La muerta enamorada, de Théophile Gautier

Es verdad que casi todos los aficionados al género fantástico habrán leído ya este ejemplar relato de Gautier, que ha sido publicado o recogido en antologías numerosas veces; pero si alguien aún no lo conoce, o desea releerlo en una nueva y exquisita edición, esta es su oportunidad. Luis Alberto de Cuenca ha recogido una meritoria y anónima traducción de mediados del siglo XX, la ha remozado, prologado y publicado en la serie Breviarios de la editorial madrileña Rey Lear. En La Morte amoureuse Gautier sigue las huellas de El Monje, de Lewis, y de Los elixires del diablo, de Hoffmann, novelas extensas en las que también el protagonista traiciona su vocación religiosa bajo la pulsión de una atracción sexual de inspiración diabólica. Pero lo que en Hoffmann deriva en un verdadero laberinto, casi ilegible en su parte final, da lugar en Gautier a una obra de equilibrio y claridad clásicos. Por lo demás, nada más alejado de las truculencias sanguinarias que esta bella vampira («la muerte parecía en ella una coquetería más»), Clarimonde, que despierta a la vida con un beso de amor (una «bella durmiente» gótica) y se contenta con unas gotas de sangre que su amado no duda en entregarle. Todo parece suceder, sin embargo, en el terreno de los sueños, de tal manera que el disipado amante veneciano de Clarimonde sueña por las noches que es un pobre cura de aldea que se mortifica durante el día para purgar sus pesadillas. Y viceversa. Un desdoblamiento imposible, desde luego, pero que perdonamos subyugados por el encanto y ligereza del relato. Aunque ese apocado sacerdote, que cifra el culmen de la libertad en poder llevar bigote y espada, no merece quizás una aventura semejante, no por ello dejamos de compadecerle al final. Al igual que en la Lamia de Keats, un impertinente sabelotodo (llámese Apolonio o Sérapion -un guiño al autor de Coppelius-) oficia de aguafiestas y pone punto final al goce prodigioso.

Al que tenga la suerte de poder hallarla, le recomiendo que se haga también con una antigua y deliciosa edición argentina, la de Torres Agüero (1976). Ilustrada con extravagantes grabados de Jost Amman (1539-1591), e impresa en tinta carmín, viene acompañada de una interesante nota postliminar del traductor, Carlos Gardini. Se trata de una corta colección de volúmenes (en su estilo, precursora de la borgiana Biblioteca de Babel), donde podemos hallar textos de Melville (El vendedor de pararrayos), Flaubert (La leyenda de San Julián el Hospitalario), Bierce (El desconocido y otros cuentos), Hawthorne (La hija de Rapaccini) y Conrad (El copartícipe secreto).

Reseña de Manuel Fernández Labrada

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