Stadelmann, de Claudio Magris

Detrás de todo gran hombre hay en ocasiones un personaje insignificante pero indispensable; significativo sólo por su posición a la sombra del genio. Kant tuvo su Wasianski y su Lampe, Beethoven su Schindler, Byron su Polidori… Son personajes que alcanzan su momento de gloria a la muerte del genio, constituyéndose -por mera razón de supervivencia- en privilegiados testigos y albaceas de su legado. Alrededor de la figura de Goethe giraron numerosos satélites, de los que Claudio Magris (1939) ha escogido uno de los más interesantes, Carl Stadelmann, una especie de criado para todo, camarero y secretario privado, que acompañó a Goethe en muchas de sus salidas científicas y se interesó por temas tan dispares como la geología, la mineralogía o la teoría de los colores. Stadelmann, que entró al servicio de Goethe en 1814, fue despedido en 1824, probablemente por su afición a la bebida. Para tejer su fábula dramática, Claudio Magris se ha inspirado no sólo en este personaje real, Stadelmann, sino también en un hecho rigurosamente histórico: el homenaje que rindió la ciudad de Frankfurt a Goethe en 1844, evento al que fue invitado el anciano servidor, que por aquel entonces vegetaba miserablemente en un asilo de Jena. Con estas sencillas mimbres construye Magris un texto emocionante, de gran fuerza dramática, en torno al genio y a su magisterio, a su grandeza y a su debilidad, a su carácter universal y a la par inescrutable… Magris ha señalado que lo que más le interesaba era realzar el personaje de Stadelmann; y no tanto el de Goethe, que sólo aparece evocado, de manera intermitente, como una fantasmagórica silueta proyectada y con su voz fuera de campo. Es obvio, sin embargo, que el texto también puede entenderse como un homenaje -todo lo indirecto que se quiera- al autor del Fausto. Los astrónomos observan el sol y los eclipses proyectando su imagen sobre un papel. A los genios también se les puede estudiar analizando cómo se reflejan en una materia más gris. Stadelmann.

De los tres actos en que se divide el texto dramático, el segundo lo ocupa el viaje a Frankfurt y la participación de Stadelmann en el homenaje: la comparecencia en el Ayuntamiento ante un grupo de notables (autoridades, eruditos, burgueses…) y una cena de gala. Para asombro de todos, el viejo camarero pondrá en evidencia, con sus sutiles observaciones, que el genio que todos desean homenajear se escapa a sus mezquinos raseros para medir la gloria. La actuación de borracho iluminado que nos brinda Stadelmann es brillante. ¡Cuando juega a ser genio, a él tampoco lo comprenden! De las palabras del viejo servidor deducimos que su relación con Goethe se basó siempre en el respeto mutuo y la admiración; no hay reproches retrospectivos, y sí la gozosa asunción de un magisterio. Estas escenas en las que Stadelmann oficia de «genio suplente», contrastan con otras donde se relaciona con el pueblo más humilde: el viaje en diligencia, la tertulia de la posada, o las escenas del asilo que abren y cierran el drama. Son situaciones que brindan al autor un cauce complementario para plasmar, con economía de medios y efectividad, la visión totalizadora de Goethe, la amplitud universal de su mirada. La dramática escena  final, en la que aparece un emisario de Frankfurt que, con ademanes perentorios, se obstina en hacer efectiva la pensión que se le otorga a Stadelmann, tiene algo de esa irrealidad kafkiana de Un mensaje imperial. Se ratifica quizás así un especial estatus para Stadelmann: su tragedia final no será sino una versión más de ese «premio que llega demasiado tarde» que ya nos hemos acostumbrado a presuponer en los genios.

En algún libro escribió Jünger que los ancianos merecen que se les permita acercarse al banquete de la vida antes del fin, revisitar aquello que constituyó su dicha y de lo que fueron desposeídos por el paso de los años. En el caso particular de Stadelmann se pondrá en evidencia que no todos pueden soportarlo.

Magris compuso su Stadelmann en 1988, tras una etapa en la que los estudios de índole académica habían ocupado preferentemente su actividad intelectual. Hemos de agradecer a la editorial Alfabia la posibilidad de leer este bellísimo drama sobre Stadelmann y Goethe, traducido ahora en exclusiva para el mundo hispánico por Joaquín Jordá, y que cuenta además con un interesante epílogo de Álvaro de la Rica.

Reseña de Manuel Fernández Labrada

 

el mundo entero era una mosca que él, zas, aplastaba y se quitaba de encima en un instante… y no como estos poetas de ahora, estas plañideras, esta ralea de lazareto, como los llamaba, capaces solo de sufrir, de fingir que sufren y de obligar a sufrir a los demás, si no, ay, tienen miedo de no ser poetas… Mientras, a él, lo que más le importaba era que nada, y ni siquiera la poesía, estropease la fiesta… (traducción de Joaquín Jordá)

Acerca de Manuel Fernández Labrada

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