, estos relatos finales dan vida a una variada casuística amorosa, que comprende mucho de cuanto media entre el difícil debut de una adolescente (Un día marcado) y la amarga despedida de una mujer adulta (La bahía). Son los amores que nos dejan desprotegidos, los tópicos y lugares comunes que los corrompen, los egoísmos que los toman como pretexto; los fuegos que arden demasiado y los que apenas prenden. Quizás también, el humo y las cenizas.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

(Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno, donde podrás leer además una selección de relatos del libro.)

«Me paso las tardes en el puerto. Es tan divertido. Solo tienes que enseñarles una moneda y arrojarla al aire para que se lancen al agua como castores y la saquen entre los dientes. Tienen los cuerpos morenos y fibrosos de pasarse la vida haciendo lo mismo y tiemblan como flanes. Sonríen sorbiéndose los mocos. Aquí se vive como Dios. A veces hago como que la tiro, la moneda, y saltan y no la encuentran, y discuten por si arrojé algo o no, pero no tienen más remedio que intentarlo una y otra vez. Se pelean por ver quién salta el primero, me encanta. Mi favorito es el más pequeño, que tendrá siete u ocho años y parece un mono. A veces viene y se me agarra de la mano, para que me lo lleve. Cada vez que voy de vacaciones, y hace cinco años que repito sitio, me paso las tardes haciendo el juego de la moneda. Ya me conocen todos. A veces invito a alguno a un bocadillo y, te lo juro, comen con un ansia que da gusto. Es lo que más me gusta. Me parto de risa. Los muy granujas. Perrillos.»
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Historia de una novela, de Thomas Wolfe

Thomas Wolfe (1900-1938) fue una de esas figuras dramáticas que nacen como predestinadas a disfrutar de una corta existencia. Tocadas por el genio, y como anticipándose a su limitado futuro, se entregan a una labor creativa implacable, no exenta de ciertas dosis de letalidad autodestructiva. Autor de cuatro inmensas novelas (dos publicadas póstumamente), relatos, poemas y piezas dramáticas, Wolfe escribió también una autobiografía, Historia de una novela (The Story of a Novel, 1936): un resumen apasionado y sincero de la intensa actividad literaria que colmó su vida. Recién publicada por Periférica, Historia de una novela encierra un texto de gran interés, fraguado en un registro cordial y muy cercano al lector, trufado de estupendas anécdotas; una crónica, en suma, con vocación de convertirse en el libro de culto de todos aquellos temerarios que han hecho ―o han pretendido hacer― de la literatura una profesión. Seducido por el modélico fervor de Wolfe, el lector se sentirá arrastrado a meditar sobre el apasionante problema de la creación literaria y sus altas exigencias de compromiso. Pocas vidas más ejemplares, a este respecto, que la de Thomas Wolfe.

Historia de una novela es, además, un texto escrito desde la modestia: la autobiografía de un joven autor que ha saboreado ya el éxito, pero que no se siente todavía autorizado para impartir lecciones a nadie. No encontraremos en el libro, pues, recetas para escribir una novela, y menos aún fórmulas que garanticen al autor novel la publicación de sus escritos. Wolfe solo nos transmite sus propias experiencias y aprendizajes personales. La sinceridad, sin embargo, siempre aporta una luz poderosa a todo cuanto toca, y no serán pocas las lecciones, indirectas al menos, que podremos extraer de la lectura de esta confesión, que toma como bandera la defensa del compromiso sin condiciones. Porque Historia de una novela es el testimonio de una entrega absoluta a la creación literaria; así como la expresión de un insaciable anhelo de memoria, que se traducía para Wolfe en una escritura desbordante, que no estaba dispuesta a orillar ninguna experiencia, por muy insignificante que pareciera. Es como si, anticipando lo efímero de su vida, Wolfe valorara al máximo cada átomo de sus vivencias, cada persona que se ha cruzado en su camino, cada palabra escuchada, cada imagen entrevista… Una difícil meta que nunca se alcanza por completo, pues pretende nada menos que transmutar la vulgar materia de lo cotidiano en los áureos lingotes de lo imperecedero. Una alquimia casi imposible que muy pocos logran.

Autor de una escritura calificada de torrencial, Thomas Wolfe nos brinda en Historia de una novela un texto cuidadosamente estructurado y bien medido. El autor inicia su memoria autobiográfica repasando brevemente el entorno cultural norteamericano que le tocó vivir, así como el suyo propio, correspondiente a una familia modesta y trabajadora de clase media. Sus estudios universitarios, la primera estancia en Londres (1926) o sus modelos literarios (como Ulises, de Joyce) dan pronto paso a la noticia del clamoroso e inesperado éxito que cosechó El ángel que nos mira (1929): una novela de trescientas mil palabras que, en el lapso de unos pocos meses, pasó de sufrir el rechazo de un primer editor ―que la calificó de ejercio torpe y amateur― a proporcionarle a Wolfe un contrato de edición y quinientos dólares de anticipo (una típica historieta en la línea del American Dream). Aunque la autobiografía de Wolfe se centra principalmente en la gestación de su segunda novela, Del tiempo y el río (1935), el autor ha creído necesario comenzar su relato desde antes, dando cuenta de las lecciones recibidas por un autor novel que, de la noche a la mañana, se ve convertido en un personaje famoso. Los éxitos repentinos, en ocasiones, no son fáciles de digerir. Algo así le sucedió a Wolfe con El ángel que nos mira. La presión de entregar pronto su siguiente libro, la responsabilidad que entraña un éxito aún no consolidado o la planificación de una prometedora carrera literaria compusieron un panorama no tan idílico como cabría esperar. Una consecuencia importante de este fulgurante éxito fue la pérdida del anonimato, que el autor vivirá como una experiencia incómoda, sobre todo en lo referido a su entorno más cercano. Creía Wolfe que las experiencias vividas son la únicas que permiten al autor «crear algo que posea un valor sustancial». Sin embargo, es preciso que el escritor sepa distanciarse de sus modelos reales, para no herir susceptibilidades: una lección pronto aprendida por Wolfe, que ilustrará con un puñado de sabrosas y divertidas anécdotas, referidas todas a la hostil recepción que El ángel que nos mira mereció en su ámbito familiar y social más próximo.

Pero el asunto principal de la autobiografía es la gestación de la segunda novela de Wolfe, Del tiempo y el río (1935). Una experiencia agónica que se inicia con su viaje a París y Londres de 1930, y se extenderá, ya de vuelta a su país, hasta finales de 1934. Durante esos cinco años de intenso trabajo, veremos a Wolfe preso de un rapto creativo que lo absorbe por completo. Su ya conocida hipertrofia narrativa, que le dificulta imponer un orden al conjunto, es el principal ingrediente de esta nueva etapa de un autor que necesita revalidar un primer éxito, clamoroso pero único. Su breve estancia en las dos capitales europeas —no se prolongará más allá de la primavera de 1931—, permite a Wolfe ofrecernos su opinión de los denominados «lugares de trabajo»: emplazamientos prestigiosos y cosmopolitas donde la creación artística respira, supuestamente, una atmósfera favorable. Desde su perspectiva particular, sin embargo, tales lugares son solo aptos para «escapar del trabajo». La inspiración que le brinda a Wolfe una ciudad extranjera como París opera a través de la nostalgia que le induce de su propio tierra. Los apreciados escenarios parisinos y londinenses constituyen para Wolfe el telón de fondo que le permite evocar y valorar por contraste aquello que verdaderamente le interesa. Al igual que en su primera novela, también ahora el elemento vivido es lo esencial. El objetivo vuelve a ser escribir un texto que abarque la totalidad de su experiencia, y en el que no quede olvidada ninguna nota de color, sonido o matiz: elementos quizás modestos por separado, pero tan cruciales para el conjunto como las notas musicales de una gran sinfonía. Este prodigioso ejercicio de memoria se saldará con un texto de más de un millón y medio de palabras, cuya acción se extiende a lo largo de ciento cincuenta años y cuenta con más de dos mil personajes. La consecuencia de tanto exceso será una lucha a vida o muerte con el manuscrito, que se resiste a tomar una forma definitiva.

Será en esta difícil coyuntura cuando tome cartas en el asunto el editor del libro, Maxwell Perkins, que convencerá a Wolfe de la necesidad de dar por terminada la novela y consagrar los siguientes esfuerzos a seleccionar y armonizar los materiales escritos. Su «buen amigo» Maxwell será como ese Deus ex machina de las tragedias clásicas, que baja de una nube en el momento oportuno y salva la situación; y lo hará, claro está, poniendo en juego su indudable olfato literario (nos referimos a un editor mítico, que goza de su propia novela y filme), pero también sirviéndose de sencillas dosis de sentido común y sano pragmatismo. Gracias a su editor, el idealista Wolfe aprenderá la dolorosa lección de que «algo que en sí mismo está bien escrito no necesariamente tiene por qué encontrar un lugar en el manuscrito final» (es el caso de ese diálogo entre cuatro personajes que ocupaba ochenta mil palabras en el original). Se inicia, pues, una implacable labor de poda, de cuya dificultad nos ilustra el sorprendente hecho de que el propio Wolfe, pretendiendo escribir nexos de transición entre las distintas partes, fuera capaz de añadir otro medio millón más de palabras al montante, que a su vez fueron eliminadas. La expeditiva medida que arbitrará Maxwell Perkins para poner punto final a tanta desmesura, ya a inicios de 1935, dejará probablemente boquiabierto al lector. Y es que la obra debe acabar en algún momento, para que el artista quede de nuevo libre, y la lección aprendida pueda dar su fruto en textos venideros. Sin embargo, cuando el futuro casi no existe, algo parece que falla. Tantos esfuerzos, tantas duras lecciones aprendidas con tanto sufrimiento, bien podrían darse por buenas en un autor de vida prolongada. No es el caso de Wolfe. Sentimos que un hado adverso ha vuelto a escamotearnos algo importante.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«A lo largo de dos meses, el pueblo cayó en una espiral de furia y resentimiento que jamás imaginé posible. La novela [El ángel que nos mira] fue denunciada desde el púlpito de los pastores de las principales iglesias. Los hombres se juntaban en las esquinas para censurar su contenido. Durante semanas los clubes femeninos, las partidas de bridge, los salones de té y las recepciones, los grupos de lectura y todo el complejo tejido de la vida social de aquel pequeño pueblo quedaron absorbidos por un clamor de indignación. Recibí cartas anónimas llenas de insultos y vilipendios. En una de ellas incluso amenazaban con matarme si volvía al pueblo; otras eran simplemente obscenas. Una venerable anciana a quien conocía de toda la vida me decía en su carta que, pese a no ser partidaria del linchamiento, no movería un dedo para impedir que una turba arrastrara mi “corpachón abotargado” por la plaza del pueblo. Más adelante me informaba de que mi madre estaba postrada, “más pálida que un fantasma” y que “ya no se levantaría más de su cama”».
«El efecto final de esos cinco años de escritura incesante fue la sensación de que no podía descartar nada y que, además, estaba obligado a contarlo absolutamente todo, que nada podía quedar meramente insinuado».
(Traducción de Juan Cárdenas)

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El Invencible, de Stanisław Lem

Recuerdo que un profesor de la Facultad de Filología nos aseguraba a los alumnos que la literatura de ciencia ficción solo proliferaba en aquellos países volcados en la investigación científica, únicos reductos donde se daba el caldo de cultivo necesario para su crecimiento, tanto en lo referido a su escritura como a su recepción. Parece, desde luego, que la supremacía de los autores anglosajones en el género resulta casi indiscutible, al menos en una primera etapa de su desarrollo. Basta con echarle un vistazo al libro de David Pringle, Ciencia Ficción: Las 100 mejores novelas, para comprobarlo. Seguramente, la situación ha cambiado mucho en las últimas décadas. Habitamos un mundo interconectado en el que la noticia y pormenores de los avances tecnológicos y científicos, indudables ingredientes y acicates del género, están al alcance de cualquiera. Y sin embargo, ni siquiera en aquellos lejanos tiempos en que rusos y norteamericanos competían en la carrera espacial faltaban las excepciones. Una de las más ilustres la protagonizaba Stanisław Lem (1921-2006), un escritor polaco que fue capaz de conquistar, valiéndose de su propia lengua, un lugar destacado y muy personal en el panorama de la ciencia ficción internacional.

En España, Lem se leyó mucho en los años ochenta; y creo que no fuimos pocos los que conocimos su obra gracias a aquellas entrañables ediciones ilustradas que publicaba Bruguera. Allí pudimos disfrutar de las imaginativas aventuras del astronauta Ijon Tichy, protagonista de los impagables Diarios de las estrellas. Aunque Lem abandonaría la escritura de obras de ficción hacia finales de esa misma década, editoriales como Alianza o Minotauro continuaron publicando en nuestro país muchos de sus títulos más representativos. En este año en que se cumple el centenario del nacimiento de Lem, Impedimenta celebra la efeméride sacando a la luz una nueva edición de El Invencible (Niezwyciężony, 1964), uno de sus textos de ficción más estimados. Traducida del polaco por Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, la novela viene a sumarse así a los otros volúmenes que integran la Biblioteca Lem: una valiosa apuesta de la editorial madrileña por la difusión, ahora con honores de clásico, de la obra del autor de Solaris; un escritor que supo conjugar sus profundos conocimientos científicos con la preocupación humanista, ya fuera a través de la reflexión, la alegoría o incluso la sátira.

La novela de Lem tiene como núcleo argumental la búsqueda de una nave espacial desaparecida en Regis III: un extraño mundo donde la vida parece haberse refugiado en el mar, dejando en la superficie solo unas ruinas incomprensibles. Dotado de una atmósfera apenas respirable, con una mezcla de metano y oxígeno que la vuelve casi explosiva, Regis III constituye un verdadero rompecabezas para la tripulación de El Invencible: un «crucero de segunda clase» cuya misión consiste en averiguar el paradero de El Cóndor, una nave gemela desaparecida ocho años antes en ese misterioso mundo. El Invencible es una novela muy bien escrita, una space opera (dicho con todos los respetos) cuidadosamente construida, con un crescendo de interés y golpes de efecto muy oportunos; un texto en el que se combinan la acción trepidante, sin huecos ni tiempos muertos, y la reflexión científica, expuesta de manera coral por el variado plantel de sabios que componen la tripulación. Se afianza así la solidez de la trama, que en ningún momento se interna en el terreno de la fantasía propiamente dicha, manteniéndose muy firme en el ámbito de lo verosímil (al menos, para los profanos en las pluralidad de ciencias convocadas: geología, astrofísica, química, fisiología, robótica…). Lem manifiesta una gran habilidad para ir introduciendo los datos relevantes de la historia en el momento oportuno, sin llegar a consarnos nunca, evitando además aquel defecto fatal que encontramos en las novelas más débiles de Verne; esto es, entorpecer la lectura con un lastre teórico que nos impacienta y nos invita a saltarnos párrafos y páginas.

El Invencible es un colosal y sofisticado crucero de dieciocho mil toneladas, portador de un inagotable arsenal de armas de destrucción masiva; un verdadero titán del espacio que tiene su igual en la nave desaparecida, El Cóndor. Más allá de su valor simbólico, el recurso a las naves gemelas supone también un acierto dramático, en cuanto que pone ante los ojos de los tripulantes de El Invencible, un bastión supuestamente inexpugnable, una imagen de aquello que les puede acontecer. O dicho de otra manera: da una medida de la amenaza antes de que llegue a concretarse. El Invencible, además, guarda en sus bodegas otro titán no menos formidable, el denominado Cíclope, un vehículo auxiliar llamado a protagonizar uno de los capítulos más intensos de la novela. Todos estos colosos del espacio, de nombres tan inequívocamente titánicos, nos remiten a esas divinidades primitivas de la mitología griega para las que Karl Kerényi señalaba como única función la de ser derrotadas («incluso cuando alcanzan triunfos aparentes»); un extremo que no ha disuadido al hombre de utilizarlos con frecuencia para bautizar a sus creaciones tecnológicas más ambiciosas. Nombres provocadores, en suma, cuya arrogancia parece estar reclamando un inevitable desastre como castigo: un destino que el lector solo verá si se cumple o no cuando termine de leer esta estupenda novela, en la que también descubrirá, camuflada, la vieja historia de David y Goliat.

Señalaba Freud (El malestar en la cultura) que uno de los primeros dones que nos brindó la cultura para facilitar nuestro dominio sobre la naturaleza (una de las tres fuentes de sufrimiento, junto con la caducidad del cuerpo y la dificultad para regir las relaciones sociales de modo satisfactorio) fue el desarrollo de las herramientas, de las máquinas. ¿Cómo contemplar con indiferencia el espectáculo de su rebeldía? Es entonces cuando se incumple la primera de aquellas tres famosas leyes de la robótica enunciadas por Isaac Asimov: el autómata deja de ser un servidor y se transforma en enemigo. Porque lo temible de la máquina, lo que nos provoca una mayor sensación de peligro es que actúa sin sentimientos. En su tratado sobre la ira, Séneca aseguraba (contradiciendo a Aristóteles) que la cólera era una pasión enteramente inútil, ni tan siquiera conveniente para el soldado. Desde este punto de vista, no hay peor enemigo que aquel que puede destruirnos sin implicarse emocionalmente. Quizás por ello resulta tan terrorífico el desenlace del octavo capítulo de la novela, protagonizado por Cíclope. El inesperado alejamiento del titán por el desierto adquiere un significado aún más ominoso que el de su aproximación a la nave nodriza: la constatación de que se rige por una lógica incomprensible. La espada de Damocles permanecerá suspendida durante «una larga noche» sobre El Invencible, provocando en el principal protagonista de la novela, Rohan, un estado de lucidez que constituirá el mensaje final de la novela.

El miedo a la máquina viene de antiguo. La amenaza del autómata es un tema tratado con frecuencia en la ciencia ficción, o incluso en la fantasía. Hasta el mismo Jasón debió de enfrentarse al coloso de bronce que custodiaba la isla de Creta, Talos. En la actualidad, el temor a la máquina aparece unido a las reticencias que despierta la inteligencia artificial. ¿Es posible que las máquinas adquieran una vida independiente del hombre? ¿Tienen derecho a ello? ¿Es posible la existencia de una inteligencia diferente a la que miden nuestros parámetros humanos? Tales son algunas de las incógnitas que plantea la novela de Lem, que se sustancian en el enfrentamiento con una inteligencia artificial fuera de control. Actores en un futuro remoto, los tripulante de El Invencible no parecen tener problema alguno con sus máquinas hasta que llegan a Regis III, donde sufrirán las consecuencias de la debacle de una civilización extraordinariamente avanzada, la de los «liranos», que dejó abandonadas a sus propias máquinas. La comparación implícita que se establece con el mundo de los insectos resulta muy acertada, aunque no es posible desarrollarla aquí sin desvelar el corazón de la novela. Un tema, pues, que permanece muy vivo hoy en día, quizás más que en el momento en que se escribió El Invencible. Aunque condenada a equivocarse en los detalles, la literatura de ciencia ficción alcanza sus fines cuando se convierte en profecía.

Trascurridas más de seis décadas desde que fuera escrita, ciertas descripciones y fundamentaciones teóricas de la novela han adquirido un innegable sabor de época, sobre todo en lo concerniente al componente tecnológico. Este desfase, propiciado por el transcurso del tiempo, afecta a toda obra literaria, desde luego, pero es en el terreno específico de la ciencia ficción donde representa un obstáculo mayor para la pervivencia del texto, pues afecta a su propia esencia de literatura de anticipación. El notable protagonismo de autómatas de toda laya, de poderosísimos cañones de antimateria, de campos de fuerza protectores, de procesos de hibernación, de desplazamientos interestelares a velocidades cercanas a la de la luz («astronavegación sublumínica»), de recursos energéticos casi inagotables…; en suma, el espectáculo de la avanzadísima tecnología que disfrutan los navegantes de El Invencible parece compadecerse poco con el uso de microfilmes, planos enrollables o fotografías sobre papel (los libros convencionales, por contra, nos hacen un guiño prometedor). Además, como cabía esperar, las aplicaciones informáticas tienen una presencia muy rudimentaria y difusa. Aunque Lem fue un experto en cibernética, y siempre le otorgó un lugar importante en sus textos, tanto teóricos como de ficción, las fechas en que compuso su novela no daban para mucho más. Es preciso señalar enseguida que este inevitable desfase no le quita interés al libro. La esmerada escritura del autor, su habilidad para dotar de verosimilitud al relato dan como resultado la pintura de un futuro plausible, aunque quizás diferente al que ahora, desde nuestra perspectiva actual, podemos imaginar. Al fin y al cabo, la vocación de toda obra literaria que se precie consiste precisamente en eso, en manifestarse inmune al paso del tiempo, en superar lo transitorio de la trama mediante la excelencia literaria o su mensaje, que en el caso concreto de la ciencia ficción suele radicar en su carácter profético. Todo esto se cumple ampliamente en El Invencible, que alcanza su cima en los últimos capítulos, donde al apogeo de la acción se le suma una nueva conciencia de responsabilidad. Tras una noche de amenaza latente, Rohan descubrirá la necesidad de imponerle una diferente dirección a la presencia humana en el cosmos: «No todo, ni en todas partes, es para nosotros». Un mensaje de contención, de respeto al entorno que comprendemos con facilidad. Una filosofía de renuncia que no ha perdido ni un ápice de actualidad.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«Horpach accedió. Consideró, sin embargo, que no podía permitirse arriesgar más vidas humanas. Decidió enviar una máquina que hasta entonces no había participado en ningún cometido anterior. Era un vehículo autónomo de ochenta toneladas destinado a misiones especiales y empleado, por regla general, solo en condiciones de alta contaminación radiactiva o de presiones y temperaturas muy altas. La máquina, llamada coloquialmente de forma oficiosa, ‘Cíclope’, se encontraba en el nivel más bajo del crucero, amarrada por los cuatro costados a las vigas de la bodega de carga. En principio, no se solía utilizar en la superficie de un planeta, y lo cierto es que El Invencible nunca había hecho uso de su Cíclope hasta ese momento. Situaciones que exigieran llegar hasta ese extremo ―en relación a toda la flota voladora― se podían contar con los dedos de una mano. Poner en uso a un Cíclope para algo equivalía, en la jerga de a bordo, a encargarle una tarea al mismísimo diablo: hasta la fecha no se sabía de la derrota de ningún Cíclope.»
(Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz)

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Los dioses de los griegos, de Karl Kerényi

En la mayoría de las ocasiones, los pasos del sabio y del artista recorren sendas muy diferentes, incluso cuando transcurren por idénticos parajes. No es lo mismo explicar un poema que escribirlo, analizar una sonata que interpretarla en el piano. Y sin embargo, a nadie se le oculta que cada uno de ellos, desde su propia esfera de actuación, bien podría fecundar la tarea del otro. Hay dominios, al menos, en que dicha colaboración parece más factible, o incluso deseable. Es el caso del relato histórico o mitológico, donde los conocimientos del erudito, oportunamente modulados, resultan poco menos que imprescindibles para sustentar el vuelo creativo del escritor, que tampoco puede faltar. Un altísimo exponente de esta simbiosis fecunda se manifiesta, sin duda, en Los dioses de los griegos (The Gods of the Greeks, 1951): primera parte de una importante bilogía que el eminente mitógrafo Karl Kerényi (1897-1973) consagró a recrear y contar, respetando toda la riqueza y complejidad propias del mito, las historias de los héroes y divinidades de la antigüedad helénica. Para Karl Kerényi, el mito solo cobra vida mediante su relato. Con la aparición de este esperado volumen, Atalanta cierra un capítulo que iniciara hace unos años con la publicación de Los héroes de los griegos (2009), segunda parte de esta apasionante obra dual. La nueva edición del texto que nos ofrece ahora Atalanta, traducido por Jaime López-Sanz, cuenta además con un oportuno prólogo de Luis Alberto de Cuenca: un bellísimo preludio al texto de Kerényi que contiene una sugestiva introducción general al mito y su significado, interesantes pormenores de la edición y, en suma, todas las claves precisas para aproximarnos a la figura y obra del insigne mitólogo húngaro.

En su estimulante recreación de los mitos, Karl Kerényi, gran conocedor de la lengua, la cultura y la mitología griegas, quiso seguir un camino complementario al del simple estudioso. Su propósito no era otro que el de sublimar las múltiples lecturas del erudito en un texto único de impronta literaria. Es decir, devolver la vida a «los fragmentos de mitología griega que nos han quedado» por medio de un relato que no renunciara a incorporar el complejo sustrato que esas fuentes escritas nos han conservado tan azarosamente. Karl Kerényi se convierte así en una suerte de rapsoda sabio, que oculta su erudición y solo nos ofrece la superficie viva y vibrante de la peripecia mitológica, alumbrando de tal manera un libro que aspira a encuadrarse en la tradición de otros textos de índole más literaria que teórica. Es de admirar cómo Karl Kerényi va devanando en su relato los complejos hilos de la trama mitológica sin que se le enreden entre los dedos, sin llegar a cansarnos nunca, manteniendo despierto nuestro interés por todo aquello que nos está contando, pero también por aquello otro que nos promete para más adelante, y que ahora solo nos insinúa para no lastrar su discurso. De la innegable densidad de este contar de Kerényi se desprende que Los dioses de los griegos es uno de esos libros que nos invitan a compartir una amistad duradera, que no se agota en una primera lectura: un libro que deberíamos releer ―así lo sugiere el propio autor― como un texto literario, como un poema incluso. Al igual que el público de Homero, el lector de Kerényi está llamado a dejarse arrastrar por la magia de la palabra en que se encarna el mito.

En la Introducción que antecede al relato de las divinidades griegas, Karl Kerényi nos ofrece un interesante resumen de sus ideas acerca del mito, poniendo en valor su gran relevancia en el estudio del hombre. Para Kerényi, que compartió indudables afinidades de pensamiento con Carl Jung (escribieron conjuntamente Introducción a la esencia de la mitología, 1942), la psicología humana guarda una estrecha relación con el discurso mítico, que bien podría considerarse una «psicología colectiva». Es así que tanto los sueños como los mitos significan una «externalización directa de la psique». También traza Kerényi en su texto preliminar las fronteras que separan a la mitología de la teología, subrayando en la primera un componente artístico muy determinante, que la emparenta con la poesía, la música, la filosofía o, incluso, con las ciencias; disciplinas todas que interesaron vivamente al autor. Los límites que impone a la creación artística la materia mítica son también un interesante tema de reflexión para Kerényi: unos condicionantes que afectan tanto a un primitivo poeta homérico como al propio Goethe cuando compuso su Fausto. Como era de esperar, también en estas páginas iniciales nos explica Kerényi el propósito de su libro, así como los medios de que se ha valido para construir el relato y los principales obstáculos que ha debido vencer. Para conceder una mayor naturalidad a la narración de las diferentes historias, Kerényi se servirá, como recurso retórico, de «un personaje ficticio que recuenta» e introduce las historias: una voz que parece proceder de un griego de la antigüedad que hubiera cobrado vida y juzgara religión propia todo cuanto narra.

Señala Kerényi que una de sus intervenciones más decisivas ha sido la de armonizar los diferentes mitos en su secuencia cronológica: tarea ardua pero imprescindible para lograr un todo lo más ordenado y coherente posible. Son muchas las tareas que, sin duda, el autor se ha visto obligado a cumplimentar para dotar de unidad a su relato: relacionar mitos, ordenar acontecimientos, trazar paralelos entre divinidades, señalar similitudes, valorar opciones, conjeturar pérdidas, aventurar interpretaciones, enfatizar detalles… Si en cada mito podemos ver un mosaico, algunos parecen haber perdido la mayoría de sus teselas. Podríamos hablar, pues, de una necesaria restauración donde los fragmentos dispersos que han quedado aspiran a ocupar un lugar significativo en un conjunto mayor. También establece el autor puentes que iluminan o refuerzan su discurso (la exposición detallada de las Erinias, por ejemplo, le lleva a referirse brevemente a Orestes), o establece comparaciones con otras mitologías orientales (al hablar de Afrodita, por ejemplo). Una de las premisas más importantes para el autor en la construcción de su relato ha sido la fidelidad a las fuentes que sustentan el libro (para comprobar su riqueza basta con mirar el listado que figura al final del volumen). Este respeto a las fuentes se hace patente en las numerosas ocasiones en que Kerényi las cita, las parafrasea o, incluso, las reproduce «palabra por palabra» (también refiere representaciones plásticas, como las pinturas sobre vasos cerámicos). Todas las intervenciones del autor se desarrollan siempre, pues, dentro del respeto más absoluto a la tradición textual; y procurando no adentrarse más de lo imprescindible en el terreno de los héroes, asunto del otro volumen de su bilogía.

Una elección crucial del autor a la hora de confeccionar su relato ha tenido que ver con la multiplicidad de variantes bajo las que se manifiestan habitualmente los mitos: un obstáculo muy considerable para la consecución de un texto integrador, sobre todo si no se desea traicionar la riqueza de las fuentes ni comprometer la fluidez del discurso. En la composición de su libro, Kerényi no ha «aplanado», desde luego, dichas variantes. Es fácil de comprender que el autor nunca traicionaría el caracter complejo de una cultura que tan bien conoce y tanto ama. Sin embargo, tampoco ha pretendido llevar hasta el extremo su celo de estudioso, o al menos, no hasta el punto en que una excesiva erudición relegara la historia a un segundo plano. De igual manera, el autor tampoco ha querido ablandar la densidad, diluir el carácter «compacto» ―perdido el texto arcaico original― de muchos mitos. Es el caso de aquellos lugares donde se acumulan nombres o se discuten diferentes filiaciones o parentescos. No es necesario leer muchas páginas del libro para constatar que Kerényi concede una gran importancia al significado de los nombres y sobrenombres de cada divinidad, de los que nos ofrece continuas traducciones, pues sus historias particulares «están hasta cierto punto comprendidas en esos nombres». Esto es especialmente pertinente en lo que atañe a divinidades apenas conocidas, de las que nos queda poco más que un nombre (único resto de una historia seguramente perdida), así como a algunas desconcertantes acumulaciones de divinidades. Es el caso de las cincuenta hijas de Nereo, donde el nombre de cada una de ellas (como Cimódoce: «la que junta las olas») aporta un diferente matiz semántico al conjunto.

La admirable fluidez del relato, lograda sin renunciar a la densidad de la materia mitológica, obedece también, entre otras cosas, a que todas las explicaciones o posibles discusiones se desenvuelven en el propio texto, pues las notas reunidas al final del volumen solo recogen las abreviaturas de las fuentes literarias que se siguen en cada momento. Salvo Hesíodo, Homero y algún otro autor de parecido rango (cuyos nombres resuenan con naturalidad en los labios del «narrador ficticio»), la admirable multiplicidad de autoridades en que se sustenta el texto permanece, pues, oculta. Los índices onomásticos y toponímicos posibilitan también una aproximación más particularizada o puntual a sus contenidos. Pero lo más pertinente para el lector que desea disfrutar del relato en su espléndida integridad es que el autor haya subdividido hábilmente los quince capítulos de su libro en fragmentos menores de gran coherencia: estimulantes unidades de lectura artísticamente elaboradas. A ellas se refiere quizás Kerényi en la Introducción cuando recomienda para su libro una lectura sosegada y no muy extensa; o incluso, una relectura. Esto no quita que cada unidad tenga su propio nivel de complejidad, y que debamos adaptar a cada una nuestra particular velocidad de lectura (especialmente en los capítulos de mayor densidad, como los dedicados a las deidades preolímpicas, de filiación más oscura). Kerényi no pretende, desde luego, ofrecernos la mitología en porciones; como tampoco pintarnos parajes amenos o un jardín geométrico. Su propósito parece, más bien, el de introducirnos ordenadamente en una poderosa y laberíntica selva virgen, pletórica de personajes e historias muy diversas y fluctuantes, en ocasiones, complejamente interrelacionadas. Guiados por la sabia mano del autor, será un verdadero placer el atravesarla de un confín al otro. No hay lugar mejor para perderse.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Por otra parte, Ártemis fue siempre descrita como una virgen cazadora, y sus compañeras también eran vírgenes. ¡Pobre del hombre que la espiara cuando se bañaba en los pozos y arroyos salvajes! Por esa ofensa el cretense Sipretes fue convertido en mujer. Muchos conocen la historia de Acteón, hijo de Aristeo y Autónoe y sobrino de Semele, la madre de Dionisos. Es una historia trágica que fue relatada de diversas formas. La versión más conocida dice que Acteón, a quien Quirón había educado para que fuera un cazador, sorprendió a Ártemis cuando ésta se bañaba. La diosa lo castigó convirtiéndolo en ciervo, animal que por regla era su favorito, pero que en esta ocasión sería su víctima. Los cincuenta sabuesos de Acteón desgarraron a su metamorfoseado amo, y a Autónoe le correspondió la atroz tarea de reunir los huesos de su hijo. Seguramente existió un cuento más antiguo en el que Acteón se disfrazaba con la piel de un ciervo y de esa forma se acercaba a Ártemis; en una versión posterior el cazador quiso raptar a la diosa, o bien fue a Semele, la amada de Zeus, a quien codició, de modo que Ártemis echó la piel de ciervo sobre sus hombros. Todos los relatos concuerdan en que Acteón fue despedazado».
(Traducción de Jaime López-Sanz)

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Autorretrato con piano ruso, de Wolf Wondratschek

En un parque de la ciudad checa de Karlovy Vary (Karlsbad) hay un famoso monumento en bronce dedicado a Beethoven. La escultura representa al compositor caminando con ademán resuelto, los labios apretados, cogiéndose con una mano la solapa del abrigo mientras cierra la otra en un puño colosal. La imponente masa de la estatua, así como la altura sobre la que se levanta acrecientan en el espectador la sensación de asistir a la manifestación de una determinación inquebrantable. Y no se engaña. Llegado a Viena con poco más de veinte años, Beethoven necesitó armarse de mucha tenacidad para lograr destacar entre la multitud de músicos con talento que rivalizaban por el favor del público. En un medio tan competitivo como el vienés, la progresiva sordera que comenzó a padecer hacia 1801 ―apenas iniciada su carrera de compositor― suponía además un golpe muy duro, casi definitivo, a sus aspiraciones profesionales, incluso a las más modestas. Pero contra todo pronóstico, Beethoven salió adelante. Es decir, no solo supo sobrellevar con entereza su desgracia, sino que además nos legó ―a pesar de tan grave discapacidad― una obra artística revolucionaria y eterna. También se convirtió por ello en símbolo universal de la lucha contra la adversidad. Obviamente, la escultura citada pretende ofrecer un retrato moral del compositor, plasmar en metal su capacidad de resistencia (de resiliencia, que diríamos ahora). ¡Para «torcerle el cuello al destino» es preciso apretar mucho los puños!

Quizás por ello, Suvorin, el protagonista de Autorretrato con piano ruso (Selbstbild mit rusisschem Klavier, 2018), atesora una colección de postales que repiten todas el mismo motivo: la escultura de Karlovy Vary. Porque Autorretrato con piano ruso, la última novela de Wolf Wondratschek (1943), es una historia de resistencia y de lucha: la de un viejo pianista («antigua gloria» del teclado) que sobrevive, solitario y olvidado, en la ciudad de Viena. Alejado definitivamente de su instrumento, viudo y enfermo, Suvorin ha envejecido cautivo del desengaño y de los recuerdos amargos: «he sobrevivido a todo lo que me podría haber matado». Hay pocas figuras tan patéticas como la del artista que enfrenta su decadencia en soledad, apartado del arte que dio esplendor y sentido a su vida. Una situación especialmente dolorosa en los intérpretes, que, entregados en cuerpo y alma a las insaciables exigencias de su instrumento, quedan como devastados cuando les falta. «No necesitaba nada mientras estuviera tocando», nos confiesa Suvorin, «pero ¿qué podía hacer con las manos en mi tiempo libre?». En la novela de Wondratschek se respira un ambiente ciertamente melancólico y crepuscular, el que corresponde a los recuerdos de un anciano que ha luchado mucho y ha perdido casi todo; un artista sensible que, incluso en sus momentos de mayor gloria, no dejaba de padecer ese desarraigo propio de los virtuosos en gira: «Al final, lo que uno recuerda son las habitaciones de los hoteles, más que los conciertos».

Los encuentros de Suvorin con el escritor que narra su historia tienen lugar en una cafetería vienesa: un marco favorable para que fluyan los pensamientos del anciano pianista, que va desgranando sus recuerdos de manera desordenada, según acuden a su mente. Una memoria que se remonta a episodios tan tempranos como su infancia en el campo o sus primeros estudios con un instrumento que despertaba las sospechas de su deprimido e ignorante entorno campesino. Aunque el mundo de la música ocupa, como cabía esperar, un lugar central en las inquietudes de Suvorin, sus revelaciones adquieren un interés que supera lo meramente artístico. Es el caso de sus meditaciones relacionadas con el absurdo accidente que provocó la muerte de su mujer ―el hado fatal que mueve nuestras vidas―, o las que vienen inspiradas por ese lado trágico que tiene lo perecedero de la condición humana y su obra. Unas confidencias íntimas que provocan, curiosamente, también las del propio narrador, que a su vez hablará de su vocación musical frustrada o de sus traumas infantiles; de tal manera que algunas escenas derivan en la representación de dos soledades enfrentadas. A estas dos voces principales se van sumando otras, en su mayoría de artistas, muchas veces expresadas también en primera persona. Además de una confesión individual, Autorretrato con piano ruso es, por lo tanto, también un retrato colectivo (de una generación de artistas), resuelto formalmente con una admirable originalidad y economía de medios. Las voces de los diferentes personajes evocados por Suvorin se entremezclan en una textura compleja donde ―al igual que en una polifonía musical― lo importante muchas veces no es tanto saber qué voces hablan en cada momento sino qué es lo que nos dicen.

Un hito importante en la trayectoria biográfica de Suvorin lo constituye su descubrimento de que los aplausos que premian sus actuaciones provocan su disgusto, pues ve en ellos una sumisión al orden establecido que le repugna. Siguiendo el consejo que le brinda un desconocido, que ha escuchado sus quejas en un cervecería («interprete lo que no le gusta a nadie y así no aplaudirán»), Suvorin decide abandonar el repertorio pianístico más convencional y consagrar todo su talento a la causa de la música experimental; es decir, al servicio de los sonidos «desgarrados y perturbadores», de las piezas musicales que oponen «resistencia». Su actitud, que bordea peligrosamente los límites de la ortodoxia soviética, despierta enseguida la desconfianza de las autoridades, hasta el punto de merecer la reprimenda de un funcionario del Comité Central de Repertorios, que le advierte: «quien rechaza la alegría de la gente que aplaude, rechaza a la gente». Es preciso señalar, sin embargo, que las críticas a la rígida censura que regía la vida artística del país solo ocupan un lugar secundario en el libro. Aunque Suvorin se encuadra a sí mismo en la nómina de pianistas que tuvieron problemas con el régimen (y que en ocasiones, no siempre, terminaron por marcharse de la URSS), tampoco nos ofrece demasiados detalles, y sus críticas tienen un tono más bien anecdótico, o incluso humorístico. Así, descubriremos que algunos pianistas rebeldes eran obligados a tocar los acompañamientos de las películas mudas en el cinematógrafo; o que, en su caso particular, le sería retirado el piano Octubre Rojo que disfrutaba, viéndose obligado a valerse de otro inferior, marca Estonia: «una copia soviética del Steinway producida de manera industrial» y que se había ganado el sobrenombre de «Panzer» por su tosca fortaleza.

Aunque Suvorin es un personaje inventado por Wondratschek, sus recuerdos y experiencias están poblados de artistas muy reales, en su mayoría grandes pianistas. De ellos, algunos pertenecen ya un glorioso pasado, como Clara Haskil, Sviatoslav Richter, Emil Gilels o Glenn Gould. Otros, por contra, están aún vivos. Es el caso de Elisabeth Leonskaya (1945), o incluso, de la violinista Dora Schwarzberg (1946), que hace una aparición fugaz en la cafetería vienesa donde Suvorin se reúne con su cronista. No le faltan a la novela ni tan siquiera algunas anécdotas divertidas, como las referidas al concierto de Glenn Gould en Moscú, al arresto policial de Beethoven (confundido con un vagabundo) o a la predilección de Richter por los tempi lentos. Por lo demás, me parece que ciertos detalles de la figura de Suvorin están modelados sobre los rasgos de algunas de estas personalidades artísticas. Así, en su rechazo a los aplausos y a los éxitos superficiales me parece ver un reflejo de la particular idiosincrasia del gran Sviatoslav Richter, al que tanto gustaba dar conciertos en pequeñas poblaciones (en su famosa gira de 1985 por Siberia, Richter recorrió las aldeas más modestas al volante de un camión donde llevaba su propio piano; y en la de 1990, no quiso tocar en Madrid pero sí en Albacete). En esta galería de músicos eminentes que pueblan la novela, adquiere también un notable protagonismo el violonchelista austríaco Heinrich Schiff (1951-2016), que se nos presenta como un amigo de Suvorin. A través del cuaderno de notas dejado por Schiff, contemplamos la figura de un artista genial y un tanto estrambótico, víctima ―al igual que Suvorin― de los sufrimientos que acompañan, en ocasiones, al final de una carrera de intérprete: «¿Cómo vives con la idea de que todo ha quedado atrás?». Las miserias de los ensayos con orquesta, las figuras ridículas de ciertos directores o el supuesto amor oculto de Beethoven por el violoncello son algunas de las interesantes reflexiones que nos brinda el artista austríaco: una voz más que se suma a esa sugerente polifonía con la que Wondratschek ha construido su emocionante y original novela.

Antes de terminar, voy referir una curiosa anécdota relacionada con el contenido de la novela, aunque no recogida de manera explícita en sus páginas. En determinado momento, Suvorin explica a su interlocutor cuál era la pieza musical que exigía tocar a todos aquellos que aspiraban a ser sus discípulos: el «Kupelwieser Walzer», de Schubert. Una composición extremadamente sencilla, de apenas una página, pero que le bastaba para evaluar el talento del pianista. Aunque Wondratschek no nos ofrece más detalles, el lector que investigue un poco la historia de la partitura descubrirá que su aparente insignificancia esconde una instructiva lección. Compuesta por Schubert en 1826, como un regalo de bodas para su amigo Leopold Kupelwieser, la pieza permaneció olvidada durante muchísimos años, hasta que en 1943 Richard Strauss se la escuchó interpretar a un descendiente de los Kupelwieser. La composición se había mantenido viva, de manera un tanto milagrosa, gracias a una especie de tradición oral familiar, y así pudo ser finalmente rescatada y difundida universalmente. ¡Otra historia de resistencia!

Reseña de Manuel Fernández Labrada

Esta reseña también la he publicado en El Cuaderno

«Bach, continuó, era el mejor aliado del hombre en la lucha contra la desesperación, contra la idea de la inmensidad de la soledad en el universo infinito. / Nunca hubiera imaginado que, con los años, Bach sería cada vez más importante para mí. Aun así, solo lo interpretaba, cuando surgía la ocasión, en las pequeñas iglesias de provincias; lo llevaba de paseo por las aldeas, por decirlo de algún modo. Bueno, en todo caso Bach es un compositor cuya música combina concentración, silencio y devoción. Se podría pensar que, con él, las ovaciones entusiastas están prohibidas. Las personas que asistían al concierto compartían mi opinión. Los aplausos eran cálidos, educados y fruto de un sentimiento interior, tal y como corresponde. Formábamos una congregación, los que habían escuchado la música y yo».
(Traducción de Eva Garcia Pinos)

«Kupelwieser Walzer»

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La noche y la luz de la luna, de Henry David Thoreau

Cuando el gaditano Columela (4-70 d.C.) escribió su tratado de agricultura (De re rustica), al llegar al capítulo correspondiente al cultivo de los jardines no le pareció descabellado abandonar la prosa y redactarlo en hexámetros. La belleza de la materia (así como el deseo de seguir el modelo virgiliano de las Geórgicas) parecían justificarlo. En la anterior centuria, Lucrecio había compuesto también en verso su célebre De rerum natura, y Paladio, en el siglo IV, dedicaría un poema a los injertos. En época más moderna, Goethe escribe una elegía titulada La metamorfosis de las plantas, una especie de resumen en verso de su homónino ensayo de botánica. Y ya en el siglo XX, un poeta italiano poco conocido, Guido Gozzano, publicaría un largo poema didáctico consagrado a exponer la morfología y costumbres de las mariposas: Le farfalle. Epistole entomologiche (1913-16). El conocimiento científico y la emoción lírica parecen tener, de antiguo, puntos en común. Así se manifiesta también, de manera radicalmente original, en la figura de David Henry Thoreau (1817-1862), un enamorado de la naturaleza cuyos escritos no andan cortos de lirismo. Encuadrable dentro de las coordenadas del trascendentalismo americano, Thoreau fue un atento observador de los fenómenos naturales. El menor detalle cromático, efecto dinámico o rastro olfativo catapultaba su imaginación al terreno de la fantasía más desbordada, de tal manera que su mirada quedaba dividida, por así decir, en dos dimensiones complementarias. De un lado, la que sabía extraer lecciones de historia natural, y era capaz de descubrir la importante acción de las ardillas en la rotación de los bosques; de otro, la que se elevaba a un nivel de lectura más trascendente e imaginativo, desatando la efusión lírica. No debe sorprendernos, pues, que en los vivos colores de los arces otoñales Thoreau vislumbrara «el regreso a la tierra de legendarios faunos, sátiros y ninfas del bosque».

Aunque no son pocos los libros de Thoreau traducidos al castellano en estos últimos años, el volumen que acaba de publicar Ediciones Godot, La noche y la luz de la luna, añade el atractivo de recoger un variado conjunto de textos, relativos no solo a paseos bajo la luz de la luna, sino también a bosques, colores otoñales, frutales silvestres y caminatas a la orilla del mar. Y es que los libros del escritor americano no nacen en el recinto cerrado de un estudio, sino en el transcurso de sus demorados paseos campestres y meditaciones solitarias. Es por ello que Thoreau avisa a los lectores de que sus pensamientos tal vez no les «sean agradables si los prueban en casa». De la misma manera que el ácido sabor de la manzana silvestre solo se aprecia consumiéndola a la intemperie, bajo «el frío punzante de octubre o noviembre», sus escritos ―asegura― solo pueden ser «alimento para los caminantes». Thoreau indudablemente exagera; aunque también es cierto que para disfrutar de sus libros ―esto es, para poder seguir sus pasos en esa doble vía antes señalada― precisaremos imbuirnos de ese estado eufórico que produce respirar el aire libre. Si no somos capaces de ver en las hojas festoneadas del roble escarlata los recortados perfiles de una isla salvaje y remota (donde podríamos «convertirnos en rajás»), quizás nos falte la imaginación y el entusiasmo necesarios para entender y apreciar en todo lo que vale la figura de Thoreau.

La noche y la luz de la luna (Night and Moonlight, 1863) es un texto muy breve, esbozo de un proyecto mayor inacabado, consagrado a glosar las bellezas de la noche lunar: un entorno que pasa desapercibido al hombre que duerme o reposa al lado del fuego, ignorante de las bellezas y secretos que le aguardan a la vuelta de la esquina. Thoreau, que se complace habitualmente en el animado espectáculo que le brindan bosques, colinas y praderas bajo la potente luz del sol, se interna ahora en un escenario de sombras y medias luces que le permiten descubrir en el paisaje insospechados matices que el día no revela. Thoreau es ese caminante nocturno que contempla con simpatía la lucha de la luna contra los escuadrones de nubes que empañan su fulgor, y cuyo inevitable triunfo le llena de satisfacción. El poder restaurador que obra la húmeda luna sobre el mundo natural nocturno es también una excelente oportunidad para ahondar en nuestro espíritu, a la caza de esas ideas y pensamientos solemnes que solo visitan al caminante que se aventura en el misterio de sus noches «medicinales y fecundas».

Los colores del otoño (Autumnal Tints, 1862) es uno de los textos más conocidos y apreciados de Thoreau, volcado en la alabanza de los valores cromáticos del paisaje otoñal. Una estación en la que no solo maduran los frutos que comemos, sino también —y con una importancia no menor, subraya el autor— las hojas de los árboles: un proceso que dota al paisaje natural de sus más bellas y contrastadas tonalidades. Thoreau nos ofrece una exposición ordenada del fenómeno, que se inicia ya a finales de agosto con la maduración de algunas gramíneas, a las que suceden el arce rojo, el olmo, el arce azucarero y el roble escarlata. No solo le interesan los colores cambiantes de los árboles, sus purísimas tonalidades, sino también las formas delicadas de las hojas y su morfología cambiante, así como los juegos de luz y movimiento que ejecutan en las copas mecidas por el viento. No se olvida tampoco Thoreau de poner en valor el bello efecto que producen las hojas caídas en el suelo: tapices y alfombras de esplendor insuperable que nos imparten lecciones de elegancia y sabia renuncia. Ni siquiera las hojas amontonadas que se descomponen bajo la lluvia provocan un gesto de desagrado en Thoreau, que descubre en su podredumbre «saludables tisanas» cocinadas «en la gran tetera de la naturaleza» (y en las que se lleva el río, «majestuosas embarcaciones de la Antigüedad»). ¡En el otoño de Thoreau la melancolía está proscrita! Ahora bien, el autor es consciente de que no todos estamos dispuestos a valorar esa sinfonía de colores que nos regala la estación, pues el ojo solo capta ―asegura― la belleza que busca («La naturaleza no regala margaritas a los cerdos»). Esto no le impide, desde luego, defender el efecto positivo que ejercen los bellos colores otoñales sobre la salud moral de los pueblos.

Pero la mirada de Thoreau no se limita a extraer poesía del espectáculo que le ofrece la naturaleza. Muchas de sus observaciones gozan también de un interés más prosaico; el suficiente, al menos, para interesar a un colectivo de granjeros y agricultores locales. Así se manifiesta en La sucesión de los bosques (The Succession of Forest Trees, 1860), una conferencia impartida por Thoreau en su ciudad natal, Concord, ante un público de prudentes hombres del campo: la Sociedad Agrícola de Middlesex. Thoreau inicia su charla explicando las causas de un extraño fenómeno natural que sorprende mucho a sus paisanos, que se preguntan «por qué al talar un pino suele brotar después un roble, y viceversa». Un enigma que le permite al conferenciante profundizar en la importante labor que cumplen algunas especies animales en la difusión de las semillas, como es el caso de ardillas, zorzales o arrendajos. Una tarea sigilosa, casi furtiva, crucial para la salud de los ecosistemas, que el autor ha observado durante sus paseos por el campo, y de la que ofrece un bello y colorido relato a los atareados agricultores de su ciudad. La sucesión de los bosques es, en suma, un emocionado canto al poder generador de las semillas, así como la demostración razonada de una tesis fundamental para Thoreau: el mejor agricultor no hace otra cosa que copiar las estrategias de que se vale la naturaleza. Finaliza Thoreau su charla informando de sus éxitos en el cultivo de las calabazas: una afición cuyo relato seguramente le servía para ganarse la complicidad de su sensato auditorio, poniendo término a la ponencia con una divertida nota de cercanía.

Un acierto del libro reseñado es haber recogido textos correspondientes a dominios naturales diferentes. Así, en El mar y el desierto («The Sea and the Desert», en Cape Cod, 1865), los bosques y las praderas de Concord ceden su puesto a las orillas del océano Atlántico. Pernoctando en un faro, Thoreau y un anónimo acompañante dedican días enteros a vagabundear «a la orilla del estrepitoso mar», recorriendo la particular geografía de ese extraordinario paraje natural de Cape Cod (conviene tener a mano un mapa de la zona durante la lectura). Desde sus extensas y solitarias playas, abiertas a la inmensidad del océano, el autor cree divisar, en una exhibición de acalorada fantasía, las costas de España (¡tal es la exaltación que provoca sobre el ánimo el vigorizante aire marino!). Atento no solo a los vientos, oleaje y mareas, sino también a todos los seres vivos que se cruzan en su camino, Thoreau se siente a sus anchas en este terreno de nadie, entre el mar y la tierra, donde hasta las olas son forasteras (él y su acompañante han sido confundidos con dos ladrones de banco, según una divertida anécdota que nos cuenta). La estampa de un pequeño perro que ladra ante la inmensidad del océano le permite al autor darnos la medida de este majestuoso escenario por el que camina. Pero Thoreau no solo se interesa por las plantas y animales ribereños, sino también por los que pueblan las marismas o la zona desértica alejada del agua. La vegetación, aunque de escaso porte, nada tiene que envidiar, al menos en cuanto a color, a los bosques otoñales de tierra adentro. Es el caso del arbusto denominado barrón, empleado en el afianzamiento de las dunas. Thoreau no se olvida tampoco de los hombres. Aldeas de pescadores como Provincetown (un poblacho con aceras de tablones emplazado entre el mar y un desierto de arena) o la flota pesquera de la caballa, que evoluciona sobre la línea del horizonte, ocupan un lugar importante en su crónica, que enriquece con alusiones y citas referidas a los viajeros vikingos que presumiblemente visitaron esas costas en época medieval.

Manzanas silvestres (Wild Apples, 1862), por último, es uno de los textos más fascinantes de Thoreau, un imaginativo y entusiástico canto a la manzana que crece salvaje y olvidada del hombre; y sobre todo, a la específicamente silvestre (Malus coronaria), de reducido tamaño y ácido sabor, aunque bellamente coloreada. Es digna de admiración la aguda mirada del autor, que nos describe emocionado el trabajoso crecimiento de la planta, enfrentada a un entorno muy hostil, hasta convertirse en un pequeño árbol de menguado fruto. Un fruto que luego nadie parece apreciar, y que Thoreau compara con la obra de algunos hombres ilustres que han pasado desapercibidos a sus contemporáneos. Manzanas silvestres es un tratado de botánica tan heterodoxo como cabe esperar de su autor, rendido a la belleza cromática del fruto y a su aroma inefable. El entusiasmo de Thoreau es tal que no duda en inventarse nombres fantásticos (incluso en latín) para reflejar las infinitas variedades del fruto silvestre: manzana del paseante, manzana para comer en diciembre, manzana que crece en los restos de un sótano (Mallus cellaris), manzana de la ardilla del pino… ¡Ni Linneo lo hubiera hecho mejor! Las personalísimas (y quizás arriesgadas) experiencias del autor probando cualquier manzana que se pone a su alcance se combinan, de manera inesperadamente feliz, con abundantes citas de autores clásicos, testimonio de sus variadas lecturas: Plinio, Tácito, Heródoto, el Edda en prosa, Teofrasto, Paladio, Homero, Virgilio… En el aula de la naturaleza, tan poco alterada por la historia, las lecciones de erudición nunca resultan cargantes, pues los autores más alejados en el tiempo se nos revelan allí como contemporáneos. Olvidados de muchas cosas y valiéndonos solo de nuestros propios sentidos, revivimos un parecido asombro y maravilla.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

«Un pueblo necesita estas inocentes y estimulantes perspectivas de promesa y aliento para mantener a raya la melancolía y la superstición. Muéstrenme dos pueblos, uno rodeado de árboles y resplandeciente con todas las glorias de octubre, y el otro, una mera tierra trivial y desnuda de árboles, o con solo uno o dos árboles para los suicidas, y les aseguro que en el segundo encontrarán a los religiosos más fanáticos e intolerantes, y a los bebedores más desesperados. Todas las tinas para lavar, las lecheras y las lápidas quedarán a la vista. Los pobladores desaparecerán repentinamente detrás de sus establos y casas, como árabes del desierto entre las rocas, y si uno se fija verá lanzas en sus manos. Estarán dispuestos a aceptar la doctrina más triste y vacía, como que el fin del mundo está llegando estrepitosamente, o que ya ha llegado, o que ellos mismos se han apartado del camino correcto. Tal vez harán crujir sus articulaciones secas entre sí y lo verán como una forma de comunicación espiritual».
«A veces nos encontramos con un buscador de naufragios, con su carretilla y su perro, y este ladra débilmente al vernos a nosotros, viajeros, y su ladrido, a través del rugido de las olas, suena ridículamente apagado. ¡Hay que ver a un cuzco de patas temblorosas parado al borde del océano, ladrándole inútilmente a un ave marina en medio del bramido del Atlántico! ¡Tal vez pretendía ladrarle a una ballena! Ese sonido quizá baste en una granja. Los perros parecen no encajar aquí, desnudos y estremeciéndose ante la inmensidad, y pensé que no estarían aquí sin el consentimiento de sus amos».
Traducción de María Paula Vasile

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