Bajo este título tan sugestivo, La última noche de Troya, Ediciones Hiperión acaba de publicar una nueva traducción al castellano de la Eneida de Virgilio, concretamente de su libro II. Vicente Cristóbal López, catedrático de Filología latina de la Universidad Complutense, ha sido el artífice de esta admirable versión, en hexámetros castellanos (versos de diecisiete sílabas, de ritmo dactílico), de uno de los cantos más significativos de la célebre epopeya; el primero, al parecer, en ser compuesto por el mantuano, y leído como primicia ante Octavio y Livia cuando el poema aún estaba inconcluso. A salvo del mar, acogido en Cartago por la hospitalidad de la reina Dido —que pronto será su amante—, Eneas expone ante la corte tiria, en una velada memorable, los trágicos sucesos de la infausta noche en que se perdió Troya, con la pérfida estratagema del caballo de madera como desencadenante del drama: quizás una de las imágenes más perdurables y perturbadoras de la literatura occidental.
Basta con leer los primeros versos de la traducción para comprobar que estamos ante una versión muy elaborada, doblemente respetuosa con el contenido del texto original y los valores propios de su condición de poema. Vicente Cristóbal López, que se decanta por las traducciones en verso de la Eneida, nos ofrece en su breve pero enjundioso prólogo un resumen de su arte poética:
La poesía no es solo dicción, sino dicción solemne, palabras, discurso vestido de fiesta. Y si a esas palabras las humillamos, esto es, las trasladamos desvestidas de sus galas, las estamos banalizando en alguna medida, aunque sigamos entendiéndolas. Por eso es preferible que las traducciones del verso se hagan en verso. Para no hacer trivial y prosaico lo que no lo era. Y si es posible, en el mismo verso en que estaba el original.
Este propósito tan ambicioso, que puede parecer difícil de alcanzar —incluso imposible, en algunos casos—, se ha cumplido con creces en esta ocasión. El texto latino que acompaña a la traducción certifica, de una parte, su estrecha fidelidad —que no sujeción— al original; y nuestro oído, por otra, nos persuade de que es un poema lo que leemos: versos rítmicos y fluidos, que se nos manifiestan con esa limpidez que solo la poesía auténtica atesora, y que nuestros labios apenas se resisten a modular en voz alta. Un edición, además, que nos viene despojada de todo aparato crítico que pudiera entorpecer su lectura, para que disfrutemos una vez más, y a nuestras anchas, de unos episodios dramáticos que siempre hallan eco en lo más profundo de nuestra sensibilidad de lectores: la espantosa muerte de Laocoonte y sus hijos, los engaños de Sinón, la ominosa travesía del simulacro —preñado de armas— a través de la abierta muralla, la aparición del fantasma de Héctor, el anciano Príamo vistiendo inútilmente sus armas, la sombra de Creúsa, tres veces abrazada en vano por su esposo… Historias tantas veces disfrutadas y que ahora releeremos ataviadas con las galas propias de nuestro idioma, legítimo descendiente, a fin de cuentas, del que alumbró esta epopeya hace ya más de dos mil años.
Reseña de Manuel Fernández Labrada