El escritor uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) ha recibido en los últimos años una merecida atención en el panorama editorial español y americano. Diversas muestras de su narrativa han sido recogidas por editoriales como Cátedra, El cuenco de plata, El Nadir o Atalanta. Cuentos selectos, de la editorial argentina Ediciones Corregidor, es el último libro de Felisberto Hernández que he visto en las librerías. La edición ha estado al cuidado de Gustavo Lespada, autor de un interesante prólogo donde analiza brevemente, pero con rigor y profundidad, cada uno de los relatos.
En la compleja personalidad del escritor uruguayo juega un papel esencial la música. Antes que escritor, Felisberto Hernández fue pianista y compositor. Desde temprana edad recibió una esmerada formación musical, que le llevaría con los años a ejercer de pianista itinerante en pequeñas orquestas y cafés de Uruguay y Argentina. También dio conciertos y compuso obras para piano -algunas perdidas-, y solo durante la segunda mitad de su vida se consagró por entero a la literatura. Aunque nunca alcanzó una gran resonancia como escritor, hoy en día es considerado uno de los autores más originales e interesantes de su época. Las dificultades de sus primeros años, la precariedad de sus actividades musicales forman parte del material con el que crea sus relatos, casi siempre narrados en primera persona. La sordidez de las situaciones en que se ve generalmente implicado el protagonista-narrador (vendedor de medias como último recurso, pianista por horas, invitado capigorrón a mesas ajenas, comparsa de extraños ritos y ceremonias…) se ve desarmada por su compleja elaboración artística, un cierto humor, y el clima onírico en el que se desarrolla la acción, narrada en ocasiones con el distanciamiento de un sueño que no llega a ser pesadilla.

Felisberto Hernández
Los tres primeros relatos seleccionados hunden sus raíces en la infancia del narrador. Veremos que algunos de los textos de Felisberto Hernández tienen una notable base autobiográfica, aunque elaborada de tal manera que las experiencias más modestas alumbran sofisticadas obras artísticas. En «El caballo perdido» (1943) aparece por vez primera el tema de la música, concretado en la figura de la profesora de piano Celina, de la que el niño se enamora. En «La pelota» (1945) se manifiesta también un rasgo recurrente en la prosa de Felisberto Hernández: el protagonismo y/o animación de los objetos. Nada más encantador que esa pelota de trapo barata, hecha por la abuela, que bota y rebota alejada de las leyes ordinarias de la mecánica. La modestia del juguete anticipa también la pobreza de medios en que se desenvuelven la mayoría de las historias. «Mi primera maestra» (de Tierras de la memoria, 1964) es un delicioso cuento en el que un niño juega a esconderse, de manera perfectamente inocente, bajo la pollera de su maestra de escuela. Una figura materna protectora que reaparecerá en otros relatos posteriores, desplazada generalmente a la función de mecenas (una parodia de mecenazgo). «Nadie encendía las lámparas» (Nadie encendía las lámparas, 1947) es uno de los relatos más interesantes y sugestivos de la colección a la que da título. Una misteriosa tertulia en una vieja casa invadida gradualmente por la oscuridad y que finaliza antes de que pase algo realmente significativo. Un recital de piano interrumpido y una enigmática muchacha que tiene como último gesto, ya en la oscuridad, tomar de la manga al narrador. En «El Balcón» reaparecen algunos de los motivos predilectos de Hernández, como son el del invitado en casa ajena y la humanización de los objetos: Un curioso triángulo entre un pianista (un tanto voyeur y con ribetes de gorrón), una joven poetisa muy imaginativa, y un balcón por el que siente una obsesiva predilección. La situación se precipita hacia su final cuando el balcón, celoso de una visita nocturna de la joven al pianista, decide tomar cartas en el asunto. «El acomodador» es un cuento que tiene algo de kafkiano (Felisberto Hernández reconoció su deuda con el escritor checo): el protagonista descubre que sus ojos emiten una luz capaz de alumbrar cualquier objeto en la oscuridad, incluida una misteriosa muchacha sonámbula, casi un fantasma… En «Menos Julia» el protagonista actúa de comparsa en una inquietante ceremonia: un túnel oscuro donde ensayar las delicias del tacto. A mano derecha, objetos que hay que reconocer; a la izquierda, rostros de muchachas a las que poner nombre… Un relato comparable a «La casa inundada», del que nos ocuparemos después. En «La mujer parecida a mí» el narrador sufre una metamorfosis que lo convierte en un caballo. Huido de un amo que lo maltrata, encuentra refugio en el amor de una maestra, figura protectora por la que se muestra dispuesto incluso a matar (un crimen equino, por supuesto). «Mi primer concierto» es uno de los relatos donde mejor se manifiesta el componente autobiográfico. Cualquiera que se haya visto en la tesitura de tocar en público se reconocerá en los miedos escénicos del protagonista. Un cuento divertidísimo en el que un modesto concertista principiante sufre todos los apuros imaginables, incluido el de rivalizar con un gato. «El comedor oscuro» puede considerarse una prolongación del relato anterior: el narrador cree que su nuevo trabajo es consecuencia del éxito de su primer concierto. Pero la mujer que lo ha contratado para tocar por horas en su casa, la señora Muñeca -una grotesca y desencantada solterona, tan horrorosa como un retrato cubista que cobrara vida- no parece entender nada de música. Aunque son frecuentes en los cuentos de Felisberto los recitales de piano, nunca se nos informa de la música que se interpreta, quizás para no despertar en el lector asociaciones que modificarían el clima de la narración. Cuando el protagonista le pregunta a la señora Muñeca qué ha de interpretar, esta le responde: «la que toca todo el mundo, la que está de moda». En «El corazón verde» volvemos al mundo de los recuerdos y de la infancia, conjurados por un alfiler de corbata: un inesperado concierto permite al empobrecido pianista recuperarlo de la casa de empeños. «Muebles El Canario» es una narración algo diferente, encuadrable en el género de la ciencia-ficción, aunque no muy alejado del tono onírico -en este caso pesadillesco- de otros relatos: una inyección sumistrada insidiosamente en el autobús nos obligará a escuchar dentro de nuestra cabeza la publicidad de una tienda de muebles. «Las dos historias» constituye un texto de gran complejidad, con varios niveles de narración y tres pequeños relatos independientes. «Mur» (1948) tiene como protagonista a un extravagante personaje apodado Murciélago, que manifiesta los rasgos del nocturno y lúgubre animal. Una «animalización» similar ocurre en el siguiente relato, «El cocodrilo» (1949), donde reaparecen las desventuras de un músico obligado a rebajarse al desempeño de ocupaciones nada artísticas. La venta de medias se verá favorecida por una inesperada habilidad para llorar à volonté. En «Lucrecia» (1952) el narrador protagoniza un delirante viaje al siglo XVI, convertido en un mensajero español que ha de entregar una misiva a Lucrecia Borgia, enclaustrada en un monasterio italiano. «La casa inundada» (1960) es un interesante relato relacionable con el titulado «Menos Julia». El narrador actúa una vez más de comparsa en una extraña performance: remar en la barca de una adinerada y gruesa solterona que ha tenido el capricho de convertir su casa en una pequeña Venecia plagada de canales navegables y regaderas a tutiplén. Al igual que en «Menos Julia», el narrador-comparsa será despedido a capricho de su patrón; en este caso sin motivo aparente alguno. Una nueva parodia del mecenazgo. Finalmente, «Explicación falsa de mis cuentos» (1955, La Licorne) es una manifestación explícita del desinterés del artista por explicar la carpintería de sus textos. De creerlo, el talento actuaría de manera inconsciente y las explicaciones siempre las pondrían otros. Quizás otro cuento.
Reseña de Manuel Fernández Labrada